Lennart Jonsson tenía el cuerpo agotado. Eran las cuatro y media y tanto el exterior como el interior parecían la boca del lobo, de oscuros que estaban. Dejó que el apartamento permaneciera en la oscuridad mientras se quitaba la ropa, que acabó amontonada en el suelo. Olía a sudor, pero no era una sensación del todo desagradable. Se pasó la mano por su pecho velludo, por el hombro y por el brazo izquierdo. Aún le quedaba algo de su antigua musculatura. Se rascó en la entrepierna y una creciente sensación de deseo se apoderó de él.
Le dolía la espalda, pero estaba tan acostumbrado que ya apenas reparaba en ello. Todavía le quedaba algún Voltaren y decidió tomarse uno. De camino al cuarto de baño sus narinas registraron un olor extraño. Se detuvo, husmeó. Perfume, el inequívoco olor de un perfume extraño.
Miró a su alrededor. Alguien había entrado en su apartamento. ¿Estaría ese alguien aún dentro? Retrocedió con cuidado hacia la cocina pensando en armarse. No le gustaba estar desnudo y cogió la ropa interior del suelo. ¿Se equivocaba? No, el olor seguía ahí. ¿Era olor de mujer o de hombre? Aguzó el oído hacia el interior del apartamento.
Se dirigió en silencio a la cocina, abrió con cuidado el cajón de los cubiertos y encontró un cuchillo de pan.
– Déjalo en su sitio -ordenó una voz-; si no, te arrepentirás.
La voz venía de la cocina y Lennart comprendió que alguien estaba sentado a la mesa. Reconoció la voz, pero no pudo ubicarla debido a su excitación. Se dio cuenta de la seriedad de la advertencia y dejó caer él cuchillo sobre la encimera.
– ¿Quién coño eres?
– Ahora puedes encender la luz.
Lennart se puso rápidamente la ropa interior, se dio la vuelta y encendió la lámpara que había sobre la cocina. A la mesa estaba sentado Mossa, el iraní. Encima de la mesa había una pistola.
– ¿Eres tú? Joder…
– Siéntate. Tenemos que hablar.
Lennart hizo lo que le ordenó. Sospechó lo que venía.
– No he sido yo -afirmó, y el iraní esbozó una sonrisa burlona,
– Todos dicen siempre lo mismo -respondió, y cogió el arma-. Dime, si no, quién va corriendo a la pasma.
– Yo no, por lo menos -aseguró Lennart-. ¿Crees que soy tan tonto?
– Sí -dijo Mossa-, para quedar bien con ellos. Creías que la pasma te ayudaría. Eres así de tonto. Confié en ti. Hablamos de tu hermano. Él me caía bien, pero tú no.
– Ha sido otro el que se ha ido de la lengua. Alguno de los que participaron en la partida.
No quiso decir que sospechaba que fue Micke quien le contó a la policía lo de la partida de póquer de aquella noche de octubre. ¿Pero sabía quién había participado? John podría habérselo contado, pero no era probable. Guardó silencio sobre eso.
– No te lo crees ni tú -soltó Mossa-. Me has quemado. Los otros me importan una mierda, pero nadie puede ir a la pasma con mi nombre, ¿entiendes?
Lennart cabeceó afirmativamente.
– Lo entiendo, pero no he sido yo. Yo quería investigar por mi cuenta, ya lo sabes. Por eso te busqué.
– ¿Para tener algo que intercambiar?
– Mossa, tú tienes un hermano al que quieres. Deberías comprenderlo. Haré todo lo que pueda por pillar al asesino de John.
– ¡No metas a Ali en esto!
El iraní guardó silencio y pareció sopesar sus palabras.
– Creo que eres un mierda -sentenció al cabo, y se puso en pie con la pistola en la mano-. Ponte una camiseta. No quiero matar a alguien con el pecho desnudo.
– Mátame, estúpido de los cojones, ¿crees que me importa? -dijo Lennart furioso, y miró a Mossa con una expresión de rebeldía.
Mossa sonrió.
– Eres realmente estúpido.
– ¿Sabes quién mató a John?
El iraní negó con la cabeza y levantó la pistola de forma que apuntaba a las piernas de Lennart a la altura de las rodillas.
– No fui yo -insistió Lennart con el sudor corriéndole por el rostro.
En cierta manera se sentía liberado. Había experimentado esa tranquilidad antes, una noche en la que la ansiedad causada por la borrachera le produjo palpitaciones. Entonces, reconciliado con su vida de mierda, estuvo dispuesto a morir. Se había levantado a beber agua, se miró en el espejo y se fue a acostar de nuevo, con el corazón saltándole de un lado a otro en el pecho.
Mossa levantó la pistola unos centímetros más.
– Me recuerdas a un armenio que conocí -dijo Mossa-. También se mostró valiente ante la muerte.
Lennart cayó de rodillas.
– Méteme la bala en la cabeza -dijo, y cerró los ojos.
Mossa bajó la pistola, le dio a Lennart una patada en la boca y se inclinó sobre él.
– Si quieres investigar la vida de tu hermano, habla con la puta de su mujer -espetó, y abandonó el apartamento.
Lennart, que había caído al suelo después de la patada, permaneció tirado hasta que empezó a temblar de frío.
Veinte minutos después Lennart había tenido tiempo de darse una ducha caliente y envolverse en una sábana. Tenía el labio partido y se puso una cinta adhesiva para que dejara de sangrar. Cuando llamaron a la puerta dio un respingo. Había olvidado que Lindell pasaría a visitarlo.
Abrió la puerta y estaba preparado para cualquier cosa, menos para la presencia de un cochecito.
– ¿Qué cojones…? -dijo, y retrocedió hacia el interior del apartamento.
