La investigación sobre Vincent Hahn se intensificó por la mañana. Habían encontrado su apartamento ocasional en Bergslagsresan durante la noche y Fredriksson entró junto con cuatro policías de la Unidad de Intervención. Como era de esperar, estaba vacío.
El apartamento, de dos habitaciones, daba impresión de desolación; había pocos muebles y aún menos pertenencias personales. El teléfono estaba cortado. No había ordenador alguno.
– Lo más curioso -explicó Fredriksson en la reunión matinal- era un maniquí. Yacía en la cama de Hahn con un par de bragas negras. -Fredriksson se ruborizó al hablar de la dama mugrienta.
– ¿No había agenda, cartas o algo? -preguntó Beatrice, que deseaba ayudar al colega en su relato.
– Bueno -dijo Fredriksson, y se pellizcó la nariz-, había tres carpetas con las quejas que Hahn había escrito durante muchos años. Iban dirigidas a la diputación, al ayuntamiento, a autobuses de Uppsala, Sverige Radio y Dios sabe qué más. Al parecer se dedicaba a quejarse de todo y de todos. También tenía archivadas las respuestas. Por lo que pude ver, la mayoría eran escuetas respuestas negativas.
– Seguro que es una celebridad -consideró Ottosson.
– La cuestión ahora es saber dónde está -dijo Sammy.
– Sabemos que un coche privado lo recogió en el paso a nivel del tren en Bergsbrunna. El conductor, un técnico de mantenimiento de Vattenfall, ha llamado esta mañana después de leer el periódico. Lo llevó hasta el hospital, a urgencias.
– ¿Cuándo?
– Una media hora después de la agresión de Sävja -dijo Fredriksson-. Lo hemos investigado, pero ayer no atendieron a ningún Vincent Hahn. Nos llamarán si aparece.
– ¿Eran muy graves las heridas?
– Sangró bastante, pero es difícil determinarlo. El tipo de Vattenfall dijo que tenía todo el rostro ensangrentado, pero que parecía estar bien de la cabeza. Podía moverse sin problemas.
– ¿Es alemán? -preguntó Ottosson.
– No, ciudadano sueco. Los padres murieron hace unos cuantos años. Tiene un hermano, Wolfgang, pero emigró a Israel hace quince años.
– ¿Es judío? -inquirió Lundin.
– A medias. La madre era judía y vino aquí después de la guerra. Todo, según el registro civil.
Fredriksson guardó silencio y hojeó sus papeles.
– Vale -dijo Ottosson-, buen trabajo. Continuaremos vigilando Sävja, tanto el apartamento como la casa de Gunilla Karlsson. Fredriksson, investiga si tiene parientes o amigos. Tiene que haber ido a alguna parte. Lo más probable es que no haya abandonado la ciudad, por lo menos no en transporte público. Con esas heridas habría despertado curiosidad.
– ¿Tiene coche? -inquirió Sammy.
– Ni siquiera tiene carné de conducir -contestó Fredriksson.
– Vale -continuó Ottosson-, hablemos del cuchillo y del joven rufián. ¡Sammy!
– Mattias Andersson fue detenido en relación con una pelea en el centro. Llevaba encima un cuchillo. Bohlin, de la Unidad Juvenil, había oído hablar del asesinato de Johny y estaba muy atento, así que al ver el puñal lo estudió detenidamente. Había manchas en él que resultaron coincidir con la sangre de Johny.
– ¡Joder! -exclamó Beatrice-. ¿Cuántos años tiene?
– Quince.
La puerta se abrió y Berglund entró con el fiscal pisándole los talones. Se sentaron y la disertación continuó.
– Afirma haber robado el cuchillo de un coche en el aparcamiento del Hospital Universitario, el mismo día en que fue detenido. Lo hemos controlado, pero ese día no se reportó ningún robo. Eso no tiene por qué significar nada, pues Mattias dice que era una furgoneta que tenía abierta la puerta de atrás. Comprobó si las puertas estaban cerradas, pero no era el caso. En la cabina de la camioneta, dentro de un cubo negro, estaba el cuchillo.
– ¿Crees que dice la verdad?
– Quizá -dijo Sammy-. El chaval está asustado, realmente asustado. Llora sin parar. Su madre hace lo mismo. La vieja parece una Magdalena.
