Capítulo 28

Salí de Roma con la cabeza erguida. Rechacé cualquier sentimiento de vergüenza por haber sido expulsada con tanta rudeza por Alejandro del lugar que había llegado a considerar mi casa. La vergüenza no recaía sobre mí o sobre mi hermano, que éramos inocentes de cualquier fechoría, sino sobre César y su veleidoso padre. Incluso así, me dolía el corazón al pensar que dejaba atrás a Lucrecia y a Jofre; me parecía irónico que yo, que había sido tan infeliz al tener que ir a Roma, me sentía ahora tan desdichada por tener que dejarla para ir al lugar que más amaba.

Al segundo día de viaje, avistamos la costa y el mar; fue, como siempre, un tónico para mí. Cuando llegué a Nápoles, mi pesar ya se había aliviado un tanto, y me alegré de estar en casa; pero mi alegría se apagó ante la sincera pena de Alfonso. Yo había visto la expresión de sufrimiento en el rostro de Lucrecia el día que su padre le dijo que Alfonso se había marchado. Sin embargo, por mucho que ella amaba a mi hermano, Alfonso la adoraba todavía más; y cada día en Nápoles, me veía obligada a mirar un rostro, mucho más preocupado, mucho más desconsolado que el de Lucrecia.

Mantenían una constante correspondencia -leída también tanto por Su Santidad como por los espías del rey Federico- en la que proclamaban su firme amor el uno por el otro, y en la que mi hermano le suplicaba a Lucrecia que se reuniese con él; en ese aspecto, ella nunca le respondió.

Muy pronto nos enteramos de que Lucrecia había sido «honrada» con el nombramiento de gobernadora de Spoleto; una ciudad muy al norte de Roma, y por lo tanto, mucho más lejos de Nápoles. Que a una mujer le otorgasen una gobernación era algo insólito; debía de haber causado una conmoción entre el consistorio de cardenales del Papa. Sin embargo, tal era la fe de Alejandro en el intelecto y el juicio de su hija, y su absoluta falta de fe en Jofre, que en ningún momento había considerado darle esa gobernación a mi esposo. Quizá se debía a que el Papa no podía pasar por alto a uno de sus propios vástagos para beneficiar a un hijo que no era suyo.

De todas maneras, este «honor» no era tal en absoluto, sino el modo en que Alejandro mantenía prisioneros a ambos hijos, ante el riesgo de que escapasen a los brazos de sus esposos. Jofre me escribió una carta en la que me contaba que lo atendían seis pajes «que han jurado hacerme compañía y protegerme noche y día sin separarse nunca de mi lado». En otras palabras, no podía escapar para venir junto a mí aunque lo desease. No tenía duda de que Lucrecia gozaba de la misma «compañía».

No me sorprendí al conocer las precauciones de Alejandro; Alfonso me dijo cómo se había visto obligado a escapar a uña de caballo de la policía del Papa la mañana que había huido de Roma. Lo persiguieron hasta la caída de la noche, cuando consiguió llegar a Genazzano, una finca propiedad de los amigos del rey Federico; solo entonces las fuerzas papales renunciaron a la persecución, y, dijo Alfonso: «De haberme capturado, no estoy seguro de si ahora estaría vivo para contarlo».

Esa revelación me aterrorizó, y comenzó a inquietarme que mi hermano y Lucrecia quisieran reunirse en Roma. Estaba destrozada: lejos de Lucrecia comencé a recordar las traiciones de César. Aunque ella hiciera todo lo posible por proteger a su marido, ¿quién podía impedirle a César hacerle daño?

César despreciaba a toda la casa de Aragón, por razones personales y ahora políticas.


Dos semanas después de nuestra llegada a Nápoles, disfruté de una cabalgada matinal por el campo con mis damas. El aire era fresco y húmedo por la brisa marina, pero el sol atemperaba la temperatura; no pude evitar pensar en el terrible calor que sufrían aquellos que estaban en Roma.

Al regresar a nuestro palacio vi que Alfonso recibía a un distinguido huésped: el capitán español Juan de Cervillón, que había asistido a la fiesta de boda de Lucrecia y Alfonso. El cargo del capitán De Cervillón le obligaba a vivir en Roma, pero su esposa y su hijo residían en su finca en Nápoles. Creí que había venido al sur por razones personales, y que se trataba de una visita de cortesía.

Los vi cuando se saludaban en la entrada del gran salón; me detuve, de camino a cambiarme de prendas, y saludé al capitán.

Estaba en su cuarta década e iba vestido con prendas oscuras; era un soldado apuesto y refinado. Mostraba una figura elegante con su uniforme de gala, decorado con numerosas medallas por sus heroicos servicios durante muchos años a Su Santidad y también a otros papas y reyes. Cuando llegué, él me saludó con una reverencia, la espada envainada en su cadera se movió hacia atrás, y me besó la mano.

