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A las cuatro menos veinte de la mañana Justus Jonsson se levantó de la cama. Se despertó de una sacudida y le apremió una única idea. La voz de su padre le había despertado: «Chaval, ya sabes lo que tienes que hacer».

Mira que no haberlo pensado antes. Se levantó con sigilo, abrió con cuidado la puerta y vio que había luz en el vestíbulo. El apartamento estaba en calma. La puerta del dormitorio de sus padres estaba entornada. Echó una ojeada y, para su sorpresa, comprobó que la cama estaba vacía. Quedó confundido durante unos segundos. ¿Se habría marchado? Pero vio que faltaba la manta de Berit y entonces comprendió.

La encontró en el sofá. Se acercó tanto que pudo oír su respiración, y luego, más tranquilo, regresó a su habitación. La puerta del armario chirrió ligeramente al abrirla. Moviéndose con mucha cautela fue a buscar una silla para alcanzar la repisa superior, al fondo de todo.

Ahí estaban las cajas de John, material del acuario, repuestos para las bombas, filtros, una lata con piedras, bolsas de plástico y demás. Detrás de todo esto Justus encontró lo que buscaba y sacó la caja con cuidado. La madre tosió y Justus se quedó paralizado. Esperó medio minuto antes de atreverse a bajar, colocar la caja encima de la cama, llevar la silla a su sitio y cerrar la puerta con mucho cuidado.

La caja pesaba más de lo que había imaginado. Se la puso debajo del brazo, echó un vistazo al pasillo y escuchó. Sudaba. El suelo estaba frío. El reloj del salón marcó las cuatro.

Justus había salvado a su padre. Tuvo esa sensación. Le embargó una gran calidez. «Es nuestro secreto -pensó-, nadie sabrá nada, te lo prometo.»

Se acurrucó bajo el edredón, enroscó sus manos sobre las piernas flexionadas. Rogó que John pudiera verlo, oírlo, tocarlo. Una última vez. Lo hubiera dado todo por que su padre pudiera alargar la mano.


*****

Ola Haver se despertó en el otro extremo de la ciudad. ¿Lo había despertado el dolor de cabeza, o había sido quizá uno de los niños? Rebecka dormía profundamente. Ella solía despertarse de inmediato al menor gemido de los niños, así que seguramente había sido el dolor en la frente lo que había alterado su sueño.

Se tomó un par de comprimidos de Alvedon, que se tragó con un vaso de leche, y permaneció de pie apoyado contra el banco de cocina. «Tengo que dormir», pensó. Miró el reloj. Las cuatro y media. ¿Habría llegado ya el periódico? En ese mismo instante oyó por el hueco de la escalera que se cerraba la puerta del portal y lo tomó como una señal.

Esperó al repartidor de periódicos detrás de la puerta y tiró del diario cuando este lo introdujo por la ranura del buzón. Le sorprendió no haber visto nunca al repartidor de periódicos, pero se imaginaba que era un hombre. Eso indicaban los pasos en la escalera. Una persona que nos presta un servicio diario y que echaríamos de menos si faltara. Sin rostro, solo pies y una mano que se alargaba hacia el buzón.

Haver desplegó el periódico y encendió la lámpara de la cocina. Lo primero que vio fue una fotografía de Libro. El texto era el mismo de siempre. Liselotte Rask, responsable de prensa de la policía, hablaba de un brutal asesinato y mencionaba que la policía «había encontrado algunas huellas». Haver sonrió; claro, las suyas, las del cuarenta y cinco de Ottosson y las del treinta y seis de Bea.

La foto no hacía justicia al asesinado; no obstante, era una auténtica fotografía para enmarcar si se comparaba a cómo estaba John cuando lo hallaron. «La gente no se puede imaginar lo que nos toca ver -pensó Haver-. Ni siquiera Rebecka lo comprende. Pero ¿cómo podría hacerlo?»

Haver dejó el periódico a un lado. ¿Cómo sería el día? En buena medida, eso dependía de él. Repasó las tareas que había enumerado en su cabeza la noche anterior.

Bea revisaría el apartamento de John en Gränby. Quizá Sammy la podría acompañar. Se le daban bien los niños. Haver creía que el hijo adolescente de John agradecería la presencia de un policía.

«Hay que interrogar a su hermano, así como a la madre, de nuevo.» Bea no había conseguido sacarles mucho en la conversación del día anterior.

Según Berit Jonsson su marido cogió el autobús en el centro. ¿Qué autobús? Tal vez era posible encontrar al conductor. Él, o ella, quizá serían capaces de recordar en qué parada se bajó John. También había que seguir la pista de la tienda de animales, si compro una bomba de agua y, en ese caso, dónde y cuándo. Había que hacer todo lo posible por conseguir tener una imagen clara de la última tarde de John.

