Kjell Eriksson
La princesa de Burundi

1

El plato tembló y golpeó el vaso, que se derramó. La leche quedó esparcida sobre el mantel de plástico como una flor blanca.

«Con la poca leche que nos queda», le pasó por la cabeza. Recogió rápidamente el vaso y secó la leche con un trapo.

– ¿Cuándo viene papá?

Ella iba de un lado para otro. Justus estaba apoyado en el quicio de la puerta.

– No lo sé -dijo, y tiró el trapo al fregadero.

– ¿Qué hay para cenar?

Llevaba un libro en la mano con el dedo en la página donde lo había dejado. Deseaba preguntarle qué leía, pero le vino una idea repentina y se dirigió a la ventana.

Kalops [1] -dijo distraída. Su mirada voló sobre el aparcamiento. Había comenzado a nevar.

¿Habría conseguido trabajo? Él había hablado con Micke. Podría trabajar quitando nieve. Nevaba con fuerza un día tras otro. Además, no le asustaba la altura.

Berit sonrió al recordarlo trepando por la cañería hasta su balcón. Solo era un segundo piso, pero trepó. De haberse caído se habría partido la cabeza. Como su padre, pensó, y se le borró la sonrisa.

Se había enfadado mucho, pero él simplemente sonrió. Luego la cogió entre sus brazos y la abrazó con una fuerza inimaginable en un cuerpo tan delgado como el de John.

Después, ella relataría con encomio el episodio de su celo. Era su primer gran recuerdo en común.

Quitar nieve. Un pequeño tractor atravesó el aparcamiento y empujó aún más nieve sobre los ya cargados arbustos, junto a la pared del aparcamiento. Era Harry. Reconoció su gorro rojo brillando en la cabina.

Harry le había conseguido trabajo a Justus; le proporcionó un trabajo de verano cuando nadie más se lo ofrecía. Cortar la hierba, recoger basura, desherbar. Justus se había quejado, pero se puso muy contento cuando recibió su primera paga.

Berit siguió el tractor con la mirada. Quitar nieve. La nieve caía a capas. La licuadora del tractor reflejaba su luz anaranjada. La oscuridad descendió sobre el edificio y el aparcamiento. La luz volaba por el patio. Harry se afanaba. ¿Cuántas horas había trabajado durante los últimos días?

– Si sigo quitando tanta nieve me iré a Canarias -había gritado un día cuando se encontraron en el portal.

Se apoyó en la pala y le preguntó por Justus. Siempre lo hacía.

Se dio la vuelta hacia la cocina para saludarlo de parte de Harry, pero el chico había desaparecido de la puerta.

– ¿Qué haces? -gritó hacia el interior del apartamento.

– Nada -le devolvió Justus en el mismo tono.

Berit se lo imaginó sentado frente al ordenador. Desde que John había llegado a casa en agosto cargado de cajas, Justus, tan pronto como podía, se sentaba pegado frente a la pantalla.

– El chaval debe tener un ordenador. Si no, está fuera de onda -dijo John cuando ella comentó que le parecía un lujo.

– ¿Cuánto ha costado?

– Lo he conseguido muy barato -dijo, y se apresuró a sacar la factura de El-Giganten al ver su mirada. Esa mirada sombría que él tan bien conocía.

Miró alrededor de la cocina para encontrar algo que hacer, pero la comida ya estaba preparada. Regresó a la ventana. Había dicho que volvería a las cuatro de la tarde. Ya eran casi las seis. Solía llamar por teléfono cuando se retrasaba, pero eso sucedía cuando trabajaba en el taller y tenía que hacer muchas horas extras. Nunca le había gustado trabajar hasta tarde, pero Sagge tenía una manera de pedir las cosas que a nadie le resultaba posible negarse. Siempre parecía como si la empresa dependiera precisamente de ese encargo.

Después de que lo echaran guardó silencio. En realidad, John nunca había hablado mucho, era Berit la que se encargaba de charlar, pero tras el despido se tornó aún más callado,

La situación cambió en otoño. Berit estaba convencida de que tenía que ver con los peces. El nuevo acuario, del que había hablado durante años, por fin se había vuelto realidad.

Necesitaba trabajar con el acuario. Se deslomó durante un par de semanas de septiembre. Harry lo ayudó cuando tuvo que colocarlo en su sitio. Gunilla y él estuvieron en el estreno. Berit pensó que era ridículo celebrar la inauguración de un acuario, pero la fiesta fue un éxito.

