Capítulo 1

Soy Sancha de Aragón, hija natural del hombre que se convirtió en Alfonso II, rey de Nápoles, durante un año y un día. Como los Borgia, mi gente vino a la Península italiana desde España, y como ellos, hablo español en casa e italiano en público.

El recuerdo más vivo de mi infancia se remonta al final de mi undécimo verano, el 19 de septiembre, del año de Nuestro Señor de 1488. Era el día de la festividad de San Genaro, santo patrón de Nápoles. Mi abuelo, el rey Ferrante, había escogido esa fecha para celebrar el trigésimo aniversario de su ascensión al trono napolitano.

Normalmente, los de sangre real no asistíamos a acontecimientos celebrados en la catedral de San Genaro, construida en su honor. Preferíamos celebrarlo en la iglesia de Santa Bárbara, el templo que se hallaba dentro del magnífico jardín del palacio real, el Castel Nuovo. Sin embargo, aquel año, mi abuelo consideró oportuno asistir a la ceremonia pública, dada la importancia del aniversario. Por lo tanto, nuestra gran comitiva se dirigió hacia la catedral, observada desde cierta distancia por las zie, las tías de San Genaro, las llorosas mujeres vestidas de negro que suplicaban al santo para que protegiese y bendijese Nápoles.

Nápoles necesitaba las bendiciones. Había sido escenario de muchas guerras; mi familia, perteneciente a la realeza aragonesa, había conquistado la ciudad después de una sangrienta batalla tan solo cuarenta y seis años atrás. Aunque mi abuelo había recibido su trono pacíficamente de manos de su padre, el reverenciado Alfonso el Magnánimo, este había arrancado violentamente Nápoles a los angevinos, partidarios del francés Carlos de Anjou. El rey Alfonso era querido por haber reconstruido la ciudad, haber edificado grandes palacios y plazas, fortalecido las murallas y reabastecido la biblioteca real. Mi abuelo era menos querido. Estaba más interesado en mantener bien sujetos a los nobles locales por cuyas venas corría sangre angevina. Durante años, había librado pequeñas guerras contra diferentes barones, y nunca había llegado a confiar en su propia gente. A su vez, ellos tampoco habían llegado a confiar en él.

Nápoles también había padecido terremotos, incluido uno que, en 1343, presenció el poeta Petrarca. El seísmo arrasó media ciudad y hundió todos los barcos en la habitualmente tranquila bahía. También allí se erguía el Vesubio, que aún era un volcán activo.

Por estas razones, acudíamos a suplicar a San Genaro, y, con un poco de suerte, a presenciar un milagro.

La procesión que entró en la catedral fue impresionante. Las mujeres y los niños de la realeza entramos primero, escoltados por los guardias vestidos de azul y oro hasta el frente del santuario, más allá de los plebeyos vestidos de negro que se inclinaban ante nosotros como el trigo mecido por el viento. La esposa de Ferrante, la núbil Juana de Aragón, nos precedía, seguida por mis tías Beatriz y Leonor. A continuación íbamos mi entonces hermanastra soltera Isabel, que debía cuidar de mí y de mi hermano de ocho años, Alfonso, como también la hija menor de Ferrante, mi tía Juana, nacida el mismo año que yo.

Las mujeres mayores vestían las prendas tradicionales de las nobles napolitanas: trajes negros con amplias faldas, corpiños muy ajustados y mangas estrechas en los hombros que se acampanaban en las muñecas, de forma que les colgaban hasta debajo de las caderas. A los niños se nos permitía el color: yo llevaba un vestido de seda verde brillante con un corpiño de brocado bien prieto contra mis inexistentes pechos. Alrededor de mi cuello colgaban perlas y una pequeña cruz de oro; sobre mi cabeza llevaba un velo de tul negro. Alfonso vestía una túnica de terciopelo azul claro y calzas.

Mi hermano y yo caminábamos de la mano detrás de mi hermanastra, con mucho cuidado para no pisar su voluminosa falda. Hice lo posible por parecer orgullosa y segura, mi mirada firme en la espalda del vestido de Isabel, mientras mi hermano observaba libremente a los presentes. Me permití mirar de reojo por una arcada entre dos grandes columnas de mármol; encima, un retrato redondo de san Domenico se había rajado en dos. Un andamio que se levantaba justo debajo marcaba las últimas reparaciones de los destrozos provocados por un terremoto en la catedral dos años antes de que Ferrante accediese al poder.

Me sentía desilusionada porque me hubieran dejado al cuidado de Isabel y no al de mi madre. Mi padre casi siempre invitaba a mi madre, donna Trusia Gazzela, una preciosa noble de cabellos rubios, a todos los actos. Se deleitaba en su compañía. Creo que mi padre era incapaz de amar, pero desde luego debió de sentir algo parecido al amor en los gentiles brazos de mi madre.

Sin embargo, el rey Ferrante había considerado poco apropiado que la amante de mi padre formara parte de la comitiva real en el interior de la iglesia. Con la misma fuerza, mi abuelo había insistido en que mi hermano Alfonso y yo asistiésemos. Éramos niños, y no se nos podía culpar del accidente de nuestro padre. Después de todo, el propio Ferrante era hijo ilegítimo.

Por esa razón, mi hermano y yo nos habíamos criado como niños de la realeza, con todos los derechos y privilegios en el Castel Nuovo, el palacio del rey. Mi madre era libre de ir y venir como desease mi padre, y a menudo se quedaba en el palacio con él. Solo las sutiles alusiones de nuestros hermanastros y algunas más claras de nuestro padre nos recordaban que éramos de posición inferior. Yo no jugaba con los hijos legítimos de mi padre, que eran varios años mayores, o con mi tía Juana y mi tío Carlos que tenían más o menos mi misma edad. En cambio, mi hermano menor Alfonso y yo éramos compañeros inseparables. Pese a llevar el mismo nombre de mi padre, era el polo opuesto: rizos dorados, rostro dulce, carácter amable, con una brillante inteligencia libre de toda malicia. Tenía los mismos ojos azul claro de donna Trusia, mientras que yo me parecía a nuestro padre hasta tal punto que, de haber sido un varón, hubiésemos parecido mellizos separados por una generación.

Isabel nos llevó por un pasillo hasta el frente del santuario que había sido acordonado; incluso después de haber ocupado nuestro lugar en la catedral, mi hermano y yo continuamos cogidos de la mano. La gran catedral nos empequeñecía. Muy arriba, a la distancia de varios cielos, estaba la enorme cúpula dorada, que relucía resplandeciente por la luz del sol que entraba por las ventanas ojivales.

Después iban los hombres de la realeza. Mi padre -Alfonso, duque de Calabria, aquella extensa y rústica región muy al sur, en la costa oriental- abría la marcha. Heredero al trono, era famoso por su ferocidad en la batalla; en su juventud, había arrebatado el estrecho de Otranto a los turcos tras una victoria que le había significado la gloria, aunque no el amor de la gente. Cada movimiento, cada mirada y cada gesto eran imperiosos e impresionantes, un efecto acentuado por su severo traje rojo y negro. Era más hermoso que cualquiera de las mujeres presentes, con una nariz fina perfectamente recta y los pómulos altos. Sus labios eran rojos, carnosos y sensuales debajo del fino bigote, sus grandes ojos azul oscuro destacaban bajo una corona de resplandeciente cabello negro azabache.

