A mediados de septiembre, regresé a Roma, y Alfonso continuó viaje al norte hacia Spoleto, donde Lucrecia, con el embarazo muy avanzado, lo esperaba. Pasaron allí todo un mes, pero no se lo podía reprochar; disfrutaban de una libertad y una seguridad que no tendrían en Roma.
En cuanto acabé de asearme después de mi largo viaje, apareció Jofre, encantado, en mis aposentos.
– ¡Sancha! ¡Cada vez que te veo, me doy cuenta de que he olvidado lo hermosa que eres!
Le sonreí, agradecida por su cálida y amorosa bienvenida en tan incómodas circunstancias, y lo abracé.
– Te he echado de menos, marido.
– Yo también, muchísimo. Hay tantas noticias de las que hablar, pero las reservaremos para la cena. Ven, permíteme que te lleve a ver a padre y a César. Sé que estarán ansiosos por verte.
Sonreí bondadosamente y no compartí con él mis dudas.
Me llevó orgulloso de su brazo, sin darse cuenta de la tensa situación política que mi presencia representaba. Mientras caminaba con él desde el palacio de Santa María a través de la plaza de San Pedro, comprendí que había echado de menos el tamaño y la grandeza de Roma. Atardecía, y la luz menguante del sol teñía el mármol blanco del palacio papal y de San Pedro de un rosa vivo, y también coloreaba los preciosos jardines, todavía en flor, que rodeaban los grandes edificios. Incluso los anchos meandros del Tíber, que parecían mercurio, tenían cierto encanto.
Me aferré al brazo de Jofre cuando entramos en el palacio papal, con su profusión de dorados y bellas pinturas. Esta vez, cuando entré en la sala del trono del papa Alejandro y me incliné para besar la zapatilla de satén, fui recibida con mucho menos entusiasmo que en mi primera visita a Roma. César, de pie junto a su padre, vestido con el uniforme de capitán general, observó el gesto con la mirada de un gavilán.
– Bienvenida, querida -dijo Alejandro, con una sonrisa forzada-. Confío en que hayas tenido un buen viaje. Perdónanos si no podemos cenar contigo esta noche, pero César y yo tenemos que discutir muchos asuntos. Jofre compartirá contigo todas las noticias de la familia.
Me despidió con un gesto. Mientras me volvía, César se adelantó, cogió mis manos y me dio un beso formal en la mejilla. Al tiempo que lo hacía, me susurró al oído:
– Sabrás por él que cometiste un error al rechazar mi propuesta, madonna. El tiempo te hará ver tu tontería.
No mostré ninguna reacción, solo le sonreí por compromiso, y él se apartó.
Durante la cena, que tomé con Jofre en sus habitaciones, mi marido me bombardeó con noticias, y habló con tanta excitación y durante tanto tiempo que apenas si probó la comida.
– Padre y César están haciendo planes -anunció orgulloso-. Todo es muy secreto, por supuesto. César guiará a nuestro ejército a la Romaña. Es una buena jugada no solo para el papado, sino también para la casa de los Borgia… -Se inclinó sobre la mesa y susurró como un conspirador-: Toda la Romaña se convertirá en un ducado para César. Padre ha enviado una bula a aquellos gobernantes que no han pagado sus tributos con regularidad; casi todos. Por lo tanto, si no entregan sus tierras a la Iglesia, se enfrentarán a su ejército.
Dejé mi copa, de pronto incapaz de comer o beber. El recuerdo me llevó de nuevo al momento en que yacía desnuda en la cama de César y lo observaba gesticular ante un mapa imaginario en el techo, donde marcaba la gran región al noreste de Roma.
– Imola -dije sin más-, Faenza, Forli, Cesena.
Jofre me dirigió una rápida mirada de curiosidad.
– Sí -afirmó-, y Pesaro, principalmente porque su señor, Giovanni Sforza, hizo aquellas acusaciones contra Lucrecia y padre durante el divorcio.
– Serán presa fácil para César y su ejército. -Entorné los párpados-. Sobre todo ahora que el rey Luis le ha provisto con tropas -añadí con astucia.