Haver dejó de pensar en la investigación criminal, tomó de nuevo el periódico y lo leyó detenidamente. Tenía tiempo de sobra. Además, el dolor de cabeza se batía en retirada. Apagó el hambre matutina con un plátano y un vaso de yogur.

No estaba cansado, pero se sentía tenso ante los acontecimientos de la jornada. Si pudieran documentar con rapidez los últimos días de John con vida, aumentarían drásticamente las oportunidades de que pudieran resolver el caso.

Estaba seguro de que no había sido casualidad, no se trataba de un asesinato cometido en un arrebato. El asesino, o asesinos, se encontraban en el círculo de conocidos de John. No debería de ser difícil investigarlo.

¿El móvil? Dinero, había dicho Bea. Drogas, lanzó Riis como sugerencia, pero Ottosson lo desechó. Sostuvo que John Jonsson no era un camello. El jefe de la unidad incluso consideraba que detestaba las drogas.

Haver se inclinaba por el dinero. Una vieja deuda impagada, un cobrador al que se le había ido la mano. ¿Quizá lo provocó? Le pediría a Sammy que hiciera una lista de los cobradores más conocidos. Haver conocía a unos cuantos, sobre todo a Sundin, de Gävle, que de vez en cuando aparecía por Uppsala, al igual que a los hermanos Häll y al «director de gimnasia», un culturista con pasado karateca. ¿Había más? Seguro que Sammy lo sabía.

«Una deuda. Solo una suma considerable podía ser la causa de un asesinato. -Haver siguió razonando para sí mismo-. ¿Qué entendemos por “una suma considerable”? ¿Cien mil coronas, medio millón?»

De repente, le asaltó la idea de que el asesino quizá estaba, al igual que él mismo, sentado leyendo el periódico en ese instante. A diferencia de los periodistas y de Haver, él tenía todo el guión. Ese pensamiento le afectó, se puso en pie y se acercó a la ventana. Nevaba. Había algunas ventanas iluminadas al otro lado de la calle. Quizá el culpable se encontraba allí, en uno de esos apartamentos.

Haver resopló a causa de sus reflexiones, pero no pudo dejar de pensar que el asesino estaba despierto. Ese pensamiento le gustaba y le disgustaba a la vez. Le gustaba porque significaba que el asesino no dormía tranquilo, no se sentía seguro, leía preocupado que la policía «había encontrado algunas huellas». Volvió a pensar, seguramente por milésima vez, en cómo habría transportado al muerto, o moribundo, hasta Libro. Había dejado alguna huella, ¿quizá se le había caído algo? Quizá se le había pasado un pequeño detalle, un minúsculo error, que le inquietaba en la madrugada.

Sin embargo, le desagradaba pensar que el asesino pudiera leer el periódico en libertad, beber su café de la mañana y salir al nuevo día, sentarse en su coche o en un avión, para desaparecer del alcance de Haver.

– Quédate donde estás -murmuró Haver.

– ¿Has dicho algo?

Rebecka estaba junto a la puerta. No la había oído levantarse. Llevaba puesto el camisón verde. Tenía el pelo revuelto y no parecía descansada. Sospechó que había amamantado a la pequeña durante la noche.

– Hablaba un poco conmigo -dijo él-. Estudiaba el asesinato.

Rebecka bostezó y desapareció hacia el cuarto de baño. Haver recogió la cocina tras de sí, llenó la cafetera y la encendió. De nuevo, sentimientos enfrentados. La paz matutina se había acabado y con eso, la posibilidad de especular tranquilamente, a pesar de que adoraba la presencia y la cercanía de ella, sobre todo por la mañana temprano.

Lo había heredado de su infancia. En su casa las mañanas raramente eran tranquilas, eran una oportunidad para que los miembros de la familia se relacionaran. Era una familia extraña, hasta el punto de que ninguno de sus miembros estaba cansado por las mañanas, más bien al contrario, era como si todos quisieran deslumbrarse unos a otros en una competición por mostrar sus mejores lados.

Haver había intentado establecer este orden con Rebecka, a pesar de que ella por las mañanas solía estar extenuada. Él le servía café, pan tostado y, antes de quedar embarazada, huevos cocidos y caviar. Ahora ella no soportaba el olor del huevo ni del caviar.

Él comía sus huevos con una constante mala conciencia, pero se resistía a llegar tan lejos en su adaptación como para borrarlos de la mesa del desayuno.

Rebecka regresó del cuarto de baño. Sonrió y le revolvió el cabello.

– Qué pinta tienes -dijo.

Él la atrapó, la atrajo hacía sí y la abrazó con la nariz pegada a su barriga. Sabía que ella leía el periódico abierto por encima de su cabeza. Aspiró su aroma y olvidó por un rato los negros titulares.

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