Se sentaron en el salón.
– ¿Qué te ha pasado?
– Me he resbalado en el trabajo -explicó Lennart-. Me he dado con la pala en todos los morros.
– ¿No tienes tiritas?
– Con la cinta adhesiva es suficiente.
Se quedó sin aliento. El madrugar, el trabajo con la nieve, la inesperada visita de Mossa y la ducha caliente habían extenuado su cuerpo, de forma que apenas podía mantener los ojos abiertos. Si Lindell no hubiera estado sentada frente a él se habría dormido en un par de minutos.
– Has dicho que tenías una pista -empezó Lindell-. ¿Por qué no hablaste con Sammy Nilsson de eso?
– Como te he dicho, no me cae bien. Es demasiado cortante.
– Tú también puedes serlo -sostuvo Lindell-. Para que lo sepas.
Lennart sonrió. La herida del labio hizo que pareciera una mueca.
– ¿Así que ahora eres una detective privada?
– No, en absoluto, pero es evidente que estoy interesada.
– ¿Por qué dedica la pasma tan poco tiempo a atrapar al asesino de mi hermano?
– No creo que sea así. Por lo que sé, tiene la máxima prioridad.
– ¡Una mierda! Para vosotros es un viejo follonero para el que no es necesario tomar todas las medidas. Si fuera un pez gordo ya os habríais puesto las pilas.
– Para nosotros todos los asesinatos son igual de importantes -respondió Lindell con tranquilidad-. Tú lo sabes.
– ¿Qué sabéis? Estuvo en casa de Micke y luego desapareció. ¿Habéis controlado la coartada de Micke?
– Supongo.
– Yo no supongo una mierda. ¿Sabíais que John jugaba?
Lindell asintió con la cabeza.
– ¿Habéis hablado con sus compañeros de partida? Seguro que ahí hay cantidad de bribones.
– No tengo nada que ver con la investigación, pero claro que se investiga todo lo que tenga que ver con John.
– En otras palabras, no sabéis nada. Por ejemplo, ¿dónde está el dinero?
– ¿Qué dinero? -preguntó Lindell, consciente de que se refería a la ganancia al póquer.
– Él ganó, ¿no lo sabías?
Lindell movió la cabeza negativamente.
– Seguro que lo sabías -indicó Lennart tranquilo. Estaba acostumbrado a que la policía no lo contara todo y rumió qué podría hacer para que ella le revelara algo.
Lindell sonrió, se puso en pie y se acercó al cochecito.
– Y Berit, que va por ahí, como una vaca hipócrita -dijo-. Ella no me cuenta una mierda, solo habla con la vieja y con Justus. Es conmigo con quien debería hablar, pero es una estirada de mierda. Seguro que ella tiene el dinero.
Lindell observó como cerraba los puños.
– Yo soy su hermano y, si hay que arreglar algo, soy yo quien debe hacerlo, pero estoy seguro de que ella oculta algo.
Levantó la vista apresurado y se encontró con la mirada de Lindell.
– Pero no os dejaréis engañar por la viuda reciente que se pasa el día llorando, ¿verdad?
– Estoy segura -dijo Lindell-. También la han interrogado, seguro que lo sabes. Aunque seas el hermano de John, Berit es la que puede proporcionar más datos sobre los últimos años de su vida, ¿o no? ¿Por qué crees que ocultaría algo?
– Ella siempre… -comenzó Lennart, pero guardó silencio-. Uno no se puede fiar de las tías -prosiguió, y a Lindell le resultó difícil decidir si intentaba bromear o si había algo de sustancia tras las insinuaciones sobre su cuñada.
– Pero lo descubriré -dijo resuelto-. Perseguiré al mierda ese que mató a mi hermano. Me importa un carajo si luego perjudica a Berit. Ella se lo ha buscado.
Lindell volvió a sentarse, guardó silencio y esperó.
– ¿Quién te ha golpeado?
– ¿De qué coño hablas?
– Hay sangre en el suelo de la cocina -señaló Lindell.
– Sangraba al llegar a casa.
– ¿En la cocina?
– ¿Está prohibido?
Su voz estridente molestó a Erik, que lloriqueó en el cochecito. Lindell se acercó para echar un vistazo y lo meció ligeramente.
– Creo que has tenido visita -dijo al finalizar el llanto.
– ¿Y qué? -respondió él.
– Si quieres ayudar a detener al asesino de John deberías jugar con las cartas sobre la mesa.
– Eres igual que Sammy Nilsson -sentenció Lennart, y se puso en pie. Arrastró la sábana por el suelo al dirigirse al cuarto de baño.
Lindell oyó como trajinaba y supuso que se estaba vistiendo. Al regresar llevaba puestos unos pantalones y una camiseta. La cinta adhesiva del labio se había despegado.
– Deberías mirarte esa herida. Quizá necesite algún punto.
– Oye, madero, ¿aún no te has ido?
Lennart la siguió con la mirada cuando ella empujó el cochecito al cruzar la calle para dirigirse a la parada del autobús.
– Tía de mierda -murmuró.
Fue entonces, por primera vez, cuando las palabras de Mossa penetraron como proyectiles en su conciencia. Había utilizado la palabra «puta» y esta era muy fuerte viniendo del iraní. Él podía ser duro, pero prestaba atención al valor de las palabras, las elegía con cuidado. Si había dicho «puta» es que quería decir lo que decía; no como otros, que soltaban insultos a todas horas cuando hablaban de mujeres. Todos los que conocían a Mossa sabían que era respetuoso con ellas, que adoraba a su madre y que siempre concedía mucha importancia a presentar sus saludos a las hermanas y las madres de sus amigos.
