Un largo y horrible silencio siguió desde el otro lado de la puerta cerrada, solo roto por mis gritos a Alfonso y los suaves sollozos de Lucrecia.
Por fin, se abrió la puerta y salió don Micheletto.
Me levanté con la intención de pasar a su lado y ver con mis propios ojos el inevitable resultado del regreso de mi hermano a Roma; pero los soldados me cerraron el paso y la visión.
– Doña Lucrecia -dijo Micheletto, con un tono suave y de pena-, ha ocurrido un desafortunado accidente. Vuestro marido se ha caído y se ha reabierto una de sus heridas. Lamento ser el portador de tan triste noticia, pero el duque de Bisciglie ha muerto de una súbita hemorragia.
Detrás de él, desde los frescos de Pinturicchio, las sibilas miraban mudas el más terrible de los crímenes.
– ¡Mentiroso! -grité, perdiendo el control-. ¡Asesino! ¡Sois tan malvado como vuestro amo!
Micheletto era tan contenido como César; no hizo caso de mis palabras, como si nunca las hubiese dicho; en cambio dirigió su atención a Lucrecia.
Ella no respondió, no reaccionó a la conmoción a su alrededor. Permaneció ensimismada, sentada en el suelo de espalda a Micheletto; las silenciosas lágrimas todavía rodaban por sus mejillas.
– ¡Qué terrible! -murmuró el comandante-. Está tan conmovida…
Fue a cogerle el brazo, para ayudarla a levantarse; me incliné y lo abofeteé en la cara.
Él se echó atrás sorprendido, pero tenía demasiada sangre fría para avergonzarse; se contuvo de inmediato.
– ¡No la toquéis, escoria! ¡No tenéis ningún derecho a tocarla con vuestras manos manchadas con la sangre de su esposo!
Él se limitó a encogerse de hombros y observó con calma mientras yo ayudaba a Lucrecia a levantarse. Lo hizo como un títere, sin voluntad propia; la de ella, después de todo, había sido anulada por su hermano y su padre.
Mientras tanto, los soldados se llevaron a los doctores detenidos, Clemente y Galeano, junto con los sirvientes de Alfonso. Los representantes de los embajadores fueron despachados con firmeza y cuando el napolitano en un primer momento se negó a marcharse, una espada en su garganta lo convenció.
Luego apareció un grupo de guardias papales; los del exterior intentaban ocultar a la vista lo que sus camaradas en el centro llevaban: el cadáver de mi hermano.
Lucrecia se volvió, pero yo avancé, dispuesta a ver a Alfonso por última vez; solo atisbé los rizos dorados manchados con sangre y un brazo que colgaba inerte. Intenté seguir a los hombres, pero un par de soldados se adelantaron para cerrarme el paso. Me obligaron a retroceder y a ponerme junto a Lucrecia; era obvio que habían recibido la orden de vigilarnos.
– ¡El rey de Nápoles se enterará de esto! -grité-. Habrá venganza.
Apenas sabía lo que decía; solo que no había palabras lo bastante fuertes para vengar el crimen cometido. Don Micheletto ni siquiera intentó fingir preocupación. Uno de los soldados se rió.
Doña Esmeralda y doña María se reunieron con nosotras; los guardias esperaron hasta que el cuerpo de Alfonso desapareció de nuestra vista, y después nos obligaron a movernos.
En aquellos primeros momentos, mi mente se negaba a aceptar lo que acababa de suceder. Aturdida, no derramé ni una sola lágrima mientras nos sacaban de allí. Tras dejar los aposentos Borgia, y mientras caminábamos por un pasillo que llevaba fuera del Vaticano, vi en el suelo algo que me destrozó el corazón: una zapatilla de terciopelo azul oscuro; Alfonso la había usado durante su mes de convalecencia. Había caído de su pie cuando los soldados se lo llevaban. Me agaché, la recogí y después la apreté contra mi pecho como si fuese una reliquia sagrada; para mí lo era, porque mi hermano tenía el corazón de un santo.