Solo una cosa disminuía su apostura: la frialdad en su expresión y en sus ojos. Su esposa, Ippolita Sforza, había muerto cuatro años atrás: la servidumbre y nuestras parientes mujeres susurraban que ella había muerto para escapar de la crueldad de su marido. La recuerdo vagamente como una persona frágil de ojos saltones, una mujer desdichada; mi padre nunca olvidaba enumerarle sus defectos, o recordarle que el suyo había sido un matrimonio de conveniencia porque ella procedía de una de las más antiguas y poderosas familias de Italia. También aseguraba a la pobre Ippolita que él obtenía muchísimo más placer en los brazos de mi madre que en los suyos.

Lo observé mientras pasaba delante de las mujeres y los niños, que formábamos una hilera delante mismo del altar, y se colocaba a un lado del trono vacío que esperaba la llegada de su padre, el rey. Detrás de él iban mis tíos: Federico y Francisco. Luego, el hijo mayor de mi padre, que llevaba el nombre del abuelo, pero al que llamaban afectuosamente Ferrandino. Entonces tenía diecinueve años, era el segundo en la línea de sucesión al trono y el segundo hombre más apuesto de Nápoles pero el más atractivo porque era de un carácter afectuoso y abierto. Al pasar entre los fieles, los suspiros femeninos sonaron en su estela. Lo seguía su hermano menor Pedro, que tenía la desgracia de parecerse a su madre.

El rey Ferrante entró el último, con calzas, una capa de terciopelo negro y una túnica de brocado de plata bordada con hilo de oro. En la cadera llevaba la espada enjoyada que le habían dado el día de la coronación. Aunque era viejo y solía cojear debido a la gota, ese día se movía ágilmente, sin ninguna vacilación. Su apostura había disminuido con la edad y la indulgencia. Sus cabellos eran blancos y ralos y dejaban a la vista el cuero cabelludo teñido de rosa por el sol; tenía una considerable papada debajo de la barba recortada. Sus cejas eran oscuras y sorprendentes, sobre todo de perfil, debido a que cada grueso pelo intentaba lanzarse en una dirección diferente. Sus ojos eran idénticos a los míos y a los de mi padre: de un azul intenso con toques de verde, y que solían cambiar de color de acuerdo con la luz y los tonos que lo rodeaban. La nariz era roja, picada de viruela; las mejillas estaban cubiertas con venillas reventadas. Pero su porte era regio, y aún era capaz de hacer callar a una multitud con solo aparecer en una habitación.

Su solemne expresión, al entrar en la catedral de San Genaro, emanaba pura ferocidad. La multitud se arrodilló y esperó a que el rey se acomodara en el trono cerca del altar.

Solo entonces se atrevieron a levantarse; solo entonces el coro comenzó a cantar.

Torcí el cuello y alcancé a ver el altar, donde un busto de plata de san Genaro con la mitra de obispo estaba colocado delante de las velas. Cerca había una estatua de mármol, de tamaño un poco mayor que el natural, de Genaro con sus atributos; dos dedos de una mano levantados en una bendición y el báculo apoyado en el pliegue del codo.

Una vez que el rey se hubo sentado y el coro acabó de cantar, el obispo de Nápoles salió de la sacristía y pronunció la invocación; luego apareció su asistente, con un relicario de plata con forma de farol.

Detrás del cristal había algo pequeño y oscuro; no podía verlo claramente desde mi sitio, por ser demasiado baja; mi visión estaba obstruida por la espalda de mis tías vestidas de seda negra y las capas de terciopelo de los hombres, pero espié entre ambas. Sabía que era el frasco que contenía la sangre seca del martirizado san Genaro, torturado y después brutalmente decapitado por orden del emperador Diocleciano hacía más de mil años.

Nuestro obispo y el sacerdote rezaron. Las zie di San Genaro soltaron sonoros gemidos e imploraron al santo. Con mucho cuidado y sin tocar el cristal, el sacerdote hizo girar el relicario una y otra vez.

Pareció que pasaba una eternidad. A mi lado, Isabel había agachado la cabeza y había cerrado los ojos; sus labios se movían en una silenciosa plegaria.

A mi otro lado, el pequeño Alfonso también había bajado la cabeza solemnemente, pero por debajo de los rizos espiaba con fascinación al sacerdote.

Yo creía con toda el alma en el poder de Dios y de los santos para intervenir en los asuntos de los hombres. Consideré más seguro seguir el ejemplo de Isabel, así que agaché la cabeza, cerré los ojos y susurré una plegaria al santo patrón de Nápoles: «Bendice nuestra amada ciudad y mantenía segura. Protege al rey y a mi padre, a mi madre y a Alfonso. Amén». Un murmullo de asombro recorrió la multitud. Atisbé el altar, al sacerdote que mostraba orgulloso la reliquia de plata, y la sostenía en alto para que la observase la multitud. «II miracolo è fatto.»El milagro se había hecho.

El coro guió a la congregación en el tedeum, la alabanza a Dios por darnos esa bendición.

Desde donde estaba, no podía ver qué había ocurrido, pero Isabel me lo susurró al oído: la oscura y seca sustancia en el frasco había comenzado a derretirse, y después a burbujear: la vieja sangre volvía de nuevo a licuarse. San Genaro nos daba el aviso de que había escuchado nuestras plegarias, y estaba complacido; protegería a la ciudad a la que había servido como obispo durante sus años mortales.

Era un buen augurio, murmuró ella, sobre todo para el rey en su aniversario. San Genaro lo protegería de todos sus enemigos.

El actual obispo de Nápoles cogió el relicario de manos del sacerdote y bajó del altar para ir al trono. Sostuvo la caja cuadrada de cristal y plata delante del rey Ferrante y esperó a que el monarca se levantara para acercarse.

Mi abuelo ni se levantó ni se arrodilló en presencia de semejante maravilla. Permaneció sentado en el trono y obligó al obispo a llevar el relicario hasta él. Solo entonces, Ferrante cedió a la antigua costumbre y apretó sus labios contra el cristal, detrás del cual estaba la sangre sagrada.

El obispo volvió al altar. Entonces los varones reales se acercaron uno a uno, mi padre en primer lugar, y besaron la sagrada reliquia por turnos. Las mujeres y los niños los seguimos; yo y mi hermano todavía íbamos sujetos el uno al otro. Apoyé mis labios en el cristal, tibio por el aliento de mis parientes, y miré el líquido oscuro en el interior. Había oído hablar de los milagros, pero nunca había visto uno; estaba asombrada. Permanecí junto a Alfonso mientras él lo besaba; después, volvimos a los lugares que teníamos asignados.

