Capítulo 7

Desde el momento de la llegada de Ferrandino, Nápoles quedó invadida de soldados. La armería estaba junto al castillo real, a lo largo de la costa, protegida por las viejas murallas angevinas y los nuevos y más recios muros erigidos por Ferrante y por mi padre. Desde el balcón de mi dormitorio, tenía una amplia vista: nunca había visto tanta artillería, tantas montañas de bolas de hierro del tamaño de la cabeza de un hombre. Desde mi infancia, la armería solía ser un lugar desierto, lleno de silenciosos cañones oxidados por la sal y la espuma; ahora era un lugar ruidoso y había una actividad febril mientras los soldados preparaban los equipos, hacían maniobras y se gritaban los unos a los otros.

También nuestro palacio estaba rodeado por los militares. En los días de invierno cuando no hacía demasiado frío y brillaba el sol, me gustaba tomar mis comidas en el balcón; pero ahora había dejado de hacerlo, porque era desagradable ver a los soldados alineados alrededor de los muros del castillo, con las armas preparadas.

Cada mañana, Ferrandino recibía la visita de sus comandantes. Pasaba los días encerrado en el despacho que había sido el de su abuelo, y luego de su padre, ocupado en discutir la estrategia junto con sus generales y sus tíos. Tenía veintiséis años, pero las arrugas en su frente eran las de un hombre mucho mayor.

De los planes militares, tenía las noticias que Alfonso, que a menudo asistía a las reuniones, compartía conmigo: Ferrandino había dictado decretos reales con los que bajaba los impuestos a los nobles, prometía recompensas y la devolución de tierras a aquellos que permaneciesen leales a la Corona y luchasen con nosotros contra los franceses. Se hizo correr la voz de que nuestro padre había abdicado voluntariamente a favor de su hijo y había abandonado Nápoles para ir a un monasterio, donde hacía penitencia por sus muchos pecados. Mientras tanto, esperábamos noticias del Papa y del rey español, de los que anhelábamos recibir promesas de más tropas; Ferrandino y los hermanos confiaban en que los barones cambiasen de actitud gracias a los decretos y enviasen a un representante para prometer su apoyo. Lo que Alfonso no decía -pero estaba claro para mí- era que tales expectativas se fundaban en una profunda desesperación.

Con el paso de los días, la expresión del joven rey era cada vez de más preocupación.

Mientras tanto, Alfonso y Jofre se dedicaban a practicar la esgrima como un modo de aliviar la tensión que nos afligía a todos. Alfonso era mejor espadachín, ya que había aprendido a la manera española y además porque era más ágil por naturaleza que mi pequeño esposo; Jofre se quedó muy impresionado y se hizo muy amigo de él. Por su deseo de complacer a aquellos que se hallaban cerca de él -incluido mi hermano-, Jofre me trataba con más respeto y dejó de visitar a las cortesanas. Alfonso, Jofre y yo nos hicimos inseparables; miraba cómo los dos hombres de mi vida finteaban con espadas romas, y los aplaudía a ambos por igual.

Atesoraba aquellos agradables días en el Castel Nuovo con una sensación muy intensa, a sabiendas de que no durarían mucho.


El final de ese período llegó un amanecer, con un estallido que sacudió el suelo debajo de mi cama y me despertó bruscamente. Aparté las mantas, abrí las puertas y corrí al balcón, apenas consciente de que doña Esmeralda estaba a mi lado.

Habían abierto un agujero en el muro de la armería. Bajo la luz gris del amanecer, los hombres yacían medio enterrados entre los escombros; otros corrían dando voces. Una multitud -algunos de ellos soldados, vestidos con nuestros uniformes, otros con ropas de plebeyos- entró al asalto en la armería a través de la brecha en el muro y comenzó a atacar con sus espadas a las sorprendidas víctimas.

De inmediato miré hacia el horizonte, en busca de los franceses, pero allí no había ningún ejército invasor, ninguna figura oscura que marchase por las laderas hacia la ciudad, ningún caballo.

– ¡Mira! -Doña Esmeralda me sujetó el brazo y después señaló.

Justo debajo de nosotras, en los muros del Castel Nuovo, los soldados que durante tanto tiempo nos habían protegido ahora habían desenvainado los sables. Las calles fuera del palacio estaban llenas de hombres que salían de todas las puertas, de detrás de todos los muros. Se lanzaron hacia los soldados, y luego iniciaron el combate; desde abajo nos llegaban los agudos sonidos del choque de los aceros.