Los guardias tuvieron la prudencia de no quitármela.
Con la zapatilla de Alfonso, salí tambaleante a un paisaje que carecía de sentido y me resultaba desconocido por el dolor. Las voces de los peregrinos apiñados en la plaza de San Pedro eran una jerigonza dura e incomprensible; sus cuerpos en movimiento, un vertiginoso relámpago. Los jardines, exuberantes y verdes en el calor húmedo del verano, parecían burlarse, como también lo hacía la hermosa entrada de mármol del palacio de Santa María. Me sentí agraviada: ¿cómo se atrevía el mundo a exhibir su belleza cuando había ocurrido el peor de los acontecimientos posibles?
Me tambaleé, y en varias ocasiones estuve muy cerca de caer: creo que doña Esmeralda me sujetó. Yo solo era consciente de que junto a mí había un cuerpo vestido de negro y unos brazos suaves. Los soldados hablaban; no les comprendía. Solo sé que, en algún momento, me encontré no en mis propias habitaciones, sino en las más lujosas de Lucrecia. Ella estaba allí, y lloraba junto con doña María; doña Esmeralda estaba sentada a mi lado, y, de vez en cuando, me hacía preguntas que yo no respondía. De haber tenido mi estilete en aquellas primeras horas terribles, me hubiese cortado la garganta. No me hubiese importado haber cedido a la cobardía como había hecho mi padre: nada tenía ya importancia. Una negrura se había abatido sobre mí, mucho más profunda que aquella de la habitación de mi padre en Mesina.
En mi mente, era una petulante niña de once años que maldecía a mi padre por haberme castigado al separarme de Alfonso. No era justo, le había dicho, porque mi hermano también sufriría.
Mi padre me había respondido con una sonrisa cruel -cruel como la de César Borgia- y me había provocado. «¿Qué sientes, Sancha? ¿Cómo te sientes al saberte responsable de herir a quien más quieres?»Porque mis esfuerzos por salvar a Alfonso con el asesinato de César habían llevado a la muerte a mi hermano.
«Lo he matado -me dije con amargura-. Yo y César.» De no haberme permitido enamorarme de César, de no haber rechazado su oferta de matrimonio, quizá mi hermano todavía estaría vivo.
«Me mentiste -le dije a la bruja, quizá en voz alta o para mí misma, no lo sé-. Me mentiste… tú dijiste que si empuñaba la segunda espada, él estaría seguro. Yo solo intentaba cumplir con mi destino…»En mi imaginación, la bruja apareció ante mí: alta, con su porte orgulloso, velada. Como las sibilas en los magníficos aposentos Borgia, ella permaneció en silencio. «¿Por qué? -susurré, con la misma ira que le había mostrado a Lucrecia-. ¿Por qué? Solo intentaba salvar a la mejor y más amable de las almas…»Por fin la conmoción inicial del suceso desapareció y me dominó la brutal realidad de la muerte de mi hermano. César y mi padre se entrelazaron en mis pensamientos, como el hombre cruel de cabellos oscuros que se había llevado a Alfonso; un hombre cruel al que había amado hasta lo más profundo, y al que también me había visto forzada a odiar.
De niña lloré cuando mi padre me separó de mi hermano; después juré que nunca más permitiría que un hombre me hiciese llorar. No lloré cuando mi padre se colgó, cuando Juan me violó, cuando César me rechazó. Pero el dolor que se acumulaba dentro de mí al saber que Alfonso y yo estábamos ahora separados para siempre era demasiado enorme, demasiado profundo, demasiado violento para ser negado. Me sacudieron unos sollozos involuntarios; apreté mi rostro contra las rodillas y lloré con una fuerza que me provocó incluso dolor físico. Durante varias horas derramé las lágrimas que había contenido durante la mayor parte de mi vida hasta que mis faldas quedaron empapadas; incluso entonces continué llorando. Esmeralda me alzaba el rostro y me lo limpiaba con un paño fresco, y después ponía una toalla sobre mis rodillas para que absorbiese la humedad.
