Ann Lindell le puso el mono de invierno a Erik. Sus ojos la seguían, atentos. Ella se detuvo un instante. «¿Se parece a mí o a su padre?», pensó. El ingeniero ausente que conoció una noche y luego nunca más volvió a ver. Pensó si ignoraba que había sido padre o si, por el contrario, lo presentía. No, ¿por qué iba a hacerlo? Aunque quizá, sin saberlo ella, él la había visto por la ciudad, embarazada, y había adivinado que era el padre. «Los hombres no son tan listos.» Sonrió. Erik le devolvió la sonrisa.
– Pero tú sí lo eres -dijo, y pasó con cuidado los deditos por la manga.
Tenía cita con el pediatra. Desde hacía un mes a Erik le habían salido unas pequeñas erupciones en la piel que le picaban, iban y venían, y quería saber de qué se trataba. Sus padres irían a pasar las navidades y su madre la asediaría a preguntas sobre las erupciones. Así que por ambas razones era una buena idea visitar al médico.
Cogió el cochecito en el portal y decidió bajar caminando hasta el centro. Había subido de peso después del embarazo. Sus pechos y sus muslos se habían hinchado y su barriga plana era un recuerdo lejano. No era algo que le preocupara demasiado, pero sabía que una mujer de su edad fácilmente cogía unos gramos por aquí y unos kilos por allá, para acabar convirtiéndose en una persona sedentaria con sobrepeso.
Seguramente su aumento de peso estaba ligado a su nueva vida. Ahora se movía menos y comía más que antes. Esa era una de sus debilidades, comer ese poco de más, regalarse algún capricho. Nunca había tenido muchas amistades, pero ahora cada vez se encontraba menos con otras personas. Prefería quedarse en casa, miraba despreocupadamente la televisión y comía un buen queso o un dulce. Se había acostumbrado a esa vida con una rapidez sorprendente. Claro que echaba de menos el trabajo, el estrés, la conversación con los colegas y la excitación que conllevaba estar siempre rodeada de gente. Al principio de la baja por maternidad sintió una gran liberación, pero durante los últimos meses la inquietud había aumentado.
Ahora no se encargaba de ninguna investigación, no participaba en ninguna reunión matinal y no la despertaban llamadas telefónicas que trataban de violencia y desgracias. Se sentía libre de cualquier responsabilidad. Erik era increíblemente fácil de tratar. Si comía y dormía con la suficiente regularidad todo era paz y tranquilidad. Ni siquiera había tenido un ordinario cólico. El primer problema de verdad eran los granitos en la piel.
Tardó veinte minutos en llegar al centro. Sudaba bajo el abrigo. Antes no solía llevar abrigo, casi siempre salía únicamente con una chaqueta corta o un jersey.
– Te estás convirtiendo en toda una señora -le dijo Ottosson la última vez que ella pasó de visita por la comisaría.
– Quiere decir en una vieja -añadió Sammy Nilsson.
La habían mirado como nunca antes habían hecho. Esa fue por lo menos la sensación que ella tuvo y que le creó inseguridad. Estaba orgullosa de ser madre. Del hijo del que ella, y solo ella, se ocupaba, Quizá no fuera ninguna proeza -lo habían hecho millones de madres antes, y sin paritorios ni un año de controles médicos-, pero era ella, Ann Lindell, la que era madre. Nadie en el mundo, ni hombre ni mujer, le podía quitar esa sensación de orgullo. Sabía que era un pensamiento reaccionario y ridículo, pero estaba cualificada. Formaba parte de una hermandad junto con el resto de madres, vivas y muertas. Era un grupo exclusivo, la mitad de la humanidad estaba directamente excluida, y además muchas otras que no querían o no podían dar a luz una nueva vida.
A veces se preguntaba si los hombres sentirían lo mismo. Suponía que sabía demasiado poco sobre ellos como para decir algo categórico. Se había encontrado a padres que empujaban el cochecito del niño con esa mirada casi ridícula de felicidad, pero ¿sentían lo mismo? No tenía a ningún hombre a quien preguntar. Edvard, el hombre que mejor conocía, había cargado el dolor de la mala relación con sus dos hijos. ¿Sería capaz una mujer de huir como hizo él? En realidad estaba cansada de sus elucubraciones caseras casi filosóficas, pero estas no desaparecían. Comprendía que volvían para que ella pudiera trabajar su propia frustración y su propia soledad. Pues en realidad estaba sola, a pesar de la maternidad.