– ¿Has hablado con la compañía de seguridad?
– Yes -pronunció Sammy-. No tienen constancia de ningún incidente ese día, ningún informe sobre robo o desperfectos. Pero es lo habitual, un hecho casi diario. Llevamos a Mattias al lugar ayer tarde para que pudiera señalar el sitio exacto. El vigilante creyó reconocer al chaval, pero no podía recordar la furgoneta. No es extraño que lo reconociera, al parecer suele robar en el aparcamiento.
– Una furgoneta -repitió Ottosson pensativo-. ¿Color? ¿Modelo?
– Roja -contestó Sammy-, al parecer con el techo blanco. Puede ser una Toyota, pero no es seguro.
– Si vamos a creer su historia tendremos que enseñarle al chico diferentes modelos de coches -dijo Beatrice.
– ¿Tiene alguna coartada para la noche del asesinato de Johny? -preguntó en un tono inusualmente cortante el responsable de la Unidad de Inteligencia Criminal.
– Dudosa -respondió Sammy-. Dice que estuvo por el centro con sus amigos. Hemos intentado saber cuándo, dónde y cómo, pero las explicaciones de los chavales de su pandilla son vagas. «Joder, eso pasó hace años», nos dijo uno de ellos. Algunos piensan que es una chulada que hayan detenido a Mattias con un arma asesina debajo de su ropa.
– Os tengo que contar que Ann nos visitó ayer -informó Ottosson-. Estuvo en el interrogatorio de Mattias y luego se ocupó de su compungida madre. Creo que hasta fueron a tomar un café.
– ¿Cómo está? -inquirió Beatrice.
– Aburrida -dijo Sammy-. Está sopesando vender al niño.
– ¡Corta el rollo!
– Ya está buscando en las páginas amarillas -dijo Sammy, y sonrió a Beatrice.
Una hora después finalizó la reunión matinal. Ola Haver se sentía insólitamente abatido. La charla sobre Ann Lindell, por una extraña razón, le hizo echar de menos a Rebecka. La idea de escaparse durante una hora o dos planeó sobre su cabeza durante un corto instante. Ya lo había hecho con anterioridad. Fue antes de que nacieran las niñas, un día que Rebecka tenía libre.
Sonrió al recordarlo y abrió la puerta de su despacho. En ese mismo momento sonó el teléfono. Lo miró, dejó que sonara un tono más antes de levantar el auricular.
– Hola, soy Westrup. ¿Molesto? -dijo la voz con rapidez, y continuó-: Tú te encargas del asesinato de Johny, ¿verdad? Este otoño nos dieron un soplo sobre un grupo de jugadores y el nombre de Johny estaba entre ellos.
– ¡Joder! -exclamó Haver, y el tedio desapareció.
– Estábamos vigilando a un iraní llamado Mossa, un jugador, quizá trafique con drogas, no lo sé. Estuvo con un grupo que se jugó mucho dinero.
– ¿Cómo lo sabes?
– Uno de los presentes se ha ido de la lengua. Åström lo detuvo por chanchullos con facturas falsas. Encontraron bastante dinero y no le resultó fácil justificar su procedencia. Entonces salió lo de la partida de cartas. Seguro que lo ha magnificado todo, sobre todo para que Åström se olvide de las facturas, pero dio una serie de nombres.
– ¿John ganó o perdió?
– Ganó. Y mucho. Se habla de unos cuantos cientos de miles.
– Tendremos que interrogar al muchacho. ¿Cómo se llama?
Haver estudió el nombre en el cuaderno. No le dijo nada. Ove Reinhold Ljusnemark, treinta y cuatro años, mecánico aéreo. Lo habían despedido de Arlanda por robar.
Su dirección era un apartamento realquilado en la Tumbackar. A Haver le disgustó de inmediato Ove Reinhold. Quizá porque era un soplón que intentaba salvarse a costa de sus amigos. Westrup, un tipo de Escania que había llegado a la policía de Uppsala hacía un año, había prometido traer a Ljusnemark.
