Capítulo 3

Una semana después de mi visita a la bruja, mientras desayunaba, fui llamada a una audiencia con el rey. La urgente orden llegó de forma tan sorpresiva que doña Esmeralda me vistió a toda prisa -aunque insistí en llevar el rubí de Onorato alrededor de mi cuello, un toque de grandeza a pesar de mi desarreglo- y las dos nos presentamos solas ante mi abuelo. El sol naciente entraba por las ventanas ojivales a cada lado del trono donde estaba sentado Ferrante; el efecto en el suelo de mármol era tan cegador que no vi a mi padre hasta que él dio un paso hacia delante. Él era el único que atendía al monarca; la enorme sala estaba vacía.

La salud de Ferrante había empeorado en los últimos tiempos, y su rubicunda tez había adoptado un tono rojo oscuro que le provocaba mal humor. Pero esa mañana sonreía, mientras yo saludaba.

– Sancha, tengo maravillosas noticias. -Sus palabras resonaron en el techo abovedado-. Sabes que tu padre y yo hemos intentado durante algún tiempo fortalecer los vínculos de Nápoles con el papado…

Lo sabía. Me habían dicho desde la infancia que el papado era nuestra mejor protección contra los franceses, que nunca habían perdonado a mi bisabuelo que derrotara a Carlos de Anjou.

– El problema ha sido que Su Santidad, el papa Alejandro, dedicó a sus dos hijos al sacerdocio… Hum… ¿cuáles eran sus nombres? -Ferrante frunció el entrecejo y se volvió hacia mi padre. No necesité escuchar la respuesta del duque porque ya los sabía; incluso sabía el nombre escogido del Papa, que antes de su elección había sido el cardenal Rodrigo Borgia.

– César, de dieciséis, y Jofre, de once.

– Sí, César y Jofre. -La expresión del rey se despejó-. Bueno, por fin hemos conseguido convencer a Su Santidad de que sería prudente ligarse a Nápoles. -Sonrió orgulloso-. Te casarás con el hijo del Papa.

Palidecí; mis labios se entreabrieron. Mientras luchaba por controlarme, mi padre comentó con cruel deleite:

– Está alterada. Cree que tiene sentimientos por el tal Caetani.

– Sancha, Sancha -dijo mi abuelo, en tono bondadoso-. Ya hemos informado a Caetani de los arreglos. Incluso, ya le hemos buscado una esposa adecuada. Pero tú debes hacer lo que sea mejor para la Corona. Este será un matrimonio muchísimo más ventajoso. Los Borgia son inmensamente ricos, más de lo que puedas imaginar. Lo mejor de todo es que el contrato matrimonial especifica que ambos viviréis en Nápoles. -Me guiñó un ojo, para demostrarme que había hecho eso por mí; que no había olvidado mi vínculo con Alfonso.

Miré a mi padre, y mi corazón destrozado derramó su furia.

– Vos habéis hecho esto -exclamé-, porque sabéis que amo a Onorato. No podéis soportar verme feliz. No me casaré con vuestro César Borgia; escupo sobre ese nombre.

Ágil por la ira, Ferrante se puso de pie con la rapidez de un halcón que se lanza sobre su presa.

– ¡Sancha de Aragón! ¡No le hablarás al duque de Calabria en ese tono!

Con las mejillas encendidas, agaché la cabeza y miré furiosa el suelo.

Mi padre se reía.

– Escupe sobre el nombre de César Borgia todo lo que quieras -dijo-. Tú te casarás con el más joven, Jofre.

Incapaz de contener mi temperamento, salí de la sala del trono y volví a mis habitaciones.

Tan rápido era mi paso que doña Esmeralda, que me había esperado fuera, se quedó atrás.

Tal era mi intención. Porque cuando llegué al balcón donde Onorato me había regalado el rubí, me arranqué la gran gema del cuello. La sostuve brevemente en alto; por un instante, mi mundo se volvió rojo.

Cerré el puño sobre la piedra y la arrojé a la plácida bahía.

