6

Un cuchillo -pensó Haver-. ¿Quién mata a alguien con un cuchillo?» Las heridas del pecho y los brazos, los dedos mutilados, las quemaduras daban muestras de tortura y nada más. Escribió unos garabatos en su bloc antes de rodar con la silla hasta el ordenador y comenzar a escribir su informe. Cuando había rellenado los primeros datos llamaron a la puerta. Fredriksson asomó la cabeza.

– Johny -dijo Fredriksson.

– He sacado sus datos.

– Joder, qué frío hace.

Fredriksson parecía congelado.

– Su hermano aún sigue actuando de vez en cuando -apuntó, y se sentó.

Haver movió su silla y miró a su compañero. Tenía ganas de escribir el informe, pero comprendió que Fredriksson deseaba hablar.

– Pero eso fue hace tiempo.

– Lennart Albert Jonsson fue interrogado la primavera pasada por robo y amenazas.

– ¿Con qué resultado?

– El caso se cerró -respondió Fredriksson-. Los testigos se echaron atrás.

– ¿Los amenazaron?

– Creemos que sí.

– Tendremos que interrogar al hermano.

– Lo raro es que John se comportó correctamente durante muchos años -sopesó Fredriksson.

Se puso en pie y se apoyó en un archivador; ahora parecía extrañamente relajado, como si lo que necesitara antes de Navidad fuera precisamente un asesinato con arma blanca.

– Sabrás que está casado. También conozco a su mujer, un auténtico primor. Tienen un chaval. Se llama Justus.

– Joder, ¿cómo puedes acordarte de todo?

– Esa familia tenía algo que me gustaba. La mujer de Johny era un bombón muy especial. Era guapa, pero no solo eso. Había mucho más.

Haver esperó la continuación, cuál era el significado de ese «más», pero al parecer Fredriksson había perdido el hilo.

– ¿Así que «primor» y «bombón» es lo mismo?

– Más o menos -dijo Fredriksson, y esbozó una sonrisa.

– Bea ha ido para allá -informó Haver.

Estaba contento de haberse librado aun cuando debería haberla acompañado. El primer encuentro con un familiar podía aportar testimonios y experiencias valiosas.

Recordó a la mujer de un suicida. El hombre había saltado por los aires detrás de un granero cerca de Hagby. Cuando Haver y su compañera, Mia Rosén, llamaron a la puerta de la viuda para contarle la triste noticia, ella comenzó a desternillarse. Rió sin parar durante medio minuto hasta que Rosén la agarró y zarandeó con fuerza. Se serenó un poco y murmuró una disculpa, pero no consiguió ocultar su satisfacción por la muerte del marido.

Resultó que el marido estaba muy borracho, 2,8% de alcohol en sangre, y no se podía descartar que alguien le hubiera colocado la carga explosiva en el cuerpo. Había huellas de neumáticos en un pequeño y embarrado camino de tractores detrás del granero. Un coche había conducido hasta allí y después se había largado marcha atrás. Probablemente un coche azul, pues descubrieron rastros de un choque en un pino joven al borde del camino.

Cuando unos cuantos días después interrogaron de nuevo a la mujer, había un hombre en la casa. Era dueño de un Audi rojo.

Fredriksson interrumpió las cavilaciones de Haver.

– ¿Quién asesina con un cuchillo? -preguntó, y retomó los pensamientos del propio Haver.

– Alguien bajo los efectos del alcohol, en una pelea que acaba en homicidio, o en una reyerta entre pandillas.

– O un cabrón desaprensivo que no quería hacer mucho ruido -propuso Fredriksson.

– Primero lo rajaron y maltrataron.

– ¿Qué conclusión podemos sacar de los dedos?

– Lo primero que pensé fue que querían intimidarlo -dijo Haver-. No sé, quizá vea demasiada televisión -añadió al observar la mirada de Fredriksson.

– Yo creo que Johny estaba al corriente de algo que alguien deseaba saber -continuó, y se separó de la mesa rodando con la silla.

– Johny era un tipo callado y obstinado -apostilló Fredriksson.

Se dirigió hacia la ventana, pero, de repente, se dio la vuelta y miró a Haver.

– ¿Sabes algo de Ann?

– La vi hace un par de semanas. Manda recuerdos.

– Hace un par de semanas, muchas gracias. Vaya mensajero más rápido. ¿Cómo está?