Llamó «puta» a Berit. Eso únicamente podía significar una cosa: ella había sido infiel. «Habla con la puta de su mujer», eso había dicho exactamente. El significado de las palabras afectó profundamente a Lennart. ¿Habría estado con otro?
El cansancio había desaparecido. Se puso los calcetines y la ropa de abrigo y tras unos minutos estaba en la calle. El camino que tomó fue el mismo sendero de lágrimas por el que había caminado lentamente la noche en la que se enteró de la muerte de John. Ahora se apresuraba calle arriba en un arrebato de cólera y con las preguntas incontestadas oprimiendo su cabeza.
Había la misma cantidad de nieve que entonces. En la plaza Brantings no se veía ningún tractor, pero sí un grupo de jóvenes bulliciosos que cantaban villancicos. Se detuvo y los observó. Él mismo había estado allí tiempo atrás, gritando, expulsado de una fiesta sin drogas de Santa Lucia en Brantingsgården, borracho perdido de cerveza, catorce años y con un desarraigo, tanto literal como figuradamente, que aún laceraba su cuerpo como una mezcla de vergüenza y odio. ¡Dios mío, cuánto odio sintió! Rompió una ventana de la biblioteca y tiró las bicicletas al suelo. La policía lo detuvo y Albin tuvo que pagar las reparaciones.
Se acercó a los jóvenes.
– ¿Alguno de vosotros tiene un móvil?
Lo miraron fijamente.
– Necesito llamar por teléfono.
– ¡Cómprate uno!
– Necesito uno ahora.
– Allí tienes una cabina.
Lennart agarró a uno de los chicos.
– Dame el teléfono; si no, te mato -gritó al oído del chico atemorizado.
– Te dejo el mío -dijo una niña, y alargó su móvil.
– Gracias -respondió Lennart, y soltó al chico-. Dos minutos -añadió, y se fue hacia un lado.
Llamó a Micke, que se había quedado dormido en el sofá y respondió soñoliento. Hablaron durante un par de minutos. Lennart tiró el móvil a la nieve y salió medio corriendo por la Skomakarberget.
Berit acababa de apagar el televisor. Por alguna razón le interesaban más las noticias desde la muerte de John. Incluso Justus estaba sentado a su lado. Quizá fuera para medir su propia desgracia con todo lo que sucedía en el mundo, para ver que no estaban solos. Al contrario, la violencia se duplicaba y se repetía hasta la eternidad en la pantalla del televisor.
Lanzó el mando sobre la mesa y posó su mano sobre el hombro de Justus. Vio que estaba a punto de levantarse, pero deseaba que se quedara en el sofá un rato más. Él giró la cabeza y la miró.
– Quédate un rato -pidió ella, y para su sorpresa él se hundió de nuevo en el respaldo.
– ¿Qué es un tattare? -preguntó.
– ¿Tattare? Bueno -contestó Berit demorándose-. Cómo puedo explicarlo. Una clase de personas que no eran ni gitanos ni suecos. Morenos. Había familias de tattares. Papá solía hablar de ellos. ¡Ah, sí! Solía decir que «esas personas eran tattares». Lo decía como si de esa manera todo estuviera explicado. ¿Por qué lo preguntas?
– Uno del patio dijo eso.
– ¿De quién?
– De papá -señaló Justus, y la observó con esa mirada cruel, directa, que no toleraba medias verdades ni disimulos-. Dijo que papá era un tattare.
– No es cierto -dijo Berit-. Ya lo sabes. Él era rubio.
– Pero Lennart es moreno.
– Bueno, eso son cosas que dicen los niños. Ahora ya no hay tattares. ¿Se metieron contigo? ¿Quién fue?
– Patrik -indicó Justus-, pero está pirado. Su padre pega a su nueva mujer.
– ¿Qué dices?
– Todo el mundo lo sabe.
Ella pensó en sus palabras. Era obvio que él iba a oír cosas, pero no le preocupaba. Estaba acostumbrado a defenderse. Aunque en ocasiones Justus pudiera parecer débil, uno se equivocaba si creía que era todo bondad. En eso se parecía a John, duro como una piedra.
Sollozó al pensar en John. Justus miró fijamente al frente antes de posar su mano sobre las rodillas de ella.
– Papá quería que nos mudáramos -dijo-. Yo también quiero.
– ¿Adónde podríamos mudarnos? ¿Cuándo dijo eso?
– Este otoño. Muy lejos.
– Solía soñar, ya lo sabes, pero creo que aquí estaba a gusto.
– Quería irse de esta ciudad de mierda -insistió.
– ¿Dijo eso? -preguntó Berit, y miró de hito en hito sorprendida a su hijo-. ¿Ciudad de mierda?
Justus asintió con la cabeza y se puso en pie.
– ¿Adónde vas?
– Tengo que dar de comer a los peces.
Berit observó su espalda y su cuello. Se movía como John. Los movimientos que hacía sobre la superficie del agua del acuario eran los mismos. Los cíclidos se acercaron con movimientos envolventes, en bonitos bancos, de forma que la vista lo percibía como un solo cuerpo.
Entonces aporrearon la puerta. No llamaron al timbre, sino que siguieron aporreando. A Justus se le cayó el bote de la comida y miró fijamente hacia el recibidor. Berit se puso en pie, pero fue como si sus piernas temblorosas no pudieran aguantarla. Miró el reloj del aparador.
– ¿Abro? -preguntó Justus.
– No, abro yo -contestó, y se levantó.
Fue al recibidor. Los golpes habían cesado. Puso la cadena de seguridad y entreabrió la puerta con cuidado. Fuera esperaba Lennart.
– ¿Por qué aporreas la puerta?