Alfonso, solo mi querido Alfonso, tendría mis lágrimas.
Al cabo de horas, acabé agotada; solo entonces escuché el sonoro llanto de Lucrecia. La miré con una mezcla de piedad y odio virulento; ella era como Jofre, débil; mucho más de lo que había creído. En su lugar, yo hubiese buscado una solución para salvar a mi esposo y a mi hijo.
Pero quizá ella nunca lo había deseado. Quizá su amor por César era mayor que el mío.
Pero todo esto me era indiferente; me habían arrebatado todo lo que daba sentido a mi vida. Ya no tenía el corazón o la fuerza para preocuparme por las dificultades de Lucrecia. Cuando se acercó a mí, con lágrimas piadosas, e intentó abrazarme al tiempo que suplicaba mi perdón la aparté con decisión aunque no con dureza. Había acabado con la casa Borgia y su duplicidad.
Había anochecido cuando advertí que doña Esmeralda había ido hasta la puerta de la antecámara y hablaba con los guardias.
– Por favor -dijo-, doña Sancha acaba de perder a un hermano, y doña Lucrecia a un marido. No les neguéis la oportunidad de ver el cadáver y asistir a su funeral.
Los guardias eran jóvenes y habían jurado obedecer a sus amos, pero no estaban complacidos con la injusticia de nuestra situación. Había uno que parecía muy angustiado por nuestro pesar.
– Perdonadme -replicó-. No podemos acceder. Tenemos órdenes muy claras de no permitir a nadie que salga de estas habitaciones. Nadie de la casa debe ver el cadáver o asistir al entierro. -Luego se sonrojó un poco, al comprender que quizá había dicho más de lo que deseaba su comandante, y guardó silencio.
– Por favor -rogó doña Esmeralda.
Insistió hasta que el guardia acabó cediendo.
– Entonces que vayan rápidamente a la logia. Podrán ver el paso de la procesión.
Al escuchar esas palabras, Lucrecia se levantó. Con gran fatiga, yo hice lo mismo y seguí a los soldados para salir al tibio aire nocturno.
Sombras es todo lo que recuerdo. Quizá veinte antorchas que rodeaban a un féretro llevado a hombros por unos pocos hombres, y las siluetas de dos sacerdotes. Sabía que el cuerpo de mi hermano había sido tratado como las demás víctimas de los Borgia: lavado a toda prisa y metido en un cajón de madera.
Alfonso merecía un gran funeral, con centenares de asistentes; con su bondad se había ganado las más hermosas plegarias, con desfiles del Papa, emperadores y cardenales, pero fue enterrado en la oscuridad por hombres que no lo conocían.
Decidí entonces que Dios, si existía, era el más cruel de todos -más traidor que mi padre, que el papa Alejandro, que César- porque solo El era capaz de crear a un hombre lleno de amor y bondad, y luego matarlo y disponer de su cuerpo de aquella despiadada forma. Una cosa era cierta en la vida: no había justicia para los malvados o los buenos.
Lucrecia y yo miramos cómo la pequeña procesión se dirigía no hacia San Pedro, como merecía mi hermano, sino hacia una pequeña y oscura capilla cercana, Santa Maria della Febbre. Allí, como me enteré más tarde, Alfonso fue enterrado en el suelo, sin ninguna ceremonia, con solo una pequeña lápida para indicar el lugar.
Doña Esmeralda me trajo recado de escribir, y suavemente me animó a redactar una carta a mi tío Federico para relatarle el asesinato de Alfonso; nunca supe qué fue de ella, porque de inmediato descendí de nuevo a la oscuridad. No dormía, ni comía ni bebía; pasaba las horas entregada al llanto, demasiado abrumada para hacer otra cosa que sentarme y mirar los jardines desde el balcón.
Lucrecia también parecía indefensa. Con el amor de mi hermano había florecido; cuando él estuvo herido, ella encontró en sí misma una voluntad y una fuerza que ninguno de nosotros había adivinado que poseía. Ahora, todo aquello había muerto en su interior, y no tenía ánimos de venganza. No hacía más que llorar día y noche. Ni siquiera se preocupaba por el pequeño Rodrigo. Llegó la mañana, y la niñera apareció en la puerta, de la mano del robusto pequeño.