– No le gusta mucho eso de andar por casa.

– Y el niño, ¿está bien?

– Creo que sí. Hablamos sobre todo de trabajo. Creo que Ann interrogó al hermano de Johny una vez.

Fredriksson se fue y dejó a Haver rumiando las palabras de su compañero sobre la mujer de John. Sentía curiosidad por oír los comentarios de Bea. Conociéndola bien, tardaría un rato en volver. Ella era, quizá, la que mejor se relacionaba con la gente, amable sin ser demasiado impertinente y sentimental, minuciosa sin ser quisquillosa. Creaba una confianza que requería tiempo, pero también conseguía información a la que otros colegas no accedían.

Haver llamó al móvil de Ryde. Resultó, como sospechaba, que este aún seguía en Libro.

– ¿Habéis encontrado algo interesante?

– No mucho, excepto que ha empezado a nevar de nuevo.

– Llámame si veis algo que valga la pena -pidió Haver, que sentía una cierta impaciencia. Ryde debía de haber encontrado algo. Aunque fuera poca cosa. Haver quería resultados rápidos.

«¡Ojalá vaya bien!», pensó deseando que la primera investigación por asesinato que dirigía resultara en una rápida detención. Tenía experiencia. Había trabajado junto a Lindell en varios casos y se consideraba capacitado para el trabajo; no obstante, sentía un cosquilleo de inseguridad e impaciencia en todas sus extremidades.

Tomó de nuevo el teléfono y llamó al fiscal, y a continuación buscó a un tal Andreas Lundemark, que era el responsable del vertedero de nieve de Libro. Haver quería saber cómo se desarrollaba el trabajo en ese lugar. Habían pasado por allí multitud de camioneros, de eso daba fe la ingente masa de nieve. Quizá alguno hubiera visto algo. Habría que interrogarlos a todos.

A través de la centralita del ayuntamiento consiguió el número de móvil de Lundemark, pero nadie respondió. Haver dejó un mensaje en el contestador.

Colgó el teléfono y supo que era hora de trabajar. Se sentó frente a los papeles de John y los de su hermano. Hojeó los documentos. Unos gruesos legajos, sobre todo el referido a Lennart. Haver anotó los nombres que figuraban en distintas investigaciones, en total cincuenta y dos personas. Habría que interrogar a todos y cada uno de ellos.

El más importante era el grupo que en el archivo de Lennart estaba calificado como «amigos íntimos»: ladrones, receptadores, compañeros de borrachera y otras personas con las que Lennart pudiera estar relacionado.

Permaneció sentado. Volvió a pensar en Rebecka. Él era un buen investigador, pero cuando se trataba de su propia casa era un desastre. No podía ver con claridad qué era lo que la atormentaba. No era la primera vez que ella se quedaba en casa de baja por maternidad, y hasta entonces todo había sido un campo de rosas.

Quizá lo más sencillo era preguntarle. Sentarse con ella, cuando los niños se hubieran dormido, y llevar a cabo un auténtico interrogatorio. No dejar nada al azar, ser sistemático e intentar abstraerse de que él mismo podía ser el culpable.

– Esta noche -se dijo en voz alta mientras se ponía en pie, sabiendo en ese mismo instante que se engañaba a sí mismo.

Nunca tendría fuerzas para mantener una conversación con ella al llegar a casa después del primer día de una investigación de asesinato. Además, ¿a qué hora regresaría a casa?

– No puedo olvidarme de llamar -murmuró.


*****

Beatrice se detuvo un momento en el portal, leyó los nombres de los inquilinos, constató que había dos Andersson, un Ramirez y un Oto. ¿De dónde viene Oto? ¿África, Malasia, otro país lejano? Y también había un J. y B. Jonsson, segundo piso.

Estaba sola y ello la satisfacía. Ir a notificar una muerte era lo más difícil de todo. En estos casos a Beatrice le incomodaban los compañeros. Ella tenía de sobra con sus propios sentimientos y prefería no tener que cargar con los del compañero, quien quizá parloteaba demasiado o, refrenándose, permanecía callado creando inseguridad.

La puerta estaba recién reparada y aún olía a pintura. Intentó imaginarse que había ido allí a visitar a un buen amigo, quizá a alguien a quien no veía desde hacía años. La excitación y la alegría del reencuentro.