El obispo devolvió el relicario al sacerdote e hizo la señal de la bendición: dos dedos de su mano derecha trazaron una cruz en el aire; primero sobre mi abuelo, después sobre la familia real.

El coro comenzó a cantar. El viejo rey se levantó, un tanto envarado. Los guardias dejaron sus posiciones alrededor del trono y lo precedieron a la salida de la iglesia, donde esperaban los carruajes. Como siempre, nosotros lo seguimos.

La costumbre requería que toda la congregación, incluida la realeza, permaneciera en su lugar durante la ceremonia, mientras que cada miembro se adelantaba para besar la reliquia; pero Ferrante era demasiado impaciente para esperar a los plebeyos.


Regresamos sin más al Castel Nuovo, el edificio de ladrillo de forma trapezoidal que mandó construir doscientos años atrás Carlos de Anjou para convertirlo en su palacio. Primero había retirado los restos de un convento franciscano dedicado a la Virgen María. Carlos valoraba más la protección que la elegancia: cada esquina del castillo que él llamó Maschio Angiono, el Alcázar Angevino, estaba reforzado por grandes torres cilíndricas, y sus dentadas almenas se recortaban en el cielo.

El palacio se levantaba delante mismo de la bahía, tan cerca de la costa que, en mi infancia, a menudo sacaba un brazo por la ventana e imaginaba que acariciaba el mar. Aquella mañana, la brisa soplaba desde el mar, y mientras iba en el carruaje abierto entre Alfonso e Isabel, respiré con placer el aroma salobre. No se podía vivir en Nápoles sin gozar constantemente de la vista del agua, sin llegar a amarla. Los antiguos griegos habían dado a la ciudad el nombre de Parténope por la antigua sirena, mitad mujer, mitad pájaro, que por el amor no correspondido de Ulises se lanzó al mar. Según la leyenda, su cuerpo había acabado en la costa de Nápoles; incluso siendo una niña, sabía que no había sido por el amor de un hombre que se había sentido atraída a lanzarse a las olas.

Aparté el velo para disfrutar mejor del aire. Para ver mejor -la media luna de la costa, con el Vesubio violeta oscuro al este y la fortaleza oval, Castel dell'Ovo, al oeste-, me levanté en el carruaje y me volví. Isabel me obligó a sentarme en el acto con un fuerte tirón, aunque su expresión permaneció compuesta y regia, ante la multitud.

Nuestro carruaje cruzó la entrada principal del castillo, flanqueada por la torre de guardia y la torre media. Ambas estaban conectadas por el arco triunfal de mármol blanco de Alfonso el Magnánimo, erigido por mi bisabuelo para conmemorar su victoriosa entrada en Nápoles como su nuevo gobernante. Marcó la primera cié las muchas renovaciones que hizo en el ruinoso palacio, y en cuanto el arco estuvo acabado, rebautizó su nueva residencia con el nombre de Castel Nuovo.

Pasé por debajo del menor de los dos arcos, y miré el bajorrelieve que formaba Alfonso en su carruaje, acompañado por los nobles que le daban la bienvenida. Mucho más arriba, su mano se extendía hacia las torres, una enorme estatua de Alfonso señalaba hacia el cielo. Yo también me sentía exultante. Estaba en Nápoles, con el sol, el mar y mi hermano, y era feliz.

No podía imaginar que alguien pudiese jamás arrebatarme tanta alegría.

Una vez en el patio interior con la puerta principal cerrada, bajamos de los carruajes y entramos en la gran sala. Allí, sobre la mesa más larga que yo había visto, había un festín: cuencos de aceitunas y frutas, toda clase de panes, dos jabalíes asados con las mandíbulas abiertas con naranjas, aves asadas rellenas y mariscos, incluidos los suculentos cangrejos. También había mucho vino: el Lachrima Christi, las lágrimas de Cristo, hecho con uvas griegas cultivadas en las fértiles laderas del Vesubio. Alfonso y yo bebimos el nuestro mezclado con agua. La sala estaba adornada con infinidad de flores; las grandes columnas de mármol envueltas con brocado de oro y ribetes de terciopelo azul, a los que estaban sujetos ramos de rosas color sangre.

Nuestra madre, donna Trusia, estaba allí para saludarnos; corrimos hacia ella. Al viejo Ferrante le gustaba y no le importaba un ardite que ella le hubiese dado dos hijos a mi padre sin haber contraído matrimonio. Como siempre, nos saludó a cada uno con un beso en los labios y un afectuoso abrazo; yo creía que era la mujer más hermosa de todas las allí presentes. Resplandecía; una inocente diosa de cabellos dorados en medio de una bandada de cuervos. Como su hijo, era buena por naturaleza, y pasaba sus días sin que le preocuparan las ventajas políticas que podía conseguir; solo le interesaba el amor y el consuelo que podía dar. Se sentó entre Alfonso y yo, mientras Isabel se sentaba a mi derecha.

Ferrante presidía el festín desde la cabecera. A lo lejos detrás de él se alzaba la gran arcada que conducía a la sala del trono, y después a sus aposentos privados. Sobre el trono colgaba un enorme tapiz con la insignia real de Nápoles: lirios dorados sobre un fondo azul oscuro, un legado de la flor de lis de los tiempos del gobierno angevino.

Aquel día, aquella arcada despertó en mí una fascinación especial; aquella arcada sería mi pasaje al descubrimiento.

Cuando acabó el banquete, entraron los músicos y comenzó el baile, que el viejo rey siguió desde un trono. Sin siquiera dirigirnos una mirada de reojo, mi padre cogió la mano de mi madre y se la llevó a bailar. Aproveché esa distracción para escaloparme de la poco atenta mirada de Isabel y le hice una confesión a mi hermano.

– Voy a buscar a los muertos de Ferrante -le dije.

Pretendía entrar en los aposentos privados del rey sin su permiso, una imperdonable violación del protocolo incluso para un miembro de la familia. Para un extraño, sería considerado como una traición.

Por encima de su copa, Alfonso me miró con los ojos muy abiertos.

– Sancha, no lo hagas. Si te atrapan, quién sabe lo que padre hará.

Pero yo había estado luchando contra una curiosidad insoportable durante días, y ya no podía seguir reprimiéndola. Había oído cómo una de las criadas decía a doña Esmeralda, mi niñera y ávida coleccionista de chismes sobre la realeza, que era verdad: el viejo tenía una «cámara de los muertos» secreta, que visitaba con regularidad. La criada había recibido la orden de quitar el polvo de los cuerpos y barrer el suelo. Hasta entonces había creído, junto con el resto de la familia, que se trataba de un rumor propagado por los enemigos de mi abuelo.

Yo era conocida por mi atrevimiento. A diferencia de mi hermano menor, que solo deseaba complacer a sus mayores, yo había cometido numerosas travesuras infantiles. En una ocasión trepé a un árbol para espiar a unos parientes mientras realizaban el acto marital; la consumación de ese noble matrimonio al que asistían el rey y el obispo, y ambos me vieron mirando a través de la ventana. En otra ocasión llevé sapos escondidos en el corpiño y los solté en la mesa durante un banquete real. Y una vez, en represalia por un castigo, robé una jarra de aceite de oliva de la cocina y vacié el contenido en el umbral del dormitorio de mi padre. Lo que preocupó a mis padres no fue tanto el aceite de oliva sino que, a la edad de diez años, utilizara mis mejores joyas para sobornar al guardia y hacer que se marchase.