Detrás de mí, doña Esmeralda soltó un grito de horror:

– ¡Madonna!

No me importó. Imperiosa, atormentada, me alejé. Solo podía pensar en Onorato, que había aceptado sin vacilar a otra esposa. Me había permitido amarlo, confiar en otro hombre aparte de mi hermano; sin embargo, mi corazón no tenía la menor importancia para él, para Ferrante, para mi padre. Para ellos era un objeto, un peón que utilizar con fines políticos.

Solo cuando llegué a mi dormitorio y eché a todas las damas me arrojé sobre los cojines. Pero no me permití llorar.


Alfonso vino tan pronto como acabó sus clases. Doña Esmeralda le permitió entrar a sabiendas de que él era el único capaz de calmarme. Malhumorada y compadeciéndome de mí misma, yacía de cara a la pared.

En el instante en que noté la amable mano de Alfonso en mi hombro, me volví.

Él no era más que un niño de doce años, pero ya mostraba las señales de la madurez. Durante los últimos tres años y medio, había crecido un antebrazo en altura; ahora era un poco más alto que yo. Su voz no había cambiado todavía, pero había perdido todo rastro del falsete infantil. Su rostro mostraba ahora una mezcla de lo mejor de las facciones de mi padre y de mi madre: se convertiría en un hombre muy apuesto.

A pesar de su creciente contacto con nuestro padre y sus estudios de política, sus ojos todavía eran amables, sin ninguna sombra de egoísmo o culpa. Los miré.

– El deber es duro -manifestó con voz dulce-. Lo siento mucho, Sancha.

– Amo a Onorato -murmuré.

– Lo sé. Pero no se puede hacer nada. El rey ha tomado una decisión. Tiene razón en que es ventajoso para Nápoles. -De alguna manera, escuchar las palabras de labios de mi hermano, no era tan doloroso como había sido escucharlas de boca de Ferrante. Alfonso solo me diría la verdad, y en un tono cariñoso. Hizo una pausa-. No han hecho esto con la intención de herirte, Sancha.

Así que mi airado estallido contra mi padre no era ningún secreto. Hice una mueca, demasiado alterada por el rencor para admitir esta última afirmación.

– Pero ¡Jofre Borgia solo tiene once años, Alfonso! ¡Es un niño!

– Solo es un año menor que yo -señaló Alfonso en tono ligero-. Ya crecerá.

– Onorato era un hombre. Él sabía cómo tratar a una mujer.

Mi hermano menor se ruborizó; supongo que le resultaba incómodo imaginarme en el abrazo nupcial. Pero se controló y respondió:

– Jofre es joven, pero se le puede enseñar. Es más, puede incluso que sea atractivo. Quizá te agrade. Yo desde luego haré todo lo posible para ser su amigo.

– ¿Cómo podrá gustarme? -manifesté con desprecio-. ¡Es un Borgia!

Se decía que su padre, Rodrigo Borgia, había conseguido la posición de pontífice no por su piedad, sino a través de supercherías y sobornos. Sus esfuerzos por comprar el papado habían sido hasta tal punto escandalosos, que poco después de su elección, algunos miembros del Colegio Cardenalicio pidieron una investigación. Misteriosamente, sus objeciones no tardaron en cesar, y el hombre que se había bautizado a sí mismo como papa Alejandro VI ahora disfrutaba del total apoyo del colegio. Incluso corría el rumor de que Rodrigo había envenenado al más probable competidor por la tiara papal: su propio hermano.

Alfonso me miró con expresión sombría.

– Nunca hemos conocido a los Borgia, así que no podemos juzgarlos. Además, si todo lo que dicen los rumores acerca de Su Santidad es cierto, no estás siendo justa con Jofre. Los hijos no siempre son como los padres.

Esta última observación silenció mis objeciones. De todos modos, tuve que preguntar, dolida:

– ¿Por qué debe haber un matrimonio? Solo nos apartan de aquellos a los que amamos.

Pero por el bien de Alfonso, me juré a mí misma que no sería egoísta. Haría todo lo posible para ser como él; valiente, buena y dispuesta a hacer lo mejor para el reino.


