Ola Haver abandonó la comisaría con una sensación de abatimiento. Al salir había leído la tradicional felicitación de Navidad del comisario jefe. Algunos de sus colegas se habían agolpado junto al tablón de anuncios. Unos proferían comentarios cáusticos y sarcásticos, otros se encogían de hombros y seguían su camino, insensibles a la retórica de la dirección. La mención de un año exitoso, a pesar de todos los problemas, sonaba más falsa que nunca. Un compañero que trabajaba como policía de barrio rompió a reír. Haver se retiró. No deseaba oír quejas, aunque estuvieran justificadas.
En lugar de volver a casa se dirigió al apartamento de Ann Lindell. Hacía meses que no la visitaba. Quería hablar. La idea de visitarla surgió a raíz de la disparatada cháchara del jefe, o puede que se debiera a las ganas de poder discutir el asesinato de Johny con Ann. Seguro que a ella no le importaría. Por lo que él sabía, estaba deseando volver.
Lo recibió en delantal, con harina en la pechera y en las manos.
– Pasa, estoy haciendo pan -dijo sin mostrar sorpresa alguna ante la visita inesperada-. Mis padres vendrán en Navidad, así que tengo que demostrarles que soy una buena ama de casa.
– Todo un panorama, en otras palabras -apuntó Haver sintiendo de inmediato la calidez y la afinidad que existían entre Ann y él.
La observó mientras trabajaba la masa. Estaba algo más rellena que antes de tener a Erik, pero no en exceso. Los kilos de más le sentaban bien. Colocó un paño encima del cuenco.
– Ahora tiene que fermentar -explicó satisfecha-. ¿Qué tal?
Se sentó frente a Haver. Sintió un impulso de abrazarla, pero se contuvo.
– Tienes harina en la cara -dijo él.
Le dedicó una mirada pícara y se restregó la mano por la mejilla dejándola aún más blanca.
– ¿Mejor?
Haver movió negativamente la cabeza. Le alegraba oír su voz familiar. Le excitaron sus brazos desnudos cubiertos de harina. Quizá ella lo notara, pues la expresión de su rostro adquirió una leve mueca de perplejidad. La confusión de ambos electrificó el ambiente. Nunca antes había sentido algo así por Ann. ¿De dónde venía esa repentina atracción? Siempre le había parecido atractiva, pero nunca había experimentado esa vivida calidez y ese penetrante deseo.
Ann, por su parte, no conseguía clasificar su mirada y su expresión en ninguna casilla concreta. Lo conocía tan bien que creía saber leer todos sus estados de ánimo, pero esto era algo nuevo.
– ¿Cómo va el caso Johny?
– Creemos que hay dinero de póquer en juego. -Relató los interrogatorios con los jugadores y la supuesta gran ganancia.
– ¿Solía jugar?
– Sí, según varias personas jugaba de vez en cuando, pero nunca grandes sumas.
– Para entrar en una partida así uno tiene que ser atrevido, tonto o rico. O una combinación de todo eso -dijo Ann.
El hecho era que Haver había pensado lo mismo.
– Debía de tener una buena cantidad de dinero -prosiguió Ann.
Haver deseaba escucharla. «Hay que ver lo importante que son los compañeros -pensó-. Ann es el alma de nuestra brigada.»
– Sí, al parecer tenía un poco. Le prestó diez mil coronas a un amigo en septiembre.
– Esa no es una gran suma.
– Para alguien que lleva un tiempo en el paro es bastante dinero.
– ¿Quieres un café?
– No, gracias. Pero sí tomaría algo de beber.
Ann sacó una cerveza de Navidad. Sabía que a él le gustaba la cerveza negra.
– ¿Te acuerdas de cuando asistimos a una conferencia en Grisslehamn? -preguntó antes de darle un trago a la cerveza directamente de la botella.
– Me acuerdo de que Ryde se emborrachó y empezó a regañar a Ottosson.
– Dijiste algo que he guardado en la memoria. Algo sobre las condiciones del amor.