Stellan, el vecino más cercano, pasó por allí, al igual que la madre de John, y Lennart se mantuvo sobrio y alegre. Stellan, que solía ser muy reservado, pasó el brazo por la cintura de Berit y dijo algo sobre lo guapa que estaba. John había sonreído. De Stellan no había nada que temer. Si no, John podía ser muy susceptible con esas cosas, sobre todo si se había tomado un par copas.

Harry había terminado en el aparcamiento. La luz de alarma arrojaba nuevas cascadas anaranjadas desde el camino peatonal hasta la lavandería y el local de reuniones. Quitar nieve. Berit apenas tenía una idea difusa de lo que eso significaba. ¿Subían a los tejados como antes? Recordaba a los viejos de su infancia, bien abrigados, con grandes palas de nieve y cuerdas enrolladas alrededor del hombro. Hasta se acordaba de las señales de precaución que colocaban en calles y patios.

¿Quizá estuviera en casa de Lennart? Hermano Tuck, como lo llamaba John. Eso no le hacía gracia. Le hacía pensar en los viejos y malos tiempos, en la vocinglera autoconfianza de Lennart y en el obcecado silencio de John, que a ella le costaba tanto valorar.

Berit tenía solo dieciséis años cuando los tres se conocieron. Primero conoció a John, y al poco también a Lennart. Los dos hermanos parecían inseparables. Lennart, con el flequillo negro colgando, impredecible en sus movimientos, siempre en acción, su nervioso toqueteo y parloteo. John, rubio, de labios finos y una delicadeza en su forma de ser que cautivó a Berit desde el primer momento. Una cicatriz sobre el ojo izquierdo creaba un extraño contraste en la piel pálida de su rostro algo afeminado. La cicatriz se la había hecho en un accidente de ciclomotor; naturalmente, su hermano conducía.

A Berit le costaba creer que John y Lennart fueran hermanos de verdad. Eran muy distintos, tanto en apariencia como en forma de ser. Una vez se lo preguntó a Aina, su madre. Fue al final de la fiesta del Cangrejo, pero ella solo hizo una mueca y le soltó una insolencia.

Berit no tardó mucho en darse cuenta de que los hermanos no siempre se ganaban el pan de una forma tradicional. Sin duda, John trabajaba en el taller de vez en cuando, pero le dio la impresión de que lo hacía únicamente para mantener una especie de fachada, sobre todo ante Albin, su padre.

John se encaminaba hacia la delincuencia. No por maldad o codicia. Era como si la vida convencional no le bastara. Esta idea la compartía con mucha gente de su entorno, adolescentes equilibrados en la superficie, que por las tardes y las noches vagaban sin rumbo como ganado alborotado por la parte este de la ciudad de Uppsala; hurtaban, tironeaban, robaban ciclomotores y coches, desvalijaban sótanos y rompían los cristales de las tiendas cuando se les antojaba.

Algunos de ellos eran asiduos de la pandilla, John y Lennart entre ellos, mientras que otros iban y venían; la mayoría acababan desapareciendo después de seis meses o un año.

Unos estudiaban en la escuela Bolands para ser pintores, albañiles, mecánicos o lo que se ofrecía a los adolescentes de clase obrera a comienzos de los años setenta. Ninguno de ellos continuó el bachillerato de ciencias. Les faltaban tanto las ganas como las notas. Algunos consiguieron trabajo nada más finalizar la enseñanza obligatoria.

La mayoría vivía en casa de sus padres; en algunos casos estos no eran las personas más adecuadas para poner coto a las drogas, los robos y la conducción ilegal. Bastante tenían con sus propios tormentos, y muchas veces se sentían impotentes ante el violento avance de sus pequeños. Se sentían desconcertados e incómodos en su relación con las autoridades sociales, psicólogos y otros correctores profesionales, limitados por el lenguaje y su propia simpleza, su propia vergüenza abrasadora.

John comenzó a trabajar en un taller mecánico, aprendió a soldar. Cuando había mucho trabajo se incorporaba a la faena y así se convirtió en un hábil artesano. Era concienzudo y recibía elogios por ello, no tanto por parte de Sagge como por parte de sus tres compañeros de trabajo.

