38

La casa de Sagander se encontraba en lo alto de una colina. En otras circunstancias Lindell hubiera hecho un comentario sobre lo idílico del lugar. Era una casa de dos pisos, roja con las esquinas blancas y con una entrada cubierta que hacía las veces de balcón. En este había dos pequeños árboles de Navidad decorados. Tenían lucecitas como el gran abeto del jardín, que medía más de ocho metros. Una par de alas, en las que casi todas las ventanas estaban iluminadas, completaban la imagen de próspera finca en las llanuras de Uppland.

– ¿Es un latifundista? -preguntó Haver mientras conducía despacio por la entrada.

– Seguro que está todo parcelado -dijo Berglund.

Unas ramas rodeaban el camino para marcar el arcén. De ellas colgaban unos pequeños gnomos.

– Joder, qué decoración -soltó Haver disgustado.

– A mí me parece bonito -observó Berglund.

Lindell no dijo nada, pero echó un vistazo por si había una furgoneta roja.

– No está el coche -avisó ella.

Comprendieron a lo que se refería a pesar de que había tres coches estacionados en el jardín. Haver aparcó detrás de un viejo Nissan y sus colegas uniformados estacionaron detrás del coche de Haver. Se bajaron al mismo tiempo. Seis policías, de los cuales cinco estaban de servicio e iban armados. Lindell se sorprendió de que incluso Haver llevara su arma reglamentaria.


*****

El trío uniformado esperó en el jardín. Un perro lanudo se acercó y husmeó entre sus piernas, pero desapareció tan rápido como había venido. Lindell reflexionó sobre si ella también debía esperar en el jardín, pero un gesto casi imperceptible de Berglund indicó que podía acompañarlos al interior.

Les abrió una mujer de unos sesenta años. Se esforzó por parecer relajada y amable, pero los ojos la delataban. Vagaron entre los tres policías y se fijaron durante un instante en Lindell, como si buscaran una especie de comprensión femenina.

– ¿La señora Sagander? -dijo Berglund en un tono interrogativo.

Su voz amable, que contradecía su perfil arisco, le arrancó una sonrisa insegura y una inclinación de cabeza de asentimiento.

– Me imagino que buscan a Agne -apuntó echándose a un lado.

Lindell sonrió a la mujer y cruzó el umbral.

– Ann Lindell -saludó, y tendió la mano.

– Gunnel -replicó la mujer sonriendo.

En el amplio recibidor olía a hornada navideña. Lindell miró a su alrededor. La puerta de la cocina estaba abierta y entrevió una pared repleta de objetos de cobre, pero lo que más llamó su atención fue el suelo de madera del recibidor compuesto de listones de pino relucientes por la cera y el cuidado diario. Un inmenso buró de estilo rústico y un par de antiguas sillas de Östervåla, junto a unas alfombras caseras de claros colores, resaltaban el carácter rústico de la casa.

En una ventana había una pequeña miniatura de una iglesia de adviento iluminada sobre un lecho de algodón con pequeños gnomos como decoración. La mujer observó la mirada de Lindell y le contó que fue su padre quien durante los años cuarenta construyó la iglesia y elaboró los gnomos. Se entusiasmó, satisfecha de poder hablar de algo cotidiano.

– La Navidad es tan bonita… -expresó Lindell.


*****

Agne Sagander los recibió sentado en un sillón con una pierna estirada sobre un escabel. A Haver, tras haberlo visto en el taller, le resultó fuera de lugar en la acogedora habitación. Se veía que la situación no le agradaba. Suspiró profundamente cuando ellos entraron.

– Aquí estoy sentado como un jodido idiota discapacitado -comenzó sin ningún respeto por las buenas maneras.

– Agne -pronunció su mujer en un tono sumiso y cansino.

– Joder -protestó Agne Sagander.

– Un asunto lamentable lo del taller -empezó Berglund.

– Vaya delegación más numerosa -consideró Sagander mirando a Lindell-. A usted la conozco de los periódicos. Asesinatos y desgracias, ¿dónde está la parte divertida de todo eso?

Linden se acercó al hombre, tendió la mano y se presentó. Sagander la apretó con fuerza. Linden sonrió.

