Sabía que, en cierta manera, la muerte de John estaba relacionada con él. No podía ser una coincidencia que se castigara a dos torturadores. Se hacía una especie de justicia.
Vincent apenas tenía vagos recuerdos de los primeros cinco, seis años de escuela. Se las había apañado aceptablemente. Los problemas comenzaron en secundaria. No sabía qué fue lo que creó la sensación de estar excluido, pero muchas veces se manifestó de forma física, como cuando sus compañeros de clase evitaban tocarlo. Los juegos corporales de los niños le pasaron de largo. Buscó la compañía de las niñas, pero era demasiado extraño para lo aceptaran plenamente. En tercero de secundaria abandonaron los juegos mixtos, que cada vez les parecían más infantiles, y los sustituyeron por un posicionamiento en el grupo, una búsqueda de los roles tradicionales. Fue entonces cuando Vincent no encajó. No era guapo ni encantador, solo poseía un silencio que las chicas muchas veces apreciaban como contraposición a las revelaciones altisonantes y sucias de los otros chicos. Pero a la larga lo aislaron y quedó descartado.
Había intentado aproximarse a Gunilla. A veces se hacían compañía un rato, de camino a la escuela. No eran amigos, pero Vincent se sentía cómodo con ella, era alguien con quien se podía hablar. En la mayoría de los casos sus caminos se separaban en la verja de la escuela, e incluso ella apresuraba el paso antes de doblar la esquina en Tripolis y ver la verja de hierro forjado,
Fue durante un recreo cuando él le habló sobre su padre, de que lo golpeaba. El origen fue un moratón en el cuello, justo debajo de la oreja izquierda. Algunos aseguraron que Vincent tenía un chupetón. Otros apenas le prestaron atención. Gunilla se acercó a verlo, no como los otros y sus miradas sarcásticas, preparadas para chistes inoportunos, sino que estudió con interés el hematoma. Tocó con cuidado el cuello con un dedo. Un ligero contacto durante un segundo.
Fue entonces cuando lo dijo:
– Mi papá me pega.
Ella retiró la mano y lo miró asustada. Durante un instante también creyó ver algo más, antes de que la expresión de ella cambiase.
– A Vincent lo zurran en casa -gritó de inmediato en el pasillo, justo antes de que se reunieran para entrar en clase. Todas las miradas se dirigieron hacia él.
– ¿Eres desobediente o te haces pis en la cama? -preguntó uno de los chicos.
– Pobre Vincent -dijo otro-, ¿te azotan en el culo?
Gunilla había triunfado. Luego llegó el profesor y abrió la puerta de clase. Vincent recordó que hablaron de las amebas.
Con John había sido distinto. Él iba a otra clase, pero tenían algunas asignaturas en común. Todo empezó en las clases de administración doméstica. Tanto Vincent como John pasaban desapercibidos. Generalmente los profesores tenían que atraerlos e insistir para conseguir que se expresaran o tomaran alguna iniciativa. Los pusieron juntos a cocer un bizcocho. Mezclaron a tientas los ingredientes siguiendo las instrucciones de la profesora. Desafortunadamente, Vincent volcó el cuenco al mezclar un poco más de harina. Los dos muchachos se quedaron paralizados y vieron como la masa blanca grisácea se escurría por el borde de la encimera al suelo.
La profesora apareció y por alguna razón pensó que John era el culpable del desaguisado. Ninguno de los chicos dijo nada; mucho menos Vincent, que estaba completamente convencido de que recibiría una paliza.
John tuvo que secarlo. A Vincent lo pusieron en otro grupo. Desde ese día, John odió a Vincent. Con su silenciosa diplomacia podía dirigir a sus compañeros de clase hacia una avanzada forma de acoso escolar. Después de haber sido un desapercibido ratón gris, Vincent se convirtió en un blanco legítimo. A partir de ahí todo siguió un mecanismo automático. Una vez se quejó ante su tutor, y a consecuencia de ello el terror aumentó aún más.
Supo que John estaba detrás de todo, a pesar de no haber intercambiado ni una sola palabra con él y de que John nunca participó de forma activa en el acoso.
Ahora estaba muerto y Vincent, satisfecho. Gunilla no estaba muerta, pero sí bien asustada. Nunca lo olvidaría. El miedo la acompañaría.
La confusión de la mañana se había transformado en una especie de armonía onírica. Sabía que estaba en el buen camino. El cable de teléfono alrededor del cuello de Vivian, su mirada asustada y su respiración silbante le habían sentado bien. Se había callado demasiado rápido. Sus ojos, que al principio únicamente habían reflejado desconfianza y luego se llenaron de pánico, le hicieron reír. Eso fue lo último que ella vio, su desternillante y maloliente boca. Él había deseado prolongar la risa. Descontento, había pateado su cuerpo, lo había pateado hasta meterlo debajo de la cama.