– Si no fuera por ellos, todo se iría al infierno -le dijo una vez a Berit.

No fue hasta que comenzó a tener más trabajo en el taller cuando abandonó la calle y la pandilla. Tenía un empleo, aprecio, un sueldo aceptable, y además había conocido a Berit.

Durante el día Lennart conducía un ciclomotor de reparto de alimentos y pasaba las tardes en el billar de Sivia.

John también iba por allí. Era el que mejor jugaba, pero eso a Lennart no le preocupaba, puesto que solía pasar el tiempo en el piso de abajo, en la sala de pinball.

Fue ahí donde Berit los conoció. Llegó en compañía de AnnaLena, que estaba colada por un chico que frecuentaba el local.

Se enamoró de John a primera vista. Su lento movimiento alrededor de la mesa con el taco en la mano y su concentración en el juego encandilaron a Berit. Apenas hablaba.

Sus manos eran pequeñas. Estudió sus dedos separados sobre el tapete verde, la mirada recorriendo el taco, imperturbable. Lo que ella veía era seriedad. Y las pestañas. La mirada. La intensa mirada.

No supo muy bien por qué recordó el salón de billar. Hacía años que no había estado allí. Seguramente fue al pensar en el Hermano Tuck. Quizá John estuviera en su casa. No se atrevía a llamar. Seguro que bebían. De vez en cuando a John le daba por agarrar una buena borrachera con Lennart. Ahora esto ya no sucedía con tanta frecuencia, pero una vez que se decidía no había nada que lo detuviera. Ni siquiera Justus. El chico bien lo sabía, conocía a su padre a la perfección y sus protestas nunca fueron demasiado ruidosas ni prolongadas.

Hubo una vez, Justus debía de tener doce años, en la que John se dejó convencer y volvió a casa. Fue el mismo Justus quien telefoneó a su tío y pidió hablar con John. Berit no pudo oír nada; el chico se había encerrado en el cuarto de baño con el teléfono inalámbrico. John regresó al cabo de media hora. Tambaleándose, pero regresó.

Las tardes y las noches ocasionales que pasaba con su hermano parecían funcionar como una especie de accidental regreso al pasado. Las noches de borrachera eran lo que mantenía tan unidos a los hermanos. Berit no sabía de qué hablaban. ¿De los viejos tiempos?, ¿de la infancia en Almtuna?, ¿de qué sí no?

No tenían muchos temas de conversación. Se buscaban porque tenían una historia común. A veces, Berit podía sentir algo semejante a los celos ante esta regresión a un mundo que en parte le era extraño. La infancia de John y Lennart, sus primeros años, aparecía como el único tema de conversación realmente feliz entre ellos. Hasta la voz de Lennart adquiría una calidez de la que habitualmente carecía.

Berit no tenía cabida aquí. Daba la sensación de que su vida en común con John no contaba. Ella apareció en su vida cuando todo comenzó a cambiar, cuando su infancia acabó por completo. Ella no existía cuando se recordaban y relataban los años felices, los años jubilosos.

– ¿Cuándo viene?

– Vendrá en cualquier momento -gritó a modo de respuesta.

Estaba contenta de que Justus estuviera en su habitación.

– Estará quitando nieve. Es increíble la que está cayendo.

El chico guardó silencio. Ella esperó una réplica. Deseaba oír su voz, pero él continuó mudo. «¿Qué hace? ¿En qué piensa?» Si se atreviera podría salir de la cocina y entrar en su cuarto, pero la semioscuridad de la cocina era lo único que podía soportar. Nada de luz, nada de rápidas figuras de ordenador, nada de miradas interrogantes por parte de Justus.

– Quizá podrías ayudar a Harry -gritó ella-. Ganarías algo de dinero.

Ninguna reacción.

– Seguro que necesita ayuda con las rampas de los sótanos.

– A la mierda con su nieve.

De repente, Justus estaba de nuevo junto a la puerta.

– No es solo suya -replicó Berit en tono tranquilo.

El chico resopló y alargó la mano buscando en la pared el interruptor de la luz.

– ¡No, no la enciendas! -se arrepintió de inmediato-. Un poco de oscuridad es agradable. Si quieres, puedo encender unas velas.

Ella sintió su mirada desde la puerta.

– Podrías ganar un poco de dinero -dijo.

– No necesito dinero. Además, papá tiene dinero.