Pero lo peor fue que algunos de los soldados se unieron a los plebeyos y comenzaron a combatir contra nuestros hombres.

– ¡Dios nos ayude! -susurró Esmeralda y se persignó.

– ¡Ayúdame! -ordené.

La arrastré de nuevo hasta el dormitorio. Me puse un vestido y la obligué a que me lo abrochase; no me preocupé de atarme las mangas, pero busqué el estilete y lo guardé en su pequeña funda en mi costado derecho. Sin preocuparme del decoro, ayudé a doña Esmeralda a vestirse; luego cogí una bolsa de terciopelo y guardé en ella todas las joyas que había traído conmigo.

En aquel momento, Alfonso entró corriendo; con los cabellos desordenados y las ropas mal abrochadas.

– No parece que sean los franceses -nos informó-. Voy ahora mismo a ver al rey, para recibir sus órdenes. Continuad preparando el equipaje; las mujeres debéis ir a algún lugar seguro.

Lo miré.

– Vas desarmado.

– Ya iré a buscar mi espada. Pero antes debo hablar con el rey.

– Iré contigo. Ya he recogido todo lo que necesitaba.

No discutió; no había tiempo. Corrimos juntos por los pasillos mientras que, en el exterior, el cañón tronó de nuevo, seguido por gritos y gemidos. Sin duda habían caído más trozos de la armería, y los hombres se retorcían debajo de las montañas de piedras. Al pasar junto a las paredes encaladas y ante algún ocasional retrato de un antepasado, el lugar que siempre había considerado eterno, poderoso, inexpugnable -el Castel Nuovo- me pareció frágil y efímero. Los altos techos abovedados, las hermosas ventanas de medio punto cerradas con persianas de madera oscura española, los suelos de mármol; todo aquello que había considerado sólido podía, con la descarga de un cañón, acabar convertido en polvo. Fuimos a los aposentos de Ferrandino. Aún no había sido capaz de dormir en el dormitorio real de nuestro padre; prefería utilizar sus viejas habitaciones. Pero antes de que llegásemos a ellas, nos encontramos al joven rey, con el camisón metido en los calzones; miraba al príncipe Federico con expresión ceñuda en una alcoba junto a la puerta de entrada a la sala del trono. Al parecer, los dos hombres acababan de mantener una violenta discusión.

Federico, con las piernas desnudas y descalzo, todavía vestido con su camisón, empuñaba una cimitarra mora de aspecto intimidados Entre los dos hombres se hallaba el primer capitán de Ferrandino, don Inaco d'Avalos, marqués del Vasto, un hombre fornido y de ojos fieros con una sólida reputación de valiente; el rey estaba flanqueado por dos guardias armados.

– Están luchando entre sí en las guarniciones -decía don Inaco, cuando Alfonso y yo nos acercamos-. Los barones han conseguido entrar en alguna de ellas; supongo que gracias a sobornos. Ya no sé en qué hombres confiar. Os aconsejo que os marchéis de inmediato, majestad.

La expresión de Ferrandino era dura y fría como el mármol; se había estado preparando para esto, pero en sus ojos oscuros aparecía una sombra de dolor.

– Manda a aquellos a los que creas leales que protejan el castillo a toda costa. Consíguenos todo el tiempo que puedas. Quiero que tus mejores hombres escolten a la familia al Castel dell'Ovo. Desde allí necesitaremos un barco. En cuanto nos hayamos marchado, da la orden de retirada.

Don Inaco asintió y partió sin demora a cumplir las órdenes del rey.

Mientras lo hacía, Federico levantó la cimitarra y apuntó con un gesto acusador a su sobrino; nunca había visto al viejo príncipe con el rostro tan rojo de ira.

– ¡Estás entregando la ciudad a los franceses sin presentar batalla! ¿Cómo podemos abandonar Nápoles en estos momentos de extrema necesidad? ¡Ya ha sido abandonada una vez!

Ferrandino se adelantó hasta que la punta curva del arma descansó contra su pecho, como si retase a su tío a que lo atacase. Los guardias que custodiaban al rey se miraron entre sí, sin tener muy claro si debían intervenir.

– ¿Quieres que nos quedemos, viejo, y que muera toda la casa de Aragón? -preguntó Ferrandino en tono apasionado-. ¿Quieres que nuestro ejército se quede atrás para que maten a mis hombres y no tengamos nunca la ocasión de reclamar el trono? ¡Piensa con la cabeza, no con el corazón! No tenemos ninguna posibilidad de victoria, no sin ayuda. Si debemos retirarnos y esperar a que llegue la ayuda, lo haremos. Dejaremos Nápoles durante un tiempo; nunca la abandonaremos. Yo no soy como mi padre, Federico. Deberías saberlo.