John había muerto con un cuchillo. «Repetidas puñaladas», publicaba el periódico. Vincent supuso que su mirada estuvo igual de asustada que la de Gunilla y Vivian. ¿Tenía un ayudante? Una fuerza silenciosa que se vengaba sin que él lo supiera, ¿o había estado él allí? Se sintió cada vez más inseguro. No era la primera vez que se le olvidaban las cosas, sobre todo cuando se irritaba. Quizá había estado allí y había apuñalado a John.
Como de costumbre, se detuvo en el puente Ny y miró fijamente hacia abajo, al agua del río Fyris. A pesar del frío severo, durante gran parte de diciembre había un cauce abierto en medio del río. Ahí Vincent Hahn descansaba la vista durante unos minutos antes de cruzar el puente. De nuevo tuvo la sensación de caminar por un país distinto al que lo había visto nacer, en el que ninguna de las personas que lo habitaban lo conocía, donde los edificios habían sido levantados por manos extrañas y con palabras que no entendía. Prestó atención a las personas que se encontraba, intentó leer algo en sus ojos, pero la mayoría apartaban rápidamente la mirada o solo tenían ojos para ellos mismos.
Levantó la mano y cruzó la calle sin preocuparse de que estuviera resbaladizo y de que a los coches les sería difícil frenar. Alguien le gritó palabras que no entendió. Estaban enfadados con él, lo podía ver. Sacó un cuchillo que había cogido en casa de Vivian. Un par de quinceañeros gritaron, se dieron la vuelta y salieron corriendo.
Repitió la maniobra, se puso en medio de la calle. Un coche tuvo que frenar en seco, derrapó hacia un lado y estuvo a punto de chocar con un taxi aparcado. El taxista se bajó y le gritó algo. Vincent agitó el cuchillo.
Se dirigió hacia la plaza Sankt Eriks. Una pareja mayor vendía decoración navideña y guirnaldas. Se detuvo y miró los oropeles. Había pocos clientes y lo miraron expectantes.
– No tengo un hogar de verdad -explicó.
– Mirar no cuesta nada -repuso la mujer.
El hombre, que lucía un colosal gorro de piel, se quitó uno de sus guantes de cuero, cogió una bolsa de caramelos caseros de la mesa y se la tendió.
– Tampoco tengo dinero -insistió Vincent.
– Coja uno, le vendrá bien algo dulce -dijo la mujer-. Están mezclados.
El hombre asintió con la cabeza. La mano con la bolsa temblaba un poco. Vincent miró la ancha mano, las venas azul oscuro de su dorso formaban un poderoso dibujo. Las uñas eran gruesas, fuertemente curvadas y algo amarillentas.
– Ha tenido una apoplejía -explicó la mujer-. No puede hablar.
– Es lo más bonito que me han regalado -dijo él.
La mujer asintió con la cabeza. Sus ojos eran verde azulado con un ligero tono grisáceo en la córnea. Aparte de algunas manchas marrones en una de sus mejillas, su piel era completamente lisa y juvenil. Vincent pensó que, en algún tiempo, ella tuvo que haber reído mucho.
Se acercó una joven pareja que ojeó entre las guirnaldas.
– Tienen unos caramelos buenísimos -indicó Vincent.
La mujer joven lanzó una rápida mirada y sonrió.
– Nos llevamos uno de estos -dijo, y sostuvo una guirnalda de ramas de arándano.
Vincent abandonó el puesto y siguió deambulando, sin rumbo fijo y con un vacío cada vez más grande en su interior. Lo había sentido muchas veces antes. Como un agujero negro, incomprensiblemente oscuro y profundo, donde los pensamientos tanto surgían como se ahogaban. Sentía como si estuviera atrapado en un torbellino que lo empujaba hacia el interior de sí mismo.
Probó a decir algo y resonó en su cabeza. El mareo iba y venía. Tomó otro caramelo. Se quedó parado frente a un escaparate que exhibía artículos para una vida sexual más rica. La gente entraba y salía con tranquilidad, cargando paquetes coloridos, le echaban una ojeada y sonreían.
¿Adónde podría ir? Las piernas apenas le sostenían. Los caramelos le proporcionaron un poco de energía, pero en cualquier lugar al que se dirigía surgían nuevos obstáculos. Cada vez había más personas en la acera, la aglomeración se hizo mayor y él se golpeaba constantemente con la gente y sus paquetes. Era como si lo empujaran por todos lados.
Cuando por fin se decidió a ir de nuevo a la parte este, se encontró a un hombre disfrazado de Papá Noel que intentó detenerlo con una oferta para dar un paseo en trineo por el casco antiguo de Uppsala. Doscientas noventa coronas por apenas un hora. Cogió un folleto y continuó. El mareo desapareció. Se apoyó contra una pared y la angustia lo asaltó como un ejército de jinetes negros. Se protegió, levantó los brazos hacia el rostro y gritó algo al viento.