– Alteza, es siempre un honor y un placer para mí veros de nuevo. Tenéis buen aspecto.

– Nápoles me sienta bien -afirmé-. Siempre es un placer veros a vos también, capitán. ¿Qué felices circunstancias os han impulsado a venir?

Él no miraba a Alfonso, así que no se percató de la mirada de advertencia que le dirigió mi hermano; de inmediato me dominó la inquietud. Por lo visto se suponía que yo no debía saber nada de la visita de de Cervillón. Esto me impulsó a permanecer y escuchar la conversación entre mi hermano y el capitán.

– Estoy aquí a petición oficial del rey Federico -respondió De Cervillón-. Su majestad ha estado en comunicación con Su Santidad, el papa Alejandro, que está ansioso por negociar el regreso del duque de Bisciglie a Roma. Por supuesto -añadió, para que no me ofendiese-, esto incluiría también vuestro regreso.

– Comprendo. -Evité que la alarma apareciese en mi rostro. Me volví e indiqué a mi comitiva de damas que fuesen a mis aposentos; luego me volví de nuevo hacia mi hermano, que parecía un tanto enfadado, y al capitán-. Entonces desde luego debo formar parte de esta conversación. Por favor, caballeros. -Hice un gesto a ambos hombres para que entrasen en la sala de visitas-. Permitidme que no os retrase más.

Alfonso me dirigió una mirada que era al mismo tiempo de enfado y de indulgencia; de enfado, porque estaba sobrepasando mis límites al entrometerme en lo que debía ser una conversación privada entre dos hombres; e indulgente, porque sabía que intentar excluirme de la reunión sería inútil. Exhaló un suspiro, llamó a un sirviente para que le llevase comida y bebida a De Cervillón, y luego nos invitó a ambos a pasar a la sala.

Me preocupaba que el Papa estuviese suavizando su postura hacia Nápoles; y, por extraño que pudiese parecer, no quería que nos invitase a mi hermano y a mí a regresar a Roma: por muy triste que estuviese Alfonso, sabía que en casa estaría sano y salvo. El cambio de opinión de Alejandro se había producido en respuesta a una furiosa carta del rey Federico, que se había molestado cuando se enteró de la fuga de los Sforza y de la conquista de Milán por parte de Luis. Nuestro rey le había enviado un mensaje a Alejandro: «Si no defendéis Nápoles, buscaré un aliado entre los turcos».

Se trataba de una sorprendente y grave amenaza, porque los turcos eran los más temidos enemigos de Roma. El desafío de Federico había logrado el efecto deseado; Alejandro se apresuró a garantizarle que Roma era, y siempre sería, la más leal protectora de Nápoles. Alfonso y yo nos sentamos, como requería nuestra posición, mientras De Cervillón permanecía de pie con la firme formalidad de un soldado para darnos lo que resultó ser un informe.

– Su alteza el rey Federico ha negociado un acuerdo con Su Santidad que él considera satisfactorio.

Era obvio por la expresión de Alfonso que ya tenía noticias de estas negociaciones, y que había sido mantenido al corriente de su desarrollo, pero yo no.

– ¿Qué clase de acuerdo? -pregunté. Era inapropiado que una mujer se inmiscuyera en la conversación, pero tanto mi hermano como De Cervillón ya estaban acostumbrados a mi personalidad y no se molestaban.

– Su Santidad garantiza personalmente la seguridad del duque de Bisciglie; y también la vuestra, alteza, si regresa con su esposa, la duquesa, a Roma.

– ¡Conmigo no contéis! -No pude ocultar mi sarcasmo-. Todos sabemos que Alejandro ha invitado al rey Luis a San Pedro para la misa de Navidad. ¿Se espera que asistamos con él?

– Sancha -replicó Alfonso, con viveza-. Sabes que Su Santidad ha cambiado su actitud después de la respuesta del rey Federico. Se ha disculpado y prometido su apoyo a Nápoles.

– Así y todo, debo insistir en que aquí se hable sin tapujos. ¿Quién es el instigador de estas negociaciones? ¿El rey Federico, Su Santidad… o César Borgia?

De Cervillón me miró sin comprender la pregunta.

– Lucrecia -respondió Alfonso, con una nota de indignación en su tono- ha estado haciendo gestiones con su padre desde su llegada a Spoleto, ha estado en contacto con el rey Federico a través del embajador napolitano. Nunca ha renunciado a la esperanza.

