Esmeralda y un trío de guardias me siguieron hasta la puerta, pero me volví hacia ellos.
– ¡Quiero estar sola! -ordené, con una voz que incluso silenció a la imponente doña Esmeralda. En cualquier otro momento, ella se hubiese negado a permitirme caminar sola por la noche, pero era lo bastante astuta para saber que no estaba de humor para tolerar ninguna discusión. Además, no tenía miedo; siempre llevaba el estilete de Alfonso.
Entré sola en la noche romana. El aire era fresco, la plaza delante de mí estaba oscura; la única luz la daba la luna, resplandeciente en los techos de mármol y en las doradas ventanas de los aposentos de los Borgia a mi espalda. Me recogí las faldas y, con todo el cuidado que pude, bajé la escalera hasta el nivel de la calle; desde allí, giré y me valí del mortecino resplandor que salía de la planta baja del palacio de Santa María para guiarme hasta mi nuevo hogar.
No era una mojigata. Había presenciado escenas de libertinaje en la corte de mi padre, y también por parte de mi propio marido. Las fiestas con cortesanas eran bastante frecuentes. Pero tenían lugar discretamente, con la presencia de solo unos pocos de confianza.
Al parecer, este Papa confiaba en muchos, o quizá nadie se atrevía a hablar. En cualquier caso, estaba claro que el hombre que había escandalizado a la sociedad italiana al abusar de varias mujeres casadas en el jardín de una catedral no había cambiado un ápice desde que había llegado al papado.
Yo podía pasar por alto algo así, aunque había esperado más discreción. También me había convencido, después de que Su Santidad renunciara con tanta facilidad a perseguirme aquella tarde, que solo debería rechazarlo unas pocas veces más y me dejaría en paz.
Incluso me había sentido reconfortada al ver cómo Alejandro mimaba a sus hijos; siempre había anhelado el mismo afecto paternal, y a veces había imaginado cómo hubiese sido mi vida de haber estado mi padre tan bien dispuesto hacia mí.
Pero la extraña mirada triunfante en los ojos de Lucrecia, mientras apretaba el rostro del Papa contra su pecho, me hizo anhelar el hogar que había conocido. No podía ocultar mi repulsión hacia semejante escena entre padre e hija; por un instante, en mi imaginación, mi propio padre tomó el lugar de Alejandro y yo el de Lucrecia. No pude menos que estremecerme al pensar en oprimir mis pechos contra los labios de Alfonso II; imaginar que mi padre borracho me manoseaba. Tan repelente era la imagen que la suprimí en el acto.
Ahora comprendía, demasiado bien, la causa de los celos de Lucrecia… y no tenía nada que ver con que yo pudiese relegarla en la vida social.
Su amor por Alejandro iba más allá del de una hija por su padre. La mirada que me había dirigido era la de una mujer posesiva de su amante, y que desafiaba a su rival: «Olvídalo, es mío».
Su imagen, su joven y blanca carne desnuda, apretada contra el viejo y fofo cuerpo del pontífice, me provocó náuseas; caminé tambaleante por el borde de la plaza, y respiré el aire nocturno cargado con el olor a fango del Tíber cercano, como si de algún modo pudiese limpiarme del recuerdo de lo que acababa de ver.
El instinto me decía que Lucrecia era una criatura depravada y despreciable. Su descarado juego con las golosinas insinuaba una idea monstruosa: que ella concedía a su propio padre -el Papa- favores sexuales.
Respiré lenta y profundamente para calmarme. Era una cínica, demasiado rápida en juzgar. Apartada de la compañía de mi hermano desde hacía poco tiempo, ya estaba pensando lo peor de todos. ¿Por qué no podía ser como Alfonso? Me pregunté: «¿Cómo hubiese reaccionado mi hermano?».
Sin duda estaba en un error, me dije a mí misma. No podía ser que mantuviesen una relación física; era una idea demasiado horrible. Lucrecia sentía hacia su padre ese enamoramiento que a veces sienten las adolescentes, y tenía un fuerte temperamento. Tenía celos de compartir su afecto, y ya estaba obligada a hacerlo con Julia; y ahora llegaba yo, otra mujer que desviaría de ella las atenciones de Alejandro. Lucrecia se había enfadado tanto con mi dura respuesta durante la danza que había perdido el control y había querido escandalizarme todo lo posible.
«Eso es -me dije a mí misma-. Quizá bebió más vino de lo que yo creía. Quizá no estaba tan sobria como parecía.»Este pensamiento me calmó hasta cierto punto; cuando llegué al palacio de Santa María, estaba convencida de que Lucrecia había apelado a esa descarada conducta llevada por una rabieta infantil, y que Alejandro estaba demasiado borracho para comprender que besaba el pecho de su propia hija.