Parir un hijo y verlo desarrollarse era una experiencia fantástica, pero al mismo tiempo aburrida. Esa era la palabra que utilizaba; «aburrida». No se lo dijo a nadie, pero echaba de menos la emoción del trabajo como policía de la Brigada Criminal. Empezó a intuir por qué había elegido la profesión. No era por razones filantrópicas, sino más bien por la excitación, esperar lo inesperado, lo extraordinario, la sensación de sentirse en el centro de la ruleta de la fortuna donde se formulan las preguntas sobre la vida y la muerte.
Llegó al centro de atención infantil justo antes de la una y la atendió Karin, a la que había visto en otras ocasiones. Le gustaba Karin, la mujercita de las pequeñas y limpias sandalias amarillas. Hablaron de la mastitis y de la combinación de vacío, nostalgia, alivio y liberación que significaba la falta de menstruación. Ann y ella se llevaban bien.
Todavía daba de mamar, pero estaba pensando dejarlo. La criatura se negaba a mamar del pecho izquierdo, que ahora había adoptado su proporción normal, mientras que el derecho era tan grande como una pelota de fútbol. Ann se sentía a veces como una vaca. Deseaba mantener la intimidad que implicaba amamantar, pero, al mismo tiempo, quería recuperar sus pechos.
Desvistió al niño y mostró los granitos en el pecho y en la espalda. Karin los estudió con detalle y le explicó que seguramente eran debidos a algo que Ann comía.
– Piensa en lo que comes -dijo-. Erik reacciona a algo que tomas. Si fuera verano, diría que se trata de las fresas.
– Me gusta mucho la comida india -señaló Ann-, ¿puede ser eso? Comino y jengibre, por ejemplo.
– ¿Te refieres a comida picante? No, entonces a Erik le dolería la tripa.
– ¿No será algún virus?
Ann se sintió impotente. La idea de que cualquier cosa se podía deber a un virus se la contagió una mujer en la guardería pública a la que iba a veces. No porque se sintiera bien allí; lo veía más bien como una prueba, algo por lo que las madres primerizas debían pasar.
– No, no creo que sea eso mientras estés amamantándolo.
Se pusieron de acuerdo en que Ann pensaría detenidamente qué era lo que comía y cómo reaccionaba Erik a las distintas comidas.
Estuvieron hablando durante media hora. Karin era una confidente que no esquivaba las preguntas complicadas y sensibles. Intuía el desconcierto de Ann ante la maternidad. Ya lo había visto con anterioridad y, sin embargo, hacía las preguntas correctas con un tacto que hacía que Ann se sintiera totalmente relajada y tranquila ante la profesional enfermera. Daba los consejos de tal forma que nunca parecían criticar la falta de conocimientos e instinto de Ann.
Se separaron en el pasillo. Ann se dio la vuelta y la despidió con la mano, tomó la de Erik y dejó que él también saludara. De pronto Karin pareció medrosa, pero levantó la mano en un tímido saludo.
Ann Lindell salió al sol de diciembre, que ahora se hundía con más rapidez en el horizonte, con una sensación de gratitud. Siguió calle abajo y decidió acercarse a la comisaría. Miró el reloj. Casi las dos. Seguro que Ottosson estaba allí. Probablemente tendría tiempo para tomar una taza de té y charlar un rato.
La puerta estaba abierta y Lindell echó un vistazo. Ottosson estaba sentado a su mesa. Concentrado en un papel que tenía delante. Oyó que murmuraba. Luego le dio la vuelta a la hoja y suspiró.
– ¿Molesto?
Ottosson se sobresaltó, alzó la mirada y la primera confusión se transformó en una sonrisa.
– ¿Te he asustado?
– No, me ha asustado lo que leía.
No dijo nada más, pero la observó.
– Tienes buen aspecto -dijo.
Lindell sonrió. Siempre decía lo mismo, incluso cuando ella se sentía miserable.
– ¿Qué hacéis?
Ottosson desoyó la pregunta y se interesó por Erik.
– Está en el cochecito, aquí fuera. Durmiendo.
El comisario se levantó de la silla y Lindell pudo comprobar que su dolor de espalda había regresado.
– Debería quejarme, ¿no? -señaló él al ver su expresión.
