Justus posó la mano sobre la superficie del agua como solía hacer John. Los peces estaban tan acostumbrados a su mano que aparecían a los pocos segundos y la mordisqueaban. Eso sucedía con la mano de John. Esta vez no se acercaron. «Nadie podrá afirmar que los peces de acuario son tontos», pensó Justus.
¿Por qué hacía eso John? ¿Era para comprobar la temperatura o simplemente para tener contacto con ellos? Justus nunca le había preguntado. Eran tantas las cosas que no había averiguado. Ahora era demasiado tarde, pero sabía que era él quien se debía ocupar del acuario. A Berit nunca le había interesado demasiado. Le parecía bonito y sus protestas por el nuevo acuario fueron tímidas. Ella sabía que John no se dejaría influenciar. Justus creía que en el fondo a ella le agradaba la pasión de John. Había cosas mucho peores a las que un hombre podía dedicarse.
Justus introdujo la manguera y comenzó a vaciar el agua. Berit estaba sentada en la cocina con la abuela. Oía sus voces amortiguadas. Hablaban en voz baja para que él no pudiera oírlas. Pensaban que no lo soportaría. Sabía que hablaban del entierro de John.
Cuando el cubo estuvo medio lleno pasó la manguera al siguiente y se llevó el primero al cuarto de baño. Tenía que quitar trescientos litros. Treinta cubos llenos, pero Justus no se atrevía a llenarlos tanto como John, así que tendría que dar cuarenta paseos. Y luego los mismos de vuelta.
La maniobra se debía repetir una vez a la semana. ¿Cuántas veces tendría que ir y venir del cuarto de baño? Sospechaba que Berit querría vender los peces y el acuario, pero aún no había dicho nada.
«Mi princesa de Burundi», así la había llamado. Al principio no entendió, pero luego comenzó a reír.
– ¡Entonces soy una bella princesa!
John había lanzado a Justus una mirada de complicidad. Era un secreto entre ambos. Berit ya lo sabría a su debido tiempo. Cuando todo estuviera listo y preparado, como decía John. «Listo y preparado», se repitió el chico a sí mismo. Había que vaciar el tercer cubo. Quedaban treinta y siete.
– Eres mi princesa, ya lo sabes.
Esas habían sido sus palabras. Su risa desapareció. Había algo en su voz que le hizo estar alerta. John, que normalmente era muy atento, no percibió el cambio en su rostro, sino que continuó.
– Tendrás tu propio principado.
«¿Estaba borracho aquella noche?», pensó Justus.
– ¿Crees que tenemos que vivir así?
– ¿Qué quieres decir?
Entonces él se despertó, retornó a la realidad, y se marchitó como una planta sin agua ante la mirada de ella.
A Justus eso no le gustó. ¿Por qué no había dicho nada, quizá no todo, pero algo que le hubiera hecho cambiar la mirada? ¿Por qué no pudo triunfar por lo menos un rato? Ahora estaba muerto, ahora ningún triunfo volvería a iluminar su rostro.
Cargaba y acarreaba cubo tras cubo. Quedaban treinta. Los cíclidos nadaban intranquilos alrededor. Justus se cansó y cogió una silla del recibidor y se sentó frente al acuario. Desapareció detrás del paisaje del fondo, entre las piedras. Se imaginaba que le envolvía el agua a veintiséis grados. El fondo rocoso del lago Tanganica era bastante traicionero y había que tener cuidado. Las cuevas no eran un juego. ¿Habría cocodrilos allí? John había contado una historia sobre un comerciante de peces alemán que fue devorado en las playas del lago Malawi.
Fue a buscar el atlas de la librería. Malawi estaba bastante lejos de Burundi.
– ¿Qué haces?
Berit estaba en la puerta. Justus oyó el resoplido de la abuela en el recibidor y como crujió la silla cuando se sentó en ella.
– Hojeando un poco -respondió él.
– ¿Estás bien?
Justus asintió. Otro cubo más.
– Tendrás cuidado de no derramar, ¿verdad?
No dijo nada. Claro que no derramaría nada. ¿Solía John hacerlo? La princesa de Burundi lo miró.
– Hola, Justus -saludó la abuela, a pesar de haberlo saludado al llegar. Había conseguido ponerse una bota.
– Hola -respondió él, y desapareció en el cuarto de baño.
– Ven aquí -dijo la vieja mujer al regresar-, quiero decirte una cosa.
Justus se acercó desganado. Ella había llorado. Solía hacerlo a menudo. Lo sujetó.
– Eres mi nieto -empezó, y en ese mismo instante él quiso escapar. Sabía lo que le esperaba-. Ten cuidado.
No le gustaba oír la voz de su abuela. Hubo un tiempo en el que le tuvo miedo. Ya no era así, pero aún perduraba el antiguo malestar.
– John estaba tan orgulloso de ti. Tienes que portarte bien.
– Claro, abuela -consiguió decir.
Se deshizo de su abrazo.
– ¿Quieres que te ayude a volver a casa?
Aina temía resbalarse y John y Justus solían acompañarla.
– No, me apaño sola -dijo-, he traído crampones.
