Habían pasado poco más de tres años. Había llegado el año 1492, y con él un nuevo Papa: Rodrigo Borgia, que tomó el nombre de Alejandro VI. Ferrante estaba ansioso por establecer buenas relaciones con él, dado que los anteriores pontífices habían mirado con malos ojos a la casa de Aragón.
Alfonso y yo ya éramos demasiado mayores para compartir el cuarto de los niños y nos trasladaron a habitaciones independientes, pero solo estábamos separados a la hora de dormir y cuando las diferencias en nuestra educación lo requerían. Yo estudiaba poesía y danza mientras Alfonso practicaba la esgrima. Nunca hablábamos de nuestra principal preocupación; ahora yo tenía quince años, edad casadera, y muy pronto iría a vivir a otra casa. Me consolaba pensando que Alfonso se convertiría en un gran amigo de mi futuro esposo y me visitaría diariamente.
Por fin llegó la mañana en la que fui llamada a la sala del trono. Doña Esmeralda apenas podía disimular su nerviosismo. Me vistió con una modesta túnica negra de corte elegante y fina seda, y con un corsé de brocado de satén abrochado tan prieto que casi no podía respirar.
Escoltada por ella, por donna Trusia y por doña Elena, crucé el patio del palacio. El sol quedaba apagado por una espesa niebla; goteaba sobre nosotros como una suave y lenta lluvia, salpicaba mi vestido y cubría mi rostro y mis bien peinados cabellos con rocío.
Por fin llegamos a las estancias de Ferrante. Cuando se abrieron las puertas de la sala del trono, vi a mi abuelo sentado regiamente sobre los cojines rojos; junto al trono había un extraño: un hombre de aspecto aceptable y físico robusto. A su lado estaba mi padre.
El tiempo no había suavizado a Alfonso, duque de Calabria. Mi padre se había vuelto más temperamental; más cruel. No hacía mucho, había pedido un látigo y azotado a una cocinera por servirle la sopa fría; castigó a la pobre mujer hasta que ella perdió el conocimiento. Solo Ferrante era capaz de contener su mano. También despidió de la casa, con muchos insultos y gritos, a un viejo sirviente por no haberle lustrado bien las botas. Para citar a mi abuelo: «Allí donde va mi hijo mayor, el sol, asustado, se oculta detrás de las nubes».
Su rostro, si bien todavía apuesto, era un retrato de la desdicha; sus labios temblaban con una mal reprimida cólera indiscriminada y sus ojos mostraban un sufrimiento que él se empeñaba en compartir. Ya no podía soportar el sonido de las risas infantiles; Alfonso y yo debíamos mantener silencio en su presencia. Un día me olvidé y solté una risita. El me pegó con tanta fuerza, que me tambaleé y casi caí. No fue el golpe lo que me dolió sino comprender que él nunca le había levantado la mano a ninguno de sus otros hijos; solo a mí.
Una vez que Trusia creía que yo estaba distraída, le confió a Esmeralda que había ido una noche a las habitaciones de mi padre y las había encontrado en la más absoluta oscuridad. Cuando buscaba a tientas una vela, la voz de mi padre sonó en la oscuridad: «Déjalo así». Cuando mi madre caminó hacia la puerta, él le ordenó: «¡Siéntate!». Así que se vio obligada a sentarse ante él, en el suelo. Cuando ella comenzó a hablar, con su voz suave y gentil, él le gritó: «¡Contén tu lengua!».
Él solo quería silencio y oscuridad, y saber que Trusia estaba allí.
Me incliné graciosamente ante el rey, a sabiendas de que cada una de mis acciones era evaluada por el extraño de cabellos castaños y aspecto vulgar que estaba junto al trono. Ahora era una mujer, y había aprendido a convertir mi tozudez y mis ganas de travesuras en orgullo. Otros podrían llamarlo arrogancia; pero desde el día en que mi padre me había herido, había jurado no permitirme mostrar nunca ninguna señal de debilidad o dolor. Estaba siempre alerta, inconmovible, fuerte.
– Princesa Sancha de Aragón -dijo Ferrante, en tono formal-, este es el conde Onorato Caetani, un noble de buen carácter. Ha pedido tu mano, y tu padre y yo se la hemos concedido.
