E1 apretón de manos de Karolina Wittåker fue húmedo y débil.
– Pero, ¡ay!, lo que uno puede equivocarse -le diría después Haver a Berglund-. Se ha hecho con el mando de inmediato. Me he sentido como un niño pequeño. Ha dado una conferencia sobre los trastornos de la personalidad y…
– ¿Qué ha dicho ella? -interrumpió Berglund.
– Que podemos seguir adelante, pero ella quiere estar presente.
– Vaya -dijo Berglund de pronto, y prosiguió apresurado por el pasillo.
Haver lo siguió con la mirada con una expresión de asombro, luego se encogió de hombros y entró en el despacho de Ottosson. El jefe de la unidad estaba sentado inclinado sobre el crucigrama del Aftonbladet.
– Tengo que vaciar un poco la mente -explicó disculpándose, y apartó el periódico.
– La psicóloga quiere estar presente cuando interroguemos a Hahn -notificó Haver.
– No hay ningún problema. ¿Cómo es?
– Mujer. Treinta y cinco años, guapa y segura de sí misma.
– Vaya, una de esas -dijo Ottosson, y sonrió-. Seguro que todo saldrá bien.
– ¿Qué le pasa a Berglund?
– ¿Le pasa algo? ¿Piensas en lo que ha dicho durante la reunión?
– Parece estar jodidamente histérico -sostuvo Haver.
– Ahora todos estamos igual. Además, dentro de poco es Navidad. Para Berglund es un tiempo sagrado. Es cuando se reúne con su clan a comer, hacen un puzzle y Dios sabe qué más. Apenas conozco a nadie que sea tan amante de la familia y tan apegado a las tradiciones. Lo que más desea es estar en casa, haciendo caramelo y colgando adornos.
Haver no pudo menos que reír. Ottosson lo miró con una expresión amable.
– Tú puedes arreglar esto -dijo-, pero recuerda que Hahn es un enfermo. Apuñaló a uno de los nuestros, pero también es una persona herida. Herida y persona.
Ola Haver sintió la dualidad: las cálidas palabras del jefe de la unidad y la confianza puesta en él, pero también la rabia por su actitud comprensiva hacia un doble asesino. Ottosson era así, comprensivo y agradable, eso lo convertía en un buen jefe, pero en aquel momento en la comisaría dominaba la pena y la rabia. Claro que Hahn era una persona, pero odiosa.
– Janne tenía mujer y dos hijos -afirmó Haver dominándose.
– Lo sé -contestó Ottosson tranquilo-, pero nosotros no estamos aquí para juzgar.
«¿Qué sermón de cura es este?», pensó Haver.
– Sé lo que piensas, pero hace tiempo Johny y Vincent Arnold Hahn fueron niños. Ya sabes, chicos pequeños, de esos que se ven por la calle. Lo estuve pensando este otoño, cuando empezaron las clases. Vi a los chavales por la calle con sus mochilas y sus pantalones cortos, y pensé: «Seguro que por ahí va un ladrón, un maltratador de mujeres, un drogadicto o un camello». ¿Entiendes lo que quiero decir?
– No del todo -admitió Haver.
– Iban camino de la escuela, camino de la vida. ¿Qué hacemos con ellos?
– ¿Te refieres a que está decidido de antemano quiénes serán drogatas y quiénes asesinos?
– Al contrario -dijo Ottosson inesperadamente cortante.
– Todos tenemos una responsabilidad -apuntó Haver.
– Claro, nadie se salva, solo quiero que pienses en eso cuando interrogues a Hahn. Tu misión, nuestra misión, es investigar y decirle al fiscal y a la sociedad qué ha pasado, pero también debemos ser capaces de ver a los niños con sus mochilas.
Ottosson se atusó la barba, miró a Haver y asintió con la cabeza. Haver cabeceó a modo de respuesta y abandonó la habitación.
– ¿Puedes describir al hombre que pensabas que era un militar?
Vincent Hahn suspiró. Karolina Wittåker estaba sentada a un lado, con las piernas tan abiertas como le permitía la apretada falda. Haver no podía evitar mirar hacia su lado. Ella miraba a Hahn.
– Estaba enfadado -soltó Hahn de pronto.
– ¿Gritó?
– Sí, gritaba y vociferaba. Era desagradable.
Beatrice y Lundin habían bajado a la plaza Vaksala y habían hablado con los vendedores de abetos. Ninguno pudo recordar a John Jonsson ni a un hombre mayor que pareciera un militar.
– ¿Por qué crees que era un militar?
– Lo parecía.
– ¿Lo dices por la ropa?
Hahn no respondió de inmediato, sino que se volvió hacia la psicóloga. Su mirada se posó en sus piernas. Ella lo miró con tranquilidad.
– ¿Tú quién eres? -preguntó, a pesar de que ella se había presentado unos minutos antes.
– Karolina -dijo, y sonrió-. Te escucho e intento hacerme una idea de cómo era la plaza Vaksala, cómo gritaba ese hombre y cómo te asustaste.
Hahn bajó la mirada. Un silencio esperanzador descansó sobre la habitación.