Como siempre, me reprendieron y me encerraron en el cuarto de los niños durante unos días que variaban de acuerdo con la audacia de la falta. No me importaba. Alfonso estaba dispuesto a permanecer prisionero conmigo, a hacerme compañía y a entretenerme. Tener esa certeza me hacía incorregible. La oronda doña Esmeralda, aunque era una criada, ni me temía ni me respetaba. La realeza no la impresionaba en absoluto. Pese a ser de sangre plebeya, su padre y su madre habían servido en la casa de Alfonso el Magnánimo, y después en la de Ferrante. Antes de que yo naciese, ella había atendido a mi padre.

Ahora, estaba en la cuarentena y tenía una figura imponente: huesos grandes, robusta, ancha de caderas y de mandíbulas. Sus cabellos negros, salpicados de gris, estaban pulcramente recogidos debajo de un velo oscuro; llevaba el vestido negro del duelo perpetuo, aunque su esposo había muerto casi un cuarto de siglo atrás, un joven soldado del ejército de Ferrante. Después, doña Esmeralda se había vuelto devotamente religiosa. Un crucifijo de oro descansaba sobre su voluminoso pecho.

No había tenido hijos. Si bien nunca se había sentido atraída por mi padre -es más, apenas podía disimular su desprecio hacia él- cuando Trusia me dio a luz, Esmeralda se comportó como si yo fuese su propia hija.

Aunque me quería, e intentaba hacer todo lo posible por protegerme, mi comportamiento siempre propiciaba sus reproches. Entrecerraba los ojos, fruncía los labios con desaprobación y sacudía la cabeza. «¿Por qué no puedes comportarte como tu hermano?»La pregunta nunca me dolía; quería a mi hermano. En realidad deseaba ser como él y como mi madre, pero no podía reprimir lo que era. Entonces Esmeralda añadía una declaración que me hería profundamente: «Tan mala como era tu padre a tu misma edad…».

En el gran salón, miré a mi hermano pequeño y le dije:

– Padre nunca lo sabrá. Míralos… -Señalé a los adultos, que reían y bailaban. Nadie se dará cuenta de que me he ido.

– Hice una pausa-. ¿Cómo puedes soportarlo, Alfonso? ¿No quieres saber si es verdad?

– No -respondió él, muy serio.

– ¿Por qué no?

– Porque podría serlo.

No comprendí hasta más tarde a qué se refería. En cambio, lo miré decepcionada y luego, con un giro de mi falda de seda verde, me volví y me perdí entre la multitud.

Sin ser vista, me escabullí debajo de la arcada y del gran tapiz azul y oro. Creía que yo era la única que había escapado de la fiesta, pero estaba equivocada.

Para mi sorpresa, la enorme puerta de la sala del trono estaba entreabierta, como si alguien hubiese intentado cerrarla sin conseguirlo del todo. La abrí silenciosamente, lo justo para poder entrar, y después la cerré.

La habitación estaba vacía, porque los guardias estaban ocupados vigilando a los suyos en el gran salón. Aunque su tamaño no era tan imponente como el del salón, la habitación inspiraba respeto; contra la pared central estaba el trono de Ferrante: una estructura de madera oscura tallada y tapizada con terciopelo rojo se alzaba sobre una tarima con dos escalones. Por encima, un dosel llevaba la insignia de los lirios de Nápoles, y a cada lado, las ventanas ojivales iban desde el suelo hasta el techo, y enmarcaban una espléndida vista de la bahía. El sol que entraba por las ventanas se reflejaba en el suelo de mármol blanco y en las paredes encaladas, y creaba un efecto resplandeciente y etéreo.

Parecía demasiado abierto, demasiado brillante para ser un lugar que pudiese contener algún secreto. Me detuve por un momento, miré en derredor, y mi entusiasmo y mi miedo crecieron a la par. Sin embargo, como siempre, la curiosidad pudo más que el temor.

Miré la puerta que daba a los aposentos privados de mi abuelo.

Había entrado en ellos solo una vez, unos pocos años atrás, cuando Ferrante enfermó de una peligrosa fiebre. Convencidos de que estaba a punto de morir, sus médicos llamaron a la familia para que se despidiesen. Ni siquiera estaba segura de que el rey me recordase, pero había apoyado su mano en mi cabeza y me había obsequiado con una sonrisa.

Me quedé atónita. Durante toda mi vida, él nos había saludado a mí y a mi hermano con total indiferencia; luego, sus ojos distantes se desviaban preocupados por asuntos más importantes. No era muy dado a la vida social, pero a veces lo había sorprendido observando as hijos y a sus nietos con ojos muy alertas; parecían juzgar y sopesar sin perder ningún detalle. Sus maneras no eran descorteses ni ásperas, sino distraídas. Cuando hablaba, incluso durante los acontecimientos familiares, por lo general solo lo hacía con mi padre, y únicamente de asuntos políticos. Su último matrimonio con Juana de Aragón, su tercera esposa, había sido por amor; ya no necesitaba afianzar más su posición política ni tener más herederos, pero hacía mucho tiempo que había agotado el deseo. El rey y la reina se movían en círculos separados y solo se hablaban cuando lo requería la ocasión.

Cuando él yacía en su lecho, aparentemente moribundo, y apoyó su mano sobre mi cabeza y sonrió, decidí que era un hombre bondadoso.

De nuevo en la sala del trono, respiré profundamente para armarme de coraje, y después avancé rápidamente hacia los aposentos privados de Ferrante. No esperaba encontrar a ningún muerto; mi ansiedad nacía de las consecuencias de mis acciones si me sorprendían.

Al otro lado de la pesada puerta del trono, el sonido de las personas y la música se debilitó; solo escuchaba el roce de mi falda de seda sobre el mármol.

Titubeante, abrí la puerta que daba a la antecámara del rey. Recordaba la habitación porque había pasado por allí cuando Ferrante estuvo enfermo. Era un despacho, con cuatro sillas y una gran mesa, muchos candelabros para dar luz por la noche y un mapa de Nápoles y de los Estados Papales en la pared. También había un retrato de mi bisabuelo Alfonso con la espada enjoyada que había traído de España, y que Ferrante llevaba antes en la catedral.

Con mucho atrevimiento, palpé las paredes, a la búsqueda de compartimientos ocultos, de pasadizos; observé el suelo de mármol en busca de grietas que descubriesen alguna escalera que llevara a las mazmorras, pero no encontré nada.

Crucé una arcada hacia una segunda habitación dispuesta como un comedor íntimo; de nuevo, allí no había nada de importancia.