Incliné la cabeza con mucha modestia y espié por segunda vez al conde por debajo de mis párpados entrecerrados. Un hombre vulgar de unos treinta veranos, y solo era un conde mientras que yo era una princesa. Me había preparado para dejar a Alfonso por un marido, pero no por alguien tan poco distinguido. Estaba demasiado inquieta para que una rápida y apropiada réplica acudiese a mis labios. Por fortuna, Onorato habló primero.
– Me habéis mentido, majestad -dijo con una voz profunda y clara.
Ferrante se volvió, sorprendido; mi padre pareció estar dispuesto a estrangular al conde. Los cortesanos del rey contuvieron una exclamación ante la audacia hasta que él habló de nuevo.
– Dijisteis que vuestra nieta era preciosa. Pero tal palabra no hace justicia a la exquisita criatura que está ante nosotros. Me había creído lo bastante afortunado para ganar la mano de una princesa del reino; no sabía que también estaba ganando la obra de arte más preciosa de Nápoles. -Apoyó la palma contra su pecho y luego extendió la mano mientras me miraba a los ojos-.
Alteza, mi corazón es vuestro. Os ruego que aceptéis tan humilde regalo, aunque pueda ser indigno de vos.
«Quizá -pensé-, este tal Caetani no será tan mal marido después de todo.»
Onorato, que por lo que me enteré era muy rico, continuó hablando sin tapujos de mi belleza. Su actitud con Alfonso era cálida y jovial, y no tenía duda que él daría la bienvenida a mi hermano en nuestra casa cada vez que yo lo desease. Mientras nuestro cortejo avanzaba rápidamente, él me sorprendía con regalos. Una mañana mientras estábamos en la terraza contemplando la bahía en calma, él se movió como si fuese a abrazarme pero en cambio deslizó un collar por encima de mi cabeza.
Me eché hacia atrás ansiosa por contemplar ese nuevo obsequio y descubrí, colgado en un cordón de satén, un rubí pulido del tamaño de la mitad de mi uña.
– Por el fuego en tu alma -dijo, y me besó. Cualquier resistencia que hubiese quedado en mi corazón se derritió en aquel momento. Había visto suficientes riquezas, me había acostumbrado a su constante presencia, para sentirme impresionada por ella. No era la joya, sino el gesto.
Disfruté de mi primer abrazo. La bien recortada barba rubia castaña de Onorato me acarició agradablemente la mejilla; olía a agua de rosas y vino. Yo respondí a la pasión con la que él apretaba su fuerte cuerpo contra el mío.
Sabía cómo complacer a una mujer. Estábamos prometidos, así que se esperaba que cediésemos a la naturaleza cuando estábamos solos. Después de un mes de cortejo, lo hicimos. Era experto en encontrar el camino debajo de mi vestido, mi enagua. Utilizó los dedos; luego el pulgar se deslizó entre mis piernas, y acarició un punto que provocó en mí una reacción que me sorprendió. Esto lo hizo hasta que llegué a un espasmo del más asombroso deleite; después me enseñó cómo atenderlo a él. No sentí ninguna incomodidad, ninguna vergüenza; es más, pensé que en realidad era una de las mayores alegrías de la vida. Mi fe en las enseñanzas de los sacerdotes se debilitó. ¿Cómo podía alguien considerar que semejante milagro fuese un pecado?
Repetimos esas maniobras en varias ocasiones hasta que, finalmente, él me montó y me penetró; preparada, no sentí ningún dolor, solo disfrute, y una vez que se hubo vaciado en mi, se tomó el trabajo de darme también placer a mí. Estaba tan encantada con el acto, y lo reclamaba tan a menudo, que Onorato se reía y me llamaba insaciable.
Supongo que no era la única adolescente en confundir lujuria con amor, pero estaba tan entusiasmada con mi futuro esposo que, durante los últimos días del verano, como un capricho, visité a una mujer conocida por leer el futuro. Una strega, la llamaba la gente, una bruja, pero aunque imponía respeto y cierto miedo, nunca fue acusada de brujería, y en ocasiones hacía el bien.