Salieron juntos y Ottosson miró al niño. Otro colega pasó junto a ellos, se detuvo y se inclinó también sobre el cochecito. Ottosson susurró de nuevo, pero no dijo nada.
– Dentro de poco, un año -dijo Lindell-. Bueno, pronto, pronto… -añadió.
Ottosson asintió.
– Recuerdos de parte de mi mujer -expresó-. Habló de ti el otro día.
Lindell metió el cochecito en la oficina y Ottosson cerró la puerta tras de sí.
– Aquí todo es paz navideña -expuso-. Tenemos el asesinato a cuchilladas de Libro, además de un loco que se metió en casa de una mujer en Sävja. Hay una conexión. Johny, la mujer y el loco, que se llama Vincent Hahn, fueron compañeros de escuela en Vaksala. Estaba leyendo unos papeles que hemos encontrado en casa de Hahn. Está completamente chiflado. Se queja de todo. Hemos encontrado cinco gruesas carpetas con las copias de las cartas enviadas durante años, y además las respuestas de las diferentes empresas o administraciones.
– ¿Ha estado detenido?
– No tenemos nada. Ni siquiera una queja.
– ¿La conexión con Johny es relevante?
– Lo único que tenemos es que fueron a la misma escuela. Puede ser una coincidencia, pero el asesinato podría ser el comienzo de una especie de venganza particular. Estamos indagando lo mejor que podemos. La viuda de John nunca había oído hablar de Hahn.
– ¿Y el hermano de John?
– Hoy aún no lo hemos localizado.
Lindell sintió la excitación. Después de apenas un par de minutos de conversación, era como si estuviera de vuelta.
– Recuerdo que Lennart Jonsson era un tipo bastante antipático -dijo ella-. Chulo y un poco bocazas.
– Tiene sus cosas -concedió Ottosson-, pero lo que es seguro es que llora la pérdida de su hermano. Ha estado sobrio desde el asesinato. Creo que está investigando por su cuenta. ¿Sabes?, Nilsson, Johan Sebastian, con el que Sammy tiene contacto, llamó para decírnoslo.
A Lindell siempre le habían resultado difíciles los soplones, pero Bach, que era su apodo, era realmente útil y a veces se tenía que obviar su carácter dudoso.
De pronto algo chocó contra la ventana y tanto Ottosson como Lindell se sobresaltaron. En la ventana había restos de plumas.
– Pobre diablo -dijo Ottosson levantándose y dirigiéndose hacia la ventana. Intentó mirar el patio de abajo para ver si descubría al pájaro.
– Seguro que no le ha pasado nada -apuntó Lindell.
– Es la tercera vez en un par de semanas -informó Ottosson preocupado-. No sé por qué vuelan justo contra mi ventana.
– Eres el jefe -dijo Lindell.
– Es como si buscaran la muerte -reflexionó Ottosson.
– Quizá sea algo con el cristal que crea una ilusión óptica.
– Parece una señal -continuó, y se volvió de nuevo hacia la ventana. Se quedó parado en mitad de la estancia.
La barba había encanecido aún más. El dolor de espalda arqueaba su porte. Lindell sintió un gran cariño por su colega. Era el mejor jefe que había tenido jamás, aunque, a veces, no diera la talla. La maldad agotaba a Ottosson. Se había colado un tono filosófico en su razonamiento que le distraía del delito que tenían que resolver, y formulaba las grandes preguntas sobre el porqué. Eso también era necesario, y todos los policías reflexionaban sobre ello, pero eso no podía oscurecer las tareas más concretas, importantes.
En las reuniones matinales a veces Ottosson podía perderse en divagaciones que no llevaban a ninguna parte mientras crecía la impaciencia de Lindell y el resto de compañeros, pero nadie tenía las agallas de criticar al amable comisario.
– ¿Qué crees que se le ocurrirá a Lennart? -preguntó en un intento por traerlo de vuelta a la realidad, al presente. Ottosson se volvió.
– ¿Ocurrir? Bueno, irá a ver a sus amigos. Has de saber que esos hermanos estaban muy unidos. Tenían una relación por encima de lo normal y no me sorprendería que fuera a la caza del homicida de su hermano.
«Homicida», pensó Lindell. Es como si Ottosson ya no utilizara la palabra «asesino».
– Háblame de Johny.
Ottosson bordeó la mesa y se sentó.
– ¿Quieres un té?
Lindell cabeceó negativamente.