Ann perdió la calma por unos segundos antes de encontrar de nuevo un tono ligero.
– Si dije algo así debía de llevar un buen pedo encima.
– Habías bebido un poco de vino -concedió Haver, y se arrepintió de sus palabras, pero no fue capaz de detener la corriente que se había desatado en su interior cada vez con más fuerza durante aquellas últimas semanas.
– No recuerdo -dijo ella a la defensiva.
– Acababas de conocer a Edvard.
Ann se puso de pie, se acercó a la encimera y echó un vistazo debajo del paño.
– Aún tiene que fermentar un rato -dijo Haver.
Ann se apoyó en la encimera y lo miró.
– Después de que Rolf me dejara me sentía confundida y vulnerable, tanto en el trabajo como en mi vida privada.
– No tienes demasiada suerte con los hombres. No lo tomes como una crítica -se apresuró a añadir al ver su expresión-. Quizá te involucras demasiado en el trabajo y te olvidas de ti misma.
– De mí misma -resopló. Se acercó a la despensa, sacó una botella de vino y se sirvió un vaso-. Estoy dejando de amamantar -contó.
– Bebes vino de Rioja, como siempre -observó Haver, en cierta forma aliviado.
Ella se sentó y siguieron razonando sobre Johny. Ann también deseaba saber todos los detalles sobre la agresión de Sävja y el asesinato de la calle Johannesbäcksgatan. Haver notó su empeño y, por primera vez desde que comenzó la investigación, encontró que su cerebro se ponía en marcha. Hasta ahora había estado obsesionado por hacerlo todo bien. Era el responsable formal de la investigación. Ahora su imaginación podía correr libremente como había hecho tantas veces antes en las discusiones con Ann. «¿Me ve como un competidor, ahora que yo he ocupado su puesto en la comisaría mientras ella tiene que estar en casa?» Pensó por un instante. No lo creía. A Ann no le preocupaba el prestigio y poseía una autoridad que enseguida le devolvería a su posición anterior una vez que regresara al trabajo.
– ¿Cómo están las niñas? -preguntó cuando la conversación sobre Johny comenzó a decaer.
– Bien, creciendo.
– ¿Y Rebecka?
– A ella le pasa lo mismo que a ti. Quiere volver al trabajo. Por lo menos, eso es lo que yo creo. Parece inquieta, aunque el otro día dijo que no quería regresar a la sanidad. Hay demasiados recortes y gilipolleces.
– Leí un artículo de Karlsson, el delegado de la Diputación Provincial. No puedo decir que me impresionara.
– Rebecka se cabrea cada vez que ve su cara en los papeles.
Ann rellenó su vaso de vino.
– Quizá debería irme a casa -sostuvo Haver, pero permaneció sentado.
Debía telefonear a Rebecka, pero por alguna razón se avergonzaba ante Ann de tener que llamar a casa y decir dónde estaba. Era un pensamiento ridículo, pero justo ahora deseaba excluir a su mujer. No quería pensar en la tregua que había en su vida en común, una especie de paz armada, en la que ninguna de las partes estaba dispuesta a abandonar las trincheras, ni tampoco a dejar las armas.
– Pareces preocupado -dijo Ann.
De pronto deseó contarlo todo, pero se contuvo y dijo que había mucho que hacer.
– Bueno, ya sabes cómo es, hay que correr todo el rato, perseguir de un lado a otro y continuamente aparece más mierda. Sammy está muy frustrado. Ha tenido que dejar su trabajo con las bandas juveniles. Todo empezó tan bien, pero ahora no tenemos gente ni recursos.
– Deberíamos enviar un mensaje a todos los delincuentes: «Por favor, absténganse de maltratar y asesinar durante los próximos seis meses, trabajamos en un proyecto juvenil y no tenemos tiempo para nada más».
Haver rió. Pensó en tomar un trago de cerveza, pero descubrió que la botella estaba vacía. Ann sacó una nueva y él bebió sin tener en cuenta que conducía. «Tengo que telefonear», volvió a pensar, y posó la botella sobre la mesa.