A regañadientes, Federico bajó el arma; le temblaban los labios con una inexpresable mezcla de emociones.

– ¿Soy tu rey? -le presionó Ferrandino. Su mirada era fiera, incluso amenazadora.

– Tú eres mi rey -admitió Federico con voz ronca.

– Entonces ve a decírselo a tus hermanos. Empaquetad cuanto podáis. Debemos marcharnos lo más rápido posible.

El viejo príncipe asintió con un gesto y luego se alejó presuroso por el pasillo.

Ferrandino se volvió hacia nosotros.

– Informad al resto de la familia. Recoged todo lo que sea de valor pero no tardéis.

Me incliné. Al hacerlo, el guardia más cercano a mí desenvainó la espada y, con tal rapidez que ninguno de nosotros pudo impedírselo, la clavó en el vientre de su compañero.

El joven soldado herido, paralizado por la sorpresa, ni siquiera echó mano a su arma. Miró con los ojos muy abiertos a su atacante, y luego la hoja que lo había atravesado, que sobresalía por su espalda, debajo de las costillas. Con la misma rapidez, el atacante retiró el arma; el hombre moribundo cayó al suelo con un largo suspiro y rodó sobre su costado. La sangre tiñó de rojo el blanco mármol.

Alfonso reaccionó en el acto. Sujetó a Ferrandino y lo apartó con violencia, al tiempo que colocaba su cuerpo como un escudo contra el asesino. Para nuestra desdicha, el guardia había ganado una posición que le era ventajosa: Ferrandino y Alfonso estaban en el fondo de la alcoba, sin ninguna posibilidad de escapar.

Miré al rey, a mi hermano, y comprendí aterrorizada que ninguno de los dos iba armado. Solo el soldado empuñaba una espada, y sin duda había esperado a que don Inaco y Federico con su cimitarra se marchasen.

El guardia -un joven rubio con una barba rala y la decisión y el miedo en sus ojos- dio un paso más hacia mi hermano. Me coloqué entre ellos, para añadir una barrera más, y planté cara al asesino.

– Márchate -dijo el guardia. Me amenazó con la espada e intentó adoptar un tono duro, pero su voz temblaba-. No deseo herir a una mujer.

– Debes hacerlo -repliqué-, o te mataré. -«Es un chico -pensé- y tiene miedo.» Darme cuenta de eso hizo que viera la situación con un extraño y súbito distanciamiento. Mi miedo se esfumó; experimenté una sensación de disgusto por encontrarnos en esa desesperada situación, donde uno de nosotros viviría y el otro moriría; todo por culpa de la política. Al mismo tiempo, estaba comprometida con la Corona y daría mi vida por Ferrandino si la necesidad lo exigía.

Al escuchar mi afirmación, él soltó una risa nerviosa; yo era una mujer menuda y él un joven alto. No le parecía en absoluto una amenaza. Dio otro paso adelante y bajó un tanto la espada, al tiempo que tendía una mano, con la intención de sujetarme y arrojarme a un lado.

Algo surgió en mí: algo frío y duro, nacido del instinto más que de la voluntad. Me moví hacia él como si fuese a abrazarlo; demasiado cerca para que me golpease con la larga espada, demasiado cerca para que viera que sacaba el estilete.

Su cuerpo estaba demasiado pegado al mío, y me impedía lanzar un correcto golpe de abajo hacia arriba. En cambio, levanté el estilete y golpeé hacia abajo; la afilada punta le cortó un ojo y la mejilla, y llegó a rozar su pecho.

– ¡Corred! -grité a los hombres a mi espalda.

El soldado delante de mí rugió de dolor mientras se llevaba una mano al ojo; la sangre chorreaba entre sus dedos. Medio ciego, levantó la espada y se apartó, con la intención de descargarla sobre mi cabeza, como si quisiera partirme en dos.

Aproveché la distancia que había entre nosotros para buscar su garganta. Ese no era un momento para la delicadeza; me puse de puntillas, alcé el brazo y apelé a toda mi fuerza para clavar la daga en el costado de su cuello. Empujé hasta que llegué al centro, donde los huesos y los órganos detuvieron la hoja.