Berglund también se acercó y se presentó.

– ¿Es cazador? -preguntó.

– Sí, a ese me lo cargué en Jämtland -señaló Sagander, y miró la colosal cabeza de alce sobre la chimenea-. Dieciocho puntas. Ströms Vattudal. Ahí hay alces de verdad, o había -añadió con una sonrisa satisfecha-. ¿Usted caza?

– Antes -contestó Berglund con sequedad.

– Vaya -asintió Sagander-. ¿Qué tienen? ¿Cómo ha quedado? Es una mierda tener que estar aquí sentado.

– Agne tiene muchos dolores -apuntó la mujer-. Se operó de la espalda y ahora al parecer algo ha salido mal.

– Es culpa de esos jodidos veterinarios del Universitario -le dijo Sagander-. Cortan de cualquier manera.

– Creo que has pillado una infección -recriminó Gunnel Sagander en un tono algo más decidido-. Deberías ir al hospital.

– ¿Pasar las navidades ahí? ¡Nada de eso!

– Si es una infección te darán antibióticos -explicó-. ¿Desean café? -Cambió de tema y miró a Lindell.

– Gracias, no me vendría mal -respondió Lindell.

La mujer desapareció de la habitación. El hombre la siguió pensativo con la mirada.

– Bueno, el taller ha ardido hasta los cimientos -expuso Haver sin piedad-. No queda una mierda.

Fue como si acomodase su tono y su lenguaje al de Sagander.

– Eso he oído -admitió Sagander.

– ¿Le apena? -preguntó Lindell.

– ¿Apenarme? ¡Joder, qué pregunta!

– Creemos que alguien le ha prendido fuego -intervino Berglund.

– ¿No se pueden sentar? Parece como si yo fuera un cadáver.

Los tres policías se sentaron. A Lindell le dio la sensación de estar visitando a un familiar arisco en el hospital.

– Prenderle fuego -dijo Sagander-. ¿Quién puede haber sido?

– ¿Tiene problemas con alguien?

– En todo caso con Hacienda, pero no creo que tengan patrullas de incendiarios. Tampoco creo que sea el cagón de Ringholm.

– Hemos estado pensando -apuntó Haver, y se inclinó hacia delante-. Hace poco asesinaron a un ex empleado suyo y ahora queman el taller. ¿Hay alguna relación?

Sagander negó con la cabeza.

– ¿Qué hizo el 17 de diciembre? -preguntó Berglund.

Sagander lo miró durante un corto instante antes de responder. A Lindell le pareció vislumbrar una expresión de decepción en su rostro, como si Sagander considerara que Berglund traicionaba la fraternidad entre cazadores.

– Se lo voy a contar. Entonces estaba bajo el bisturí -dijo, e hizo un movimiento hacia la espalda.

– Se recuperó rápido. Cuando pasé por el taller el 19 parecía estar bastante bien -consideró Haver.

– Me operaron de una hernia de disco y con eso te mandan a casa rápido de cojones.

– ¿Cuándo volvió a casa?

– La tarde del 18, el día de mi cumpleaños.

– ¿Qué coche tiene? -preguntó Berglund.

– El Volvo de ahí fuera -respondió Sagander rápidamente.

Se notaba que sentía dolor y que lo odiaba, no tanto por el sufrimiento, supuso Lindell, sino por tener que estar ahí postrado.

– ¿Cómo volvió a casa?

– Mi mujer me trajo.

– ¿En el Volvo?

– Claro, ¿cómo si no? ¿En limusina?

Gunnel Sagander entró en la habitación con una bandeja cargada de tazas y platos, bollos y galletas.

– A ver -dijo, y se volvió hacia Lindell-, ¿podría recoger los periódicos de la mesa?

Las tazas tintineaban sobre la bandeja. Lindell ayudó a poner la mesa.

– Qué porcelana más bonita -observó, y la mujer la miró como alguien que está en peligro de naufragar y ve un salvavidas.

– Espero que todavía no estén hartos de las galletas de especias -indicó ella.

