– Ahora se ha hecho justicia -sostuvo Vincent Hahn con voz clara.
Su voz decidida sorprendió a Beatrice. Se había esperado un hombre confuso.
– ¿Eres consciente de que estás detenido por dos asesinatos, allanamiento, abuso sexual y amenazas?
Vincent no respondió y Beatrice repitió la pregunta.
– Sí -indicó al fin.
– ¿Qué quieres decir con que se ha hecho justicia?
– ¿No lo entiendes? Ahora puedo estar en paz.
– ¿Conocías a John Jonsson?
– Claro -respondió raudo Vincent Hahn-. Él pertenecía a la tropa.
– ¿Qué tropa?
– La tropa de los malvados.
– ¿Qué te parece que esté muerto?
– Bien.
Haver y Beatrice se miraron.
– ¿Mataste a John Jonsson?
– Lo apuñalé.
Vincent trazó un movimiento circular con la mano y un escalofrío recorrió a los dos inspectores.
– ¿Puedes describir el cuchillo?
– Un cuchillo. Un cuchillo largo. No tuvo escapatoria. Lo acuchillé una y otra vez.
– Descríbelo con más detalle.
– Uno capaz de matar.
– ¿Aún lo tienes?
Hahn tanteó con las manos por encima de su pernera izquierda.
– No -dijo-. Yo… lo…
– ¿Lo tiraste?
– No sé. Lo tenía dentro de la chaqueta.
– Cuéntanos cómo te encontraste con John.
– En la plaza Vaksala, fuera de la escuela. Estaba a mi lado. Lo acuchillé.
– ¿En la plaza?
– No sé. En esa plaza no.
Por segunda vez se coló un tono de inseguridad en su voz. Dudó, apartó la mirada de los policías y balanceó el cuerpo antes de proseguir.
– Se reía, se reía burlonamente. Señalaba. Estaba enfadado. Todos estaban enfadados ese día.
– ¿Cuándo fue eso?
– Fue… Llevaba un abeto.
– ¿Un abeto de Navidad? ¿Fue a comprar un abeto a la plaza Vaksala?
– ¿Hablasteis?
Las voces de Beatrice y Haver se sobrepusieron.
– John nunca me dijo nada. Solo se burlaba.
– Has dicho que lo acuchillaste. ¿Dónde lo hiciste?
– Muchas cuchilladas.
– ¿Pero dónde? ¿En la plaza?
– Me perseguía una y otra vez.
– ¿Te refieres a cuando ibais a la escuela?
– No era un hombre bueno. El otro tampoco lo era.
– ¿Qué otro?
– El de la gorra. Hablaba muy alto. No me gusta cuando la gente grita.
– ¿Él también estaba en la plaza?
Hahn asintió con la cabeza.
– ¿Cómo era ese hombre?
– Hablaba en alto y John se burlaba.
– ¿Puedes describirlo?
Ola Haver sintió la impaciencia como si fueran gusanos bajo su piel. Beatrice inspiró hondo, y luego, al oír la cinta, sonó como un intento desesperado por tomar aire.
– Parecía un militar. Yo me puse a su lado, por si acaso John también se burlaba de él.
Vincent Hahn guardó silencio.
– ¿Puedes describir su ropa?
Silencio.
– Lo querías proteger de John, ¿es eso lo que quieres decir?
– Ahora sé que tenía razón.
– ¿Razón de qué?
– De vengarme. Justicia.
– ¿Qué pasó con el hombre y John?
– Se fueron con el abeto de Navidad.
– ¿Adónde?
Su rostro adquirió ahora una expresión de dolor. Se hundió en la silla y cerró los ojos. Haver miró el reloj. Habían hablado durante quince minutos. ¿Cuánto tiempo más aguantaría Hahn?
– ¿Quieres un poco de zumo?
– Se fueron hacia la escuela, bajo la bóveda -continuó Hahn inesperadamente rápido-. Allí resonaba cuando alguien gritaba.
Haver había estado en la escuela de Vaksala dando una charla sobre drogas y tenía un claro recuerdo de cómo era. La escuela tenía una amplia entrada abovedada por la plaza. Dentro se encontraba el patio. En el lado opuesto se hallaba el comedor, que ahora estaba en obras. «De nuevo una obra», pensó, y regresó la sensación que tuvo durante la reunión. Era algo que él había oído o visto. ¿Se trataba de la obra? Una obra en el Hospital Universitario y ahora una obra en la escuela de Vaksala.
– Los seguiste por la bóveda.
– A veces olía a mierda en la bóveda -afirmó Hahn-, entonces nadie quería entrar.
– ¿Pero esta vez lo hiciste?
Un nuevo cabeceo afirmativo.
– John me tiró una.
– ¿Qué?
– Una bomba fétida.
– Pero no olía a mierda, así que entraste.
– Pusieron el abeto en un coche y corrí para alcanzarlos.