Lo único que quedaba era el dormitorio de Ferrante. Estaba cerrado con una pesada puerta. Reprimí todo temor a ser sorprendida y castigada; la abrí sin más, y entré en la más interior y privada de las habitaciones reales.

A diferencia de las otras alegres y luminosas habitaciones, esta era opresiva y oscura. Las ventanas estaban cubiertas con cortinas de grueso terciopelo verde, que impedían la entrada del sol y el aire. Una gran manta del mismo tono verde cubría la mayor parte de la cama, junto con numerosas mantas de piel; al parecer, Ferrante sufría mucho con el frío.

La habitación tenía muy pocos adornos a pesar de la importancia de su ocupante. Las únicas señales de grandeza eran un busto dorado del rey Alfonso sobre la repisa de la chimenea y dos candelabros de oro a cada lado de la cama.

Mi mirada se sintió atraída por una pared interior, donde otra puerta estaba abierta de par en par. Más allá había un pequeño cuarto sin ventanas, con un altar de madera, cirios, un rosario, una estatuilla de san Genaro y un oratorio tapizado.

Sin embargo, al final de ese pequeño cuarto, pasado el humilde altar, había otra puerta; esta cerrada. Conducía aún más adentro; sus bordes quedaban delineados por una débil luz oscilante.

Experimenté una mezcla de curiosidad y temor. Entonces, ¿la criada había dicho la verdad? Yo ya había visto antes la muerte. La extensa familia real había sufrido pérdidas, y yo había desfilado delante de pálidos cuerpos de bebés, niños y adultos. Pero pensar en lo que podía haber detrás de aquella puerta interior superaba mi imaginación. ¿Encontraría esqueletos apilados los unos encima de los otros? ¿Montañas de carne en descomposición? ¿Hileras de ataúdes?

¿O quizá la confesión de la criada a mi niñera había surgido del deseo de mantener vivo el rumor?

Mi ansiedad se hacía casi insoportable. Crucé deprisa el pequeño cuarto del altar y apoyé mis dedos temblorosos en el cerrojo de bronce que daba a lo desconocido. A diferencia de las otras puertas, que eran diez veces más anchas que mi cuerpo infantil y cuatro veces más altas, esta apenas era lo bastante grande para permitir el paso de un hombre. La abrí.

Solo la fría arrogancia heredada de mi padre me permitió reprimir un grito de terror.

Envuelta en la penumbra, la cámara no revelaba fácilmente sus dimensiones. Para mis ojos infantiles, era inmensa, sin límites, debido en parte a la oscura piedra sin pulir. Solo tres velas iluminaban las paredes sin ventanas: una a cierta distancia de mí y otras dos encajadas en grandes soportes de hierro que flanqueaban la entrada.

Un poco más allá, con el rostro iluminado por el vacilante resplandor dorado de las velas, estaba mi anfitrión. Mejor dicho, no estaba de pie, sino apoyado en un poste que se extendía apenas por encima de su coronilla. Vestía una capa azul, sujeta a los hombros de su túnica dorada con medallones de la flor de lis. En el pecho y las caderas, unas cuerdas lo sujetaban al soporte. Un cordel atado a un brazo lo mantenía apartado del cuerpo y torcido en el codo, con la palma vuelta ligeramente hacia arriba en un gesto de saludo.

Adelante, majestad.

Su piel parecía un pergamino lacado, resplandeciente a la luz. La habían tensado por encima de los pómulos, para dejar al descubierto sus dientes marrones en una horrible sonrisa. Sus cabellos, quizá abundantes en vida, eran ahora unos pocos mechones de un castaño apagado que colgaban de un cráneo arrugado. Y sus ojos…

Oh, sus ojos. Habían dejado que sus otras facciones se encogiesen espantosamente. Sus labios habían desaparecido totalmente y sus orejas se habían convertido en pequeñas y gruesas aletas pegadas al cráneo. Su nariz, con apenas la mitad de grosor de mi meñique, había perdido las carnosas aletas y ahora terminaba en dos negros agujeros, que aumentaban su apariencia esquelética. Pero no habían permitido que los ojos desaparecieran; en las órbitas había dos esferas de mármol blanco muy pulido, en las que habían pintado con mucho esmero los iris verdes, con las pupilas negras. El mármol resplandecía con la luz, y parecía que me observara.

Tragué saliva; empecé a temblar. Hasta aquel momento, había sido una niña empeñada en una búsqueda ridícula, convencida de que estaba jugando, que vivía una aventura. Pero no había ninguna emoción en este descubrimiento, ninguna alegría, ninguna picara satisfacción; solo el conocimiento de que había tropezado con algo adulto y terrible.

Avancé hacia la criatura que tenía delante, con la ilusión de que aquello que veía fuera falso, que nunca había sido humano. Apreté con un dedo vacilante el muslo cubierto de satén y noté la piel como cuero sobre el hueso. Las piernas terminaban en delgadas pantorrillas con medias y unas zapatillas de seda con borlas que no soportaban ningún peso.

Aparté la mano, convencida.

«¿Cómo puedes soportarlo, Alfonso? ¿No quieres saber si es verdad?»«No. Porque podría serlo.»¡Qué sabio era mi hermano pequeño! Deseaba más que nunca olvidar lo que acababa de descubrir. Todo lo que había pensado acerca de mi abuelo cambió. Lo tenía por un anciano amable, severo, pero obligado a serlo por el peso de su responsabilidad. Había creído que los barones que se habían rebelado contra él eran hombres malos, violentos por el simple hecho de ser franceses. Había tenido por mentirosos a los criados que decían que la gente odiaba a Ferrante.

Había oído cómo su doncella de cámara había susurrado a doña Esmeralda que el rey se estaba volviendo loco, y me había burlado.

Enfrentada con esta inimaginable monstruosidad, ahora no podía reír. Me estremecí, no por la horrible visión que tenía delante de mí, sino al comprender que la sangre de Ferrante corría por mis venas.

Avancé en la penumbra más allá del centinela del cuarto, y entonces vi otros diez cuerpos en las sombras, todos colocados y atados, con los ojos de mármol e inmóviles. Todos salvo uno.

A una distancia de unos seis muertos, una figura que sostenía una vela se volvió hacia mí. Reconocí a mi abuelo; su rostro de barba blanca se veía pálido y espectral en el vacilante resplandor.

– Eres Sancha, ¿no? -Sonrió débilmente-. Así que ambos hemos aprovechado la fiesta para escaparnos de la multitud. Bienvenida a mi museo de los muertos.

Había esperado que se enfureciera, pero su actitud era la de alguien que saluda a los huéspedes en una fiesta privada.

– Lo has hecho muy bien -dijo-. Ni un solo grito, e incluso has tocado al viejo Robert. -Señaló con la cabeza al cadáver más cercano a la entrada-. Muy atrevida. Tu padre era mucho mayor que tú cuando entró por primera vez en este lugar; chilló y después se echó a llorar como una niña.

– ¿Quiénes son? -pregunté. Aquella visión me repelía, pero la curiosidad me impulsaba a saber toda la verdad.

Ferrante escupió en el suelo.