Escoltada por dos jinetes como protección, viajé desde el Castel Nuovo en un carruaje abierto con mis tres damas de compañía favoritas: doña Esmeralda, que era viuda, doña María, casada, y doña Inés, una joven virgen. Doña María y yo bromeamos sobre el acto del amor y nos reímos todo el camino, mientras doña Esmeralda fruncía los labios ante tan escandalosa conversación. Pasamos por debajo del resplandeciente arco triunfal blanco del Castel Nuovo, con el Pizzofalcone, el Pico del Halcón, que servía como telón de fondo. El aire era húmedo, frío y olía a mar; el sol era cálido. Seguimos nuestro camino a lo largo de la costa de la bahía de Nápoles, de un azul tan brillante que reflejaba el cielo y hacía que el horizonte entre ambos se difuminase. Nos dirigimos hacia el Vesubio, al este. Detrás de nosotros, al oeste, la fortaleza del Castel dell'Ovo montaba guardia junto al agua.
En vez de cruzar por las puertas de la ciudad y atraer la atención de los plebeyos, ordené al cochero que nos llevase a través de la armería, con sus grandes cañones, y después a lo largo de los viejos muros angevinos que corrían paralelos a la costa.
Estaba tan hechizada por el amor, tan ebria de felicidad que mi Nápoles nativo me parecía más hermoso que nunca, con la luz del sol reflejándose en los castillos blancos y en las pequeñas casas de estuco construidas en las laderas. Aunque aún no se había fijado la fecha de las nupcias, ya soñaba con el día de mi boda; me veía presidiendo como señora la casa de mi marido, sonriéndole a través de una mesa cargada de viandas y rodeada de invitados y de los niños que vendrían, que llamarían a su tío Alfonso. Esto era todo lo que quería de la bruja; que confirmase mis deseos, que me dijese los nombres de mis hijos, que nos diese a mí y a mis damas algo nuevo de lo que reír y chismorrear. Estaba feliz porque Onorato parecía un hombre bueno y agradable. Lejos de Ferrante y de mi padre, en la compañía de Onorato y de mi hermano, ya no me convertiría en una réplica de los hombres a los que me parecía, sino de los hombres a los que amaba.
Entre risas infantiles me fijé en el Vesubio, destructor de civilizaciones. Enorme, sereno, de un color gris violáceo contra el cielo, siempre había parecido benigno y hermoso. Pero aquel día, la sombra que proyectaba sobre nosotros se hizo más oscura a medida que nos acercábamos.
Un soplo helado cabalgaba en la brisa. Guardé silencio; y lo mismo hicieron mis compañeras. Dejamos atrás la ciudad y, entre viñedos y olivares, llegamos a una zona de suaves y ondulantes colinas.
Cuando llegamos a la casa de la bruja -una casa ruinosa construida adosada a una cueva- nuestro ánimo era sombrío. Uno de los guardias desmontó y anunció mi llegada con un grito en la puerta abierta, mientras el otro nos ayudaba a mí y a mis compañeras a bajar del carruaje. Las gallinas se dispersaron; un burro atado a la balaustrada de una galería comenzó a rebuznar.
Desde el interior, llegó una voz de mujer:
– Que pase. -Para mi sorpresa era una voz fuerte, no frágil y rasposa como había imaginado.
Mis damas soltaron una exclamación. Indignado, el primer guardia desenvainó la espada y cruzó el umbral de la casa-cueva.
– ¡Vieja insolente! ¡Sal y ruega perdón a su alteza Sancha de Aragón! La recibirás adecuadamente.
Indiqué al guardia que bajara la espada y me puse a su lado. Por mucho que lo intenté, solo vi sombras más allá del umbral.
La mujer habló de nuevo, invisible:
– Ella debe entrar sola.
De nuevo mi guardia levantó instintivamente la espada y dio un paso adelante; alcé un brazo a la altura de su pecho, para contenerlo. Un curioso temor me dominó; noté un cosquilleo en la piel de la nuca, pero le ordené toda calma:
– Vuelve al carruaje y espérame. Entraré sin compañía.
Sus ojos se entrecerraron en una señal de desaprobación, pero yo era la hija del futuro rey y no se atrevió a contradecirme. A mi espalda, mis damas murmuraron angustiadas, pero no les hice caso y entré en la cueva de la bruja.