Pasó la mano por la pared rugosa verde mate. El olor a pintura se mezclaba con el de comida, olía a cebolla frita. «Oto prepara su plato nacional porque voy a visitarlo. Oto, qué bueno volver a verte. ¡Oh, cebolla frita, mi plato favorito!»

Dio un paso y se detuvo. El móvil vibraba en su bolsillo. Comprobó quién la llamaba. Ola.

– Acabamos de recibir una llamada -dijo él-. Es de Berit Jonsson denunciando la desaparición de su marido anoche.

– Estoy en su escalera.

– Le hemos dicho que enviaríamos a un policía.

– ¿Y esa soy yo?

– Sí, eres tú -indicó Ola Haver con una voz muy seria.

«Joder -pensó-, sabe que estoy en camino. Cree que vengo aquí a causa de la desaparición y traigo la noticia de su muerte.»

Recordó a un colega que acudió a un accidente. Un anciano había sido atropellado por un coche y había muerto en el acto. El colega reconoció al hombre de su pueblo, era amigo de los padres del policía y él había mantenido el contacto con el hombre y su mujer cuando, más tarde, se mudaron a la ciudad.

Él se encargó de la tarea de notificárselo a la esposa del accidentado. Ella se mostró contentísima al verlo, lo hizo pasar al apartamento y dijo que el marido llegaría en cualquier momento, había salido a dar una vuelta, y entonces podrían tomarse un café juntos y charlar, hacía tanto tiempo…

Beatrice subió paso a paso. «John, Berit y Justus Jonsson.» Aborrecía ese tipo de timbres que tienen un sordo carillón tintineante. Dio un paso atrás. La puerta se abrió casi de inmediato.

– Soy Beatrice Andersson, de la policía -se presentó, y alargó la mano.

Berit Jonsson le tendió la suya. Su mano era pequeña, cálida y húmeda.

– Qué rapidez -dijo carraspeando-. ¡Pase!

El vestíbulo era largo, estrecho y oscuro. Al otro lado de la puerta había una gran cantidad de zapatos y botas. Beatrice se quitó la chaqueta, tuvo que buscar ella misma una percha mientras Berit permanecía completamente pasiva a su lado. Se dio la vuelta e intentó esbozar una sonrisa, pero fracasó.

El rostro de Berit carecía de expresión. Observó a Beatrice con una mirada neutral. Fueron a la cocina sin intercambiar ni una sola palabra. Señaló con la mano hacia una silla, pero ella permaneció de pie junto a la encimera. Tenía treinta y cinco años. El cabello antaño rubio estaba teñido con un tinte marrón oscuro, «Caoba», advirtió Beatrice, y estaba torpemente recogido en una cola de caballo. Bizqueaba un poco del ojo izquierdo. Sus manos agarraban el borde de la encimera a su espalda.

No iba maquillada y su rostro tenía un cierto aire de desnudez. Estaba muy cansada.

– Usted debe de ser Berit. He visto que en la puerta también ponía Justus. ¿Es su hijo?

Berit asintió.

– Es hijo de John y mío.

– ¿Está en casa?

Ella negó con la cabeza.

– Ha denunciado la desaparición de John -empezó Beatrice, y dudó un instante de cómo continuar, a pesar de que lo había repasado.

– Tendría que haber venido ayer por la tarde, a las cuatro, pero aún no ha aparecido.

Al decir «aún» tembló. Soltó su mano de la encimera y se la pasó por el rostro.

Beatrice la encontró guapa en todo su desasosiego, pese a las grandes ojeras oscuras bajo sus ojos y sus rígidos y agotados rasgos faciales.

– Lo siento, pero tengo que informarle de que John ha fallecido. Hemos encontrado su cuerpo esta mañana.

Las palabras descendieron como hielo sobre la cocina. La mano de Berit se detuvo en el rostro, como si deseara ocultarse, sin oír, sin ver, pero Beatrice percibió como la evidencia se materializaba poco a poco. Bajó el brazo, lo llevó hacia delante con la mano abierta y la palma hacia arriba, como si mendigara algo. Parecía como si tuviera rayas en los ojos, sus pupilas se dilataron y Berit tragó saliva.

Beatrice se puso en pie y tomó la mano de Berit en la suya; ahora estaba helada.

– Lo siento mucho -repitió-, pero John ha fallecido.