Sopesó no dejarlo entrar, pero entonces armaría escándalo en la escalera, así que era mejor abrir. Entró como un tiro por la puerta.
– ¿Estás borracho?
– ¡No me vengas con eso! Nunca he estado tan sobrio en toda mi vida. ¡Tía de mierda!
– ¡Lárgate! -exclamó Berit decidida, y abrió de nuevo la puerta, la dejó abierta de par en par con la mirada clavada en la de Lennart.
– ¡Basta ya! Me iré cuando me dé la gana. Primero me tienes que contar unas cosas.
– Justus, vete a tu cuarto -ordenó Berit.
El chico se quedó en la puerta del salón, sin hacer el menor gesto de irse a su cuarto.
– Se dicen muchas cosas -dijo Lennart.
– Justus, vete a tu cuarto -repitió Berit con un tono cada vez más agudo.
Ella se colocó en el campo de visión entre el hijo y el cuñado.
– ¡Lárgate! -chilló-. Mira que tener la vergüenza de venir aquí a gritar.
– He hablado con Mossa y con Micke -replicó Lennart con tranquilidad.
Berit lanzó una rápida mirada por encima del hombro. El chico seguía ahí, petrificado. En su figura había algo de John.
– Vete, te lo pido por favor. Podemos hablar luego.
– Nada de luego -respondió Lennart.
Tuvo lugar un silencioso enfrentamiento entre ellos dos. «Si por lo menos estuviera borracho -pensó-, entonces sería más fácil.» Pero el cuñado parecía inusualmente espabilado y fresco, tenía las mejillas sonrojadas y no olía a sudor ni alcohol.
– ¿Qué te has hecho en el labio?
– ¿Y a ti qué coño te importa? No he venido a hablar de mis labios, más bien de los tuyos -señaló con una sonrisa burlona, satisfecho de su rápido chiste.
Berit bajó la cabeza, respiró hondo.
– Lennart, por favor, piensa en Justus. Ha perdido a su padre. Ahora no necesita más cosas. Es suficiente, tenemos de sobra. Nosotros…
Sollozó.
– Así que es hora de berrear. Deberías haberlo pensado antes.
Berit se alejó de la puerta, se acercó al niño y le pasó la mano por el hombro, lo miró a los ojos.
– Justus, quiero que te vayas a tu cuarto. Está borracho o simplemente loco. Chismorrea demasiada mierda. No tienes por qué oírlo.
– Yo también vivo aquí -replicó Justus, pero sin levantar la vista.
– Sí, claro -concedió Berit-, pero ahora déjanos solos un rato.
– ¿De qué quiere hablar?
– No lo sé -dijo en voz baja.
– ¡Claro que lo sabes, cojones! -exclamó Lennart desde la puerta-. A Justus también le puede venir bien oír un poco sobre su madre. Vas como una viuda santa y llorona por la vida. ¿Quién puede decir que no estés involucrada?
– ¡No, ahora márchate! Si estás pirado, piensa por lo menos en el niño. Justus, vete a tu cuarto, yo me ocupo de esto.
– No quiero -dijo Justus.
– Luego hablaremos. Vete a tu cuarto y cierra la puerta -ordenó Berit con un tono decidido, y más o menos lo empujó fuera de la habitación. Después se dio la vuelta hacia Lennart.
– ¿Quién viene con esas suposiciones?
– Dicken, ¿no te acuerdas de él? Por supuesto, recordarás bien sus dientes.
– ¡Basta ya, joder!
La rabia hizo que su voz acabara en falsete.
– ¡Cierra la puerta! -le gritó al chico.
– A mí no me asustas con tus gritos. Hay gente que dice que tienes algo que ver con la muerte de John.
Ella lo miró de hito en hito.
– Imbécil de los cojones -gritó-. Imbécil de los cojones.
– ¡Que te den por el culo!
– Sí, claro, pero primero me vas a decir quién habla mierda de mí.
– No es ninguna mierda. Fue Micke quien me lo contó.
– ¿Qué?, ¿Micke Andersson? Creía que me conocías. Y a John -añadió.
– En todas partes cuecen habas… -dijo Lennart, y como respuesta recibió un bofetón en la mejilla.
– Ya es hora de que te vayas.
– Escucha, tía de mierda -espetó, y la agarró con fuerza por el brazo, antes de que Justus saliera disparado de su habitación.
– ¡Dejad de pelearos! -gritó-. ¡Vale ya!
Berit abrazó a su hijo, pero este se apartó. La rabia hizo que el rostro de él se contrajera entre convulsiones, se sorbió los mocos y la miró impotente.
– Justus, no escuches a Lennart.
– Ahora échame la culpa -dijo Lennart con tono despectivo-. Mossa te llamó «puta» y seguramente tiene razón. Con lo que coqueteabas con ese vecino vuestro.
– ¿Te refieres a Stellan? ¡Es homosexual! Se pasa la vida abrazando. Tú lo sabes, Justus. Stellan, ya sabes.
– Y luego está Dicken Lindström, también has ido a por él. ¡Joder! ¿Fue agradable?, ¿muerde bien con esos dientes?
– Estás mal de la cabeza -dijo Berit con calma-. Vives en un mundo enfermo con una mente enferma.
– ¿Quién es Dick? -preguntó Justus.
– Es un amigo de John, con el que Berit se magreaba. Por detrás de John.
– Fue a por mí una vez, intentó tocarme, pero yo no lo dejé. Joder, tú estabas presente. Yo estaba en la cocina haciendo la comida, vosotros estabais jugando a las cartas. No quise decir nada porque John lo habría matado.
– Vaya, así que esa es tu versión.
– Nunca ha habido otra. He dicho que intentó meterme mano. Es un cerdo, tú crees…
Berit no finalizó la fase.