Era impensable que una princesa fuese a cualquier parte sola. Estaba atendida a todas horas por mis damas o por los guardias, excepto en aquellos pocos momentos en que veía a Onorato a solas; y él era un noble, conocido de mi familia. Yo comía acompañada por mi familia y las damas, dormía acompañada por mis damas. Cuando era una niña, había compartido mi cama con Alfonso. No sabía qué era estar sola.
Sin embargo, el presuntuoso requerimiento de la bruja no me ofendió. Quizá comprendí instintivamente que sus noticias no serían buenas, y deseaba que solo mis oídos las escuchasen.
Recuerdo cómo vestía aquel día: un tabardo de terciopelo azul oscuro, dado que hacía frío, y debajo, un corsé y una enagua de seda gris azulada ribeteada con una cinta de plata, y cubierta por una sobrevesta abierta del mismo terciopelo azul que el tabardo. Recogí los pliegues de mis prendas lo mejor que pude, respiré profundamente y entré en la casa de la vidente.
Me dominó un sentimiento de opresión. Nunca había estado en la casa de un campesino, y mucho menos en una vivienda tan horrible. El techo era bajo y las paredes ruinosas y manchadas con inmundicias; el suelo era de tierra y olía a mierda de gallina; aquello auguraba la ruina de mis zapatillas de seda y de los dobladillos. Toda la casa estaba contenida en un pequeño cuarto, alumbrado únicamente por el sol que entraba por las ventanas sin postigos. El mobiliario consistía en una pequeña mesa rústica, un taburete, una jarra, un hogar con un caldero y un montón de paja en un rincón.
Sin embargo, 110 había nadie en el interior.
– Ven -dijo la bruja con una voz tan encantadora y melodiosa como la de una de las sirenas de Ulises.
Fue entonces cuando la vi: de pie en el más apartado y oscuro rincón de la covacha, bajo una estrecha arcada detrás de la cual solo había oscuridad. Vestía toda de negro y su rostro quedaba oculto por un velo oscuro. Era alta para ser mujer, erguida y delgada, y levantó un brazo para llamarme con una gracia peculiar.
La seguí, demasiado hechizada para reprocharle la falta de la adecuada cortesía hacia una persona de la realeza. Había esperado a una vieja jorobada y sin dientes, y no a esa mujer que se movía como si fuese de la más alta cuna. Caminé por el oscuro pasaje; cuando la bruja y yo salimos, estábamos en una cueva con un enorme y alto techo. El aire era húmedo, por lo que agradecí el calor de mi tabardo; no había un hogar, ningún lugar para un fuego. En la pared había una solitaria antorcha -un paño empapado en aceite de oliva- que apenas daba luz suficiente para que yo pudiese encontrar mi camino. La bruja se detuvo un momento junto a la antorcha para encender una lámpara; luego seguimos, pasamos junto a una cama de plumas tapizada en terciopelo verde, una soberbia butaca tapizada y una capilla con una gran estatua pintada de la Virgen en un altar adornado con flores silvestres.
Me indicó que me sentase a una mesa mucho más lujosa que la que estaba en el cuarto exterior. Estaba cubierta con un gran cuadrado de seda negra. Me senté en una silla de madera -obra sin duda de un ebanista, y no hecha para un plebeyo- y acomodé mis faldas con todo cuidado. La bruja dejó la lámpara de aceite entre nosotras, y luego se sentó al otro lado de la mesa. Su rostro continuaba velado con la gasa negra, pero yo alcanzaba a ver sus facciones. Era una matrona de unos cuarenta años, de cabellos oscuros; la edad no había marchitado su belleza. Al hablar, mostraba las bonitas curvas del arco del labio superior y la encantadora plenitud del inferior.
– Sancha -dijo. Era insultantemente familiar: se dirigía a mí sin mi título, me hablaba sin haber hablado yo primero, se sentaba sin permiso, sin una genuflexión. Sin embargo, me sentí halagada; había pronunciado mi nombre como una caricia. No me hablaba a mí, sino que soltaba mi nombre al éter, para sentir las emanaciones que producía. Las saboreó, las probó con el rostro vuelto hacia arriba como si mirase cómo se disolvía el sonido en el aire.