Pasaron los meses y llegó 1493. Cuanto más pensaba en casarme con un Borgia, más me preocupaba. El rey Ferrante podía insistir en que Jofre y yo tuviésemos casa en Nápoles, y podía ponerlo por escrito. Pero la palabra del Papa tenía más autoridad que la de un rey. ¿Qué pasaría si Alejandro cambiaba de opinión y llamaba a su hijo para que volviese a Roma? ¿Qué pasaría si reclamaba un reino separado para Jofre en alguna otra parte? Estaría obligada a acompañar a mi marido. Solo me serviría un marido napolitano, alguien que nunca tuviese ningún motivo para apartarme de mi ciudad natal.

Desde el día en que descubrí las momias de Ferrante, mi fe religiosa había sido titubeante. Ahora la abracé con todas las fuerzas, en un desesperado intento. Una mañana pedí un carruaje privado y me marché, acompañada por un único guardia y el cochero.

Fui a la catedral. Los pocos fieles que había en el interior se sorprendieron, pero fueron expeditivamente desalojados por mi guardia.

Me arrodillé delante del altar donde había ocurrido el milagro. Allí, con toda sinceridad, le recé a san Genaro. Le supliqué que me liberase de mi compromiso con Jofre Borgia, que me buscase un buen marido napolitano. Juntos, le prometí, donaríamos grandes cantidades de dinero para el mantenimiento de la catedral y para el cuidado de los pobres de Nápoles.

Cuando regresé al castillo, pedí y recibí una imagen del santo. En mi dormitorio, erigí una pequeña capilla a san Genaro, donde repetía mi promesa mañana y tarde. Una vez a la semana, iba en solitario a la catedral. Esmeralda estaba complacida.

«Afortunadamente, se está calmando y se ha vuelto devota -decían todos-. Sin duda es porque se casará con el hijo del Papa el año que viene.»


Continué con mis oraciones y luché para no desanimarme. El simple acto de rezar me daba una paz momentánea, y me descubrí añadiendo más cosas a mi egoísta petición original. Recé por la salud de Alfonso, mi madre y doña Esmeralda; oré para que el viejo Ferrante se recuperase de su maltrecha salud. Incluso recé por un milagro tan grande que ni siquiera me atreví a creer en su posibilidad: que el corazón de mi padre se abriese, y que fuese feliz y bondadoso.

Una tarde a finales de verano, un ayudante real vino a buscarme para llevarme a las habitaciones de Ferrante. Estaba desconcertada; me volví hacia doña Esmeralda en busca de apoyo. En los últimos tiempos no había hecho nada que pudiera desagradar a mis mayores; al contrario, me había comportado con mucha circunspección. En mi mano tenía una traducción latina de los Proverbios; antes de la llegada del ayudante, había estado leyendo el último:


Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?

Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas.

El corazón de su marido está en ella confiado, y no carecerá de ganancias. Le da ella bien y no mal todos los días de su vida.


«San Genaro -había rezado-, concede mi petición y seré así.»Yo llevaba un vestido negro de manga larga propio de las nobles sureñas; no había vestido otro color desde el anuncio de mi segundo compromiso. Antes de salir, dejé el pequeño libro, acaricié el pequeño crucifijo de oro colgado alrededor de mi cuello y después seguí al ayudante del rey. Esmeralda se mantuvo a mi lado.

La puerta de la sala del trono se abrió; la habitación estaba vacía. Pero mientras cruzábamos el suelo de mármol, escuché sonidos de agitación y enfado que procedían del despacho del rey.

El ayudante abrió la puerta y nos hizo pasar.

Ferrante estaba sentado a su mesa, con el rostro muy acalorado bajo su barba blanca. La reina Juana, sentada a su lado, intentaba calmarlo; de vez en cuando conseguía sujetarle una de las manos que él gesticulaba furiosamente y la acariciaba en un esfuerzo por tranquilizarlo. Sus murmullos eran ahogados por los gritos de mi abuelo. Junto a ambos estaba mi padre con una expresión muy grave.