«Aquí podría sentirme a gusto si no tuviera que aguantar a Agne Sagander», pensó Lindell.

– El café estará listo en un momento -anunció la mujer.

– He visto que tiene unos objetos de cobre muy bonitos en la pared. ¿Puedo verlos?

– Claro, venga conmigo.

Se dirigieron hacia la cocina y Lindell sintió la mirada de Agne Sagander clavada en su espalda.

– Es un poco brusco -expuso Gunnel Sagander cuando entraron en la cocina-. Le duele mucho.

– Ya lo veo -concedió Lindell-. Seguro que es una persona muy activa.

Observaron los cuencos y los moldes. Gunnel le contó que la mayoría los había heredado, pero que algunos de ellos también los había comprado en diferentes subastas.

– Se vuelve loco cuando traigo cosas a casa, pero luego le parecen bonitas.

– Es típico de los hombres -consideró Lindell-. He oído que usted lo trajo del hospital a casa.

– Sí, en efecto -admitió Gunnel, y sus ojos perdieron algo de brillo.

– ¿Fue el 18?

– Sí, era su cumpleaños, pero apenas lo festejamos. Estaba bastante enfadado. Quería ir al taller.

– ¿Mandan a la gente tan pronto a casa? Lo operaron el día antes.

– Hay recortes, pero él quería venirse a casa. Seguro que los que están solos lo llevan peor.

– ¿Se refiere a los que no tienen servicio doméstico?

Gunnel Sagander sonrió.

– Servicio doméstico -repitió Gunnel pensativa-. Yo no pienso así. Me gusta tenerlo todo bonito y él no es tan difícil como parece.

A Lindell le pareció que Gunnel Sagander había sabido envejecer. La calidez de su voz indicaba que había visto y oído mucho, pero había perdonado y se había reconciliado con lo que había salido mal. ¿Era feliz? ¿Convertía en virtud la necesidad de ser una buena ama de casa y esposa de un hosco cascarrabias?

Lindell había visto demasiadas mujeres sometidas, pero al mismo tiempo reconocía que le atraía el papel tradicional de mujer. Era tan fácil imitar a su madre. Tan aparentemente seguro. Deseaba hablar con Gunnel Sagander de aquello, pero comprendió que no era la ocasión adecuada y que seguramente nunca lo sería.

El café borboteó una última vez en la cafetera. Gunnel Sagander le lanzó una mirada a Lindell como si pudiera leer sus pensamientos.

– ¿Está casada? -preguntó mientras vertía el café en un termo grande.

– No, vivo sola con mi pequeño Erik.

La mujer cabeceó y se dirigieron al salón.


*****

Lindell observó que Haver estaba decepcionado. ¿O era el cansancio lo que le daba esa imagen de estar acabado? Estaba relajadamente sentado, recostado en una butaca, y se miraba las manos. Lanzó una mirada a Lindell y a Gunnel Sagander cuando regresaron. Sagander parloteaba. Berglund escuchaba atento.

– Johny era competente, pero era un excéntrico -dijo-. Fue una pena que tuviera que irse.

– Fue usted quien lo despidió -objetó Berglund.

– No tuve más remedio -replicó Sagander lacónico-, pero eso es algo que un funcionario no puede entender.

– Sí lo entiendo -dijo Berglund amablemente, y sonrió.

– ¿Un poco más de café? -ofreció Gunnel Sagander, y alzó el termo.

– No, gracias -rechazó Berglund, y se puso en pie.


*****

Haver alzó la vista al cielo. Las nubes se apartaban como una cortina y revelaban un firmamento estrellado. Movió los labios como para decir algo, pero se arrepintió y descendió hasta el jardín.

– Gracias por el café -dijo, y se dio la vuelta hacia Gunnel Sagander.

Ella no dijo nada, sino que simplemente asintió. Berglund le tendió la mano. Lindell se entretuvo un rato.

– Usted también conocía a John, ¿verdad? -preguntó.

– Claro. Trabajó en el taller durante muchos años. Me caía bien.

– Su hijo, Justus, ha desaparecido. ¿Tiene alguna idea de adónde ha podido ir?

Gunnel negó con la cabeza.