Berit miró inquisitivamente el rostro de la policía como para detectar cualquier ápice de inseguridad. Retiró la mano, se la llevó a la boca y Beatrice esperó un grito, pero este no llegó.

Beatrice tragó saliva. Vio ante sí el cuerpo maltratado, amoratado y quemado de Johny, pisoteado entre un montón de nieve sucia de las calles de la ciudad.

Berit movió la cabeza, primero despacio, casi imperceptiblemente, luego cada vez con más fuerza. Abrió con lentitud su boca y un hilo de saliva corrió por una de las comisuras. Las palabras de Beatrice se asentaban, perforaban la conciencia de la mujer. Permaneció paralizada, no movía ni un solo músculo, inaccesible durante el tiempo necesario para asimilar la noticia de que su John nunca más volvería a casa, nunca más volvería a abrazarla, nunca más entraría en la cocina, nunca más nada.

No opuso resistencia cuando Beatrice le pasó el brazo por el hombro, la acompañó a la silla que había junto a la ventana y ella misma se sentó al otro lado de la mesa. Se encontró inspeccionando lo que había sobre esta: una azalea que no habían regado suficientemente y comenzaba a marchitarse, el periódico matutino, un candelabro de adviento con tres velas a medio consumir y, junto a la pared, un cuchillo y un tenedor formando una cruz sobre un plato vacío.

Beatrice se inclinó sobre la mesa, tomó de nuevo la mano de la mujer y la apretó con suavidad.

– ¿Quiere que llamemos a alguien?

Berit volvió el rostro hacia Beatrice y la miró de hito en hito.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó en un ronco susurro.

– Lo han asesinado -dijo Beatrice en voz baja, como poniéndose a la altura de Berit.

La mirada que recibió le recordó la matanza de un cordero que presenció cuando era niña. Iban a sacrificar a una oveja. La sacaron del redil mientras no paraba de balar y la condujeron al patio. Estaba muy nerviosa, pero su tío la tranquilizó.

La mirada que la oveja le dirigió en ese preciso instante, esa décima de segundo, el blanco de los ojos volteado, la expresión herida, no era de miedo, sino más bien de interrogación. Era como si la angustia no tuviera cabida a pesar de que el patio era grande y los pastos, ricos.

– Asesinado -murmuró Berit.

– ¿Quiere que llamemos a alguien? ¿Tiene hermanos?

Berit negó con la cabeza.

– ¿Padres?

Una nueva negación.

– Justus -dijo-, tengo que hablar con él.

– ¿Dónde está?

– En casa de Danne.

– ¿Queda cerca de aquí?

– En la calle Salabacksgatan.

«No podré aguantarlo», pensó Beatrice, pero supo, al mismo tiempo, que lo peor para ella ya había pasado. Ya estaba dicho. Haría todo lo que estuviera a su alcance para aliviar el dolor de la mujer e intentaría dar respuesta a sus preguntas. Le embargó una sensación de recogimiento. Ese sentimiento le era conocido de antaño. Beatrice era de todo menos religiosa, pero podía vislumbrar qué era lo que la gente buscaba en el mensaje y los ritos religiosos.

Una gran parte de su trabajo policial tocaba de pasada las grandes preguntas, los mitos y los sueños.

Había notado que, con frecuencia, los policías representaban el papel de confesores. Hasta el policía uniformado, que desde un punto de vista superficial representaba la autoridad, el poder y la mala conciencia de la gente, se podía convertir en receptor de confidencias. Lo había constatado durante sus años de patrulla. ¿O era su personalidad, en cambio, la que invitaba a aquella proximidad emocional? No lo sabía, pero apreciaba esos momentos. Se había dicho a sí misma que nunca sería cínica.

La puerta de la calle se abrió de golpe.

– Justus -resopló Berit.

Pero fue un hombre quien se precipitó en la cocina. Al ver a Beatrice se detuvo en seco.

– ¿Eres una religiosa o qué?

– No -dijo Beatrice, y se puso en pie.

El hombre respiraba con dificultad. Su mirada era agresiva.

– ¿Quién coño eres?

– Soy policía.

– Se han cargado a mi hermano.

Agitó el brazo derecho ante Beatrice.

– Lennart -susurró Berit.

Este detuvo sus exabruptos, la miró como si descubriera su presencia por primera vez. Bajó los brazos y su cuerpo se desinfló como cuando se pincha una muñeca hinchable.