– Qué sed tenías -señaló Ann.
– Tengo que hacer una llamada.
Salió al recibidor y regresó casi de inmediato.
– Todo va bien -expresó, pero Ann vio otra cosa reflejada en su rostro.
Permanecieron sentados un rato en silencio. Ann saboreaba el vino y, mientras, Haver la observaba. Sus miradas se encontraron por encima del borde de la copa de vino. El inesperado deseo de Haver retornó. Buscó la botella de cerveza. Ann posó su mano sobre la de él.
– Cuéntame -dijo.
– A veces tengo ganas de divorciarme, a pesar de que quiero a Rebecka. Juego como un masoquista con la idea de castigarme a mí mismo o a ella, no sé por qué. Antes, cuando nos veíamos, ella me atraía como si fuera un imán y yo una limadura de hierro. Creo que ella sentía lo mismo. Ahora todo es apatía. A veces me mira como a un extraño.
– Quizá a veces seas un extraño -apuntó Ann.
– Me vigila como si esperara algo.
– O a alguien. ¿Todavía es celosa? Comentaste algo de eso cuando estuvimos en España.
– No sé. Siento como si a ella no le importara.
Ann observó que Ola cada vez estaba de peor talante. Temió que se derrumbase y eso ella no lo aguantaría. Tenía que intentar decir cosas sensatas, que con toda seguridad resultarían bastante insensatas. De lo que ella tenía miedo era del sentimentalismo, una trampa en la que quizá deseaba caer. Sería una víctima. Así era. No es que lo amara, pero la necesidad de cercanía rezongaba como un deseo en su interior, lo sentía con tanta fuerza que temió que el edificio de su vida tan minuciosamente construido pudiera derrumbarse. No había estado junto a un hombre desde el verano. «Me estoy secando», pensaba con cada vez más frecuencia. A veces se acariciaba, pero nunca conseguía satisfacerse. Pensó en Edvard, allá en Gräsö, a diez mil kilómetros de distancia. Daría cualquier cosa para que sus manos la estrecharan. Él había desaparecido para siempre, lo había perdido en una noche de calentón de borrachera. La añoranza y el desprecio por sí misma iban a la par.
Haver tomó su mano y ella lo dejó hacer. El silencio era doloroso, pero no se podía pronunciar ninguna palabra.
– Quizá debería irme -dijo Haver con la voz rasgada.
Carraspeó y la miró con una expresión infeliz.
– ¿Y tú? -continuó con una pregunta que ella no deseaba oír ni contestar.
– Voy tirando -respondió-. A veces resulta un poco ingrato, pero tengo a Erik, que es muy bueno.
Eso era lo que se esperaba que ella dijera, y sí, a veces era suficiente con la criatura, pero cada vez más a menudo se hacía notar la necesidad de otra vida.
– Pero a veces resulta un poco ingrato -repitió.
– ¿Todavía echas de menos a Edvard?
«Vale ya», pensó ella, y de pronto se enfadó por sus preguntas tan personales, aunque se calmó al instante. No había maldad en lo que él decía.
– A veces. Creo que perdimos nuestra oportunidad, que nunca fuimos al mismo ritmo.
Él apretó la mano de ella.
– Seguro que encuentras un hombre sensato -expresó, y se puso en pie.
«Quédate un rato más», tuvo ganas de decir, pero se contuvo. Salieron al recibidor. Haver se estiró a por la chaqueta, pero fue como si el brazo cambiara de dirección por sí mismo. La sujetó de los hombros y la atrajo hacia sí. Ella suspiró, ¿o fue un sollozo? Posó lentamente las manos en su espalda y lo abrazó con cuidado. Pasó un minuto. Luego se liberó de su abrazo, pero permaneció parada justo a su lado. Sintió su aliento, nada era desagradable. Él acarició su mejilla, pasó la punta de sus dedos por su oreja. Ella tembló. Él se inclinó aún más sobre ella. Se miraron durante una décima de segundo antes de besarse. «¿A qué sabe Ola Haver?», pensó después de que él se fuera.