La sangre tibia salpicó mi pelo, mi rostro, mis pechos; me pasé el dorso de la mano por los ojos para poder ver. La espada del joven asesino cayó con gran estrépito sobre el mármol; sus brazos giraron alocadamente por un instante mientras se tambaleaba hacia atrás, con mi estilete todavía clavado en su garganta. Los sonidos que emitía -el desesperado jadeo, la frenética succión de la carne contra la carne, mezclado con el borboteo de la sangre y los esfuerzos para superar la incapacidad de soltar un grito- fueron la cosa más horrible que había escuchado en mi vida.

Por fin cayó de espaldas, con las manos aferradas al arma alojada en su cuello. Los tacones de sus botas golpearon contra el suelo, luego resbalaron arriba y abajo sobre el mármol, como si intentase correr. Por último, se escuchó el sonido de una arcada, acompañada por la regurgitación de sangre, que chorreó pollos costados de la boca abierta, y se quedó inmóvil.

Me arrodillé a su lado. Su expresión estaba aterradoramente desfigurada; sus ojos -uno pinchado, rojo y bañado en sangre- parecían salirse de las órbitas. Con dificultad arranqué el arma de la garganta cercenada y la limpié en el dobladillo del vestido; luego la guardé en mi corpiño.

– Me has salvado la vida -dijo Ferrandino; al mirarlo vi que estaba arrodillado al otro lado del cadáver del soldado, con una expresión de sorpresa y admiración en su rostro-. Nunca olvidaré esto, Sancha.

A su lado estaba agachado mi hermano; pálido y silencioso. Aquella palidez y reticencia no era fruto del terror del incidente, sino del más reciente acontecimiento que acababa de presenciar: ver cómo retiraba el estilete de la garganta de mi víctima y después limpiaba la sangre con toda calma en mi falda.

Matar había sido algo muy fácil para mí.

Compartí una larga mirada con mi hermano -qué aspecto horrible debía de ofrecer, con la cabeza, las mejillas y el pecho empapados en sangre- y luego miré de nuevo al fracasado asesino, que miraba hacia el lee lio con sus ojos ciegos.

– Lo siento -susurré, incluso a sabiendas de que no podía escucharme; pero Ferrante tenía razón; ayudaba cuando los ojos estaban abiertos-. Tenía que proteger al rey.

Entonces acerqué una mano y apoyé mi palma sobre su mejilla, donde el estilete había dejado una marca. Su piel todavía era suave, y muy tibia.


El rey y Alfonso se armaron con espadas de las habitaciones de Ferrandino, y luego me escoltaron de regreso a mis aposentos, aunque había demostrado mi capacidad para protegerme a mí misma.

Cuando doña Esmeralda me vio -empapada en sangre desde la cabeza a la falda- gritó, y hubiese caído de no haberla sujetado Alfonso. En cuanto se enteró de que no estaba herida, se recuperó en el acto; Jofre también estaba allí, pues había venido a buscarme, y gritó mi nombre con tanto miedo y alarma que me sentí muy gratificada. Incluso después de haber sabido que estaba bien, me sujetó la mano -sin preocuparse por la pegajosa sangre- y no se separó de mí hasta que el rey dio la orden.

Una vez que los hombres se hubieron marchado -con la promesa de regresar con instrucciones- doña Esmeralda trajo una jofaina con agua y comenzó la tarea de lavarme.

Mientras mojaba un paño en el agua, rosada y turbia con la sangre de mi víctima, susurró:

– ¡Eres tan valiente, madonna! Su majestad debería darte una medalla. ¿Qué has sentido al matar a un hombre?

– Fue… -Hice una pausa para buscar las palabras correctas que describieran mis sentimientos-. Necesario. Algo que sencillamente debía hacer porque era necesario. -En realidad, había sido muy simple. Comencé a temblar, no porque hubiese quitado la vida a un hombre, sino porque lo había hecho con tanta facilidad.

– Vamos, vamos. -Doña Esmeralda echó un chal sobre mis hombros desnudos; había arrojado mi vestido sucio al suelo, para dejar que algún soldado angevino o un francés lo encontrase más tarde y lo mirase intrigado-. Sé que eres valiente, pero de todos modos ha tenido que conmocionarte.

Sin embargo, en esos momentos no necesitaba mimos. Me vestí de nuevo a toda prisa, luego limpié mi estilete en el agua sanguinolenta, lo sequé con cuidado y lo guardé en su funda debajo de mi corpiño limpio. Solo entonces ayudé a Esmeralda a guardar nuestras más valiosas posesiones en un cofre. Escondí las joyas en mi cuerpo; bien prietas contra mis caderas, debajo de las faldas. Muchas cosas hermosas -finas mantas de piel, alfombras, tapices de seda y brocados, junto con los pesados candelabros de plata y oro, las pinturas de viejos maestros- tendrían que quedar atrás para nuestros enemigos.