Mi marido se atragantó con el vino, y comenzó a toser. Lo observé en silencio. Había aprendido a confiar en doña Esmeralda y su red de sirvientes espías para obtener el máximo de información; por ella, acababa de enterarme de una desagradable verdad: César había estado planeando, incluso desde su matrimonio con Carlota de Albret, cambiar sus servicios militares en Milán por la ayuda francesa para conseguir su largo sueño de conquistar Italia. Aquella noche dijo que para alcanzar su meta solo necesitaba un ejército lo bastante fuerte para derrotar a Francia; quizá se había dado cuenta de que tal ejército nunca existiría en la realidad, porque se había vuelto hacia el enemigo para conseguir ayuda.
– No es más que un intercambio -dijo Jofre, al tiempo que se enjugaba los ojos con la manga-. César los ayudó en Milán; ahora ellos lo ayudan en la Romaña. Pero han dejado claro que ya no tienen ninguna intención sobre Nápoles. Incluso si la tuviesen, César nunca lo permitiría.
– Por supuesto -repliqué sin siquiera intentar simular que no creía ni una sola palabra.
Ahí acabó el entusiasmo de Jofre; durante el resto de la cena, nos ocupamos de hablar de otras cosas que no fuesen política.
Cuando Alfonso y Lucrecia emprendieron el viaje de regreso a Roma a mediados de octubre, ya se había promulgado la bula; César entró en la Romaña con su ejército, que incluía a los casi seis mil hombres que le había facilitado el rey Luis.
Todos nosotros -Lucrecia, Alfonso, Jofre y yo- nos vimos forzados a escuchar cada noche durante la cena las más recientes hazañas de César. A diferencia de su predecesor, Juan, César era un buen estratega y un destacado comandante, y Alejandro no dejaba ni un momento de entonar alabanzas hacia su hijo mayor. Apenas podía contener su alegría cuando las noticias del frente eran buenas, y no podía contener su enfado cuando no lo eran.
Al principio, las noticias eran favorables. El primer gobernante en caer fue Caterina Sforza, regente de Imola y Forli, y nieta del derrotado Ludovico. La ciudad de Imola se rindió en el acto sin lucha, abrumada por el tamaño del ejército de César. Forli, donde Caterina se encerró en la fortaleza, soportó el asedio durante tres semanas. Al final, los soldados de César consiguieron asaltar los muros; falló el intento de suicidio de Caterina, y fue hecha prisionera.
Su Santidad no mencionó la captura de Caterina, de esa parte me enteré por boca de doña Esmeralda.
– Es una mujer valiente, la condesa de Forli, incluso a pesar de tener sangre francesa -proclamó Esmeralda, cuando las dos estábamos a solas en mi dormitorio-. Mucho más valiente que el bastardo que la capturó. -Por un momento apretó los labios al pensar en César, y luego continuó con su relato-: Más valiente que todos los demás en la Romaña. Cuando su marido fue asesinado por los rebeldes, ella dirigió a sus propios soldados en la persecución de los asesinos, y no cejó hasta que cada miembro del grupo fue ejecutado.
»Además es hermosa, y dicen que sus manos son suaves como el armiño. Tan valiente es, que cuando César y los franceses llegaron, estuvo en lo alto de las murallas de Forli, sin temer el humo y las llamas, y dirigió la defensa en persona. Intentó quitarse la vida antes que ser capturada, pero los hombres de César fueron más rápidos. Exigió ser entregada al rey Luis… Los franceses la admiraban tanto que quisieron dejarla en libertad. Pero don César… -Hizo una mueca de profundo desagrado, y me miró con dureza-. ¿No intenté avisarte, madonna, que él solo podría traer el mal? Ese hombre está poseído por el demonio.
– Lo hiciste -respondí con voz suave-. Tenías razón, Esmeralda. No pasa un día sin que no desee haber hecho caso de tus palabras.
Más tranquila, ella continuó con su relato:
– El muy cerdo la quiere para él. La lleva a todas partes, madonna. Durante el día la tienen prisionera, luego por la noche, manda que la lleven a su tienda. La trata como a una vulgar puta. La obliga a realizar los actos más depravados, la posee cada vez que le place. Ella es una mujer de sangre noble… dicen que hasta el propio rey Luis está molesto, y que ha reprochado a César en persona el despreciable comportamiento hacia una prisionera.