– Comprendo. -Agaché la cabeza. No quería parecer desagradecida por la ayuda de Lucrecia; deseaba verla a ella y también a Jofre de nuevo. Sin embargo, por miedo a César, no podía creer ni por un instante que mi hermano y yo pudiésemos regresar con garantías de seguridad a Roma.

Alfonso mostró una desconfianza poco habitual.

– Consideraré la oferta del Papa solo si la pone por escrito.

De Cervillón metió la mano en el interior de su chaqueta y sacó un pergamino cerrado con lacre.

– Aquí está el escrito, duque.

Alfonso rompió el sello y desenrolló el pergamino; una mirada de asombro apareció en sus facciones mientras leía hasta la última línea del documento.

– Esta es la firma de Su Santidad.

– Lo es, desde luego -certificó De Cervillón.

Insistí en leer el escrito, a sabiendas de que cualquier promesa contenida en él no valía nada. Garantizaba mi seguridad y la de Alfonso, si decidíamos reunimos con nuestros cónyuges en Roma. Además, Alfonso recibiría una «compensación» de cinco mil ducados de oro por cualquier inconveniente sufrido, y algunas tierras que una vez habían pertenecido a la Iglesia se añadirían a las propiedades que Lucrecia y él tenían en Bisciglie.

Yo, por ser solo la esposa de Jofre, no recibía nada.

Le devolví el documento a Alfonso con una sensación de temor. Sabía, por su mirada cargada de nostalgia, que él ya había decidido regresar. Solo era cuestión de tiempo.

Mi hermano enrolló el pergamino.

– Aprecio que hayáis traído esto para que lo leamos, capitán. Por favor, agradeced al rey todos sus esfuerzos en nuestro nombre, pero en este momento necesito algo más de tiempo para considerar la oferta de Su Santidad.

– Por supuesto. -De Cervillón golpeó los tacones y se inclinó-. Quiero transmitiros a ambos la profunda lealtad y respeto que siento hacia vosotros. Sabed que daría con placer mi vida para defenderos. No os hubiese traído esta oferta de no haber estado yo mismo convencido de su autenticidad. -Había una integridad, una humilde bondad en sus ojos y en su tono, que me convenció que cada palabra que había dicho salía del fondo de su corazón. Era demasiado bondadoso, pensé, un ser humano demasiado íntegro para servir a personas como los Borgia.

– Gracias, capitán -respondí.

– Sois un hombre sobresaliente -afirmó Alfonso-, y siempre os hemos tenido y os tendremos en la más alta estima. -Se levantó para indicar que la reunión había llegado a su fin-. Comunicaré mi decisión al rey Federico y a Su Santidad dentro de unos días. No olvidaré comentarles a ambos, capitán, la excelencia de vuestra actitud y servicio.

– Gracias. -De Cervillón se inclinó de nuevo-. Que Dios sea con vosotros.

– Y con vos -replicamos a coro.


Alfonso fue incapaz de esperar ni tan siquiera los pocos días que le había pedido a De Cervillón. Aquella noche, escribió tres cartas -una al rey Federico, otra a Su Santidad y la tercera a su esposa- donde decía que se reuniría con Lucrecia en cuanto el Papa le diese permiso.

A la mañana siguiente salí a cabalgar otra vez; esta vez sola, ya que me escapé de la custodia de doña Esmeralda, mis damas y guardias. Tenía una tarea que realizar, y no estaba de humor para tener compañía. Cabalgué tierra adentro, lejos de la bahía y el olor del mar, hacia donde la tierra estaba salpicada de bosque- cilios y huertos. Cabalgué hacia el Vesubio, ahora un volcán tranquilo, oscuro y enorme que se recortaba contra el cielo azul.

Dos veces me equivoqué de camino; el paisaje había cambiado a lo largo de los años. Pero el instinto acabó por guiarme de nuevo hasta la ruinosa choza construida en la ladera. Ahora no había ningún burro, sino una silenciosa muía, e incluso más gallinas, que correteaban delante del portal abierto.

Me detuve en el umbral y llamé:

– Strega! Strega!

No hubo respuesta. Entré, agaché la cabeza para no golpearme con el techo; el sol entraba por las aberturas de las ventanas. Intenté no hacer caso de las telarañas que había en todos los rincones, y de las gallinas que picoteaban por la tosca mesa; deyecciones de estas aves lo cubrían todo, incluso el jergón de paja en un rincón.

– Strega! -llamé de nuevo, pero todo era silencio; desilusionada, pensé que debía de haber muerto años atrás.

Me volví dispuesta a marcharme, pero antes de hacerlo, el instinto me impulsó a intentarlo una última vez.

– ¡Strega, por favor! Una noble tiene urgente necesidad de tus servicios. ¡Te pagaré generosamente!