Luego bajó la mirada hacia mí; debajo del velo, los ojos castaño ámbar reflejaron la luz de la lámpara.
– Alteza, has venido para saber algo de tu futuro.
– Sí -respondí con ansia.
Ella asintió con gesto grave. De un cajón de debajo de la mesa sacó un mazo de cartas. Lo dejó sobre la seda negra entre nosotras, apretó la palma sobre la baraja y rezó con voz queda en una lengua que no comprendí; con gesto experto, las desplegó.
– Joven Sancha. Escoge tu destino.
Sentí entusiasmo mezclado con miedo. Miré las cartas temerosa y moví una mano titubeante sobre ellas; después, toqué una con el índice y me eché atrás como si me hubiese quemado.
No quería esa carta; sin embargo, sabía que el destino la había escogido para mí. Dejé flotar mi mano por encima de los naipes durante unos momentos más; después cedí, aparté la carta del montón y le di la vuelta.
Su visión me llenó de temor: quise cerrar los ojos, apartar la imagen, sin embargo no podía desviar la mirada de ella. Era un corazón, atravesado por dos espadas, que juntas formaban una gran «x» de plata.
La bruja miró la carta sin alterarse.
– El corazón atravesado por dos espadas.
Comencé a temblar.
Ella recogió la carta, juntó la baraja y la devolvió a su lugar debajo de la mesa.
– Dame tu palma -dijo-. No, la izquierda; está más cerca de tu corazón.
Sujetó mi mano entre las suyas. Su contacto era bastante cálido, a pesar del frío, y comencé a relajarme. Canturreó para sí misma una suave melodía, con la mirada fija en mi palma durante un rato.
De pronto se irguió, sin soltarme la palma, y me miró a los ojos.
– La mayoría de los hombres son buenos o malos, pero dentro de ti tienes el poder de ambos. Quieres hablarme de cosas insignificantes: del matrimonio y de los hijos. Yo te hablaré ahora de cosas mucho más importantes. Porque en tus manos se hallan los destinos de hombres y naciones. Estas armas dentro de ti (el bien y el mal) deben utilizarse con sabiduría y unirse en el momento adecuado, porque ellas cambiarán el curso de los acontecimientos.
Mientras hablaba, me asaltaron terribles imágenes: mi padre, sentado a solas en la oscuridad. Vi al viejo Ferrante que susurraba a las arrugadas orejas de los angevinos en su museo, la mirada fija en sus ojos ciegos… y su rostro, su forma, que cambiaba para convertirse en el mío. Estaba de puntillas, mi carne firme apretada contra el cuero momificado, y susurraba…
Pensé en el instante en que había anhelado tener una espada con la que poder cortar la garganta de mi propio padre. No quería el poder. Temía lo que podía hacer con él.
– ¡Nunca recurriré al mal! -protesté.
Su voz tenía un tono de dureza cuando replicó:
– Entonces condenarás a muerte a aquellos a los que más amas.
Rehusé admitir aquella terrorífica declaración. Me aferré a mi pequeño e inocente sueño.
– Pero ¿qué hay de mi matrimonio? ¿Seré feliz con mi esposo, Onorato?
– Nunca te casarás con tu Onorato.
Cuando vio que me temblaban los labios, añadió:
– Te casarás con el hijo del hombre más poderoso de Italia.
Mi mente se desbocó. Entonces, ¿quién? Italia no tenía rey; la tierra estaba dividida en innumerables facciones, y ningún hombre tenía poder sobre todas las ciudades-estado. ¿Venecia? ¿Milán? ¿La majestuosa Florencia? Las alianzas entre tales estados y Nápoles parecía poco probable…
– Pero ¿lo amaré? -insistí-. ¿Tendremos muchos hijos?
– La respuesta es no para ambas -replicó, con una vehemencia que se aproximaba a la crueldad-. Ten mucho cuidado, Sancha, o tu corazón destrozará a todos aquellos a los que amas.
Regresé al castillo en silencio, helada, paralizada como una víctima pillada por sorpresa, sepultada en un santiamén por las cenizas del Vesubio.