– ¿Se ha escapado? Pobre chico.

Un coche arrancó. Era el coche patrulla, que empezaba a moverse. Lindell tomó la mano de ella y le dio las gracias. Haver y Berglund estaban a punto de sentarse en el coche cuando Haver se quedó petrificado, como si le hubiera dado un ataque de ciática. Lindell vio como se apartaba del coche y se dirigía unos metros hacia un lado, se ponía en cuclillas y llamaba a Berglund. Este se inclinó en el coche y cogió algo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Gunnel Sagander preocupada.

– No sé -respondió Lindell.

– Se me ha ocurrido adónde ha podido ir Justus. John y Erki, el del taller, eran buenos amigos.

A Lindell le costaba concentrarse en lo que decía la mujer. Las luces del jardín apenas alcanzaban a iluminar con un pequeño reflejo el lugar en el que Haver y Berglund estaban agachados. Berglund encendió una linterna. Vio la excitación de Haver por la manera en que se dio la vuelta hacia Berglund. Este movió la cabeza, alzó la vista hacia la casa, se puso en pie y cogió el teléfono móvil.

– Erki era casi como un padre para John, sobre todo al principio -prosiguió Gunnel Sagander-. Entonces estaba un poco desorientado. También era bastante impetuoso, aunque eso a Erki no le importó.

Lindell alzó el cuello.

– ¿Qué hacen ahí abajo? ¿Se les ha perdido algo?

– Quizá hayan encontrado algo -indicó Lindell-. ¿Qué decía del compañero de trabajo de John?

– Quizá Justus haya ido a casa de Erki. Sé que el finlandés le cae bien.

– ¿Sabe dónde vive?

– Antes vivía en Årsta, pero creo que luego se mudó a Bälinge.

Haver enderezó el cuerpo, se pasó las manos por el sacro y le dijo algo a Berglund.

– Le puedo preguntar a Agne. Podríamos llamar a Erki.

– Pregúntele a Agne y así podré llamarlo -pidió Lindell.

Gunnel entró y Lindell se apresuró hacia sus colegas. La temperatura había descendido considerablemente y hacía un frío helador. Se ajustó la bufanda al cuello. El aliento de sus colegas formaba una nube a su alrededor.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella.

Haver la miró y fue como si todo el cansancio hubiese desaparecido de sus ojos.

– Huellas -contestó lacónico, y señaló el suelo frente a sus pies. A Lindell le pareció ver una sonrisa en sus labios.

– Explícate -dijo.

Haver le habló del vertedero de Libro donde encontraron a John.

– ¿Crees que es el mismo coche?

Haver cabeceó afirmativamente.

– Eskil está en camino -informó, y Lindell vio lo nervioso que estaba.

– ¿Le preguntamos a la mujer de Sagander quién ha estado de visita? -preguntó ella, y en ese mismo instante sonó su teléfono móvil.

Era su madre preguntándose dónde estaba. Erik se había despertado, había tomado su papilla y se había vuelto a despertar.

– ¿Está llorando? -preguntó Ann, y se apartó un poco de sus colegas.

– No, no del todo -respondió su madre, y Ann se preguntó en silencio qué quería decir.

– Volveré a casa pronto -notificó-. Dale un poco de plátano, le gusta mucho.

– No necesita ningún plátano, lo que realmente necesita es una madre.

– Tiene una abuela -replicó Ann, y se arrepintió al instante de sus palabras.

La línea quedó en un silencio.

– Ven a casa -dijo su madre al fin, y colgó.

Ann Lindell se quedó de pie con el teléfono en la mano, miró a Haver y a Berglund, simuló finalizar la conversación de una manera civilizada y regresó junto a sus colegas.

– ¿La canguro? -inquirió Berglund.

Lindell cabeceó afirmativamente y vio la rápida mirada que Berglund le lanzó a Haver. En ese mismo instante el viejo coche de Ryde asomó por el camino. Frenó y pareció dudar antes de conducir hacia la casa de Sagander.

Lindell se acercó a Gunnel Sagander, que se había quedado en el porche. Estaba helada.

– ¿Quiere que entremos? -preguntó Lindell.