– Angevinos -respondió-. Enemigos. Aquel -señalóa Robert- era un conde, un primo lejano de Carlos de Anjou. Me juró que tendría mi trono. -Mi abuelo soltó una risita satisfecha-. Ya ves quién lo tiene. -Ferrante se acercó con paso envarado a su antiguo rival-. ¿Eh, Robert? ¿Quién se ríe ahora? -Señaló el macabro montaje, y su tono se volvió repentinamente furioso-: Condes y marqueses, e incluso duques. Todos ellos traidores. Todos ellos deseaban verme muerto. -Hizo una pausa para calmarse-. Vengo aquí cuando necesito recordar mis victorias. Recordar que soy más fuerte que mis enemigos.

Miré a aquellos hombres. Era obvio que el museo se había creado a lo largo de los años. Algunos de los cuerpos aún tenían cabellera y rígidas barbas; otros, como Robert, parecían un tanto raídos pero todos vestían con las finas prendas correspondientes a su noble rango, con sedas, brocados y terciopelos. Algunos tenían espadas con empuñaduras de oro en las caderas; otros llevaban capas con ribetes de armiño y piedras preciosas. Uno llevaba una gorra de terciopelo negro con una pluma de avestruz blanca colocada en un ángulo grotesco. Algunos sencillamente estaban erguidos. Otros en diversas posturas: uno con la muñeca apoyada en la cadera; otro buscaba la empuñadura de su espada; un tercero levantaba la palma, en un gesto a sus compañeros.

Todos ellos miraban hacia delante con sus ojos de mármol.

– Los ojos -dije. Era una pregunta.

Ferrante me hizo un guiño.

– Es una pena que seas una hembra. Hubieses sido un buen rey. De todos sus hijos, tú eres quien más se parece a tu padre. Eres orgullosa y dura, mucho más que él. Pero a diferencia de él, tú tienes el temple para hacer lo que sea necesario por el reino. -Suspiró-. No como ese idiota de Ferrandino. Lo único que quiere es que lo admiren las muchachas bonitas y acostarse en una cama mullida. No tiene coraje, ni cerebro.

– Los ojos -repetí. Me intrigaban; había una perversidad en ellos que necesitaba comprender. Había oído lo que él acababa de decir; palabras que no había querido escuchar. Quería distraerme, olvidarlas. No quería en absoluto ser como el rey, como mi padre.

– Chiquilla tozuda -dijo él-. Los ojos desaparecen cuando se momifica un cuerpo; no hay modo de evitarlo. Los primeros tenían los párpados cerrados sobre las cuencas vacías. Parecía como si estuviesen durmiendo. Quería que me escuchasen cuando les hablaba. Quería verles escuchar. -Rió de nuevo-. Además, era mucho más efectivo. Mi último «invitado»… ¡cuánto le aterrorizó ver a sus compatriotas desaparecidos que lo miraban!

Intenté encontrarle un sentido a todo aquello desde mi ingenua perspectiva.

– Dios os ha hecho rey. Así que si estos hombres eran traidores, lo fueron contra Dios. No fue ningún pecado matarlos.

Mi comentario le desagradó.

– ¡No existe el pecado! -Hizo una pausa; adoptó la actitud de un maestro-. Sancha, el milagro de san Genaro… casi siempre ocurre en mayo y septiembre. Pero cuando el sacerdote aparece con el relicario en diciembre, ¿por qué crees que tantas veces no se produce el milagro?

La pregunta me pilló por sorpresa; no tenía ni idea de la respuesta.

– ¡Piensa, niña!

– No lo sé, majestad.

– Porque el tiempo es más caliente en mayo y septiembre.

Seguía sin comprender. Mi confusión se reflejó en mi rostro.

– Es hora que dejes de creer en estas tonterías de Dios y los santos. Solo hay un poder en la Tierra; el poder sobre la vida y la muerte. Y por el momento, en Nápoles al menos, soy yo quien lo tiene. -Una vez más, me animó-: Ahora, piensa. Al principio, la sustancia en el frasco es sólida. Piensa en la grasa de un cerdo o un cordero. ¿Qué le pasa a la grasa si asas al animal, si lo expones al calor?

– Gotea en el fuego.

– El calor vuelve líquido lo sólido. Así que quizá, si sacas el relicario de san Genaro de su oscuro y fresco armario de la catedral en un día caluroso y soleado y esperas durante un rato… il miracolo é fatto. Lo sólido se vuelve líquido.

Yo estaba asombrada; la herejía de mi abuelo solo aumentaba esa sensación. Recordé la actitud indiferente de Ferrante hacia todo lo religioso, su ansiedad por ausentarse cuanto antes de la misa. Dudaba que alguna vez se hubiese arrodillado en el pequeño altar que llevaba hasta la cámara donde estaban sus verdaderas convicciones.

Sin embargo, al mismo tiempo, estaba intrigada por su explicación del milagro; mi fe parecía ahora debilitada, mezclada con la duda. Pero incluso así el hábito era fuerte. Me apresuré a rezar a Dios en silencio para que perdonase al rey, y a san Genaro para que lo protegiese a pesar de sus pecados. Por segunda vez aquel día, recé a Genaro para que defendiese Nápoles, aunque no necesariamente de los crímenes causados por la naturaleza o los barones desleales.

Ferrante buscó con su mano huesuda y de venas azules la mía, más pequeña, y la apretó con una fuerza que no permitía ninguna discusión.

– Ven, niña. Se preguntarán dónde estamos. Además, ya has visto suficiente.

Pensé en cada uno de los hombres de ese museo de los muertos; cómo habían sido informados por mi satisfecho abuelo del destino que les esperaba, cómo los más débiles sin duda habían llorado y suplicado que les perdonase. Me pregunté cómo los había matado; lo más probable era que lo hubiera hecho con algún método que no dejaba rastro.

Ferrante sostuvo la vela en alto y salimos de su espantosa galería. Mientras yo esperaba dentro del cuarto del altar a que él cerrase la pequeña puerta, reflexioné en el evidente placer que obtenía de la compañía de sus víctimas. Era capaz de matar sin compasión, capaz de saborear ese acto. Quizá hubiese tenido que temer por mi vida, por ser una hembra innecesaria; sin embargo, no podía. Era mi abuelo. Observé su rostro a la luz dorada: mostraba la misma expresión benigna, poseía las mismas mejillas rubicundas con su bordado de pequeñas venas reventadas que siempre había visto. Busqué en sus ojos, tan parecidos a los míos, alguna señal de la crueldad y la locura que habían inspirado ese museo.

Aquellos ojos me devolvieron la mirada, penetrantes, terriblemente lúcidos. Apagó la vela de un soplido y la dejó sobre el pequeño altar, y luego me cogió de nuevo de la mano.

– No diré nada, majestad. -Pronuncié las palabras no por miedo o por el deseo de protegerme a mí misma, sino por la voluntad de hacerle saber a Ferrante que mi lealtad a la familia era absoluta.

El soltó una suave risa.