Una hora después llegó la policía. La había llamado el dueño de una galería de arte. Había estado observando a Vincent un rato, mirando la nieve caer sobre él. Era una bonita escena: la composición, el hombre vestido de negro, el gorro bien calado, la postura encogida contra la pared, como si tuviera miedo de los golpes de los transeúntes que pasaban a su lado con sus paquetes navideños en las manos, la nieve que caía lentamente…; todo junto creaba una imagen de una evidente autenticidad. «Esto ocurre aquí y ahora.» El galerista estaba dentro, en el calor, con las miniaturas expuestas en la pared. La gente entraba y salía, se intercambiaban saludos navideños.
Al mismo tiempo era un recordatorio sobre la intemporalidad de la pobreza. Por aquella calle habían pasado miles de indigentes. Habían llegado a la ciudad por la puerta norte, huyendo del hambre y de los desalmados terratenientes, buscando alivio. En tiempos de plagas habían tomado el camino opuesto, alejándose de las chabolas y el hedor.
Podía ser cualquier ciudad nórdica. El galerista vio al excluido como un recuerdo de las limitaciones del arte contemporáneo, pero también de sus posibilidades. Para la pintura clásica se trataría de un típico cuadro de género; para el artista de vídeo, un motivo desafiante.
Pero la estética tuvo que dar paso a la compasión. Llamó a la policía, que apareció media hora después. El galerista salió a la calle. Los dos policías no apreciaron las calidades artísticas; la misión era la recogida rutinaria de un borracho, quizá una persona enferma.
El frío se había introducido en el cuerpo de Vincent. Había metido las manos desnudas dentro de la chaqueta y la cabeza reposaba sobre las rodillas. Uno de los policías lo zarandeó del hombro. Vincent se despertó, abrió los ojos y vio al policía uniformado. Su compañera intercambiaba unas palabras con el galerista.
Vincent había soñado, había visitado un país donde la nieve tenía un metro de espesor durante todo el año. Un país de frío y hielo, donde las personas no podían escupirse, sino que tenían que conformarse con hacer rígidas muecas cuando se encontraban y deseaban mostrar su descontento. Había estado en una esquina vendiendo lotería que nadie deseaba comprar. Había gesticulado en vano. No se podía hablar, pues entonces el frío amenazaba con introducirse hasta el corazón. Y era el fin.
– ¿Cómo está? -preguntó el policía con amabilidad.
Reconoció el olor a alcohol. No era uno de los viejos habituales. Al cabo de media hora acabaría su jornada y se tomaría unas vacaciones. Viajaría junto con su familia a su pueblo en Ångermanland.
Vincent movió entumecido la cabeza, intentó apartar el sueño y fijar los ojos en el policía. Lentamente el presente se asentó en su conciencia. Vio la pierna del uniforme, oyó la voz, sintió la mano, sacó rápido como el rayo el cuchillo del bolsillo interior de la chaqueta y realizó un movimiento circular hacía arriba. El cuchillo de pan alcanzó el cuello de Jan-Erik Hollman, natural de Lunde, bautizado en la iglesia de Gudmundrå, donde sería enterrado una semana después de año nuevo; acertó la yugular, atravesó la garganta y salió por el lado opuesto.
Su colega, Maria Svensson-Flygt, hizo todo lo posible por detener la hemorragia, pero todos los intentos fueron en vano. En pocos minutos Jan-Erik Hollman se desangró en la acera helada de la calle Svartbäcksgatan.
Vincent permanecía sentado apoyado contra la pared, como si fuera totalmente inconsciente de lo que había ocurrido. Maria lo miró. A su alrededor se había formado un círculo de curiosos. El silencio era total. El tráfico se había detenido. La rosa roja de sangre en el suelo dejó de crecer. Una de las manos de Maria reposaba sobre el pecho de su colega. La otra buscaba el teléfono móvil. Después de la corta conversación se estiró tras el cuchillo que Vincent había tirado, o que simplemente se le había caído.
– Ella tiene una pistola -gritó un niño pequeño.
Vincent le lanzó a Maria una mirada apática y lo que ella vio fue locura. En la calle, a lo lejos, alguien se rió estrepitosamente y un taxista tocó el claxon irritado; aparte de eso, reinaba el silencio. Después de algunos segundos se oyó el sonido de las sirenas.
Maria Svensson-Flygt apreciaba a su colega. Habían sido compañeros durante dos años. Odió al hombre que había junto a la pared y se le pasó por la cabeza que, si hubieran estado solos en la calle, sin testigos, le hubiera volado los sesos.
Supuso que se trataba de Vincent Hahn, que estaba en orden de búsqueda desde la mañana por el asesinato de una mujer en Johannesbäck, aunque solo tenía un ligero parecido con la foto que había visto.