Alguien se movió en la habitación interior construida en la ladera. Contuve el aliento y esperé hasta que la bruja apareció.

Se detuvo en el oscuro portal que daba a la cueva, vestida toda de negro y con un velo. A la luz del sol de la habitación exterior, vi que estaba muy delgada. Su pelo era blanco, y un ojo continuaba siendo castaño, pero el otro era ahora de un blanco lechoso.

La mujer me miró con el ojo bueno.

– No necesito tu dinero, madonna. -Sostenía una lámpara de aceite en la mano; sin más comentarios, se volvió para retirarse a la habitación abierta en la ladera. La seguí. De nuevo, pasamos junto a un lecho de plumas -todavía limpio y muy bien arreglado- y un gran santuario a la Virgen; el altar estaba cubierto con rosas.

Hizo un gesto, y me senté a la mesa cubierta con seda negra. La adivina dejó la lámpara entre nosotros.

– Doña Sancha, hace mucho tiempo viniste a consultar tu destino. ¿Se ha cumplido?

– No lo sé -respondí. Estaba atónita porque me hubiese reconocido; pero llegué a la conclusión de que probablemente nunca había recibido a una persona de la realeza hasta el día que fui a verla. Desde luego, tendría que recordar la visita de una princesa con la misma facilidad con que yo la recordaba a ella.

– Y has tenido… preocupaciones.

– Sí. -Me aterraba regresar a Roma, me aterraba el destino que podía esperarnos a mi hermano y a mí allí.

– No leeré tu palma. Aprendí todo lo que podía de ella la última vez que miré tu mano.

En cambio, sacó en silencio las cartas y las desplegó boca abajo sobre la seda negra. No dijo ni una palabra, se limitó a mirarme con el ojo bueno desde detrás de su velo de gasa; el otro ojo nublado enfocaba más allá, al futuro.

«Escoge, Sancha. Escoge tu destino.»Las cartas se veían más viejas y sucias. Respiré profundamente, retuve el aliento y toqué el dorso de la carta más alejada, como si al escogerla, pudiese distanciarme de algún modo de lo que estaba por venir.

La bruja sostuvo mi mirada y volvió la carta sin mirarla.

Era un corazón, atravesado por una única espada.

Me encogí ante la longitud y el filo letal del arma.

Ella esbozó una sonrisa.

– Ya has cumplido la mitad de tu destino. Solo queda una única espada que deberás esgrimir.

– No -susurré, asustada. Regresó un vivaz recuerdo: la sensación en mi mano sobre el estilete, mientras atravesaba la garganta del hombre que quería asesinar a Fernandino. Recordé el temblor de la empuñadura mientras la delgada hoja se clavaba en los tendones y los huesos, el calor de la sangre que salpicó mi frente y mis mejillas. Si aquella acción había sido la primera parte de mi destino, ¿qué terrorífico segundo acto se requería de mí?

Con un gesto bondadoso, me sujetó las manos entre las suyas; su contacto era fuerte y cálido.

– No tengas miedo. Posees todo lo que necesitas para realizar tu tarea. Pero estás dividida. Debes buscar la claridad de mente y corazón.

Me aparté de la bruja, y mientras me levantaba dejé un ducado de oro en la mesa, que ella miró como si fuese una curiosidad. No hizo ningún movimiento para tocarlo. Salí de la choza sin decir palabra, y regresé a casa a todo galope.

Aquel día me comporté como una tonta; o quizá mi mente estaba abrumada por el miedo, pero continué furiosa por la insinuación de la bruja de que me veía indefensa en las manos de los Borgia. Aquella noche me fui a la cama temprano, y pasé horas con la mirada perdida en la oscuridad, dominada por un terror helado que no disminuía.

Cerré los ojos y vi la imagen de mi propio corazón, rojo y palpitante, atravesado ahora por una única espada. Me vi avanzando con la espada por encima de mi cabeza, con un impulso de puro odio: odio hacia César Borgia.

– No… -susurré, en voz tan baja que la dormida Esmeralda y mis otras damas no pudieron oír-. No, no debo cometer ningún asesinato, o me volveré como Ferrante, como mi padre… me volveré loca. Debe haber otra forma.

Tenía otra razón para negarme a cometer tal crimen. Lo que no quería admitir ante mí misma, incluso entonces, era que mi corazón aún pertenecía a César. Lo aborrecía… sin embargo, una parte de mí lo amaba y no podía hacerle ningún daño. Como mi madre, estaba maldita: no podía dejar de amar al más cruel de los hombres.

Me dormí diciéndome a mí misma mentiras: que César no tenía ningún motivo para herirme a mí o a mi hermano, que el Papa cumpliría su compromiso

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