– Claro, pero no grandes cantidades. Decías que te querías comprar una cámara.

Justus la rechazó con una mirada. ¿Fue una mueca de triunfo lo que vio?

– Creo que de todas maneras deberías preguntar -prosiguió.

– Joder, qué tabarra -dijo él, y torció el cuerpo de esa forma de la que solo él era capaz y desapareció hacia su cuarto.

Ella oyó el portazo y el crujido de la cama al tirarse sobre ella. Regresó de nuevo a la ventana. Harry había desaparecido con su tractor. Las luces de casi todas las ventanas de la casa de enfrente estaban encendidas. Podía ver a las familias reunidas alrededor de la mesa. En algunas ventanas relucía la luz azulada de la televisión.

Una sombra se movió entre los garajes del aparcamiento y casi gritó de alegría, pero no apareció ningún John por el contenedor. ¿Había tenido una visión?, ¿dónde estaba la figura? Si se pasaba entre los garajes se llegaba al basurero, pero ahí no apareció nadie. Ni rastro de John. Berit miró fijamente la oscuridad. De pronto, ahí estaba de nuevo. Lo vislumbró durante un instante. Un hombre vestido de verde, pero no era John. ¿Quién era? ¿Por qué se quedaba detrás del contenedor? Entonces se le ocurrió que quizá fuera el hermano de Harry, que solía ayudarlo a quitar la nieve. Pero no John. El efímero momento de alivio fue sustituido por una sensación de soledad.

La cacerola con las patatas aún estaba caliente. Encendió la placa con el kalops. El calor al mínimo. «Llegará pronto», se convenció a sí misma, y pasó la mano por encima del guiso.


*****

A las siete y media llamó a Lennart. El hermano respondió a la quinta señal. Parecía sobrio. No sabía nada de John desde hacía días.

– Volverá en cualquier momento -dijo con un tono desenfadado, pero en su voz ella advirtió preocupación.

Berit se lo imaginó paseando por el recibidor.

– Haré un par de llamadas -dijo-. Seguro que está tomándose unas cervezas por ahí.

Berit lo detestó por esas palabras. Unas cervezas. Colgó el teléfono.

Llamó a la madre de John, pero sin decir nada de que llevaba horas buscándolo. Había abrigado la esperanza de que hubiera pasado a visitarla y se hubiera entretenido. Charlaron un rato mientras Berit deambulaba por el apartamento.

A las ocho y cuarto llamó Lennart.

– Joder, no era necesario colgar -comenzó, y ella notó que se había tomado un par de cervezas. Entonces tuvo la certeza.

– ¿Dónde estará? -preguntó ella materializando su desesperación.

Justus salió de su habitación.

– Tengo hambre -dijo.

Ella le hizo una señal con la mano para que se calmara y finalizó la conversación con Lennart.

– ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar tu padre?

No debía, pero ella comenzó a temblar a causa de la intranquilidad. Justus realizó un torpe movimiento con la mano.

– No lo sé, pero llegará en cualquier momento -dijo.

Berit rompió a llorar.

– ¡Mamá, llegará en cualquier momento!

– Sí, llegará en cualquier momento -dijo ella, e intentó esbozar una sonrisa, pero todo quedó en una mueca-. Es que me enfurece que no diga nada. Las patatas van a echarse a perder.

– ¿Por qué no cenamos?

De repente, se enfadó irracionalmente. ¿Había interpretado las palabras de Justus como una especie de deslealtad o era una premonición de que algo horrible había sucedido?

Se sentaron a la mesa de la cocina. Harry había regresado al jardín con su tractor y Berit pensó en retomar el hilo de la conversación sobre quitar nieve, pero guardó silencio al ver la expresión del chico.

Las patatas estaban pastosas y los trozos de carne estaban tiernos pero templados. Justus puso la mesa en silencio. Ella siguió con la mirada sus movimientos mecánicos. Los vaqueros dos tallas mayores colgaban alrededor de sus delgadas piernas y su inexistente trasero. Durante el otoño había cambiado, poco a poco, de forma de vestir y de gustos musicales; del pop inglés, que Berit apreciaba, había pasado a la desordenada y afilada música rap que a los oídos de ella sonaba sencillamente agresiva. El estilo de ropa había cambiado al ritmo de la música.

Miró el reloj de pared. Las nueve. Entonces supo que sería una noche larga. Muy larga.

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