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Haver se encontraba de pie junto al coche. Resolvió no pensar en todos los interrogatorios y controles que había que hacer, sino concentrarse en una tarea a la vez. Ya lo había experimentado antes; la sensación de que la infinidad de tareas ocultaba lo más evidente.

«Hazlo sistemáticamente», pensó, pero en ese mismo instante se sintió inseguro del orden en que debía continuar.

El Taller Mecánico Sagander estaba situado en una hilera de edificios, encajado entre una empresa de neumáticos y otra que se dedicaba al montaje de puertas de aluminio. Era de esa clase de construcciones en las que uno no se fija a no ser que trabaje en la zona.

Una valla de dos metros de altura, un patio con un par de contenedores, algunos palés con cajones que contenían chatarra y un remolque con tubos desguazados. Un par de bañeras se apoyaban contra la pared.

Haver constató que había tres coches delante del edificio: un Mazda, un viejo y oxidado Golf y un Volvo relativamente nuevo. Al entrar en el patio, el cielo encapotado se abrió y surgió un sol inesperado. Haver alzó la mirada. Una grúa de un patio vecino giró y levantó su carga. Se quedó parado un momento y observó a los hombres sobre la bóveda. Uno de ellos hizo una señal con el brazo al operario de la grúa, que se vislumbraba en una pequeña cabina a una decena de metros del suelo. La grúa giró su brazo unos metros. El hombre hizo una nueva señal y le gritó algo a su compañero de trabajo, quien se rió y gritó algo a su vez.

El padre de Haver había sido obrero de la construcción y en su infancia, algunas veces, Haver lo había acompañado al trabajo, por lo general a pequeñas obras, pero a veces a grandes zonas de viviendas con gran aglomeración de gente, material, máquinas y sonidos.

Permaneció observando con nostalgia el trabajo de albañiles y carpinteros, no sin notar una comezón de envidia. Ante todo sintió una calidez interior, debido al sol, pero también por el movimiento de los hombres y la interacción entre ellos. Hasta sus ropas de trabajo, chaquetas forradas de colores chillones, le hicieron esbozar una sonrisa boba.

Uno de los hombres de la bóveda lo vio. Haver levantó la mano. El hombre contestó con el mismo gesto y siguió trabajando.

Un sonido estridente procedente del interior del taller rompió el hechizo. Tornó a la realidad: el negro asfalto que se entreveía bajo la nieve sucia, contaminada de chatarra y virutas, herrumbre y trozos volantes de cartón ondulado, y la deprimente fachada de chapa del Taller Mecánico Sagander con las ventanas completamente cubiertas de polvo.

Suspiró sonoramente y evitó los lugares del patio con más fango. La puerta de acero estaba abierta. Haver entró y le recibió el ruido de la chapa y las chispas y el humo de soldar. Un hombre mayor pulía un amplio cilindro de acero inoxidable con el escariador de ángulo. Dio medio paso atrás, se quitó las gafas protectoras y observó su trabajo.

Debía de haber visto a Haver con el rabillo del ojo, pero no le prestó atención. Un hombre algo más joven, que también vestía un mono azul, levantó la vista de su soldadura. El hombre del escariador continuó su tarea. Haver permaneció parado a tres o cuatro metros de él y esperó, miró a su alrededor e intentó imaginarse a Johny en su trabajo.

Entonces vio una tercera figura al fondo del taller, en la parte oscura. El hombre lanzó un tubo sobre el banco de trabajo, sacó un metro y midió el largo del tubo con cierto descuido, negó con la cabeza y lo tiró a un lado. Tenía cerca de cincuenta años y una melena corta recogida en una coleta. Levantó la vista, midió a Haver con la mirada y desapareció detrás de una estantería de tubos.

En una garita situada junto a una de las paredes largas se sentaba un hombre mayor inclinado sobre unos archivadores. Haver supuso que se trataba del mismísimo Sagander. Se dirigió hacia la garita, al pasar le hizo una señal con la cabeza al pulidor, le lanzó una mirada al joven soldador y llamó a la puerta de cristal.

El hombre, que no vestía ropa de trabajo, se subió las gafas a la frente y asintió con la cabeza, como para indicar que podía pasar. Haver entró. Olía a sudor ahí dentro. Se presentó e hizo un amago de sacar su documentación, pero el hombre movió las manos deteniéndolo.

– Suponía que vendrían -le dijo con una áspera voz de whisky.

Apoyó la mano en el borde de la mesa y empujó la silla.

– Hemos leído lo de Johny. Siéntese.

Rondaba los sesenta, relativamente bajo, quizá un metro setenta y cinco, pelo cano y piel rubicunda. Tenía los ojos separados y una gran nariz. Haver pensaba que los narigudos parecían personas resueltas, y en el caso de Sagander lo remarcaba su manera de hablar y mirar a las visitas.