– ¡Romano hijo de puta! -Ferrante me vio, y a modo de explicación, señaló una carta sobre la mesa-. El muy bastardo ha designado su nuevo Colegio Cardenalicio. No hay ni uno solo de Nápoles entre ellos, a pesar de que tenemos varios candidatos con muchos méritos. Ha designado a dos franceses. ¡Se burla de mí! -Mi abuelo descargó un puñetazo contra la mesa; Juana intentó sujetarlo, pero él la apartó-. ¡Ese mentiroso hijo de puta se burla de mí!

De pronto soltó un sonido sibilante, y se llevó una mano a la frente como si se hubiese mareado.

– Debéis calmaros -dijo Juana con una firmeza poco habitual-, o mandaré llamar al médico.

Ferrante hizo una pausa y se forzó a acompasar la respiración. Cuando habló de nuevo, lo hizo con voz más controlada.

– Haré algo mejor que eso. -Me miró-. Sancha. No permitiré que la boda siga adelante hasta que esta situación haya sido rectificada. No permitiré que una princesa de nuestro reino se case con el hijo de un hombre que se burla de nosotros. -Furioso, miró de nuevo la carta en la mesa-. Alejandro debe aprender que no puede extender una mano hacia nosotros y después traicionarnos con la otra.

Mi abuelo no había olvidado el agravio cometido contra él décadas atrás por Alfonso, el tío de Alejandro, también conocido como el pontífice Calixto III. Calixto, al desaprobar que un hijo ilegítimo como Ferrante accediese al trono de Nápoles, había apoyado a los angevinos.

Por muy desesperado que Ferrante estuviese por conseguir el apoyo del nuevo Papa, nunca había logrado perdonar a los Borgia.

El tono de mi padre era ansioso:

– Majestad, estáis cometiendo un grave error. Algunos de los cardenales son viejos. No tardarán en morir, y entonces trataremos de que los reemplacen leales napolitanos. El hecho de que ahora los franceses tengan voz en el Vaticano hace todavía más imperativo un vínculo con el papado.

Ferrante se volvió hacia él, y con toda la sinceridad nacida de la mala salud y la vejez, replicó:

– Siempre fuiste un cobarde, Alfonso. Nunca me has gustado.

Se hizo un desagradable silencio. Por fin, mi abuelo me miró y ordenó:

– Eso es todo. Ahora márchate.

Hice una reverencia, y me marché antes de que una sonrisa traicionara mi alegría.


Durante cuatro meses, desde el principio de otoño hasta bien mediado el invierno, viví feliz. Añadí palabras de agradecimiento a mis oraciones diarias. Estaba convencida de que san Genaro había decidido que mi pío comportamiento me había granjeado el derecho a permanecer con mi hermano.

Entonces ocurrió algo que todos excepto yo habían esperado.

La temperatura en invierno y en verano en Nápoles había sido moderada, pero una noche de finales de enero de 1494, fue tan fría que invité a doña Esmeralda y a otra dama de compañía a mi cama. Nos tapamos con mantas de piel, pero aun así temblábamos.

Dormí inquieta, por el frío o quizá porque presentía que se avecinaba algún mal, por ello no me sorprendí como hubiese debido cuando sonaron unos fuertes golpes en la puerta de mi antecámara. Una voz masculina gritó:

– ¡Alteza! ¡Alteza, es muy urgente!

Doña Esmeralda se levantó. Alumbrada por el resplandor del hogar, las suaves curvas de su cuerpo, cubiertas con un camisón de lana blanca, resplandecían como el coral. Muerta de frío, se echó una piel encima; una única trenza muy gruesa cayó por encima del hombro, sobre su pecho, hasta más abajo de la ancha cintura. Su expresión era de alarma. Una llamada a esas horas no podía significar nada bueno.

Me levanté de la cama y encendí una vela mientras, en la antecámara, oí el murmullo de unas voces. Esmeralda regresó casi en el acto; su expresión era tan triste que supe antes incluso de que hablase qué diría.