– Tengo que arreglar el acuario -dijo él, y abandonó a la mujer. Se dio la vuelta. Qué desamparada parecía con el pelo sucio que asomaba por debajo del gorro de lana y una bota en la mano. Berit apareció con un cubo lleno. Sonrió. Él lo cogió y fue a vaciarlo.
Comenzaban a dolerle los brazos. La próxima vez utilizaría la manguera larga y la llevaría por el recibidor hasta el cuarto de baño directamente a la bañera, pero en esta ocasión quería cargar los cubos.
Los peces nadaban con envolventes movimientos simultáneos. Los siguió con la mirada. En libertad, podían aparecer a miles; al tener sus territorios tan cercanos entre sí parecía que vivían en un gran cardumen. Cada zona de rocas albergaba su propia población, su propia especie, quizá parecida a otro grupo, pero con su color particular. Los bancos de arena que había entre las rocas separaban los diferentes grupos.
Las princesas eran de incubación externa, otros peces eran de incubación bucal, pero todos eran cíclidos, los favoritos de John. Y de ellos, los africanos. Sin duda ahora ya no eran tan populares -muchos preferían los sudamericanos-, pero John siempre había sostenido la superioridad de los cíclidos africanos.
Justus se había empapado de todo lo que había que leer sobre los cíclidos. Además, le había cogido interés a la geografía y conocía el continente africano como nadie de su clase. Una vez tuvo una pelea en la escuela por culpa de África. Un compañero de clase insinuó que los africanos debían volver a trepar a los árboles, que ese era su sitio.
Justus reaccionó al instante. Era como si los peces conllevaran una simpatía por toda el África negra, sus lagos y sus cataratas, sus sabanas, sus selvas tropicales y también sus habitantes, aquella gente que vivía en el continente de John y en el suyo. África era buena. Allí estaban los cíclidos. Allí estaban los sueños.
Lo atacó.
– No sabe una mierda de África -le dijo al profesor que los separó.
Lo llegaron a llamar «marica de negros», pero no prestó atención y las burlas cesaron.
– He hablado con Eva-Britt. -Su madre interrumpió sus pensamientos-. Te manda saludos. ¿Irás a la escuela antes de Navidad?
– No lo sé -contestó Justus.
– Te vendría bien.
– ¿Se ha ido ya la abuela?
– Sí, se ha ido. No es que te vayas a perder mucho, pero te sentaría bien ir.
– Tengo que ocuparme del acuario.
Berit lo observó. «Hay que ver lo mucho que se parece a su padre -pensó-. El acuario.» Lanzó una mirada a un par de cíclidos que daban vueltas alrededor de la manguera.
– Tendremos que hacerlo entre los dos -dijo-. También tienes que ocuparte de la escuela.
Él bajó la mirada.
– ¿Qué crees que pensó papá? -preguntó en voz baja.
– No lo sé -dijo Berit.
Ella lo había identificado, pidió ver todo su cuerpo. Lo que más le asustó no fueron las cuchilladas, ni su piel grisácea, ni siquiera el dedo cortado o las marcas de quemaduras, sino su rostro. Vio el terror grabado en sus rasgos faciales.
John era un hombre valiente, nunca le tuvo miedo al dolor ni fue asustadizo, casi nunca se quejaba; por eso su rostro aparecía casi irreconocible. «¿Cómo es posible que el terror pueda cambiar tanto a una persona?», pensó, y dio un paso atrás.
La mujer policía que estaba a su lado, que al parecer se llamaba Beatrice, la sujetó del brazo, pero ella se liberó. No quería que la sostuvieran.
– Déjeme unos minutos sola -pidió. La policía pareció dudar, pero abandonó la habitación.
Mientras estaba ahí, completamente quieta junto a la camilla, pensó que siempre supo que acabaría de esa manera. Quizá de manera inconsciente, pero lo notaba. La familia de John no era una familia normal. No se podía escapar del destino.
Se acercó de nuevo a él, se inclinó sobre su cuerpo y lo besó en la frente. El frío invadió sus labios.
– Justus -murmuró, se dio la vuelta y abandonó la habitación. La mujer policía seguía fuera. No dijo nada, y Berit lo apreció.
– Creo que pensaba en la princesa de Burundi -le dijo el chico.
– ¿Qué, quién?
– La princesa de Burundi.
Entonces ella recordó. La noche en que inauguraron el acuario. El señaló todas las especies de cíclidos; entre ellos, la princesa. Ella los había oído nombrar antes, imposible evitarlo, pero la princesa era nueva.
Estaba inclinado hacia delante con la cara casi pegada al cristal, y con una gran calidez en su voz los enumeró para sus invitados. Entonces miró a Justus y luego a Berit.
– Esta de aquí es mi princesa -dijo, y le pasó el brazo alrededor de la cintura-. Mi princesa de Burundi.
– ¿Qué coño es Burundi? -preguntó Lennart.
Justus le explicó que era un país de África, al norte del lago Tanganica. Berit sintió la pasión en su voz. Con su mano libre John acarició al chico en la cabeza.
– Sí, en efecto -concedió ella, y recordó toda aquella noche, lo feliz que fue-. Es un nombre bonito.
– Burundi es bonito -insistió Justus.
– ¿Has estado ahí? -preguntó Berit con una sonrisa.
– Casi -contestó el chico.
Estuvo a punto de contárselo todo.