Desvié mi rostro, en un intento por ocultar a Esmeralda mi ira y mi dolor. César había demostrado ser tan brutal como el hermano al que había asesinado. Cerré los ojos y recordé aquel terrible momento de rabia impotente cuando Juan me violó, y deseé de pronto llorar por Caterina. Por César no sentía más que absoluto desprecio, y enojo hacia mí misma, porque sentía los aguijones de los celos.
– Pesaro es la siguiente -continuó Esmeralda-. No hay ninguna esperanza para sus habitantes, dado que el cobarde de Giovanni Sforza los abandonó hace mucho. César tomará la ciudad sin problemas. -Sacudió la cabeza-. No hay nada que pueda detenerlo, madonna. Los franceses y él marcharán por toda Italia, hasta que no quede nada. Temo por el honor de todas las mujeres que viven en la Romaña.
Había, sin embargo, un motivo de alegría en nuestra casa: Lucrecia estaba a punto de dar a luz, y tanto ella como el niño -que pateaba con vigor en su vientre- estaban muy sanos. Alfonso y yo nos aferrábamos a esta solitaria fuente de alegría y esperanza, que un nieto de sangre Borgia y aragonesa pudiese predisponer a Alejandro en favor de Nápoles.
El momento llegó la última noche de octubre. Me disponía a irme a la cama. Mis damas ya me habían quitado el vestido y el tocado, y me cepillaban el pelo cuando llamaron a la puerta de la antecámara. De inmediato reconocí la voz de doña María, la dama de compañía de Lucrecia.
– ¡Doña Sancha! Ha llegado el momento para mi señora, y ella pide por ti.
Esmeralda de inmediato me trajo un tabardo; me lo puse y me alejé a toda prisa con doña María.
En el dormitorio de la duquesa de Bisciglie ya habían preparado una cuna, a la espera del nacimiento del noble bebé.
En un rincón de la habitación, en una antigua silla paritoria tallada que había usado la propia madre de Rodrigo Borgia, vi sentada a Lucrecia, las mejillas arreboladas, la frente perlada en sudor. El fuego ardía en el hogar, pero vestía una gruesa túnica para protegerse del frío; se la había recogido hasta las caderas, por encima de la abertura en el asiento de la silla, de forma que su feminidad quedaba a la vista de la comadrona. Una piel descansaba cerca de sus piernas desnudas, para que pudiese cubrirse ya fuese por frío o por modestia.
A su lado estaba arrodillada la misma comadrona que la había atendido el año anterior, durante el aborto. La vieja sonreía; al verla, sentí un enorme alivio.
En cuanto a Lucrecia, sus ojos delataban miedo, pero también había alegría, porque esta vez sabía que su sufrimiento tendría un final feliz.
– ¡Sancha! -jadeó-. ¡Sancha, muy pronto serás tía!
– ¡Lucrecia, muy pronto vas a ser madre! -repliqué con sincera alegría.
– ¡Ven aquí! -gritó. Soltó las manos de los brazos de la silla y me las tendió. Se las sujeté, sin ninguna culpa, sin ningún pesar, solo se oían susurros de alegría ante el maravilloso final que estaba a punto de llegar.
Su parto duró hasta bien pasada la medianoche, hasta las horas cercanas al alba. Los dolores del parto eran intensos, pero no brutales; la comadrona informó que el bebé estaba bien colocado, y que, dado que Lucrecia ya había parido con éxito una vez, su llegada a este mundo sería más fácil.
Antes de que saliese el sol en ese primer día de noviembre, Lucrecia soltó un terrible alarido al tiempo que hacía fuerza, y el único hijo de mi hermano salió, para ser atrapado por los fuertes y arrugados brazos de la sonriente comadrona.
– ¡Lucrecia! -grité, mientras ella jadeaba y hacía fuerza de nuevo-. ¡El bebé está aquí! ¡Está aquí!
Agotada, su cabeza cayó contra el respaldo de la silla; soltó un profundo suspiro y después sonrió, mientras doña María mandaba llamar al ama de cría.