Parecía ser una persona que quería resultados, y rápidamente.

– John trabajó aquí -empezó Haver-. Tiene que ser jodido leerlo en el periódico.

– No tan jodido como tuvo que ser para John -respondió el hombre.

– ¿Es usted el jefe?

El hombre asintió con la cabeza.

– Agne Sagander -se apresuró a contestar.

– ¿Cuánto tiempo trabajó John aquí?

– Bueno, casi toda su corta vida. Llegó siendo un chaval.

– ¿Por qué lo dejó?

– Sencillamente, había poco trabajo.

Haver intuyó un toque de irritación en el dueño del taller, como si Haver no fuera lo bastante rápido.

– ¿Era bueno?

– Mucho.

– ¿Y, sin embargo, tuvo que dejarlo?

– Como he dicho, uno no puede hacer nada contra la coyuntura.

– Parece que hay bastante trabajo -dijo Haver. -Ahora sí, antes no.

Haver estaba sentado en silencio. El hombre permaneció a la espera, pero después de unos segundos acercó la silla a la mesa y abrió de nuevo el archivador cerrado. Haver decidió ir al grano.

– ¿Quién asesinó a Johny?

Sagander dejó inmóvil su descomunal mano sobre el archivador.

– ¿Cómo cono voy a saberlo? -respondió-. Hable con el sinvergüenza de su hermano.

– ¿Conoce a Lennart?

El hombre emitió un sonido que Haver interpretó como una afirmación, pero también como una indicación de lo que pensaba del hermano.

– ¿También trabajó aquí?

– No, qué dice -dijo Sagander, y volvió a separar la silla de la mesa.

– ¿Cuándo vio a John por última vez?

La mano de Sagander voló hacia su prominente nariz. «Este hombre no se puede estar quieto ni un segundo», pensó Haver.

– Hace tiempo. El verano pasado.

– Vino por aquí.

– Yes.

– ¿Qué quería?

– Quería charlar. Saludar.

– ¿Sobre algo en particular?

Sagander negó con la cabeza.

– Aparte del trabajo, ¿puede contarme algo sobre John? Me refiero a si conocía a alguien que… -Haver dudó sobre cómo formular la pregunta.

– Que pudiera asesinarlo, ¿se refiere a eso?

– Más o menos.

– No, nada de eso. Esto es un lugar de trabajo.

– ¿Pasó algo que ahora, con el tiempo, pueda relacionar con el asesinato?

– No.

– ¿Solía pedir adelantos?

– Vaya preguntita. Ocurría, claro, pero no con frecuencia, de vez en cuando.

– ¿Era descuidado con el dinero?

– No lo puedo asegurar.

– ¿Drogas?

– No, se equivoca. Algo de aguardiente, pero nada que perturbara el trabajo. Quizá cuando era joven, pero eso ha prescrito.

Sagander observó a Haver con una mirada inquisitiva.

– ¿No tienen muchas pistas, eh?

– ¿Podría intercambiar unas palabras con el resto de trabajadores? ¿Han trabajado todos con John?

– Los tres. Claro. Hable con ellos.

Antes de que a Haver le diera tiempo de levantarse y abandonar la garita bañado en sudor, Sagander había regresado a su mesa y tomado el archivador. Cuando Haver cerró la puerta sonó el teléfono y Sagander cogió el auricular con un movimiento irritado.

– El taller -le oyó Haver responder, como si solo hubiera un taller en toda la ciudad.


*****

Erki Karjalainen, el hombre del escariador de ángulo, parecía estar esperando a que Haver saliera de la garita, pues enseguida le hizo una señal de que quería hablar con él. Haver se acercó.

– ¿Es policía, verdad? -preguntó el hombre en dialecto sueco-finlandés.

– En efecto. ¿Lo llevo escrito en la frente?

El finlandés sonrió.

– Vaya putada -dijo.

Haver comprobó que lo decía de verdad. Pudo intuir un asomo de temblor en el rostro del hombre que delataban sus movimientos.

– John era bueno -continuó.

El dejo finlandés hizo que sonara aún más cordial.

– Era la hostia soldando -resumió.

«Esa es la clase de tipos que les dieron una paliza a los rusos», pensó Haver.

– Y era bueno.

Miró hacia la garita.

– Un buen compañero.

A Haver le conmovieron sus sencillas palabras. Asintió. Karjalainen volvió la cabeza y observó al soldador. «¿Será igual de bueno que John?», pensó Haver.