– Berit -dijo, y dio un paso hacia ella.

– Cabrón -soltó ella, y le escupió a la cara.

Él se tomó su arrebato con tranquilidad, se pasó el brazo por el rostro. Beatrice comprobó que la chaqueta tenía un desgarrón en la sobaquera, por donde aparecía un forro color rojo sangre.

– No era necesario -repuso él con calma, y Beatrice solo pudo leer en su expresión confusión y pena.

– Es culpa tuya -dijo Berit, con los dientes tan apretados que era difícil comprender que pudiera emitir sonido alguno-. ¡Es tu puta culpa que mi John esté muerto! -La voz acabó en falsete-. Tú siempre lo has empujado a joder las cosas. ¡Siempre tú!

Lennart negó con la cabeza. Tenía el rostro arrugado y una barba negra de dos días cubría una gran parte de este. Beatrice nunca hubiera podido imaginar que el hombre que estaba ante ella y Johny fueran hermanos.

– Te lo prometo -dijo él-, no sé una mierda de esto.

Beatrice le creyó intuitivamente.

– ¿Cómo se ha enterado de que su hermano está muerto?

– Los chismosos de tus colegas -indicó lacónico, y luego apartó la mirada-. Lo sabe toda la ciudad -continuó vuelto hacia la ventana-. Si gritan por la radio de la policía que Johny está muerto, es normal que lo sepa todo el mundo.

«Es incomprensible -pensó Beatrice- que se pronuncie el nombre completo de la persona asesinada por la radio.»

– Mi hermano, mi único hermano pequeño -sollozó Lennart Jonsson, apoyado en el alféizar de la ventana y con el rostro pegado al cristal.

Beatrice se preguntó qué otros detalles del crimen se habían pregonado. Berit estaba de nuevo hundida en la silla y permanecía sin vida, con la mirada fija en alguna parte en la que Beatrice no podía entrar.

– ¿Se queda con Berit? -preguntó-. Necesita compañía.

Era difícil determinar si el cuñado era la compañía más adecuada, pero Beatrice creyó que era lo correcto. Un hermano y una esposa, unidos para siempre, la vida común, los recuerdos, la pena.

Lennart se dio la vuelta y asintió, reconciliador. Aún tenía una gota de la saliva de Berit en su barbilla barbuda.

Beatrice apuntó la dirección del amigo de Justus y de la madre de Lennart, salió al vestíbulo, llamó a Haver y le pidió que se ocupara de que informaran a la madre.

Cuando regresó a la cocina, Lennart estaba bebiendo una cerveza a morro. «No me vendría mal», pensó ella.

– Berit -dijo-, ¿sabe qué es lo John iba a hacer ayer?

Berit negó con la cabeza.

– ¿Tenía que hacer algún encargo, encontrarse con alguien?

Berit no dijo nada.

– Tengo que preguntárselo.

– No sé nada.

– ¿No dijo nada cuando se fue?

Berit inclinó la cabeza y pareció que intentaba recordar qué había pasado el día anterior. Beatrice podía imaginar que repasaba en su cabeza los últimos minutos antes de que John desapareciera por la puerta y de su vida para siempre. ¿Cuántas veces rememoraría ese día?

– Estaba como siempre -respondió al fin-. Creo que dijo algo de una tienda de animales. Tenía que ir a comprar una bomba de agua que había encargado.

– ¿Qué tienda?

– No lo sé. Iba a todas.

Comenzó a sollozar.

– Tiene un acuario bonito de cojones -dijo Lennart-. Salió en el periódico.

Se hizo el silencio.

– Creía que estaba quitando nieve. Hablaba de buscar trabajo con un chapista que conocía.

– ¿Con Micke? -preguntó Lennart.

Berit miró a su cuñado y asintió. «Micke -pensó Beatrice-. Ahora saldrán todos los nombres.»


*****

Haver, Beatrice, Wende, Berglund, Fredriksson, Riis, Lundin y Ottosson estaban reunidos alrededor de un bote gigante de galletas de especias. Fredriksson cogió un buen puñado y apiló las galletas frente a su taza. «Once», constató Beatrice.

– ¿Vas a ser bueno?

Fredriksson asintió ausente. Ottosson, que al parecer ya era lo suficientemente bueno, no cogió ninguna galleta cuando la lata llegó a su lado.