– ¿Los alcanzaste?
Vincent alzó la cabeza y miró de hito en hito a Beatrice.
– ¿Los alcanzaste antes de que se fueran?
Ella intentó dirigirse a él amablemente. Estaba sentado en silencio. Su mirada penetrante la asustó. «Este cerdo ha matado a un colega», pensó. Repitió una y otra vez la palabra «cerdo», se fortaleció y le devolvió la mirada.
La cabeza de Vincent Hahn se hundió.
– Quiero irme a casa -solicitó apático.
Haver se puso en pie, apagó el magnetófono y cabeceó hacia el guardia, que agarró a Hahn del brazo. Dejó conducirse afuera en un estado abúlico. Haver encendió de nuevo el magnetófono y leyó con rapidez unas cuantas palabras para indicar que el interrogatorio había finalizado.
– ¿Qué te parece?
– Un pirado, pero creo que vio a John en la plaza Vaksala, quizá hasta el mismo día en que fue asesinado. Puede que así sea. John deja a Micke Andersson, que vive junto a la plaza, se le ocurre ir a comprar un abeto, o por lo menos a mirar, se encuentra con alguien que se ofrece a llevarlo en coche a casa a él y al abeto. El coche podía haber estado aparcado en el patio de la escuela.
– ¿Se puede salir de ahí en coche por la noche? -preguntó Beatrice.
– Creo que sí. Tiene salida a las calles Salagatan y Väderkvarnsgatan.
– ¿Quién era el hombre que parecía un militar?
– Sí, eso. Parecía un militar. ¿Qué puede significar? ¿Fue su manera de comportarse lo que hizo que Hahn pensara que era un militar o quizá fue la ropa?
– ¿Qué regimientos hay en la ciudad?
– Están el F16 y el F20 -indicó Haver-, ¿pero cuántos llevan uniforme fuera de servicio?
– Quizá podríamos tomar prestados unos cuantos uniformes de allí para que Hahn les eche un vistazo.
– También puede tratarse de otra clase de uniforme, y que él pensara que era militar.
– Conductor de autobús, guardia de aparcamiento; hay cantidad de ropa de trabajo que un loco como Hahn puede creer que es militar.
Haver estaba sentado en silencio, rebobinó la cinta y escuchó. Hahn sonaba metálico en la cinta, como si la grabación hubiera borrado la indecisión de su voz.
– ¿Qué hay de cierto en todo esto? -preguntó Haver.
Beatrice miró fijamente la pared sin ver. Haver creyó por un instante que hablaba con Lindell. Se oyó un discreto golpe en la puerta. «Fredriksson», pensó Haver, pero era Sammy Nilsson, que entreabrió la puerta con cuidado y echó un vistazo.
– Lo habéis mandado abajo de nuevo -constató, y entró.
Haver volvió a reproducir la cinta.
– Creo que es él -señaló Sammy cuando Haver la paró.
– El motivo se podría aceptar, ¿pero la ocasión? -pidió Haver con voz distante.
Beatrice lo miró de reojo. «Asume demasiadas tareas -pensó-, como si toda la investigación dependiera de él. Quizá sea la muerte de Hollman lo que le presiona hasta agotarlo aún más.»
– Y el transporte hasta Libro, ¿cómo lo resolvió?
– Los dedos cortados, es tan macabro que Hahn pudo haberlo hecho perfectamente -dijo Sammy obviando las objeciones de ella.
– El transporte -repitió Beatrice.
– Si es que apuñaló a Johny en el patio de la escuela, dijo algo de «en esa plaza no», y el patio de la escuela se puede tomar por una plaza -prosiguió Sammy-, así que quizá lo ayudó ese que parecía un militar.
– Muy rebuscado -objetó Beatrice-. ¿Por qué siendo testigo de un asesinato ayudaría a Hahn a transportar el cuerpo a Libro?
– Quizá se conocían.
Beatrice movió negativamente la cabeza.
– Lo obligaron -dijo Haver-. Quizá Hahn lo amenazó.
– ¿Por qué?… ¿Quieres decir que también fue asesinado?
Sammy asintió.
– Yes -pronunció-. Tenemos otro cadáver en alguna parte.
Permanecieron sentados en silencio un buen rato, intentando imaginarse la escena. No resultaba del todo improbable para ninguno de ellos.
– Tendremos que interrogar de nuevo a Hahn -le expuso Sammy.
– Sí, claro -interrumpió Haver-. ¿Qué creías? Hablaré con Ottosson -dijo, y abandonó la habitación antes de que sus colegas pudieran reaccionar.
– Qué prisa le ha entrado -señaló Sammy sorprendido.
– Está agotado -explicó Beatrice.
– Echa de menos a Rebecka -apuntó Sammy en un tono que a Beatrice no le gustó.
– Ha estado llorando -advirtió ella, cerró su cuaderno y salió sin decir nada más.