Cuando el rubicundo hombre de Hälsingland entró en el despacho de Ola Haver una hora más tarde, sus labios esbozaban una sonrisa de cordero. Haver lo estudió sin decir palabra. Le indicó con la mano a Ljusnemark que se podía sentar y le hizo una señal con la cabeza a Westrup. Este se entretuvo unos segundos en la puerta. Sonrió. Había algo que Haver apreciaba en su colega. El tamaño de su cuerpo, su andar tranquilo y su sonrisa, muchas veces difícil de interpretar pero siempre amable.
Haver permaneció un rato sentado en silencio. La sonrisa del visitante se volvió cada vez más tensa. Haver simuló buscar algo, sacó un grueso archivador que trataba de otra investigación, lo abrió, hojeó durante algunos segundos un océano de informes y transcripciones de interrogatorios, y luego le lanzó una rápida mirada al soplón.
– Un respetable fajo de papeles -dijo, y cerró el archivador-. ¿Qué dice? ¿Cooperación o confrontación?
Ove Reinhold Ljusnemark se removió en la silla. Ahora su sonrisa había desaparecido del todo, pero retornó súbitamente en forma de esforzada mueca y carraspeó. Haver no estaba seguro de que comprendiera el significado de la palabra «confrontación».
– ¿Conocía a Johny? Hay gente que dice que tiene algo que ver con su asesinato.
Ljusnemark tragó.
– ¡Qué cojones! ¿Quién dice eso?
Haver posó la mano sobre el archivador.
– ¿Quiere contármelo o prefiere ponerlo difícil?
– ¡Es una jodida mentira! He jugado algunas veces con él.
– Está bien, hábleme del juego.
Ljusnemark lo miró como si estuvieran en medio de una partida de póquer.
– Jugábamos a las cartas. En realidad no lo conocía. Éramos un grupo de tíos que nos reuníamos de vez en cuando. Nada de sumas grandes, pero a veces subía un poco la cosa.
– ¿Está prejubilado por incapacitación?
Ljusnemark asintió con la cabeza.
– Cuarenta y seis años y completamente acabado -soltó Haver.
– Tengo ciática.
– Pero al parecer aguanta pasar sentado toda la noche jugando al póquer. Cuénteme de cuánto dinero se trataba.
– ¿Se refiere a la última vez?
– ¿Quiénes participaron?
– Había un poco de todo. La gente entraba y salía, pues jugamos bastante tiempo. El tiempo pasa rápido de cojones cuando uno se lo pasa bien. También comimos un poco de pizza.
Ljusnemark calló e intentó esbozar una sonrisa.
– No se enrolle.
– Fue hace tiempo. No me acuerdo bien.
– Oiga -dijo Haver cortante-, hay datos que le relacionan con un arma que con toda probabilidad se utilizó en el asesinato de Johny.
– ¿Qué?
– ¿Quiénes estaban en la partida? ¿De cuánto dinero se trataba?
– ¿Qué arma? Nunca he tenido ningún arma.
Haver permanecía sentado en silencio.
– Déme un respiro -dijo Ljusnemark en inglés, y en ese instante Haver estuvo dispuesto a tenerlo a pan y agua durante veinte años. Abrió el archivador.
– Estábamos Johny y yo -comenzó Ljusnemark, y luego soltó toda la historia, rica en palabras y fluida, con todos los nombres. Haver reconoció un par.
– Usted perdió, ¿verdad?
– Cinco, seis mil pavos como mucho. Lo juro. Me vi obligado a dejarlo y Jerry ocupó mi lugar.
– ¿Jerry Martin?
Ljusnemark cabeceó afirmativamente. Se retorció en la silla. Haver lo estudió durante unos segundos.
– Ahora puede irse -dijo.
Ocho nombres. Haver pensó que allí, en alguna parte, se encontraba la solución de la muerte de Johny. Dinero y pasión, ahí hallaría la respuesta a las preguntas. La gente caía por el dinero y el amor traicionado.
Haver se retrepó. ¿Hay alguna sociedad donde el dinero no mande? Había oído hablar de una tribu en África sin apenas violencia ni robos, donde no se preocupaban de medir el tiempo. Añoraba ese lugar, pero seguramente esa tribu ya había sido exterminada. O expulsada a uno de esos guetos en los que sus habitantes desaparecían bajo el alcohol y el sida.
Ocho personas. Haver cogió la lista de nombres y fue a ver a Ottosson.