Después de esto, no quedó nada más que hacer que esperar; solo intentar calmarnos cada vez que tronaban los cañones.


Poco antes del mediodía, apareció Jofre con un par de guardias armados y con los sirvientes para que cargasen nuestro cofre. Llevada por el hábito de arreglarme antes de aparecer en público, me acomodé los cabellos; descubrí que estaban rígidos con los restos de sangre seca.

Una vez más, caminé presurosa por los pasillos del Castel Nuovo; esta vez no me permití el lujo de observar las paredes y el mobiliario, de llorar por lo que dejaba atrás. Mantuve la mente separada de mis emociones. Podíamos salir derrotados esa vez, pero creía que Ferrandino tenía razón, que era algo temporal. Hice todo lo posible para comportarme con dignidad y firmeza, porque la casa de Aragón nunca lo había necesitado tanto. Jofre, con una actitud meritoria, caminaba a mi lado, con postura grave y atenta, pero sin mostrar ningún miedo.

Por fin, nuestro pequeño grupo llegó a las puertas dobles que daban al patio amurallado, y nos detuvimos mientras los guardias se apresuraban a abrirlas.

A mi lado, doña Esmeralda comenzó a sollozar sonoramente.

La reprendí de inmediato.

– Ahorra tus lágrimas para cuando estemos a solas -le ordené-. Camina con orgullo. No estamos derrotados; volveremos. Nápoles nos dará la bienvenida cuando volvamos.

Ella obedeció, y se enjugó las lágrimas con las amplias mangas.

Las puertas se abrieron a una escena del más absoluto caos. El patio estaba totalmente abarrotado: parientes lejanos y nobles amigos que habían conseguido encontrar refugio tras los muros del castillo cuando había comenzado la lucha, y frenéticos sirvientes y empleados que habían abandonado sus puestos y ahora sabían que quedarían entregados a la misericordia de los rebeldes. Habían reunido a estos dos grupos y los vigilaban a punta de sable un pelotón de nuestros soldados, con la orden de mantenerlos apartados de los carruajes preparados para nuestra huida.

También había otros soldados; algunos acababan de expirar, aovillados en los rincones, y otros, heridos, gemían de dolor. Aquellos que estaban ilesos custodiaban los cuatro carruajes cerrados que solían utilizarse para los viajes por la ciudad. Estos vehículos estaban rodeados por dos hombres a caballo, y más atrás por infantería. Nuestros hombres estaban vestidos para el combate, con cascos españoles con penachos azul y oro, y corazas grabadas que protegían sus pechos y espaldas.

Toda la vegetación había sido pisoteada, incluidas las primeras flores de primavera. El aire estaba ahora lleno del humo de los palacios incendiados y del hedor acre y sulfuroso de la artillería. El sonido de las voces humanas que se alzaban en un coro de desesperación y terror ahogaba todo lo demás excepto el tronar de los cañones.

Mientras los guardias saludaban, salí de aquella locura con mi porte más regio.

– ¡Abrid paso! -gritaron los guardias-. ¡Abrid paso para el príncipe y la princesa de Squillace!

Un murmullo atravesó la muchedumbre. Los soldados más próximos se volvieron y se inclinaron con una sinceridad y admiración que no comprendí.

– ¡Abrid paso a la princesa Sancha!

Tan numeroso era el gentío y tan pequeño nuestro entorno que los hombres se apretaban hombro contra hombro; sin embargo nadie me molestó, en ningún momento me tocaron.

Un capitán se apartó de la multitud.

– Altezas -nos dijo a mí y a mi marido-, su majestad ha pedido que lo acompañéis.

El propio capitán nos llevó más allá de los dos primeros carruajes. El tío Federico estaba empujando a su hermano al interior de uno de ellos con la misma decisión con la que había blandido la cimitarra por la mañana. El arma estaba ahora en su vaina sujeta a la cadera; todo hombre, de la realeza o no, llevaba armas.

Los infantes que rodeaban el carruaje del rey se separaron para permitirnos el paso, y los jinetes que los flanqueaban apartaron sus monturas para que pudiésemos entrar. Uno de los guardias me ofreció el brazo para ayudarme a subir al carruaje; cuando apoyé mi mano dijo:

– Es un honor, alteza. Sois la heroína de Nápoles.

En el interior, encontré a Alfonso, a Juana y a Ferrandino que nos esperaban. A pesar de lo terrible que aquella situación debía de ser para él, el joven rey consiguió esbozar una débil sonrisa; había escuchado la afirmación del guardia.