– No lo creas -le dijo a Justus-. Es un enfermo mental.
– No digas que soy un enfermo -gritó Lennart.
El chico los observó a ambos con un semblante inexpresivo antes de regresar a su habitación y cerrar la puerta de un portazo.
– ¿Estás contento? ¡Cabrón! -gritó Berit-. Ya lo tiene lo suficientemente difícil para que vengas por aquí con tus idioteces. Ahora vete antes de que te mate. Y no vuelvas nunca más. Si lo haces, llamaré a la policía.
– Si alguien tiene que llamarlos soy yo -dijo Lennart tranquilo-. ¿Lo sabía John? ¿Murió por eso? Si es así pronto estarás muerta.
Berit lo miró de hito en hito.
– ¡Eres un mierda! ¡Dios, cuánto te odio! Tus jodidas tonterías y la bebida. John lo intentó y lo consiguió, pero tú das vueltas y vueltas como un puto cerdo. Y tienes la poca vergüenza de venir aquí y amenazarme, jodida e inmadura rata de mierda. Ya lo decía John, que nunca crecerías. Te despreciaba, ¿lo sabías? Detestaba tu chismorreo: la calle Ymergatan por aquí, el billar por allá. ¡Joder, eso fue hace cien años! ¿Eso es algo de lo que hablar? El pequeño gángster que aterrorizaba a su entorno. ¡Lárgate y que te den, rata de mierda! Crees que erais algo, verdaderos reyes, pero robar y esnifar pegamento solo hace que se te vacíe el cerebro. John tuvo el valor de dejar todo eso, pero tú todavía te arrastras entre la mierda. Sabes que John aborrecía tu jodida charla, pero aguantaba porque eras su hermano; si no, te hubiera echado hace muchos años.
Berit finalizó abruptamente y respiró hondo. Lennart esbozó una sonrisa burlona, pero ella pudo ver el miedo reflejado en sus ojos, y durante un instante tuvo un ataque de remordimiento. Su sonrisa socarrona se endureció y se convirtió en una máscara macabra que, sin embargo, se diluyó cada vez más hasta que apareció una angustia desesperada. Retrocedió, salió al rellano, todavía con la cabeza en alto, pero entonces apareció el tic que Berit tan bien conocía. Él respiró por la nariz, inclinó rápidamente la cabeza hacia delante y todo su cuerpo se estremeció. Era como si el cuchillo de ella se hubiera introducido hasta lo más profundo de su corazón y golpeara con toda su fuerza. Su mirada se volvió gris y vacilante, se dio la vuelta y escapó escaleras abajo con pasos ruidosos.
Oyó que la puerta del portal se cerraba como en una niebla. Cerró la puerta de la calle y se desplomó en el suelo. Lo único que se oía era el zumbido de la bomba del acuario. En la habitación de Justus reinaba el silencio. Berit alzó la vista. Era como si la inquietud y las preguntas del chico rezumaran a través de la puerta cerrada. Debía ponerse en pie e ir a su habitación, pero todavía no se sentía capaz. Primero tenía que reunir fuerzas. Su cuerpo ya no la obedecía. Las palabras del cuñado y su contraataque la habían vaciado de sus últimas fuerzas. Durante mucho tiempo había mantenido la máscara, había ocupado el tiempo hablando con Justus, Por las tardes se sentaban muy juntos en el sofá, miraban la televisión pasivamente, pero también hablaban. Berit recordó episodios de su vida y la de John, intentó crear una imagen que Justus pudiera hacer suya. Le habló de la juventud de él, dejando fuera lo peor, le contó lo aplicado y apreciado que era en el taller, su conocimiento de los cíclidos y lo mucho que quería a su hijo. Ella sabía que los muertos caminan junto a los vivos. Ahora creaba el mito de John, la imagen del padre que ponía a la familia por encima de todo, guiado por el sueño de proporcionar una infancia feliz a Justus.
La noche anterior le había revelado que, cuando nació, John abrió una cuenta de ahorros donde todos los meses, independientemente de lo poco que tuvieran, ingresaba ciento cincuenta coronas. Ella había sacado el último extracto de la cuenta y Justus permaneció sentado durante un buen rato con el papel en la mano.
Ahora Lennart amenazaba con devastar lo que ella había intentado construir y una doble pena la golpeó con fuerza. ¿Cuánto tiempo aguantaría? Su trabajo en la asistencia domiciliaria no proporcionaba suficientes ingresos y las posibilidades de conseguir la jornada completa eran pocas. No tenía estudios ni contactos. Probablemente el seguro de John le daría algo, pero serían tiempos difíciles. Ella deseaba darle mucho a su hijo, y ahora todavía más.
Se levantó con gran esfuerzo y se colocó frente a la puerta de Justus. No se oía ni un suspiro. Llamó y abrió la puerta. Él estaba sentado en la cama y no le prestó atención cuando entró en la habitación.
– ¿No creerás lo que ha dicho, verdad? Solo son mentiras.
Justus miró de nuevo fijamente la cama.
– Está confundido. Ha oído algún cotilleo de mierda y busca un culpable. ¿Entiendes lo que digo?
Dijo que sí con la cabeza.
– Como si no tuviéramos de sobra -dijo ella con un suspiro, y se sentó en la silla de su escritorio-. Nunca he sido infiel, no he mirado a otro hombre. Tu padre era suficiente para mí, ¿entiendes? Estábamos bien juntos. A la gente le sorprendía que lleváramos tantos años, pero para John y para mí no había nadie más.
– ¿Así que no pasó nada? -preguntó Justus, y le lanzó una rápida mirada.
– Nada de nada -contestó ella-. Absolutamente nada.