– Su majestad está gravemente enfermo. Ha mandado llamarte.

No había tiempo para vestirse con la debida corrección. Doña Esmeralda buscó un tabardo de lana negra, y lo sostuvo detrás de mí para que yo deslizase los brazos por la abertura; después, movió la amplia prenda hacia delante y la aseguró a mi pecho con un broche. El abrigo, sobre mi camisón de seda, tendría que bastar. Esperé mientras ella recogía mi coleta en la nuca y la sujetaba con un alfiler. Salí y seguí al joven guardia de expresión grave, que sostenía una lámpara para alumbrar nuestro camino. En silencio, me llevó hasta el dormitorio del rey.

La puerta estaba abierta de par en par. Aunque era de noche y las pesadas cortinas estaban echadas, la habitación se hallaba más iluminada que nunca. Habían encendido todas las velas del gran candelabro, y tres lámparas de aceite ardían en la mesilla de noche. Debajo de la gran repisa dorada ardía un gran fuego que desprendía un tremendo calor y hacía resplandecer el busto dorado del rey Alfonso.

En un rincón, dos jóvenes médicos de expresión sombría hablaban en voz baja. Vi que eran los doctores Galeano y Clemente, reputados como los mejores de Nápoles.

Habían apartado las cortinas del dosel; en el centro del lecho yacía mi abuelo. Su rostro mostraba un color púrpura oscuro, el color del Lachrima Christi. Tenía los ojos fuertemente cerrados, los labios entreabiertos; su respiración salía en cortos y bruscos jadeos.

Juana estaba sentada a su lado en la cama, descalza y sin avergonzarse de vestir solo el camisón; llevaba los cabellos sueltos, y un oscuro mechón caía sobre su rostro. Miraba a su marido con una expresión de infinita ternura y compasión que solo había visto en la representación de los santos pintados por los artistas.

La mano izquierda del rey estaba encerrada entre las de ella. Me pregunté cómo ese hombre, capaz de tantas atrocidades, podía inspirar tanto amor.

En una silla algo apartada se encontraba mi padre. Inclinado hacia delante, miraba a Ferrante, con los dedos de las manos abiertos y apretados contra la frente y las sienes; su expresión era de absoluto desconsuelo. Sus ojos brillaban con lágrimas no derramadas, y reflejaban innumerables y diminutas llamas. Alzó la mirada cuando entré y después se apresuró a apartarla.

Junto a él estaban los hermanos del padre: Federico y Francisco; ambos mostraban su dolor sin reparo. Federico sollozaba sin ningún pudor.

Los doctores, acabada su conversación, se dirigieron a mí.

– Alteza -dijo Clemente-, creemos que su majestad sufre de una incontrolada hemorragia en el cerebro.

– ¿No hay nada que se pueda hacer? -pregunté.

El doctor Clemente sacudió la cabeza de mala gana.

– Lo siento, alteza. -Hizo una pausa-. Antes de perder la capacidad del habla, dijo vuestro nombre.

Estaba demasiado aturdida para saber cómo responder, demasiado aturdida incluso para llorar ante la certeza de que el rey se moría.

Juana alzó su rostro sereno.

– Ven -me dijo-. Quería verte. Ven a sentarte a su lado.

Me acerqué a la cama, y con la ayuda de uno de los médicos, me senté en el lecho a la derecha de mi abuelo, mientras Juana se sentaba a su izquierda.

Con mucho cuidado, levanté la mano inerte de Ferrante y la apreté. Solté una exclamación cuando sus dedos huesudos apretaron la mía como garras.

– ¿Lo ves? -susurró Juana-. Te conoce. Sabe que has venido.

Durante las horas siguientes, Juana y yo permanecimos sentadas juntas en un silencio solo interrumpido por algún sollozo de Federico. Comprendí por qué Ferrante, mientras agonizaba, se aferraba a su esposa; sin duda, su dulce bondad le procuraba consuelo. Pero no comprendí, en aquel momento, por qué me había llamado.