Entonces la comadrona, que ya estaba bañando al niño, me corrigió:
– Él está aquí -anunció con un gran orgullo, como si ella fuese en parte responsable del hecho-. Tenéis un hijo, madonna.
Lucrecia y yo nos miramos la una a la otra y nos reímos colmadas de deleite.
– Alfonso se sentirá muy orgulloso -manifesté. En realidad, yo me sentía tan orgullosa y adoraba tanto a aquel niño como si fuese mío, quizá porque hacía mucho tiempo que había aceptado que nunca tendría uno propio.
Una vez bañado el bebé, la comadrona lo envolvió en una suave manta de lana. Lo levantó, dispuesto a presentárselo a su madre, pero llevada por los celos, le arrebaté al niño y lo acuné en mis brazos.
Sus facciones aún estaban achatadas por el trauma del nacimiento, y sus ojos estaban cerrados con fuerza; en su cuero cabelludo había una húmeda pelusa dorada. Desde luego, no podía parecerse a nadie en aquellos primeros minutos de vida, pero miré sus puños apretados, y me reí con ternura cuando abrió su pequeña boca en un bostezo, y me pareció ver a Alfonso. Yo ya me había convencido de que el pequeño corazón que latía en su pecho sería igual de bondadoso y bueno.
El amor me inundó con una intensidad que hubiese creído imposible; en aquel instante, comprendí que quería a aquel bebé con más fuerza que a mi propia vida, más incluso que a mi propio y querido hermano. Por su bien, estaba dispuesta a cometer cualquier acto.
«Alfonso -pensé con cariño-, pequeño Alfonso.» Era la costumbre poner a los hijos el nombre de sus padres; coloqué con mucho cuidado al niño en los brazos de Lucrecia y esperé el pronunciamiento que me llenaría de orgullo y placer.
Lucrecia miró a su nuevo hijo con beatífico amor y con alegría; no había ninguna duda de que sería la madre más afectuosa del mundo. Con infinito contento, miró a los que la rodeábamos expectantes, y declaró:
– Su nombre es Rodrigo, por su abuelo.
Luego, de inmediato, volvió toda su atención al bebé.
Me alegró que lo hiciese, porque así no pudo ver mi expresión indignada; fue como si me hubiera dado una bofetada. Así fue como me enteré de que la madre de mi querido sobrino lo consideraba más un miembro de la casa Borgia que de la de Aragón.
Mi hermano estaba contentísimo, y recibió la noticia del nombre del niño con mucho más aplomo que yo. «Sancha -me dijo en privado-, no es frecuente que un niño tenga un abuelo que sea Papa.»
La llegada del bebé pareció devolvernos a Alfonso y a mí nuestra condición anterior: el nacimiento del pequeño Rodrigo fue celebrado como correspondería a un príncipe. Alejandro mimaba al bebé, y se lo describía a todos los visitantes con el mismo entusiasmo y orgullo que antes había reservado a las hazañas de César; visitaba al niño a menudo, y lo acunaba en sus brazos como un padre con mucha experiencia. No había duda de que su afecto era totalmente sincero, así que él, Alfonso y yo de pronto nos encontramos disfrutando de largas conversaciones sobre las maravillas del pequeño Rodrigo. Comencé a sentirme de nuevo segura en Roma.
Diez días después del nacimiento del bebé tuvo lugar el bautizo, con gran pompa y ceremonia. Lucrecia estaba en el palacio de Santa María, en una cama con cortinajes de satén rojo y vivos de oro, y saludó a docenas de prominentes invitados que desfilaron para presentar sus respetos.
Después, el pequeño Rodrigo -envuelto en brocado de oro y ribetes de armiño- fue llevado en los fuertes y fieles brazos del capitán Juan de Cervillón a la Capilla Sixtina. Comprendí lo mucho que había sufrido mi hermano en Nápoles: sin duda había temido que nunca podría ver a su hijo.
Ahora, gracias a De Cervillón, ambos pudimos ser testigos del bautismo, una hermosa y solemne ceremonia. Al capitán lo escoltaban en la procesión el gobernador de Roma, el gobernador imperial y los embajadores de España y Nápoles; Alejandro no hubiese podido organizar mayor muestra de apoyo a la casa de Aragón.