La mujer negó con la cabeza.

– ¿Qué pasa? -quiso saber ella, y miró intensamente a Lindell.

– Son las huellas de un coche -explicó Lindell-. Tengo que preguntarle quién les ha visitado hoy.

La mujer apartó la mirada.

– El hermano de Agne -respondió con sequedad-. Ruben. Ha estado aquí hace unas horas. Iba a cazar conejos y ha tomado prestada una caja para la escopeta.

– ¿De munición?

La mujer cabeceó afirmativamente.

– ¿Traía el arma?

– La suele llevar casi siempre -informó Gunnel Sagander-. Es…

Guardó silencio. Las dos mujeres vieron como el técnico se bajaba del coche, se acercaba a sus colegas e inmediatamente se agachaba. Berglund volvió a encender la linterna.

– ¿Dónde vive Ruben?

– Arriba en la colina -dijo Gunnel Sagander, y señaló hacia un par de casas a unos cientos de metros de allí.

– ¿En la que está iluminada?, ¿la casa con dos chimeneas?

Gunnel cabeceó afirmativamente.

Lindell regresó a la huella del coche. Ryde le lanzó una rápida mirada, pero no dijo nada. Sacó un metro y la midió en la nieve.

– El mismo ancho -corroboró.

Sacó una cámara y tomó rápidamente media docena de fotos. El flash alumbró el dibujo de la rueda. Haver tembló. Lindell relató que probablemente era el coche del hermano de Sagander, que estaba armado y vivía justo al lado.

Ola Haver la miró, pero Lindell lo sintió muy lejano.

– El cuchillo que Mattias robó estaba en el coche. El mismo coche que dejó las huellas en Libro y ahora aquí. Ruben visitó a su hermano en el hospital el día después del asesinato.

– Qué jodido principiante -opinó Ryde.

– Ruben Sagander -pronunció Lindell, y los cuatro se dieron la vuelta hacia el norte y vieron la casa con las dos chimeneas.

– Está armado -avisó Haver.

Comenzaron a caminar hacia la casa de Agne Sagander como si hubieran recibido una señal. Los cuatro policías vieron que Gunnel Sagander presintió lo que estaba sucediendo. Se ajustó la bufanda, enderezó la espalda y se preparó.

– ¿Sabe si Ruben visitó a su hermano el día después de la operación? -preguntó Lindell.

– Sí, los dos estuvimos allí.

– ¿En el coche de Ruben?

La mujer asintió con la cabeza.

– ¿Tiene una furgoneta roja y blanca?

Un nuevo cabeceo afirmativo.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó, pero Lindell supuso que Gunnel Sagander lo sabía.

– ¿Conocía Ruben a John? -indagó Berglund.

– Claro.

Entraron en la casa. Haver telefoneó. Berglund habló con Agne Sagander, que seguía sentado en la misma posición que cuando lo dejaron. También Ryde sacó su teléfono. Lindell se quedó en el recibidor con Gunnel Sagander.

– ¿Puede conseguir el número de teléfono de Erki? -preguntó Lindell.

Debía irse a casa. Sintió en cierta manera que el asesinato de Johny ya no le interesaba tanto. Quizá se debía a que ella no había participado en la investigación. ¿Era Justus lo que la mantenía ahí?

Haver finalizó su conversación y, justo cuando iba a decir algo, Berglund entró en el salón y cerró escrupulosamente la puerta tras de sí.

– Tendremos que llamar a una ambulancia y a una patrulla -informó-. Sagander no quiere ir a ninguna parte. Dice que no se puede mover.

Berglund no tenía el celo de Haver. El policía a punto de jubilarse deseaba irse a casa con su mujer, sus hijos, sus nietos y el abeto, pero Lindell sabía que si era necesario se quedaría a trabajar la Nochebuena sin rezongar. Él se quedó con la mano sobre el picaporte y miró a Gunnel Sagander, como para lamentarlo o quizá recibir un comentario sobre la supuesta inmovilidad del marido.

– Es muy testarudo -dijo simplemente.

– ¿Cómo es su hermano? -preguntó Haver.