– Ha estado llorando, madonna, y pregunta por vos -le dijo a Lucrecia, pero la madre yacía en la cama, el rostro vuelto hacia la pared, y ni siquiera hizo caso del niño-. Hoy no os ha visto ni a vos ni a su padre, y está preocupado.
Sus suaves sollozos me despertaron de un estado más profundo y oscuro que el de dormitar. Parpadeé y me levanté… luego me arrodillé y abrí los brazos, y por primera vez, solté la zapatilla de Alfonso.
– Rodrigo, cariño… tu madre está cansada esta mañana y necesita descansar un poco más. Pero la tía Sancha está aquí, y se siente muy feliz al verte. -Alguna inesperada gracia me permitió sonreír; alegre, el niño corrió hacia mí y lo envolví en mis brazos. Mientras hundía mi rostro en sus cabellos, comprendí a Lucrecia un poco mejor; en aquel momento, lo hubiese sacrificado todo por aquel niño.
Pero debería haber existido el modo de evitar el sacrificio de alguien tan precioso: Alfonso.
De nuevo asomaron las lágrimas. ¡Cómo se parecía a mi hermano, con los rizos y los ojos azules! Por el bien de Rodrigo, contuve las lágrimas y mantuve la sonrisa en mi rostro.
– ¿Quieres que salgamos? ¿Vamos a jugar? -Le gustaban mucho las carreras, al igual que a su tía y a su madre; sobre todo le gustaba correr contra mí, porque yo siempre le dejaba ganar.
Los guardias fueron amables; nos permitieron salir, y uno de ellos nos acompañó a cierta distancia. Llevé al niño a los jardines, donde jugamos al escondite en los setos; en la bendita compañía de mi sobrino, encontré un alivio momentáneo. Pero cuando llegó el momento de que el niño volviese a sus aposentos, yo regresé al palacio y al implacable dolor. Encontré la zapatilla de mi hermano donde la había dejado caer, y de nuevo la apreté contra mi pecho.
Durante dos días permanecí con Lucrecia en sus habitaciones, ambas sometidas a una constante vigilancia. Durante ese tiempo, Su Santidad no fue a consolarla, ni se molestó en enviar sus condolencias. No escuché ni una sola palabra de Jofre.
El segundo día después de la muerte de Alfonso, Lucrecia fue citada a reunirse con su hermano César en el Vaticano.
No fue una llamada casual, ni una sencilla reunión familiar; César se sentó a la mesa con su hermana en una gran sala, rodeados por no menos de cien de los guardias armados del capitán general.
Esto fue todo lo que Lucrecia quiso decirme del encuentro; y solo lo reveló poco a poco, en el transcurso de varias horas. Regresó conmovida hasta tal punto que no se atrevía ni siquiera a llorar. Mandó que trajesen al pequeño Rodrigo de sus estancias a sus aposentos de forma permanente. No tenía ninguna duda de que César había vuelto a amenazar la vida del niño, si Lucrecia hacía público cualquier detalle del asesinato o hacía cualquier apelación a su padre en favor de Nápoles y no de Francia que era la elección de César.
Un día después de aquel terrible encuentro con César, reaparecieron las lágrimas de Lucrecia. Rechazó las invitaciones de su padre a cenar y también a las audiencias, donde él quería que se sentase en un pequeño cojín un escalón por debajo de su trono, como había hecho en el pasado.
Lucrecia se negó a todo. Había cooperado para salvar a su hijo, pero su dolor era demasiado grande, su ira demasiado profunda, para fingir que no se había producido el asesinato de Alfonso. Permaneció en el lecho e hizo caso omiso de las llamadas de su padre.
Alejandro no tardó en enfurecerse, hasta el punto de enviarle una carta a Lucrecia donde decía que ya no la amaba.