No se miraron, sino que se separaron como en el escenario de un teatro, se deslizaron, murmuraron cada uno su adiós y él cerró con cuidado la puerta de la calle tras de sí. Ann posó una mano sobre la puerta mientras se pasaba la otra por la boca. «Mal hecho», pensó, pero se arrepintió de inmediato. No había nada malo en su corto encuentro. Un beso, lleno de búsqueda y añoranza, amistad pero también atracción, que surgió como la lava en una violenta erupción y se transformó en un mineral tan desconocido como sus cualidades.
Regresó a la cocina. La masa sobresalía del cuenco. Quitó el paño y observó como esta había crecido. De pronto surgió el llanto y deseó que Ola se hubiera quedado un rato más. Solo un ratito. Se le ocurrió que él habría querido ver cómo hacía el pan. A ella le habría gustado. Los brazos remangados, la resistencia de la masa cálida y pringosa y la mirada de él. Habría formado y cocido cálidas hogazas de un pan marrón claro. Sin embargo, la masa esperaba ahí como un pedazo informe que ella ya no deseaba tocar.
Ola Haver bajó las escaleras despacio, pero luego aceleró sus pasos. El estómago revuelto, el cerebro hecho un lío y una angustia punzante le acompañaron hasta el patio, en el que había medio metro de nieve. ¿Es que nunca iba a parar de nevar?
Pensó en Rebecka y en las niñas, y apresuró el paso. Una vez en el aparcamiento levantó la vista hacia la fachada y buscó el apartamento de Ann, pero no estaba seguro de cuál era su ventana. Superó el impulso de regresar corriendo y se sentó en el coche helado, pero no fue capaz de girar la llave. Tiritó y comprendió que el corto encuentro en el recibidor de Ann siempre influiría en su relación laboral. ¿Podrían trabajar juntos? Haver suspiró profundamente y maldijo su propia debilidad. Fue un beso inocente, pero muy explosivo. Después de conocer a Rebecka nunca había besado a otra mujer. ¿Lo notaría ella? Pasó la lengua por sus dientes. Las marcas externas desaparecen en pocos segundos, pero las internas se quedan adheridas. Se sentía satisfecho de una manera difusa. Había conquistado a Ann, una mujer atractiva que no era conocida por ser fácil. Sabía que era un pensamiento ridículo, pero la frialdad de los últimos tiempos en casa había abierto un espacio psicológico para esa sensación de triunfo que él absorbía como si fuera un sabroso caramelo. Jugó con la idea de emprender una relación con Ann. ¿Querría ella? Lo dudaba. ¿Lo soportaría él? Aún más dudoso.
Salió marcha atrás del aparcamiento. La nieve recién caída estaba intacta, lo que le recordó que se había hecho tarde, pero también el cuerpo destrozado de Johny en Libro.
– ¿Qué es eso blanco en la ropa?
Bajó la vista a la pechera de su camisa y se ruborizó.
– Ann estaba haciendo pan -indicó lacónico-. Me tropezaría con algo.
– Vaya, haciendo pan -repitió Rebecka, y desapareció al dormitorio.
Miró a su alrededor. La cocina estaba impecable. Todo en su sitio. La encimera recién secada relucía. Lo único que perturbaba la imagen eran una vela a medio consumir y una solitaria copa con un poso de vino en el fondo. La cera se había derretido y había formado un extraño dibujo sobre el cardenillo del candelabro herencia de su abuela. Haver lo asociaba a su infancia. Ella solía encenderlo los días especiales. La copa era verde, un recuerdo de sus primeras vacaciones juntos en Gotland. El vino era el tinto que él había comprado para celebrar el año nuevo con Sammy Nilsson y su mujer.
Oyó como ella trajinaba en el dormitorio, bajaba persianas, cerraba cajones y encendía la lámpara de la mesita. La podía ver ante sí, serena, con esos movimientos un poco espasmódicos que adoptaba cuando se enfadaba.
Abrió la nevera y cogió una cerveza, se sentó a la mesa y esperó la tormenta.