Notaron que dudaba y elegía con cuidado sus palabras.

– Es muy parecido a su hermano en muchas cosas, son gemelos, pero tendría que añadir que él es más irascible.

– ¿Es violento?

– Tiene una mujer maravillosa -prosiguió Gunnel Sagander, como si fuera una respuesta a la pregunta de Haver.

Sonó el teléfono de Haver y este respondió tras la primera señal. Lindell vio su sudor. Pensó en Edvard. Sintió una punzada en el estómago al recordar que hicieron el amor en el palacio de madera de Grasó de tal manera que acallaron el viento del norte. Una noche se levantó en silencio justo antes del amanecer, se acercó a la ventana abierta y cortó la mosquitera para asomarse. Los pájaros cantaban con toda su intensidad. El mar yacía resplandeciente como un espejo y la temperatura se acercaba a los veinte grados. Cuando se volvió para contemplar a Edvard en la cama se sintió la persona más feliz del mundo. Durante la noche él se había destapado y unas gotas de sudor relucían en su vientre.

– Vamos a subir a casa de Ruben -avisó Haver, e interrumpió sus pensamientos-. Ahora llegarán dos coches. Les he pedido que hagan un esfuerzo.

– ¿Me dejas tu coche, Eskil?

El técnico se volvió hacia Lindell y la miró como si no hubiera comprendido la pregunta.

– Tengo que ir al centro -aclaró tan ruborizada como si le hubiera pedido a Ryde que le prestara sus pantalones.

– Puedes coger el mío -intervino Haver para ahorrarle el trance, y le lanzó el llavero.

– Gracias, Ola -dijo ella, y sonrió-. Creo que os apañaréis -añadió, utilizando una de las expresiones de Edvard.

Salió al porche, dobló el papel con el número de teléfono y marcó las cifras. Sonaron cinco, seis señales antes de que el finlandés respondiera. De fondo se oían villancicos y el tintineo de la porcelana.

Ella se presentó, pero antes de alcanzar a explicar su encargo Erki Karjalainen la interrumpió.

– Está aquí -dijo lacónico, con una voz que a Lindell le pareció salida de Mumintrollen. [9]

Rió aliviada.

– ¿Han llamado a Berit?

– No -respondió el finlandés-, el chico no quiere.

– ¿Puedo pasar por ahí?

– Espere -contestó Erki, y Lindell oyó que se alejaba del teléfono.

Intentó imaginarse cómo vivía, cómo era y cómo hablaba con el chico. Mientras se demoraba echó un vistazo a la pradera frente a la casa de Sagander y la de su hermano, unos cientos de metros más allá. ¿Llamaría Agne a su hermano para prevenirlo? No lo creía. Si le resultaba difícil ir hasta el teléfono seguro que tenía un móvil a mano, pero lo dejaría estar. Era una sensación basada en la reacción de Gunnel Sagander. Ella sabía qué pasaba, incluso que su marido podría ser acusado de complicidad en el asesinato, pero Lindell vio que en lo más profundo de su ser ella daba la bienvenida a los policías. Quizá Agne también lo pensó, tras todo su mal humor. «Los hermanos gemelos son ladinos», pensó Lindell, y recordó el caso de un gemelo que había violado a una joven en el parque del Engelska y el otro gemelo, lleno de aversión por el crimen del hermano, dudaba si contribuir para que lo declararan culpable.

Erki Karjalainen regresó al teléfono. Podía ir, pero no podía llamar a Berit.

– Lo prometo -dijo ella, y finalizó la conversación.

Karjalainen vivía a veinte minutos de allí; había un atajo por el bosque. Ella había conducido por el lugar un par de veces con Edvard. En esos bosques él tenía uno de sus mejores terrenos de setas.

Mientras se encaminaba al coche oficial de Haver marcó el número de Berit. Imaginaba a la mujer paseando preocupada por el apartamento.

– Lo hemos encontrado -empezó Lindell directamente.

Berit Jonsson rompió a llorar y pasó un rato antes de que Lindell pudiera tener su atención.

– Tardará un rato en volver a casa -avisó Lindell- pero está en buenas manos, te lo prometo.

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