El pequeño Rodrigo se portó muy bien; durmió durante toda la ceremonia. Los augurios eran buenos: Alfonso y yo éramos felices, de nuevo tranquilos y más aliviados.
Aliviados, hasta el día en que César Borgia dejó a su ejército frente a las murallas de Pesaro y decidió regresar a Roma de incógnito, con don Morades, su asistente preferido, como único acompañante.
No los vi a él o a su padre hasta dos días después de su llegada; permanecieron encerrados en una habitación privada del Vaticano, ocupados discutiendo de política y estrategia de guerra. No confiaban en nadie; incluso los sirvientes que habían estado con el Papa durante años fueron echados fuera de la habitación, para que no escuchasen ni una palabra de las discusiones.
Lucrecia no dijo nada, pero yo sabía que el hecho de que César ni siquiera se hubiese molestado en hacer una visita de cortesía a su habitación o felicitarla por el nacimiento de su hijo, le dolía tanto como la aliviaba. A pesar del cruel abuso sufrido a manos de ellos, parecía querer a su hermano y a su padre, y ansiaba complacerlos. Supongo que la comprendía; después de todo, a pesar de lo mucho que había despreciado a mi propio padre, yo siempre había deseado en secreto su amor.
Desde el nacimiento del pequeño Rodrigo, Alejandro había visto a su nieto cada día, y nos invitaba a las cenas familiares donde el niño era el tema principal de conversación. Ahora nos apartaban.
No fue hasta el tercer día de su llegada cuando César apareció.
Lucrecia era una madre mimosa. En vez de entregar al niño al cuidado de un ama de cría, como hacían la mayoría de las madres nobles, insistió en mantener la cuna del niño en su dormitorio, donde también dormía la niñera. Quizá también temía que el bebé sufriese algún daño si permanecía fuera de su vista durante demasiado tiempo; pero al menos parte del motivo era el afecto. Para ella el niño era como Alfonso: una criatura que solo deseaba amarla, a diferencia de los demás hombres en su vida.
Yo pasaba los días -y algunas veces las noches- en la habitación de Lucrecia, con el pequeño Rodrigo en mis brazos, y ayudaba a atenderlo, incluso en las tareas que eran propias de los sirvientes.
La tarde que apareció César, las mujeres estábamos, como ocurre cuando nace un niño, agotadas y descansando. Lucrecia dormía en su lecho, recostada en las almohadas; yo dormitaba en una butaca con la barbilla apoyada en el pecho. La niñera roncaba tumbada en el suelo, y Rodrigo estaba silencioso en su cuna.
Un sonido muy suave, el de una pisada cautelosa, me despertó; pero incluso medio dormida, reconocí al intruso: César. No levanté la cabeza ni cambié el ritmo de mi respiración; en cambio espié a través del velo de mis pestañas para observarlo.
Vestía de negro pero no era la sotana de un sacerdote, sino un traje de terciopelo a medida que resaltaba su cuerpo musculoso. Durante el tiempo pasado en combate, había adelgazado y estaba más moreno; la barba más cerrada, el pelo negro más largo, le caía lacio hasta los hombros.
Al creer que nadie lo veía, se movió como un gato por la habitación y dejó que su expresión fuese sincera, natural. Me asombré ante su dureza, la frialdad de sus ojos. Con mucho sigilo, se acercó para inclinarse sobre la cuna donde dormía el bebé. «Ahora -pensé-, su rostro se suavizará; ni siquiera un soldado, o un asesino, podría mirar a ese niño y no conmoverse.»Ladeó la cabeza y observó al bebé.
Cuando conocí a Lucrecia creí que nunca vería de nuevo una mirada tan llena de celos y odio; estaba en un error.
En la mirada de César no había otra cosa que el deseo de matar. Se inclinó, con las manos apoyadas en las rodillas, sobre la cuna, y la boca desfigurada en una mueca de crueldad.
El miedo me dominó. No tenía ninguna duda de que al instante siguiente estrangularía al niño, o apoyaría su mano sobre su diminuta nariz y boca hasta ahogarlo. Me levanté de un salto, la mano sobre mi estilete oculto, preparada para desenfundarlo, y grité:
– ¡César!