La respiración del rey se fue haciendo gradualmente más débil y más irregular. Llevaba muerto unos minutos cuando Juana se dio cuenta de que no respiraba; llamó a los doctores para que lo confirmasen.

Incluso muerto se aferraba a nosotras; tuve que librar mi mano de su sujeción.

Me deslicé de la cama para levantarme, y me encontré enfrentada a mi padre. Todas las señales de dolor y angustia habían desaparecido de su rostro. Estaba delante de mí, compuesto, imponente, regio.

Ahora era el rey.


Mi abuelo fue velado durante un día en el monasterio de Santa Clara, el preferido por la realeza para las funciones oficiales debido a su tamaño y grandeza. Siempre se había utilizado para los funerales y en sus capillas y naves se hallaban las criptas de la realeza napolitana. Detrás del altar estaba la tumba de Roberto el Prudente, el primer gobernante angevino de Nápoles. La tumba estaba coronada con un imponente monumento; en el nivel superior, mostraba al rey Roberto, coronado y triunfante, en su trono. Debajo había una escultura del rey en el reposo de la muerte, las manos piadosamente cruzadas sobre un cetro. A la derecha del altar se encontraba la sepultura de Carlos, duque de Calabria, el único hijo de Roberto.

En las horas anteriores al amanecer, antes de que el resto de la ciudad conociese la noticia, nuestra familia desfiló delante del cuerpo de Ferrante en su ataúd.

El rostro mostraba una expresión severa; en el cuerpo, consumido y frágil, no se atisbaba el menor rastro del leonino espíritu que una vez lo había animado. Ahora al fin era como los hombres en su museo: totalmente impotente.

Toda aquella noche, pensé en por qué yo le gustaba a mi abuelo, por qué me había llamado a la hora de su muerte. «Dura y fría», me había llamado orgullosamente, como si fuesen cualidades admirables.

Quizá había necesitado el consuelo de la bondad de Juana; quizá también había necesitado mi fuerza.

Comprendí de inmediato que mi matrimonio con Jofre Borgia era ahora inevitable. Mi padre había expresado con vehemencia su opinión; la boda solo era cuestión de tiempo. No tenía sentido comportarme como una niña y enfurecerme por mi destino. Era el momento de aceptarlo, de ser fuerte. No podía confiar en nadie más que en mí misma; si Dios y los santos existían, no se preocupaban con las mezquinas peticiones de una joven con el corazón destrozado.

Después de que la familia se despidiese de Ferrante, hubo un banquete en el gran salón. Aquel día no hubo música, ni bailes, solo fuertes discusiones.

Pasé sola y sin ser vista al dormitorio de Ferrante. Las cortinas continuaban descorridas y el dosel envuelto en negro; las colgaduras de terciopelo verde también estaban cubiertas con el color del luto.

Una de las lámparas de aceite sobre la mesilla de noche todavía ardía con una débil llama azul. La cogí, abrí la puerta que daba al pequeño cuarto del altar, y de allí pasé al reino de los muertos.

Poco había cambiado de cómo lo recordaba; el angevino llamado Robert todavía me dio la bienvenida con un gesto de su huesudo brazo. Esta vez, no me asusté. No había nada de que asustarse, me dije a mí misma, solo era un montón de piel seca y huesos atados en barras de hierro.

Pero había dos nuevos cadáveres desde mi última visita, hacía más de cuatro años. Caminé hasta el más cercano, y alcé la lámpara delante del rostro de la momia. Sus ojos de mármol tenían los iris pintados de color castaño oscuro; la barba y el bigote eran abundantes, y sus resplandecientes cabellos negros eran rizados. Ese no era un angevino de cabellos rubios, sino un español, o un italiano. Un ligero volumen de sus facciones indicaba que la muerte era reciente. En vida, sin duda había sido un hombre apuesto, que había reído y llorado, y quizá había sufrido alguna decepción en el amor; él también había sabido qué era ser víctima de una implacable crueldad.

Sin miedo, apoyé mis dedos en la brillante mejilla lacada.

Era fría y dura como la de mi abuelo y mi padre.

Como la mía.

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