– Querida, no me importa. Mucho mejor si lo haces. Mis enemigos me temerán todavía más.

Pasamos de nuevo por el dormitorio del rey, cruzamos la antecámara, el despacho y finalmente el salón del trono. Antes de abrir la puerta, se volvió para mirarme.

– No es fácil para nosotros ser los más fuertes, ¿verdad?

Alcé la barbilla para mirarlo.

– Soy viejo y hay quienes te dirán que mi mente se está volviendo débil. Pero todavía veo muchas cosas. Sé que amas a tu hermano. -Su mirada pareció volverse hacia su interior-. Amaba a Juana porque era de naturaleza amable y leal; sabía que ella nunca me traicionaría. Me gusta tu madre por la misma razón: es una mujer dulce. -Dirigió su atención al exterior para mirarme-. Tu hermano menor ha salido a ella; un alma generosa. Inútil cuando se trata de política. He visto lo mucho que le quieres. Si lo amas, cuida de él. Nosotros los fuertes debemos cuidar de los débiles. No tienen el corazón para hacer aquello que es necesario para sobrevivir.

– Cuidaré de él -afirmé, en tono grave. Pero nunca estaría de acuerdo con mi abuelo en que el asesinato y la crueldad eran una parte necesaria para proteger a Alfonso.

Ferrante abrió la puerta. Entramos cogidos de la mano al gran salón, donde los músicos continuaban tocando. Observé a la multitud en busca de Alfonso, y lo vi en un rincón; nos miraba con los ojos desorbitados. Mi madre e Isabel estaban bailando, y por un momento se habían olvidado totalmente de los niños.

Pero mi padre, el duque de Calabria, al parecer se había dado cuenta de la desaparición del rey Lo miré, sorprendida, cuando él se colocó delante de nosotros y detuvo nuestro avance con una única pregunta.

– Majestad, ¿la niña os ha molestado? -Durante mi corta vida, nunca había oído que el duque se dirigiera a su padre de otra manera. Me miró con una expresión hostil, suspicaz. Intenté mostrar mi pura inocencia, pero después de lo que había visto, no podía ocultar que me sentía conmovida hasta la médula.

– En absoluto -replicó Ferrante, con buen humor-. Solo liemos estado explorando, eso es todo.

La ira apareció en los hermosos y despiadados ojos de mi padre. Comprendió dónde habíamos estado mi abuelo y yo y, dada mi reputación de traviesa, adivinó que yo no había sido invitada.

– Yo me ocuparé de ella -dijo el duque, en tono de grave amenaza. Era famoso por el cruel trato que daba a sus enemigos, los turcos; había insistido en torturar y matar personalmente a los capturados en la batalla de Otranto, por métodos tan inhumanos que a nosotros, los niños, no se nos permitía escuchar. Me dije a mí misma que no debía tener miedo. Sería indecoroso que mandara que me azotaran a mí, que era de la realeza. El no comprendía que ya me había impuesto el peor de los castigos posibles: no me quería, y no lo ocultaba en absoluto.

Yo, orgullosa como él, nunca admitiría mi desesperado deseo de ganarme su afecto.

– No la castigues, Alfonso -dijo Ferrante-. Tiene espíritu, eso es todo.

– Las niñas no deben tener espíritu -replicó mi padre-. Y ella menos que nadie. Mis otros hijos son tolerables, pero ella no ha hecho más que irritarme desde el día de su nacimiento; un día que lamento profundamente. -Me miró furioso-. Ve. Su majestad y yo tenemos asuntos que discutir. Tú y yo hablaremos de esto más tarde.

Ferrante me soltó la mano. Hice una pequeña reverencia y dije:

– Majestad. -Hubiese salido corriendo de no haber estado el salón lleno con tantos adultos que se habrían vuelto para reclamar decoro; así que caminé lo más rápido posible hasta donde esperaba mi hermano.

Él me miró y se apresuró a abrazarme.

– ¡Oh, Sancha! Así que es verdad… ¡Lamento tanto que hayas tenido que verlo! ¿Tuviste miedo?

Mi corazón, que se había helado en presencia de mis dos mayores, se calentó con la presencia de Alfonso. El no quería saber los detalles de lo que había visto; solo quería saber cómo me había ido. Me sorprendió un tanto que mi hermano menor no se conmoviese al saber que el rumor era cierto. Quizá comprendía mejor al rey que yo. Me aparté, pero mantuve mis brazos entrelazados con los suyos.

– No fue tan malo -mentí.

– Padre parecía furioso; me temo que te castigará.

Me encogí de hombros.

– Quizá no lo haga. A Ferrante no le importó en absoluto. -Hice una pausa, y después añadí con bravuconería-: Además, ¿qué hará padre? ¿Encerrarme en mi habitación? ¿Dejarme sin cenar?

– Si lo hace -susurró Alfonso-, yo iré contigo, y podremos jugar en silencio. Si tienes hambre, yo te llevaré comida.

Sonreí y apoyé la palma en su mejilla.

– El caso es que no debes preocuparte. No hay nada que padre pueda hacer que me hiera de verdad.

¡Qué equivocada estaba!


Doña Esmeralda esperaba fuera del gran salón para llevarnos al cuarto de los niños. Alfonso y yo estábamos de muy buen humor, sobre todo cuando pasamos delante del aula donde, de no haber sido por la festividad, habríamos estado estudiando latín bajo la aburrida tutela de fray Giuseppe Maria. Fray Giuseppe era un monje dominico de rostro triste del cercano monasterio de San Domenico Maggiore, famoso por ser el lugar donde un crucifijo le habló a Tomás de Aquino dos siglos atrás. Fray Giuseppe era tan corpulento que Alfonso y yo lo habíamos bautizado en latín fra Cena. Cuando pasamos frente al aula, comencé a recitar con voz solemne la declinación de nuestro verbo preferido.

– Ceno -dije.

Alfonso acabó en voz baja:

– Cenare. Cenavi. Cenatus.

Doña Esmeralda puso los ojos en blanco, pero no dijo nada.

Solté una risita a costa de fray Giuseppe, pero al mismo tiempo recordé una frase que había usado en nuestra última lección para enseñarnos el caso dativo. Deo et homnibus peccavit.

El ha pecado contra Dios y los hombres.

Pensé en los ojos de mármol de Robert, que me miraban. «Quería saber que me estaban escuchando.»Una vez en el cuarto de los niños, la doncella se unió a Esmeralda para desvestirnos mientras nosotros nos movíamos impacientes. Después nos vistieron con unas prendas menos ajustadas; una amplia túnica para mí, y una sencilla túnica y calzas para Alfonso.

Se abrió la puerta de la habitación, y al volvernos vimos a nuestra madre, donna Trusia, acompañada por su dama de compañía, doña Elena, una noble española. Esta última traía a su hijo, nuestro compañero de juegos favorito: Arturo, un chico huesudo y de miembros largos que destacaba en las persecuciones y trepando a los árboles, dos deportes que me gustaban. Mi madre se había quitado el negro formal para ponerse un vestido amarillo claro. Al ver su rostro sonriente, pensé en el sol napolitano.