– En realidad no era muy listo -comenzó el comisario-. Era un pensador, pero creo que muchas veces sus miras eran estrechas. Se emperraba en una cosa y se aferraba a ella, como si no tuviera imaginación o valor para soltarla, para atreverse a probar otras ideas.
– ¿Era testarudo?
– Sí, pero de los suaves, una tozudez que me agradaba. Sabía mucho de sus peces, creo que eso fue su salvación.
– O su muerte -apuntó Lindell, pero se arrepintió de inmediato al ver la expresión de Ottosson.
– Se volvió bueno en algo y creo que lo necesitaba. Durante toda su vida tuvo muy poca confianza en sí mismo. Berglund dijo que se trataba de todo el entorno, de su infancia. No se les permitía destacar.
– ¿Qué quieres decir?
Ottosson se puso en pie y se acercó de nuevo a la ventana, bajó la persiana veneciana y reguló las varillas para que entrara luz, pero la habitación, no obstante, quedó manifiestamente oscura. «Típico de diciembre», pensó Lindell. Fue como si Ottosson leyera sus pensamientos, pues antes de sentarse encendió tres velas del candelabro de adviento que había en el alféizar de la ventana.
– Qué bonito -dijo ella.
Ottosson sonrió con una mueca escéptica, entre satisfecha y avergonzada.
– ¿Qué quiero decir? -continuó-. Quizá John descubrió que era demasiado estrecho. Quería hacer tantas cosas.
– No lo recuerdo como un aventurero. Trabajó muchos años de soldador en el mismo sitio.
– Sí, claro, pero creo que soñaba con otra clase de vida.
Ottosson guardó silencio.
Lindell supuso que era la primera vez que ventilaba sus pensamientos sobre Johny.
– ¿Qué dice su mujer?
– Nada. Está como en una nube. El niño es más listo.
Ottosson no entró en detalles de por qué Justus era más listo, sino que siguió hablando de los hermanos. Al parecer, era Berglund quien había dedicado más energía a recopilar su historia. «La persona adecuada», opinó Lindell. Mediana edad, nacido en Uppsala y con un aire tranquilo. Estaba hecho para la misión. Sammy no lo habría superado, tampoco Beatrice, Haver quizá.
¿Habría sido ella misma capaz de andar entre la clase obrera de la ciudad para intentar crearse una imagen de los hermanos Jonsson? Lo dudaba.
Llamaron a la puerta y Sammy metió la cabeza.
– Hola, Ann -saludó apurado-. Tenemos algo -continuó excitado, vuelto hacia Ottosson-. El arma asesina.
– ¿La de Johny?
– ¡Yes!
Alzó una bolsa de plástico con un gran cuchillo dentro.
– La Brigada Juvenil detuvo a un joven. Lo llevaba encima, debajo del pantalón.
– Es grande -consideró Lindell.
– Veintitrés centímetros -dijo Sammy sonriendo-. Fabricado en Francia.
– ¿Por qué lo detuvieron?
– Una pelea en el centro, amenazó a un chico con el puñal.
– ¿Es suyo?
– Lo conozco de hace tiempo y me cuesta creerlo. Tiene quince años, es un pendenciero, pero no un asesino.
– ¿Homicida quizá?
Sammy negó con la cabeza.
– ¿Inmigrante?
– No, sueco de pura cepa, Mattias Andersson. Vive con su madre en Svartbäcken.
– ¿Qué te hace pensar que sea el arma asesina?
– Hay sangre de John en la hoja y el mango -lo informó Sammy-. Bohlin vio las manchas, pidió un análisis y coincidió con la sangre de John.
– ¿Bohlin, de la Brigada Juvenil?
– El mismo.
– Bien hecho -dijo Ottosson-. ¿Qué ha dicho Mattias?
– Está de camino -respondió Sammy.
Le lanzó una mirada a Lindell y ella creyó ver una expresión de triunfo en su rostro, pero al momento se persuadió de que se había equivocado. En ese mismo instante sonó el móvil de Sammy. Respondió, escuchó y finalizó la llamada con un «vale».
– Están llegando -dijo, y dio un paso hacia la puerta, pero se volvió y miró a Lindell.
– ¿Quieres venir?
– ¿Adónde?
– Al interrogatorio con Mattias.
– Tengo a la criatura conmigo -dijo, y señaló con la cabeza. Ahora por primera vez Sammy descubrió el cochecito.
– Déjalo aquí-propuso Ottosson.