Sus nervios eran tan acerados, sus modales tan suaves, que no se movió, ni siquiera parpadeó; en cambio, su expresión se transformó en el acto en otra de afecto y bondad. Sonrió al bebé, como si no hubiera estado haciendo otra cosa, y luego con mucha calma, volvió la cabeza hacia mí y se irguió.
– ¡Sancha! ¡Qué alegría verte! Estaba admirando a nuestro nuevo sobrino. Es sorprendente lo mucho que se parece a Lucrecia cuando era un bebé.
– ¿César? -preguntó Lucrecia adormilada. Al ver a su hermano, se despertó del todo-. ¡César! -exclamó, con gran alegría. No había ninguna reserva en su tono, ningún rastro de dolor por su rechazo.
César se acercó a su hermana, al tiempo que le hacía un gesto para que permaneciese en el lecho.
– Descansa, descansa. Te lo has merecido. -Se abrazaron, con amplias sonrisas; luego, César se apartó de ella un poco y se volvió hacia mí para besarme la mano.
El roce de sus labios contra mi piel me emocionó y me puso la carne de gallina. Era en apariencia un hermano afectuoso; no había ningún rastro del monstruo que se había inclinado sobre la cuna.
– Tienes un hijo muy hermoso, Lucrecia -afirmó César. Al instante, ella mostró una expresión de orgullo-. Ahora mismo le decía a Sancha que es como verte a ti cuando eras un bebé, no hace de eso tantos años.
– Incluso entonces ya me cuidabas -manifestó Lucrecia con felicidad-. Dime, ¿te quedarás con nosotros durante una temporada?
– Con mucho dolor debo decir que no. Solo tengo el tiempo necesario para ocuparme de algunos asuntos vitales con padre. Debo regresar al campo de batalla de inmediato. Pesaro me espera.
Ella se ruborizó un poco al oír el nombre de la ciudad de su ex marido; después dijo:
– Pero ¡debes quedarte! ¡Debes pasar algún tiempo con el bebé!
César exhaló un suspiro, una impresionante muestra de renuncia.
– Se me parte el corazón. Pero solo he venido a decir hola y adiós; en este mismo instante debo salir a reunirme con mis hombres. Por supuesto -añadió, solícito-, nunca me hubiese marchado sin verte a ti y al pequeño Rodrigo. -Me dirigió una mirada de compromiso y añadió-: Y también a Sancha.
– Muy bien -dijo Lucrecia con tristeza-. Entonces dame un beso, y otro al bebé, antes de partir. -Hizo una pausa-. Rezaré por tu seguridad y por tu éxito.
– Te agradezco tus oraciones. Las necesitaré. Que Dios sea contigo, hermana. -La abrazó de nuevo, y la besó solemnemente en cada mejilla; ella hizo lo mismo, y se separaron.
César se volvió hacia mí, inseguro; no le ofrecí la mano y en cambio le dediqué una inclinación de cabeza.
– Yo también rezaré -dije, aunque no aclaré cuáles serían mis súplicas.
– Gracias -respondió César, y fue hacia la cuna.
Me apresuré a llegar yo primero, y sujeté al pequeño Rodrigo en mis brazos mientras su tío se inclinaba para darle un beso.
Al final, mis oraciones, y no las de Lucrecia, fueron atendidas.
César cabalgó hacia el norte y regresó sano y salvo a su campamento; pero antes de que pudiese llegar a las puertas de Pesaro, el rey Luis llamó a su ejército francés. El duque Ludovico había reunido fuerzas suficientes para intentar recuperar Milán (un hecho que sin duda debió de dar a la hermosa prisionera de César, Caterina Sforza, muchos motivos de felicidad).
Sin esas tropas, y mientras maldecía por lo bajo a los franceses, César se vio obligado a abandonar sus esfuerzos para tomar Pesaro.
Durante la cena, Su Santidad enrojeció de furia mientras lo relataba, y maldijo las deslealtades del rey francés.
Necesité toda mi voluntad para reprimir una sonrisa de satisfacción ante la noticia.