– Entonces, ¿por qué ha dicho eso Lennart?
De nuevo intentó explicar que Lennart ahora vivía en otro mundo, donde la muerte de John lo eclipsaba todo.
– Nosotros podemos recordar a John y nos tenemos el uno al otro. Lennart no tiene nada.
– Papá quería a Lennart -repuso Justus-. ¿Por qué le has dicho eso?
No dijo nada más, pero los ojos expresaban algo que ella no había visto antes. Dolor y odio, que hicieron que su rostro envejeciera como si el odio no tuviera cabida en su juventud. Maldijo a su cuñado. Se puso en pie, quería decir algo más, pero suspiró y lo dejó solo, se quedó parada en el recibidor. Oyó como cerraba la puerta tras ella.
Le preocuparon las palabras referidas al deseo de mudarse de John. Claro que lo habían hablado alguna vez, pero nunca en serio. Ambos habían nacido en Uppsala y por lo menos a ella le resultaba difícil verse en otra ciudad. «Ciudad de mierda», le había dicho a Justus.
Que él hubiera hablado de eso con Justus le pareció un revés. A ella no, solo al niño. ¿De qué más habrían hablado que ella desconocía?
Ann Lindell observó la fachada de enfrente. La casa de ladrillos amarillos le recordaba algo, seguro que a otro edificio, en otra ocasión, en otra investigación. Ahora iba por libre, era extraño. Normalmente ella habría formado parte de un grupo, con una tarea definida y un objetivo claro. No era la primera vez que avanzaba a tientas en una investigación, pero ahora tenía que asegurar cada paso. Era una sensación de libertad mezclada con mala conciencia.
Había llamado al teléfono de información y había conseguido el número y la dirección de Berit Jonsson. Vivía en uno de esos apartamentos iluminados. Sacó el móvil, lo guardó y volvió a mirar la fachada. Debía llamar a Ola Haver, pero era muy tarde y quizá su presentimiento era totalmente infundado. Si ella hubiera estado de servicio habría llamado sin dudar. Pero si lo hacía ahora se vería obligada a explicarle a Ola que estaba investigando por su cuenta. Dio un profundo suspiro, tecleó su número y después de unos segundos de indecisión presionó el botón de llamada. Rebecka Haver respondió tras el primer tono. Lindell escuchó en su voz que presuponía que era su marido quien llamaba.
– ¿Está Ola Haver? -preguntó Lindell sin presentarse.
Un segundo de duda antes de que Rebecka respondiera.
– Está trabajando -respondió lacónica.
Silencio.
– ¿Quién llama?
– Gracias, eso es todo -dijo Lindell con voz forzada, y cortó la llamada. «Imbécil -pensó al instante-. Seguro que tienen identificador de llamadas.»
La vergüenza se apoderó de ella y maldijo su propia torpeza. Estaba trabajando. Podía llamar allí, pero ahora le parecía que sería añadir un error a otro.
El teléfono sonó y Berit descolgó el auricular con el movimiento de alguien que espera la notificación de una muerte. Era una mujer sobre la que había leído en el periódico y de la que John le había hablado: Ann Lindell, de la Unidad Criminal. Lo que sorprendió a Berit fue que sonara tan cansada y que, a pesar de ser tan tarde, deseara pasar por allí para intercambiar unas palabras con ella.
Ann Lindell llegó unos minutos después. Llevaba un bebé en brazos.
– Este es Erik -dijo.
– ¿Llevan a los niños con ustedes cuando están trabajando?
– En realidad estoy fuera de servicio -explicó Lindell-, pero estoy investigando un poco.
– Investigando un poco -le repitió Berit-. ¿No tiene canguro?
– Vivo sola -dijo Lindell, y colocó a Erik con cuidado sobre el sofá del salón.
Se había despertado al llegar a casa de Berit, pero se volvió a dormir cuando Lindell lo cogió en brazos al subir las escaleras. Berit apagó la lámpara para que no le alumbrara en los ojos. Las dos mujeres permanecieron observando al niño dormido.
– ¿Qué quiere?
Había algo de impaciencia en su voz, mezclada con lo que Lindell supuso que era miedo.
– Siento mucho lo que ha pasado. Era una persona decente. -Inconscientemente utilizó las palabras de Ottosson.
– Vaya -dijo Berit sin apenas voz.
– Creo -continuó Lindell- que lo mataron por dinero y creo que usted tiene ese dinero.
– ¿Qué?, ¿que tengo el dinero?
Berit negó con la cabeza. Eran demasiadas impresiones y preguntas. Primero Lennart, luego Justus y ahora esa policía fuera de servicio.
– Esto significa que puede estar en peligro -advirtió Lindell.
Berit la miró e intentó comprender el significado de las palabras.
– Si le soy sincera el dinero no me interesa. Era de John y ahora es suyo, pero mucho dinero implica siempre un peligro.
Fue un presentimiento por parte de Lindell. Ella no sabía si el motivo del asesinato era el dinero y menos aún si Berit sabía que existía. No pudo leer ninguna reacción en Berit que revelara que sabía algo de la supuesta ganancia de John al póquer. Lo confirmó al negar conocimiento alguno tanto de la partida como de la eventual ganancia.
– Suponiendo que hubiera ganado, ¿tenía algún amigo en el que pudiese confiar?
– No -dijo Berit de inmediato.
Pensó en Micke, y volvieron las palabras de Lennart.
– ¿Y Micke? -preguntó Lindell, como si hubiera leído sus pensamientos.
– ¿Qué es lo que quiere? -preguntó Berit-. Viene aquí tarde, con un bebé en brazos, y hace cantidad de preguntas. ¿Quién se cree que es?