– Kurre es bueno, pero John era mejor -señaló el finlandés como si hubiera leído la pregunta impronunciada de Haver-. Es indecente que tuviera que marcharse. Había poco trabajo, pero sabíamos que pronto iría mejor.

– ¿Estaban peleados Sagander y John?

Erki Karjalainen se quedó pensativo y sus palabras dejaron de tener la escueta seguridad que hasta el momento había caracterizado su declaración.

– Había algo -dijo recapacitando- que no estaba bien. Yo creo que Sagge se aprovechó de la falta de trabajo para quitarse de encima a John.

– ¿A qué se refiere?

Erki sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo superior. Fumaba Chesterfield, lo cual sorprendió a Haver, pues creía que esa marca ya no existía.

– Vamos al patio -propuso Karjalainen-. ¿Fuma?

Haver negó con la cabeza y lo siguió afuera. Las nubes habían cubierto de nuevo el hueco azul del cielo y los obreros de la construcción estaban haciendo una pausa.

– Construyen oficinas -dijo Erki.

Dio unas cuantas caladas. A la luz del día Haver podía estudiar sus rasgos faciales con más detalle. Tenía un rostro pequeño y curtido por el trabajo. El cabello negro peinado hacia atrás. Cejas pobladas y labios delgados. Los dientes manchados de nicotina estaban en malas condiciones. A Haver le hizo pensar en un actor trasnochado de una película italiana de los años cincuenta. Le dio una profunda calada al cigarrillo y habló mientras el humo florecía en su boca.

– Sagge es buena gente, pero a veces puede ser un gruñón de cojones. Tenemos que hacer muchas horas extras y eso a John no le gustaba. Tenía familia y, cuanto mayor se hacía el chaval, menos horas extras quería hacer.

– Y como represalia lo despidieron, ¿es eso?

– Represalia -pronunció el finlandés, y saboreó la palabra-. Bueno, dicho así suena un poco exagerado. Sagge es solo un terco y los tercos suelen ser tontos, actúan a sabiendas de su error.

– ¿Quiere decir que perdió a un buen soldador?

– Sí. Creo que se arrepintió, pero no lo reconocerá en la vida.

– ¿Vio a John después de que lo echaran?

Erki asintió y encendió otro Chesterfield con el anterior.

– A veces pasaba por aquí, pero nunca hablaba con Sagge.

– ¿Pero con usted sí?

– Sí.

El finlandés esbozó una triste sonrisa y se pareció aún más a un personaje de Fellini.

Antes de abandonar el taller, Haver habló con los otros dos empleados, Kurt Davidsson y Harry Mattzon. Ninguno de ellos fue especialmente locuaz, pero fortalecieron la imagen de Johny como soldador cualificado y buen compañero. Sin embargo, no le pareció que les afectara la muerte de John tanto como a Karjalainen.

Mattzon, el melenudo, dijo algo que Haver encontró digno de atención.

– El verano pasado me encontré a John aquí en la calle. Era la última semana de vacaciones. Yo había venido a buscar un portaequipaje que tenía aquí en el taller. Se lo iba a prestar a mi hermano. Al girar la esquina me crucé con John.

– ¿Iba en coche?

– Sí.

– Pero no tiene coche -dijo Haver.

– No, ya lo sé, por eso me acuerdo, porque pensé que se había comprado un coche.

– ¿De qué marca?

– Un viejo Volvo 242 blanco, de mediados de los setenta.

Haver no pudo menos que sonreír.

– ¿Iba solo en el coche?

– No me fijé.

– ¿Cuándo fue?

– Tuvo que ser la primera semana de agosto. El domingo, creo. Mi hermano se iba de viaje y le había prometido la baca, pero se me había olvidado, así que tuve que ir el domingo.

– ¿Venía del taller?

– Es difícil saberlo -contestó Mattzon, que dio unos pasos hacia la puerta y posó la mano en el picaporte. Haver descubrió que este se había quemado. Por encima de los nudillos de su mano izquierda brillaban las ampollas rojas de las quemaduras. Algunas se habían reventado y mostraban la carne inflamada.

– ¿Quizá había quedado aquí con alguien?

– ¿Con quién podría ser? Estaba cerrado a cal y canto. Sagander estaba en África, de safari -contó el soldador, y abrió la puerta.

– Hágase mirar esa mano -sugirió Haver-, no tiene buena pinta.

El hombre echó una ojeada al interior del taller y luego lanzó una rápida mirada a Haver. No reparó en la mano.

– Por lo menos yo sigo vivo -dijo, y entró en su lugar de trabajo.

Haver entrevió a Sagander en su garita antes de que la puerta se cerrara. Cogió el móvil y llamó a Sammy Nilsson, que no respondió. Haver miró el reloj. Hora de almorzar.

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