– Ven, siéntate a mi lado, Sancha. Me sentiré más seguro. Como sin duda te habrás dado cuenta, hoy te has labrado toda una reputación de valiente.

Ante tal declaración, flaqueó mi compostura; no había visto mi acción como un acto de coraje, sino como un inquietante síntoma de mi herencia. Bajé la mirada y tartamudeé, mientras Jofre y Esmeralda entraban en el carruaje detrás de mí:

– No fue más que un accidente que yo fuese la única con un arma, majestad. De haber ido armado mi hermano, él hubiese sido el primero en defenderte; y de haber estado armado tú mismo, no hubiésemos tenido nada que temer dada tu habilidad con la espada. -Me senté junto al rey, que tenía a Juana al otro lado. Delante de ella se sentaba Alfonso, luego Jofre y por último Esmeralda, delante de mí.

– Accidente o no, gracias a ti, estamos aquí -replicó Ferrandino-, y te estamos agradecidos. Ahora tú eres mi talismán de la suerte, Sancha.

Guardó silencio cuando el coche arrancó con una sacudida; con el movimiento llegaron los gritos de los hombres, mientras los centinelas de las torres por encima de nosotros informaban de la situación al otro lado de las puertas del castillo a los soldados en el patio. Al parecer, nuestra fuga del Castel Nuovo había sido prevista por las fuerzas enemigas, porque un gran grupo de soldados de infantería acudió presuroso a reforzar a aquellos que ya protegían nuestra vanguardia.

Varios guardias corrieron hasta las puertas y quitaron las trancas; se abrieron al caos.

En el exterior, nuestros hombres luchaban contra los traidores de sus propias filas, y también con los plebeyos y los nobles. Una vez abiertas las puertas, nuestros refuerzos se lanzaron a la refriega con aterradores gritos, y muy pronto comenzaron a batirse con las espadas con tanta rapidez que mi mirada apenas podía seguirlos.

Las ruedas de nuestro carruaje rodaron por debajo del arco, y luego se detuvieron con un fuerte chirrido debajo del arco triunfal de Alfonso I. Estábamos atrapados dentro del patio sin rejas mientras nuestros protectores intentaban abrirse paso a golpe de espada a través de la línea enemiga que se hallaba en la puerta.

Espié a través de la ventanilla del carruaje.

– ¡No mires! -me advirtió Jofre, y Ferrandino lo secundó.

– ¡No mires! Siento que vosotras las mujeres debáis veros expuestas a las brutalidades de la guerra.

Pero yo estaba fascinada, del mismo modo en que lo estuve cuando vi el museo de cuerpos momificados de Ferrante. Miré mientras un noble angevino sin coraza, con la fina túnica de brocado empapada en sudor y sangre y el rostro tiznado de hollín, blandía su espada sin misericordia contra un infante en el extremo derecho. El noble era de mediana edad, y muy bien entrenado; nuestro soldado era joven y estaba asustado, por lo que no mucho después de iniciar la lucha se tambaleó por un instante. Fue suficiente para que el angevino pudiese asestar unos golpes mortales de la manera más eficiente: un golpe, dos, y el joven infante se volvió, con un alarido, para contemplar con horror su brazo derecho, desprovisto de espada, mano y codo. No era más que un sangriento muñón, y el muchacho cayó de espaldas.

El noble se abrió paso hasta un segundo infante, y luego hasta un tercero, momento en el cual escuché su grito victorioso:

– ¡Muerte a la casa de Aragón! ¡Muerte a Ferrandino!

Sus labios aún marcaban la forma de la «o» final cuando uno de nuestros jinetes -para nuestra fortuna apostado muy cerca de la ventanilla- se inclinó con su sable e hizo correr el ancho de la hoja por los hombros del angevino, y separó la cabeza del cuerpo.

La cabeza cayó al suelo, después de rebotar en el flanco del caballo, y fue a parar entre los cascos, que lo patearon debajo de nuestro vehículo; un violento chorro de sangre surgió por el cuello del cuerpo decapitado, y luego sus hombros cubiertos de brocado cayeron hacia atrás. Las ruedas intentaron girar pero estaban obstruidas como por una gran piedra; el cochero fustigó a los animales hasta que tiraron con todas sus fuerzas. Con una gran sacudida, el carruaje pasó por encima del angevino. El estrépito de la batalla apagó el espeluznante sonido.

Al otro lado de mí, doña Esmeralda comenzó una trémula y apasionada plegaria a san Genaro por nuestra seguridad; pálida, Juana sujetó el brazo de Ferrandino con todas sus fuerzas.