– Se parecía a Hitler -afirmó Hahn.
Las palabras salieron como escupidas de su boca.
– ¿Tenía bigote? -preguntó Beatrice.
Asintió con la cabeza. Haver sintió como aumentaba la excitación.
– Cuéntanos más cosas -pidió, y se inclinó hacia delante intentando establecer contacto visual con Vincent.
– Corrí hasta alcanzarlos.
– ¿Cuántos años tenía el otro? -preguntó Haver.
– Sesenta y tres -respondió Vincent raudo.
– Cuéntanos algo de su ropa.
Hahn no respondió. Pasaron treinta segundos, un minuto. Haver sintió que la impaciencia iba en aumento. Intercambió una mirada con Beatrice.
– ¿Cómo te sentías al correr tras ellos? -preguntó la psicóloga-. ¿Te quedaste sin aliento?
Hahn alzó la cabeza, la miró y cabeceó negativamente.
– ¿Sabías que tenías que seguirlos?
Ella recibió un cabeceo afirmativo como respuesta.
– ¿Crees que John tenía miedo?
– Él nunca tenía miedo. Ni siquiera cuando el camión chocó en la calle y la profesora gritó. Él simplemente se rió.
– Quizá tenía miedo aunque se riera -le propuso Karolina Wittåker.
Haver comprendió que el interrogatorio llevaría tiempo. Dudaba de cómo tomarse la intervención de la psicóloga. Había presupuesto que ella desempeñaría el papel de oyente, pero ahora había tomado parte activa y dirigía la conversación. Pero lo cierto era que Hahn había comenzado a hablar. Miró de reojo a Beatrice y asintió con la cabeza.
– Era un camión de pimientos. Se cayeron muchas latas. De esas pequeñas con pimientos rojos. Todos cogieron latas. Yo también. Dos. Papá creyó que las había robado, pero yo dije que todos cogieron. Estaban tiradas en la calle.
– ¿Se enfadó?
– Sí.
– Como el hombre de la plaza.
Hahn asintió con la cabeza.
– ¿Qué hacía tu padre?
– Era un nazi.
– ¿En qué trabajaba?
– No era nada. Gritaba al oído.
– ¿Tú no querías ser un nazi?
– Yo soy talibán -sostuvo Vincent Hahn.
Haver se rió y recibió una mirada gélida de Karolina Wittåker. De pronto, Vincent se puso en pie y Haver dio un salto, pero se sentó en la silla al ver que Hahn comenzaba a hablar.
– Andaba rápido. No era un abeto bonito. ¿Por qué hay que tener uno? Únicamente cuesta dinero. Piensa en todo ese espumillón, todas las bolas. Eso le dije a John. Solo se rió. Siempre se reía. El otro también se rió, aunque estaba enfadado.
– ¿Fue en el patio de la escuela? -preguntó Beatrice.
– No hay que tener abetos dentro de casa.
– ¿Habló contigo el que estaba enfadado?
– Habló conmigo. Dije que a los pinos no les gustaba que los talaran. Luego se fueron en coche y yo grité, aunque no se pueda gritar.
– ¿Qué gritaste?
– Que los pinos querían estar en paz. ¿No os parece?
– Sí, me lo parece -respondió Haver.
Él aún no había comprado ningún abeto. Solía hacerlo el día antes de Nochebuena.
– Tenemos que encontrar al hombre que estaba enfadado -indicó Beatrice-, ¿entiendes? Quizá le haya hecho daño a alguien. Si estaba enfadado. Tenemos que hablar con él.
Resultaba absurdo hablar de forma tan infantil, pero comprendió que Vincent, en parte, aún era un niño. Seguro que la psicóloga podría dar una larga charla sobre esto, pero Beatrice sintió instintivamente que era correcto dirigirse a él con ese tono infantil.
– ¿Cómo iba vestido? -prosiguió ella-. ¿Tenía ropa de vestir?
– No, nada de ropa de vestir. Como esas que salen en la tele, con bolsillos.
– ¿Ropa militar?
– Disparan.
– ¿Cazador?
Haver notó en la voz de Karolina que estaba tan excitada como él.
– Cazador -repitió Hahn-. Cazan.
Se hundió en la silla. Su tormento interior se reflejaba en su rostro. Se estremeció y se tocó la herida de la frente. Haver supuso que recordaba los acontecimientos de la noche anterior en Sävja. Vincent Hahn murmuró algo inaudible. Haver se inclinó sobre la mesa. Hahn alzó la mirada y miró a Haver de hito en hito. «Ha sido una sensación extraña», pensó Haver. Fue como si el asesino padeciera unos instantes de claridad: «¿Por qué estoy aquí? ¿He matado?». Haver sospechó que durante unos segundos Hahn buscó respuestas, apoyo y quizá compasión. Luego desapareció la expresión del rostro de Hahn y fue sustituida por la mirada desviada que habían visto durante toda la mañana.
El contacto se había roto y el resto de los diez minutos de interrogatorio respondió a sus preguntas incoherentemente. La psicóloga hizo un par de intentos por abrirse camino, pero Hahn continuó inalcanzable.