Le gustaba el musgo que se adivinaba bajo la nieve. Si fuera verano se habría tumbado. Solo un rato. Descansar un poco. Inspiró. Hondo. Una vez, dos veces. Ella encendió una lámpara en el salón. Vislumbró su figura durante un corto instante.
– Soy un guerrero del bosque -dijo él en voz alta.
Le gustaba la idea. Era un ser venido de fuera, del musgo y la oscuridad, acercándose a la cálida ventana.
De pronto, se encendió otra lámpara en la habitación contigua. Ella se había quitado la ropa de arriba, menos el sujetador. Abrió la puerta del armario, cogió una camiseta y en un solo movimiento se la pasó por la cabeza y los brazos, tan rápido que él blasfemó. Deseaba verla. Cuántas veces había soñado con esos pechos.
Ella permaneció en la habitación, contorneándose y dándose la vuelta, se miraba al espejo, arreglaba algo. Se acercó al espejo, se inclinó hacia delante. Él tuvo que hacer lo mismo para poder estudiarla con detalle. Cinco metros separaban la ventana del árbol tras el que se ocultaba. Olió el tronco. Humedad, nada más.
Ella apagó la luz y salió de la habitación. Él esperó diez minutos antes de acercarse sigilosamente al porche y deslizarse tras la diminuta barandilla. ¿Qué plan tenía? La incertidumbre sobre esto le hizo dudar. Creía que tenía una idea, pero al encontrarse allí, tan cerca de uno de sus torturadores, esta no parecía especialmente tentadora.
A Vincent Hahn le pareció viajar en el tiempo, al pasado, veinticinco, treinta años. También entonces tuvo momentos de grandeza, momentos en los cuales él tomaba decisiones. Decisiones que, sin embargo, siempre se diluían al enfrentarse a la realidad. Ella todavía le causaba inseguridad. Esto lo enfureció en su interior, pero aún no podía superar la sensación de inferioridad y dependencia.