Lindell negó con la cabeza y le lanzó una mirada a Erik, que seguía durmiendo.
– No -dijo-, solo he tenido un par de ideas. Hoy he hablado con un colega y se me ha ocurrido… Bueno, no estoy segura.
Miró a la mujer que tenía delante. Habían dicho que era guapa, y Lindell veía su belleza, aunque en gran parte estaba borrada. El cansancio, la pena y la tensión se habían grabado como cuchillos en su piel y la postura atestiguaba un gran agotamiento psíquico y físico.
– ¿Cómo está su hijo?
Berit sollozó. Se encontraba desnuda ante Lindell. La miró directamente a los ojos y rompió a llorar. Lindell había experimentado muchas cosas, pero Berit expresaba la desesperación más profunda que había visto nunca. ¿Quizá fuera lo sosegado de su llanto lo que lo convertía en doblemente doloroso? Llevaba mejor los gritos no reprimidos de dolor, de pena y de una vida destrozada, pero la mirada fija de Berit y sus lágrimas hicieron que Lindell se conmoviera más que nunca. El bebé en el sofá gimoteó y Lindell sintió que ella misma no estaba muy lejos de las lágrimas.
– Tengo que irme -dijo, y le acarició la mejilla con la mano en un intento por recomponerse-. Ha sido una tontería venir aquí. Solo he tenido una extraña corazonada.
Berit asintió. Linden levantó a Erik.
– Se puede quedar un rato si quiere -dijo Berit.
– No puedo -respondió Lindell.
El calor de Erik y sus pequeños movimientos bajo el mono de invierno la impulsaron a abandonar a Berit y toda la investigación sobre Johny. No era su caso, estaba de baja por maternidad y al cabo de un par de días sus padres vendrían de Odeshög.
– Sí puede -señaló Berit, y Lindell se sorprendió de la metamorfosis que experimentó la mujer-. No sé qué es lo que le ha hecho venir aquí, y da igual, pero era importante, ¿o no?
– Ni yo misma lo sé -respondió Lindell-, ha sido bastante estúpido y poco profesional.
Berit hizo un movimiento con la mano como para mostrar que daba igual; poco profesional o no, ahora ella estaba ahí.
– Me quedaré aquí un rato si me da algo de beber. Estoy sedienta.
Mientras Berit iba a buscar el mosto de Navidad, Lindell acostó de nuevo a la criatura, le desabrochó el mono y le puso el chupete. Dormía. Ella se volvió hacia el acuario. Era realmente enorme. Siguió con fascinación un banco de peces.
– Tienen sus propios territorios -explicó Berit al regresar de la cocina-. John estaba orgulloso de él. Había creado un lago africano en miniatura.
– ¿Estuvo en África?
– No, ¿cómo podríamos permitírnoslo? Lo que hacíamos era soñar un poco; o más bien él se encargaba de soñar, yo me ocupaba de que todo funcionara.
Berit apartó la vista del acuario.
– Él se encargaba de soñar -repitió-, y se llevaba a Justus con él. ¿Sabe lo que significa ser pobre? -preguntó mirando a Lindell-. Es vivir al margen, pero aun así deseas permitirte cosas. Lo invertíamos todo en Justus. Por lo menos, él tendría buena ropa. John compró un ordenador este otoño. A veces comprábamos algo bueno para el fin de semana. Uno no puede sentirse pobre todo el tiempo.
Las palabras salieron como piedras grises de su boca. No había arrogancia en su voz, apenas la constatación de que la familia Jonsson intentaba crearse una pequeña esfera donde pudieran sentirse reales, como parte de algo mayor, más bonito.
– A veces fantaseábamos que éramos ricos, no inmensamente ricos, pero lo suficiente para que quizá pudiéramos viajar alguna vez, tomar un avión e ir a parar a alguna parte. A mí me gustaría ir a Portugal. No sé por qué Portugal, pero hace mucho tiempo escuché música de allí y expresaba lo que siento dentro, o a mí me lo pareció.
Miró a su alrededor en la habitación como para examinar lo que John y ella habían logrado con el paso de los años. Lindell siguió su mirada.
– Tienen un apartamento bonito -expresó.
– Gracias -dijo Berit con humildad.
Una hora más tarde, con esa vieja sensación de debilidad en el cuerpo, Lindell salió al paisaje invernal. Los coches de la calle Vaksalagatan y el zumbido de una farola eran los únicos sonidos que se oían. La gente estaba en su casa, cocinaba el jamón y empaquetaba los regalos. Pensó en llamar al móvil de Ola Haver, pero comprendió que era muy tarde. ¿Cómo se tomaría que ella se hubiera entrometido en la investigación? ¿Qué diría su mujer si llamaba?
Decidió esperar hasta la mañana siguiente para ponerse en contacto con Ola. En lo más profundo de su conciencia acechaba la idea de que quizá pudieran verse. Apenas les quedaba un día antes de que llegaran sus padres. «Veros -pensó-. Es su abrazo lo que deseas. Si solo quisieras verlo podrías ir al trabajo en cualquier momento. No, quieres tenerlo en casa, sentado a la mesa de la cocina, como un amigo muy íntimo, que pueda abrazarte y quizá besarte. Tan hambrienta estás de calor humano.»
No le apetecía nada la visita navideña de sus padres. Al contrario, la temía. Justo ahora no aguantaba las atenciones de su madre. El padre pasaba la mayor parte del tiempo sentado en silencio frente al televisor y era soportable, pero las preocupadas preguntas de la madre sobre su vida la desquiciaban. Ahora tampoco podía escapar, como había hecho en las cada vez más escasas visitas al hogar de su infancia.