Los guardias me reconocieron en el acto y me permitieron entrar. La logia de la planta baja estaba bien iluminada, pero no así los pasillos del primer piso, por lo que vagué despistada hasta que por fin encontré la entrada de mis habitaciones.
Extendí la mano para abrir la puerta de la antecámara. En el acto, alguien sujetó mi muñeca con una fuerza brutal.
Me volví. A mi lado en las sombras estaba Rodrigo Borgia. Incluso la débil luz no podía ocultar la ordinariez de sus facciones: la barbilla hundida que desaparecía entre los pliegues de carne fofa, la prominente, bulbosa e irregular nariz, los gruesos labios estirados ahora en una mueca lasciva, los párpados entrecerrados por la bebida. Había desaparecido la capa dorada; solo vestía la túnica de satén rojo y un capelo de terciopelo.
«Entonces, es verdad -pensé con un extraño distanciamiento-. Existe un pasaje secreto entre Santa María y el Vaticano.» ¿Cómo si no Su Santidad podría haber dejado la fiesta con tanta rapidez y estar esperándome allí?
A su lado, no podía negar su superioridad física: yo no era una mujer corpulenta, y a diferencia de su hijo Jofre, Rodrigo era un hombre alto, todavía fuerte pese a ser un sesentón. Mi cabeza no llegaba a sus anchos hombros. Sus huesos eran grandes y gruesos, los míos delgados, sus grandes manos podían rodear mi cintura, y podría partirme el cuello con toda facilidad si así lo deseaba.
– Sancha, querida, mi sueño -susurró, al tiempo que me acercaba a él; la presión en mi muñeca aumentó hasta provocarme un fuerte dolor, pero no grité. Sus palabras eran confusas-. He esperado todo el día para este encuentro, toda la noche, no, durante años, desde el primer instante en que te describieron. Pero la guerra nos ha mantenido separados… hasta ahora.
Abrí la boca para replicar. Sin embargo, antes de que pudiese decir una sola palabra, me rodeó con un brazo, apoyó la palma contra mi nuca y forzó mi rostro contra el suyo. Me resistí, pero no sirvió de nada. Me besó, los labios apretados contra mis dientes; el olor de la carne fétida mezclado con el del vino me produjo arcadas.
Me soltó la muñeca y se apartó, su expresión era la de un joven amante que espera ansioso una reacción. Se la di: con todas mis fuerzas descargué una bofetada contra su mejilla. Dio un paso atrás y se tambaleó antes de recuperar un incierto equilibrio. Sus ojos se entrecerraron con sorpresa y furia; se tocó la mejilla dolida, luego bajó la mano y se rió con desprecio.
– Confías demasiado en tu valor, querida Sancha. Quizá seas una princesa, pero no lo olvides, yo soy el Papa.
– ¡Llamaré a mis sirvientes! -repliqué-. Están al otro lado de la puerta.
– Llámalos. -Sonrió-. Yo los despediré. ¿Crees de verdad que se negarán a obedecerme?
– Me son leales.
– Si lo son, sufrirán por ello -dijo estas palabras en un tono que me sorprendió por su amabilidad.
– ¿Cómo no podéis estar avergonzado? -pregunté-. ¡Soy la esposa de vuestro hijo!
– Eres una mujer. -En su rostro, en su voz, había una súbita dureza, una crueldad que solo había visto antes en los ojos de su hija-. Yo gobierno aquí. Mientras vivas en mi casa, eres de mi propiedad, puedo hacer con ella lo que me plazca.
Para demostrar sus palabras, se movió con una rapidez inusitada para alguien tan bebido, metió una mano en mi escote y me sujetó un pecho con la palma.
– Sancha, cariño mío -dijo, con absoluta petulancia-, ¿soy tan viejo y horrible, que no puedes imaginar amarme? Te adoraría más allá de las palabras; no hay nada que pudiera negarte. No tienes más que decir qué quieres. ¡Solo dilo! Siempre soy bueno con aquellos que me aman.
Antes de que pudiese acabar sus palabras, sujeté su mano y la quité de mi escote. Él, a su vez, me sujetó los brazos y me empujó contra la pared con tanta violencia que me arrancó el aire de los pulmones. Su corpachón me aplastaba; me debatí, descargué puntapiés, pero su fuerza me retenía. Con mis muñecas en sus puños, me forzó a abrir los brazos a la altura de los hombros -en una sórdida parodia del Cristo crucificado- y luego apretó su rostro contra el mío.