– Pequeños míos -anunció-, tengo una sorpresa. Nos vamos de merienda.

Alfonso y yo gritamos de entusiasmo. Cada uno de nosotros sujetó las suaves manos de donna Trusia. Salimos de la habitación y caminamos por los pasillos del castillo. Doña Elena y Arturo nos seguían.

Pero antes de alcanzar la libertad, tuvimos un desdichado encuentro.

Pasamos junto a mi padre. Debajo de su bigote negro azulado, sus labios estaban apretados con decisión, el entrecejo fruncido. Deduje que iba hacia el cuarto de los niños para disponer mi castigo. Dadas las circunstancias, también adiviné cuál sería.

Nos detuvimos bruscamente.

– Alteza -dijo mi madre con voz dulce, y se inclinó. Doña Elena la imitó.

Él respondió al saludo de Trusia con una escueta pregunta:

– ¿Adonde vais?

– Me llevo a los niños a una merienda.

La mirada del duque recorrió nuestro pequeño grupo, y después se posó en mí. Cuadré los hombros y levanté la barbilla, desafiante, dispuesta a no mostrar ningún signo de desilusión cuando hablase.

– Ella no.

– Pero, alteza, hoy es un día de fiesta…

– Ella no. Se ha comportado de manera intolerable. Debe ser solucionado en el acto. -Hizo una pausa y dirigió a mi madre una mirada que la hizo encogerse como un pimpollo al calor ardiente-. Ahora id.

Donna Trusia y Elena se inclinaron de nuevo ante el duque; mi madre y Alfonso me dirigieron miradas de pena antes de marcharse.

– Ven -dijo mi padre.

Entramos en silencio en el cuarto de los niños. Una vez dentro, llamaron a doña Esmeralda para que presenciara las palabras formales de mi padre.

– No debería desperdiciar ni un instante de mi atención en una niña inútil sin ninguna esperanza de ascender al trono; y mucho menos si esa niña es una bastarda.

Él no había finalizado, pero su despreciativo rechazo me dolió tanto que no pude evitar darle réplica.

– ¿Dónde está la diferencia? El rey es un bastardo -le interrumpí en el acto-, y eso hace que seáis el hijo de un bastardo.

Me abofeteó con tanta fuerza que las lágrimas asomaron a mis ojos pero luché por no derramarlas.

Doña Esmeralda dio un leve respingo cuando él me pegó, pero consiguió dominarse.

– Eres incorregible -afirmó él-. Pero no puedo permitir que me hagas perder más tiempo. No eres digna ni de un momento de mi atención. Imponer la disciplina corresponde a las ayas, no a un príncipe. Te he negado comida, te he encerrado en tu habitación; sin embargo, nada de esto ha servido para doblegarte. Y ya tienes casi edad suficiente para casarte. ¿Cómo te convertiré en una joven correcta?

Guardó silencio y pensó durante un rato. Después, vi cómo sus ojos se entrecerraban y luego brillaban. Una leve sonrisa helada apareció en su rostro.

– Te he negado las cosas equivocadas, ¿no es así? Eres una niña tozuda. Puedes pasar sin comida o sin salir durante un tiempo, porque si bien te gustan esas cosas, no son lo que más quieres. -Asintió, cada vez más complacido con su plan-.

Esto es lo que haré. No cambiarás hasta que se te niegue la única cosa que amas por encima de todo.

Sentí las primeras punzadas de verdadero temor.

– Dos semanas -dijo, y después se volvió para dirigirse a doña Esmeralda-. No tendrá contacto con su hermano durante las próximas dos semanas. No se les permitirá comer, jugar, ni hablar el uno con el otro; ni siquiera se les permitirá verse. Tu futuro dependerá de esto. ¿Lo has entendido?

– Comprendo a vuestra alteza -respondió doña Esmeralda, con voz tensa, con los ojos entrecerrados y la mirada desviada. Comencé a chillar.

– ¡No podéis quitarme a Alfonso!

– Está hecho. -En la dura y despiadada expresión de mi padre, detecté rastros de placer. Filius Patri similis est. El Hijo es como el Padre.

Busqué razones; las lágrimas en las comisuras de mis ojos estaban ahora en verdadero peligro de caer por mis mejillas.

– Pero… pero ¡Alfonso me quiere! Sufrirá si no puede verme, y él es el hijo bueno, el hijo perfecto. ¡No es justo; estaréis castigando a Alfonso por algo que no ha hecho!

– ¿Qué sientes, Sancha? -me preguntó mi padre suavemente-. ¿Cómo te sientes al saberte responsable de herir a quien más quieres?

Miré al hombre que me había engendrado; alguien que con extrema crueldad disfrutaba hiriendo a un niño. De haber sido un hombre, y no una niña, de haber llevado una daga, la furia me hubiese dominado y le hubiese rajado la garganta allí mismo. En aquel instante, supe qué era sentir un odio infinito e irrevocable por alguien a quien quería sin límites. Quería herirlo como él me había herido a mí, y disfrutar con ello.

Cuando se marchó, por fin lloré; pero incluso mientras derramaba lágrimas de furia, juré que nunca permitiría de nuevo que ningún hombre, y menos el duque de Calabria, me hiciera llorar.

Pasé las dos semanas siguientes en un tormento. Solo vi a los sirvientes. Aunque se me permitía salir a jugar si lo deseaba, me negué, de la misma manera que con mucha petulancia rechacé la mayoría de mis comidas. Dormía mal y soñaba con la espectral galería de Ferrante.

Mi humor era tan negro y mi conducta tan difícil que doña Esmeralda, que nunca me había levantado ni un dedo, me abofeteó dos veces llevada por la exasperación. Continuaba pensando en mi súbito impulso de matar a mi padre; me había aterrorizado. Me convencí de que sin la gentil influencia de Alfonso, me convertiría en una tirana cruel y medio loca como mi padre y mi abuelo, a los que me parecía.

Cuando transcurrieron las dos semanas, abracé a mi hermano menor con tanta fuerza que ambos nos quedamos sin aliento.

– Alfonso, debemos jurar que nunca volveremos a separarnos de nuevo -manifesté cuando por fin recuperé la voz-. Incluso cuando nos casemos, debemos quedarnos en Nápoles, cerca el uno del otro, porque sin ti, me volvería loca.

– Lo juro -dijo Alfonso-. Pero, Sancha, tu mente es perfectamente lúcida. Con o sin mí, nunca deberás temer a la locura.

Me tembló el labio inferior cuando le respondí:

– Soy muy parecida a nuestro padre: fría y cruel. Incluso el abuelo lo dijo: soy dura como él.

Por primera vez, vi la verdadera furia brillar en los ojos de mi hermano.

– No eres en absoluto cruel; eres bondadosa y amable. El rey está equivocado. No eres dura, solo empecinada.

– Quiero ser como tú -repliqué-. Tú eres la única persona que me hace feliz.

A partir de aquel momento, nunca le di a nuestro padre motivo para castigarme.

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