Más espadas brillaron al sol. Vi cómo un plebeyo se enfrentaba a nuestros hombres y acababa muerto por sus esfuerzos. Vi a otro de nuestros infantes heridos, esta vez en el muslo. Luchó todo lo que pudo, pero finalmente cayó desangrado. Aunque no pude ver su final a causa de la altura del carruaje y de los soldados que obstaculizaban mi línea de visión, vi que un rebelde alzaba la espada, una y otra vez, para rematar al hombre caído.

Después de un rato, comenzamos a movernos más rápido, y salimos a la calle. Me volví para echar una última mirada al Castel Nuovo. Las puertas continuaban abiertas de par en par, a pesar de que ya había pasado el último de los carruajes reales; los angevinos y los plebeyos se lanzaron por debajo del arco triunfal. Busqué en vano los yelmos con los penachos oro y azul.

Incliné el cuello un poco más; detrás de nosotros, la armería era una bola de fuego, con los muros de piedra agujereados y caídos. Más allá, una niebla gris se alzaba de los incendios que salpicaban el paisaje cerca del Vesubio. Cualquiera hubiese creído que el volcán escupía humo y llamas sobre la ciudad, pero esta vez, era solo un silencioso e inocente testigo de la destrucción realizada por el hombre.

Antes de que pudiese ver más, Alfonso, sentado junto a Jofre, habló con firmeza:

– Déjalo ya, Sancha. No tiene ningún sentido…

Tenía razón, por supuesto. Me obligué a apartarme de la ventanilla y mirar al frente, a censurar los pensamientos que intentaban surgir, de la pobre gente que habíamos dejado atrás en el patio, de mi hogar de la infancia, abandonado al enemigo.

Traqueteamos por las calles adoquinadas. Nuestro camino nos llevaba a lo largo de la costa. A mi izquierda estaba la plácida bahía; a mi derecha se encontraban los jardines exteriores del palacio real, ahora convertido en un campo de batalla, y más allá, el Pizzofalcone, en cuyas laderas ardían los palacios aragoneses. A mi espalda yacía la ciudad.

Nuestro avance era constante pero distaba mucho de ser rápido, dado el tamaño de nuestra escolta militar. Sin embargo, nuestro destino, la antigua fortaleza del Castel dell'Ovo, que guardaba la bahía de Santa Lucía se veía cada vez más cerca. Ahora que ya habíamos pasado lo peor de la lucha, por primera vez pensé no en lo que nuestra familia dejaba atrás sino en adónde íbamos. Ferrandino había pedido un barco: ¿qué destino tenía en mente?

De haber sido yo rey de una nación desgarrada por la guerra, y cuyo tesoro había sido robado, no había más que un lugar al que hubiese ido. La idea me inquietó un tanto, pero de inmediato me distrajo una visión que despertó mi furia: dos plebeyos habían salido corriendo del palacio real, cargados con la alfombra turca enrollada que había adornado el suelo del despacho de mi padre. Todavía peor, el tercer hombre que los acompañaba llevaba en sus brazos el busto dorado de Alfonso I que solía descansar en la repisa de la chimenea de mi abuelo.

Mi indignación no duró mucho. Mis oídos se llenaron con un tremendo estruendo, acompañado por una ardiente ráfaga de viento; en el mismo instante, el carruaje dio un bandazo a la izquierda, y me lanzó contra Ferrandino, y a él contra Juana. De la misma manera, Esmeralda fue arrojada contra mi marido y mi hermano. Grité sin poder contenerme ante el estruendo, medio sorda, incapaz de escuchar mi propia voz o los gritos de los demás.

Al mismo tiempo, me manché con la sangre que entraba por la ventanilla. Por un terrible momento, nos movimos sobre dos ruedas, apoyados contra los hombres que gritaban y sus caballos. Mientras todos en el interior buscábamos dónde sujetarnos, los soldados corrieron para empujarlo; consiguieron que apoyase las cuatro ruedas en el suelo con una fuerte sacudida.

En cuanto recuperamos el control, busqué a través de la ventanilla el motivo de tal conmoción: una bala de cañón. En esos momentos descansaba sobre los adoquines, pero se había cobrado un siniestro peaje. A su lado yacía uno de nuestros jinetes, su muslo y el vientre de su montura estaban cortados casi por la mitad; la sangre, los huesos y la carne del hombre y del caballo mezclados hasta tal punto que era imposible distinguirlos.