Tosí, le escupí, me ahogué cuando forzó su lengua dentro de mi boca. Luego levantó mis muñecas por encima de mi cabeza, y con una de sus mana/as las sujetó contra la pared. Con la otra mano, intentó levantarme las faldas, y se agachó mientras lo hacía. Dada su borrachera, el movimiento lo mareó y se tambaleó.
Aproveché la oportunidad para liberar una mano. En un santiamén, había buscado mi estilete, oculto en el corpiño. Mi intención era asustarlo, nada más. Pero cuando se dio cuenta de que me había soltado y se levantó para sujetarme de nuevo, su mano encontró la punta de la hoja.
Soltó un alarido, y de inmediato se apartó. Para entonces mis ojos se habían adaptado bastante bien a la penumbra, y vi la mano que sostenía en alto, los gruesos dedos abiertos al máximo en abanico. Ambos la miramos con asombro. El estilete le había cortado la palma, un estigma perfecto, y la sangre goteaba por la muñeca. La herida era leve, pero el efecto era impresionante.
Me dirigió una mirada. Vi en ella, con todo su fuego infernal, el odio que solo había atisbado en los ojos de Lucrecia. Soltó un largo siseo. Sin embargo, a pesar de la furia, una segunda emoción aparecía en sus facciones: miedo.
«Es un bravucón pero también un cobarde -fue mi primer pensamiento-, como lo era padre.» Me serví de este conocimiento y avancé, con el estilete empuñado en una actitud de amenaza.
Rodrigo sonrió de pronto, el diplomático borracho; su tono se volvió suplicante mientras se sujetaba la mano herida con la otra.
– Es verdad lo que dicen: no tienes miedo a nada. Oí que mataste a un hombre para salvar al rey de Nápoles.
– Con esta misma arma -afirmé con voz desabrida-. Le rajé la garganta.
– Razón de más para amarte -proclamó, con falso buen humor-. Sin duda, Sancha, no eres una mujer tan tonta como para rechazar semejante oportunidad…
– Lo soy, santidad. Cada vez que vengáis a mí, recibiréis la misma respuesta. -Lo miré furiosa-. Sois un padre que afirma amar a sus hijos. ¿Cómo se sentiría Jofre si nos viese ahora?
Rodrigo agachó la cabeza al escuchar mis palabras, y permaneció en silencio durante unos momentos con un leve tambaleo. Para mi gran asombro, estalló en llanto y se arrodilló.
– Soy un hombre malvado -declaró en tono servil-. Viejo, borracho y tonto. No puedo evitarlo cuando estoy con las mujeres; es la maldición de mi vida. Doña Sancha, no lo comprendes, tu gran belleza me hace perder los sentidos. Pero ahora te has ganado mi respeto, porque no solo eres bella, sino valiente. Perdóname. -Su llanto aumentó-. Perdóname por deshonrarte, y también a mi pobre hijo…
Su remordimiento aunque repentino, parecía sincero. Bajé el estilete y di un paso hacia él.
– Os perdono, santidad. Nunca hablaré de este incidente. Solo evitemos que nunca vuelva a ocurrir.
Él sacudió su gran cabeza.
– Juro que no, madonna. Juro…
Me acerqué con la intención de extender la mano y ayudarlo a levantarse. El se levantó con un movimiento súbito y me asestó un golpe con la cabeza y los hombros que me tumbó sobre el frío suelo de mosaico e hizo volar el arma por el aire. No vi dónde cayó; enredada en mis faldas, luché por levantarme, al comprender mi vulnerabilidad.
Las pesadas faldas y las zapatillas de terciopelo me lo impidieron. La enorme figura de Rodrigo se alzó sobre mí y tendió las manos…
En el mismo instante, apareció una segunda figura, también alta pero más delgada, de armoniosas proporciones, y sujetó uno de los brazos del Papa.
– Padre -dijo César, con voz tranquila, como si estuviese despertando al viejo de una siesta en vez de estar interrumpiendo una violación.
Desorientado, Rodrigo si- volvió hacia su hijo, todavía dispuesto a luchar. Lanzó un puñetazo, pero César, con una fuerza muy superior a la de su padre, sujetó el brazo de este y después se rió como si todo fuese una divertida broma.
– ¡Padre! Habéis bebido demasiado vino; sabéis que si quisierais pegarme, podríais hacerlo sin la menor dificultad cuando estéis sobrio. Venid, Julia ha estado preguntando por vos.
– ¿Julia? -El Papa me miró desconcertado. Había estado muy seguro de sí mismo cuando se me acercó, pero de pronto solo parecía un viejo confuso.