– Toma una galleta de especias -dijo Riis.

– No, gracias -repuso el jefe de la brigada.

– Johny murió desangrado -explicó Haver de pronto-. Una o más personas lo apuñalaron con un cuchillo u otro objeto punzante hasta que se desangró.

El grupo sentado alrededor de la mesa digirió la información. Haver se detuvo. Imaginó que sus compañeros se hacían una idea del final de la vida de Johny.

– Antes lo golpearon repetidamente en la cara y en el pecho -prosiguió Haver-. Además, tenía quemaduras, probablemente de cigarrillo, en brazos y genitales.

– Buscamos a un fumador sádico -apostilló Riis.

– ¿No son unos sádicos todos los fumadores? -le preguntó Lundin.

Haver le lanzó una mirada y continuó.

– Probablemente murió entre las cuatro y las ocho de ayer tarde. Es algo difícil precisar la hora teniendo en cuenta que estaba medio congelado.

– ¿Tenía alcohol o drogas en la sangre? -preguntó Ottosson.

– Estaba limpio. Lo único que han constatado es un principio de úlcera de estómago y un hígado que podría haber estado en mejores condiciones.

– ¿Era alcohólico?

– No, no podemos decir que lo fuera, pero el hígado había trabajado lo suyo -contestó Haver, quien de pronto pareció agotado.

– ¿No murió por error? -preguntó Beatrice-. Que se desangrara después de tantos cortes pequeños apunta a un tratamiento largo. Si alguien quiere matar a una persona con un cuchillo le mete una buena cuchillada.

«Es absurdo», pensó Haver.

– Tortura -insistió-. Lo torturaron.

– Era un tipo duro -intervino Ottosson-. No creo que fuera tan sencillo someterlo.

– Eso nunca se sabe -dijo Fredriksson, y se comió la octava galleta-. Una cosa es hacerse el duro sentado a una mesa mientras te interrogan por robo y otro rollo muy distinto es mantener la máscara mientras te torturan hasta matarte.

Ottosson no era de los primeros que solían replicar, pero esta vez se reafirmó.

– Johny era testarudo. Además de valiente. A pesar de su tamaño nunca se rendía.

– Pero tú no lo has torturado -observó Riis.

Ottosson había contado que había interrogado a Johny en varias ocasiones. Estuvo presente en la primera detención, cuando tenía dieciséis años, y luego se habían tropezado durante cinco o seis años.

– ¿Es un asunto antiguo o es algo nuevo? -prosiguió Ottosson-. A mí me cuesta creer que Johny estuviera metido en nuevas irregularidades. Tú, Bea, has visto a la esposa y al hijo, y John, al parecer, se ha comportado bien durante los últimos diez años. ¿Por qué iba a fastidiarlo ahora?

Bea asintió y le lanzó a Ottosson una mirada para animarlo a continuar. Le gustaba cómo hablaba. Él ya era historia mucho antes de que ella llegara a la brigada e incluso antes de que empezara en la escuela. Beatrice pensaba que era un hombre inteligente. Cada vez soltaba menos discursos, y justo ahora ella deseaba que él siguiera hablando, pero Ottosson guardó silencio, le quitó la última galleta a Fredriksson y le lanzó a Beatrice una mirada traviesa.

– La mujer y el hijo parecen buena gente. Él llevaba varios meses en paro y eso había ocasionado pequeños problemas, pero no se había derrumbado. Bebía de vez en cuando, ha dicho la esposa, pero nada de borracheras continuadas. Es posible que ella endulzara algo la historia, pero yo creo que se comportaba bien. Trabajaba en su acuario. Es el más grande que he visto. Seguro que tiene cuatro metros de largo por uno de ancho. Ocupaba toda una pared.

– Como pierda agua, vaya humedades -dijo Riis.

Ottosson le lanzó una mirada que indicaba: «Ya vale de comentarios tontos». Riis esbozó una mueca.

– Al parecer era su pasión -continuó Beatrice-. Era miembro de una asociación de acuarios; según parece era muy activo en la dirección. Soñaba con tener una tienda de peces.

Ottosson asintió.

– En cambio, el hermano -dijo Haver- no parece estar tan limpio. ¿Podría haber empujado a John a hacer algo?