Además, su madre había comenzado a hablar de mudarse a Uppsala. La casa de Odeshög le resultaba pesada de cuidar. Lo ideal sería, según su madre, comprar un apartamentito en Uppsala y estar más cerca de Ann y Erik.
¿Había hecho bien al visitar a Lennart y a Berit? Lindell se detuvo en la nieve. Si fue para descansar los brazos, si la acera era difícil de transitar cuando las ruedas del cochecito del niño cortaban la nieve recién caída o si le embargó la certeza de haber actuado de una forma poco profesional no importaba. Permaneció parada. Nevaba copiosamente y en cierta manera se sentía segura y reconfortada.
«En realidad no soy demasiado sofisticada -se dijo a sí misma en silencio-. No como esos policías de la tele, que escuchan ópera, conocen la mitología griega y pueden decidir si un vino va bien con el pescado o la carne blanca. Yo solo soy una chica corriente que resulta que es policía, como otras son cocineras, jardineras o conductoras de autobús. Deseo de tal manera que haya justicia que me olvido de vivir, es así de sencillo.
Tampoco ninguno de mis colegas es especialmente sofisticado. Algunos ni siquiera conocen el significado de la palabra. Se afanan. ¿De qué hablan? Es evidente que no de las añadas de los vinos de algún viñedo fantástico en un lugar desconocido de la Tierra. Como mucho, comparan, siguiendo los test de los periódicos, sus experiencias de los vinos bag in box [7] del Systembolaget.»
Sammy Nilsson estaba suscrito desde hacía muchos años al Illustrerad Vetenskap y venía a menudo, encantado como un niño, con sus pequeñas anécdotas sobre acontecimientos del universo o sobre investigaciones médicas, y esparcía los hallazgos de divulgación científica con la evidente autoridad de un premio Nobel. Fredriksson apostillaba al mencionar lo maravilloso que era que el ratonero calzado invernara en Alunda, o por qué los lobos dudaban antes de cruzar la vía del tren. «Es nuestra cultura», pensó satisfecha.
Ottosson muchas veces parecía distraído y algo perdido. Seguramente prefería quedarse en su casa de verano cortando madera y entreteniéndose en el huerto. Berglund era un tipo tranquilo y un gran recurso gracias a su conocimiento de las personas y su habilidad para ganarse la confianza de la gente.
Fredriksson era un enamorado de la naturaleza al que le desagradaban las prisas y el cada vez más brutal día a día. Además, a veces mostraba tendencias algo racistas; no eran sermones conscientes sobre la superioridad de la raza blanca, sino más bien una confusión sobre el estado de las cosas. No comprendía el desarraigo de los jóvenes de procedencia extranjera que cada vez con más frecuencia figuraban en los archivos de la policía. Sammy llegaba a enfurecerse cuando Fredriksson salía con sus generalizaciones, y surgían pequeñas peleas que siempre finalizaban con Fredriksson diciendo: «Tú sabes que no era eso lo que quería decir».
«Por eso somos buenos -siguió pensando Lindel!, y empujó el cochecito unos cuantos metros más-. Si tuviéramos una educación más fina seríamos peores policías.» Era posible que lo hubiera en otros distritos, pero en Uppsala, la ciudad del conocimiento, los policías eran como la gente normal.
Sammy podía encargarse de los jóvenes, no por su espiritualidad, muchas veces ni siquiera era metódico o agudo, sino por que era alguien al que los chicos de la calle respetaban. Nada de chorradas, nada del rollo social, sino las cosas claras. Lo necesitarían a jornada completa, junto con una docena de colegas igual de dispuestos de Gottsunda, el barrio más poblado de Uppsah donde la dirección había tenido la genial idea de cerrar la comisaría de policía. «Es un eslabón más en el desarrollo de la policía de proximidad -lanzó un colega quisquilloso en una reunión matinal-. Colocad ahí a Sammy Nilsson y los destrozos, los grafitos, los robos, las amenazas y el miedo de la gente descenderá drásticamente.»
Ann Lindell sonrió para sí. Su autosuficiencia relucía, irradiaba, a través de su razonamiento y sabía que era para justificar su propia excursión policial privada. Intentaba convencerse de que el resto de la unidad hubiera actuado igual.
Naturalmente no era así. Su investigación privada no era compatible con una buena ética, ella lo sabía. Ottosson estaría seriamente preocupado por su ocurrencia. La mayor parte de sus colegas movería negativamente la cabeza. Pero ¿qué debería haber hecho? Lennart deseaba hablar con ella y con nadie más. ¿No era su obligación como ciudadana ayudar? Y Lennart no vivía lejos de Berit.
A Lindell le resultaba difícil comprender a Berit. Era posible que ella, tras esa expresión de sorpresa en su bonita cara marcada por el dolor, ocultara conocimientos que no deseaba compartir con la policía, sin importar cuánta «conversación de amigas» hubiera. Antes que nada, deseaba proteger a su hijo y luego la memoria de John, dos caras de la misma moneda. ¿Sabía dónde estaba el dinero del póquer? ¿Había tenido alguna relación con otro hombre? ¿Eran los celos, quizá mezclados con el deseo de dinero, el motivo del asesinato? A Lindell le resultaba difícil ver la forma en la que Berit podía haber contribuido al asesinato de su esposo, o que un amante despechado estuviera detrás, un hombre con el que había tenido una relación y al que luego había rechazado. Lindell creía en la fidelidad de Berit. Deseaba creer en ella y jugaba con la idea de que quizá podrían verse en más ocasiones. Berit parecía sensata, de trato directo y seguro, y también tenía buen humor.
Colocó el cochecito en el portamaletas. Erik se despertó al atarlo a la sillita. La miró con sus grandes ojos. Ella le acarició la mejilla.