César me señaló con la cabeza.
– A ella no la necesitáis. Pero Julia se pondrá celosa si no vais a verla pronto.
El Papa me miró con expresión ceñuda, y luego se volvió para alejarse por el pasillo. César lo miró por unos instantes; a continuación, seguro de que su padre ya se alejaba, se acercó para arrodillarse a mi lado.
– Doña Sancha, ¿estás herida? -Su preocupación era sincera.
Sacudí la cabeza. Me dolía el hombro y las costillas y tenía las muñecas amoratadas, pero no había sufrido ninguna lesión grave.
– Me ocuparé de que Su Santidad llegue al destino correcto. Me disculpo por él, madonna; está borracho. -Me extendió las manos y me ayudó a levantarme-. Con tu permiso, vendré a verte pronto, para ofrecerte una mejor disculpa. Ahora debo ocuparme de él.
Dicho esto se marchó.
Encontré el estilete en el suelo de mármol y lo guardé en su funda; una vez más, el regalo de mi hermano había demostrado su valor. Cuando entré en mis aposentos, las doncellas me recibieron con los ojos muy abiertos y en silencio; solo cuando me miré en el espejo vi que mis pechos estaban casi fuera del corpiño, mi falda desgarrada, y mis cabellos se habían escapado de la redecilla de oro y caían sobre mis hombros.
César cumplió su promesa. Momentos después de desaparecer detrás de su padre -ni siquiera había pasado el tiempo necesario para que mis doncellas cepillasen mis cabellos alborotados-, sonó una discreta llamada en la puerta de la antecámara.
Me acomodé el corpiño, envié a mis sirvientas a sus habitaciones y fui a abrir la puerta yo misma. Todavía temblaba del esfuerzo físico de la disputa, algo que me molestó sobremanera.
César, con una expresión sobria y también preocupada, esperaba en el pasillo. Lo invité a entrar, y lo hizo, aunque rechazó la invitación a sentarse.
– Doña Sancha, ¿estás totalmente segura de que no has sufrido lesión alguna?
– Lo estoy. -Hice lo posible por imitar su propia dignidad. En realidad, no me importaba tanto la falta que su padre había cometido contra mi persona como lo que podía César pensar de mí.
– Suplico tu perdón -manifestó César, con un toque de pasión en su cauteloso tono-. Su Santidad intenta demasiado a menudo olvidar las enormes preocupaciones del Estado por medio de sumergirse en el vino. Ahora duerme como un bendito. Sospecho que habrá olvidado este episodio cuando llegue la mañana.
«Y tú me aconsejas que yo también lo olvide», pensé decir, pero hubiese sido poco diplomático por mi parte. No tenía más opción que hacerlo; el Papa tenía un poder absoluto sobre mi destino. Podía enviarme, si lo deseaba, a la cárcel en el castillo de Sant'Angelo, por una falsa acusación de traición; incluso podía mandar a uno de sus sicarios para que me asesinara. Agradecí la preocupación de César, porque significaba que ahora tenía un aliado más que el pobre Jofre en la casa de Borgia.
– Hay una prueba física del incidente -le recordé-. Le corté… con un estilete. Tiene la mano herida.
– No debe de ser una herida seria -señaló César-. Yo no la vi, y él no se quejó.
– No lo es. Pero de todos modos dejará una marca.
César lo pensó durante unos momentos; su expresión me recordó la superficie de un lago cuando el agua está como un espejo. Por fin, propuso:
– Entonces, si mi padre no recuerda el incidente, tú y yo acordaremos aquí y ahora que la herida fue el resultado de un encuentro con una de las cortesanas. Le diré que fui testigo, y que la mujer fue castigada con dureza.
Asentí.
César me devolvió el gesto en reconocimiento de nuestra complicidad, y luego se inclinó.
– Con tu permiso, me marcho, madonna.
Se volvió para irse, y a continuación hizo una pausa para mirarme por encima del hombro, de nuevo con aquella intensa mirada de sus ojos oscuros que me incomodaba y emocionaba al mismo tiempo.
– Eres la única mujer que conozco que lo ha rechazado, madonna. Eso requiere gran coraje y determinación.
Bajé la mirada.
– Estoy casada con su hijo. -No era solo una réplica a César, me estaba recordando a mí misma que así era.
El guardó silencio durante un instante.
– Es una pena, madonna, que hayas conocido al menor antes que al mayor. -Aventuró otra mirada; esa vez, se la devolví con toda osadía.
– Una lástima -admití.
Él esbozó una sonrisa, y se marchó.