– No lo creo -comentó Beatrice-. Por lo menos no lo hizo de una forma deliberada. Parecía realmente sorprendido. Está claro que uno se encuentra en estado de shock cuando asesinan a su hermano, pero no hay nada que indique que tuviera la más mínima idea de que John estuviera involucrado en alguna pillería.

– No parece tener demasiadas luces -consideró Ottosson-. Quizá sea incapaz de darse cuenta de lo que ha hecho, de que fuera a tener tales consecuencias.

Beatrice pareció dudar.

– Quizá lo entienda ahora -añadió Ottosson.

Morenius, el jefe de la Brigada de Inteligencia Criminal, entró en la sala de personal. Lanzó un voluminoso archivador sobre la mesa, se sentó y emitió un sonoro suspiro.

– Disculpad el retraso, pero tenemos mucho que hacer -dijo, y lo subrayó con un suspiro.

– Tómate un café -propuso Ottosson-, así te despejarás.

Morenius sonrió y se estiró tras el termo de café.

– ¿Galletas? -ofreció Ottosson.

– Lennart Jonsson -comenzó el jefe de la Brigada de Inteligencia Criminal- es uno de nuestros clientes habituales y de unas cuantas administraciones más. Catorce detenciones por conducir sin carné, tres por conducir borracho, dieciséis por robo, tres de ellos con agravante, una por agresión y seguro que veinte más que desconocemos, una por intento de estafa, otra por posesión de drogas, pero esta es de hace mucho tiempo, tres por amenazas y una por desacato. Esto es lo que tenemos. Además, tiene una docena de multas impagadas y una deuda de cerca de treinta mil coronas con la oficina estatal de impagos. Recibe ayuda social y se está tramitando su pensión anticipada.

– ¿Por qué cojones…? -exclamó Lundin.

Morenius parecía agotado tras su larga relación, pero tomó un sorbo de café y prosiguió.

– Al parecer arrastra una antigua lesión. Se cayó de un andamio hace cinco años y desde entonces, en principio, está incapacitado.

– ¿Así que ha trabajado?

– En la construcción sobre todo, pero también para Ragnsells y, durante un tiempo, como portero de discoteca.

– ¿Es Lennart la clave de todo esto?

La pregunta de Ottosson quedó en el aire. Fredriksson se había provisto de un nuevo montón de galletas y seguía masticando. Riis aparentaba aburrimiento. Lundin miraba sus manos y todos esperaban a que se levantara y fuera al cuarto de baño a lavárselas. Su pánico a las bacterias era el hazmerreír de todo el edificio. El gasto en toallas de papel se había incrementado considerablemente desde la llegada de Lundin a la brigada.

Haver abordó una discusión acerca de elaborar un informe sobre los conocidos de la familia Jonsson y su economía.

Al principio Beatrice escuchó con atención, pero pronto se enfrascó en sus propias reflexiones. Intentó recordar algo que le había incomodado durante la visita a Berit Jonsson. ¿Fue quizá cuando mencionaron al hijo? ¿Fue algo que Berit dijo? ¿Puede que una mirada o un cambio en la expresión de su rostro? ¿Una especie de preocupación?

Ottosson interrumpió sus pensamientos.

– Hola, Bea, te he hecho una pregunta. ¿Ha dicho algo Berit sobre cuál era la situación económica de John? ¿Había tenido la familia problemas después de que se quedara sin trabajo?

– No, no lo creo. No parecían pasar necesidades. Berit trabaja media jornada en asistencia domiciliaria y John cobraba el paro.

– Haremos el control rutinario -dijo Ottosson-. ¿Te encargas tú, Riis?

Riis asintió. Era una tarea que le agradaba.

– Yo había pensado volver mañana por la mañana, hablar con Berit y quizá con el niño, inspeccionar las pertenencias de John -expuso Beatrice-. ¿Te parece bien?

– Muy bien -respondió Haver-. La investigación sobre las tiendas de animales no ha dado resultados, pero continuaremos con los peces mañana. Quizá haya tiendas pequeñas, o hasta particulares que venden equipamiento especial desde casa. Habrá que profundizar en lo de la asociación de acuarios. Tenemos que esclarecer el último día de John.

Ottosson finalizó con una palabrería que nadie se preocupó de seguir, pero todos permanecieron educadamente sentados. Para Ottosson era importante el marco de sus reuniones. Tenían que ser agradables y ágiles.

Eran más de las ocho de la noche. El reparto de trabajo había finalizado.

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