Solo habían gozado de una última concesión: ambos parecían haber muerto al instante, porque los ojos abiertos y la expresión del joven soldado mostraban decisión, sin la menor señal de asombro o temor; aún empuñaba las riendas en una mano. La cabeza grande y elegante del caballo se veía erguida, el bocado todavía en la boca, los ojos inteligentes y brillantes; uno de los cascos delanteros levantado en un gesto airoso preparado para el siguiente paso. Ambos parecían, con la excepción de las horribles heridas abiertas, un hermoso ejemplo de juventud y fuerza.

Había querido ser fuerte, perfecta y valiente, por el bien de los demás, pero incliné la cabeza, incapaz de soportar más; de esa manera, viajé el resto del camino hasta el Castel dell'Ovo. La imagen del joven jinete y su montura me acompañaron; todavía me acompañan.


Me había criado en Nápoles, pero nunca había tenido motivo para visitar el alcázar que llevaba el nombre del mítico huevo de Virgilio. No era el lugar más adecuado para una princesa, dado que era una gran construcción cuadrada de piedra, más ancha por la base que por arriba, sin más mobiliario que los equipos militares; había sido construido para servir de puesto de vigía y primera línea de defensa contra aquellos que invadían por mar, y último refugio y defensa contra aquellos que invadían por tierra. Olía a humedad; los gastados y desnivelados escalones de ladrillo resbalaban con el moho.

En lugar de permanecer en las habitaciones seguras de la planta baja, insistí en subir hasta lo alto del muro, donde los soldados montaban guardia. Había varios cañones, con las correspondientes pilas de balas de hierro en cada torreta, preparados para abrir fuego contra la ciudad. Todos los que habíamos viajado en los carruajes -incluidos aquellos de la familia que nos habían precedido y seguido- estaban muy afectados no solo por la ignominia de la retirada forzosa, sino también por el sufrimiento que habíamos presenciado. No soportaba permanecer sentada y llorar con doña Esmeralda mientras esperábamos el rescate; por el contrario, me distraje contemplando el mar, atenta a la aparición de la nave que nos sacaría de allí.

No se veía ninguna señal. Durante horas, no la hubo, y me paseé inquieta por los viejos ladrillos de la terraza. De vez en cuando, aparecía Alfonso y preguntaba si habían divisado el barco.

No, le repetí una y otra vez, y en cada ocasión él bajaba a las habitaciones, donde el rey y su general discutían la estrategia. Yo miraba hacia el oeste, decidida a no presenciar la destrucción de la ciudad a mi espalda, y contemplé cómo el sol se movía cada vez más cerca del horizonte.

La última vez que Alfonso me preguntó por el barco, repliqué:

– ¿Adónde vamos?

Él se inclinó hacia delante, y me habló al oído, como si me estuviese transmitiendo un secreto de Estado que los soldados no debían oír; sin embargo, su respuesta me pareció tan esperada y obvia, que no habría habido ninguna diferencia si la hubiese gritado en las calles.

– Sicilia. Dicen que el rey le concedió a padre refugio en Mesina.

Asentí.

Muy pronto anocheció, y fui escaleras abajo para ver a la familia. Dada la espera, todos estábamos muy nerviosos porque dudábamos que el general hubiese mantenido su palabra, y que el barco acudiese; pero en cuanto el sol desapareció del todo detrás del horizonte, se escuchó el grito de uno de los vigías.

Nos apresuramos a embarcar sin ningún protocolo, sin ninguna elegancia, sin ninguna fanfarria. La nave era pequeña y con un diseño que primaba la velocidad por encima de la comodidad; para evitar riesgos ondeaba el pabellón rojo y gualda español en lugar de los colores napolitanos.

A pesar de la insistencia de doña Esmeralda para que bajase, permanecí en cubierta mientras salíamos de la bahía de Santa Lucía. La ciudad resplandecía con los incendios, y los cañones alumbraban el cielo nocturno con destellos como relámpagos que me permitían identificar nuestras referencias: la armería y Santa Clara, donde mi padre había sido coronado, ahora ardían; el Poggio Reale, el magnífico palacio construido por mi padre cuando todavía era duque, estaba casi enteramente calcinado. Me tranquilicé al ver que la catedral había, hasta el momento, resistido.

En cuanto al Castel Nuovo, ardía con más violencia que todos los demás. No pude evitar preguntarme cómo debían de haber reaccionado aquellos que descubrieron el museo de Ferrante. Permanecí largo tiempo mirando desde cubierta y escuchando el batir de las olas mientras Nápoles se quedaba atrás, como una resplandeciente y furiosa joya roja.

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