Lucrecia ni pestañeó; la desaprobación de su padre ya no despertaba en ella la desesperada voluntad de complacer. En respuesta, anunció que se encerraría, junto con su hijo, en una finca rural que poseía en Nepi, al norte de Roma.
Habló como si fuese a permanecer allí para siempre. Nadie se atrevió a decirle lo que toda Roma sabía: que el Papa y César ya preparaban su próximo matrimonio; estaban buscando una alianza que aportase las mayores ventajas políticas a la casa Borgia. Mientras tanto, doña María se ocupaba de empaquetar la mayoría de las pertenencias de Lucrecia; excepto las hermosas túnicas doradas y recamadas con joyas que lucía en las ocasiones felices. En Nepi, no habría ceremonias, ni fiestas: solo se vestiría de luto.
Lucrecia deseaba tener mi compañía a todas horas; yo me preguntaba el motivo, dado que no podía ofrecerle el cariño sin límites que le había demostrado antes de su complicidad en la muerte de mi hermano. Tampoco podía ofrecerle consuelo; estaba perdida en mi propio dolor, incapaz de salir de él por nadie excepto por mi sobrino. Quizá ella quería mi presencia para estar cerca de alguien que le recordase a Alfonso, quizá lo hacía por sentimiento de culpa.
Con independencia de sus razones, me invitó a acompañarla a Nepi. Acepté solo porque iba el pequeño Rodrigo; doña Esmeralda se ocupó de preparar las cosas que necesitaría durante mi larga ausencia de Roma.
Como los soldados armados permanecían frente a las puertas abiertas de la antecámara (desde la muerte de Alfonso, a mí me vigilaban abiertamente a todas horas; a Lucrecia de una manera más sutil), me senté en mi dormitorio y supervisé la tarea de doña Esmeralda. Había pasado más de un mes desde que había vuelto a entrar en las habitaciones que durante tanto tiempo habían sido mi hogar. En mi ausencia, se habían llevado muchas cosas: las finas cortinas, los candelabros de plata, las alfombras de pieles y la manta de brocado de mi cama.
Una vez más, deseé muy poco de Roma; no quise los suntuosos vestidos, solo las sencillas prendas negras que había llevado conmigo como flamante esposa, que eran las más adecuadas para el duelo. Quería mi manoseado ejemplar de Petrarca, la zapatilla que había caído del pie de mi difunto hermano, y poco más.
Dejé a Esmeralda ocupada con el equipaje, y fui donde tenía mis alhajas, ocultas en un compartimiento secreto de mi armario, con la idea de que quizá podía llevarme algunas de las más valiosas; no porque deseara enjoyarme de nuevo, sino con la idea de una posible fuga de Nepi, en caso de que pudiera convencer a Lucrecia de llevar al niño con nosotras a Nápoles. Necesitaría sobornos para los guardias, y dinero para ocuparme de la servidumbre.
Con eso en mente busqué en mi cofre, y escondí las mayores y más valiosas en mis pechos. Fue entonces cuando vi aquel frasco de vidrio de aspecto inocente, pequeño y verde entre las resplandecientes gemas.
La canterella.
Mi corazón dio un vuelco. Aún vivía bajo las sombras del más oscuro dolor, y sabía que continuaba junto a Lucrecia solo por la tolerante actitud de Su Santidad hacia su hija. Una vez que César convenciese a Alejandro, yo sería encarcelada o asesinada. No tenía ningún deseo de vivir como prisionera de los Borgia; y no estaba dispuesta a darle a César el placer de ser quien me quitase la vida. Preferiría pasar la eternidad en el infierno como una suicida. Guardé el frasco en mi corpiño, en el bolsillo que antes ocupara mi confiscado estilete. Encajaba a la perfección.
Dios había dispuesto que así pudiese hacerlo; no había terminado de esconder el frasco cuando oí pasos en el corredor, al otro lado de mi puerta.
Me levanté y me mostré muy compuesta y tranquila cuando me enfrenté a los soldados de César, dirigidos nada menos que por don Micheletto.
– Bien -dije-. Por fin habéis venido a por mí.