28

Allan Fredriksson estudió el informe de Ryde sobre el apartamento de Vivian Molin. Nada raro. Estaba repleto de las huellas dactilares de Vincent Hahn.

Lo único que hallaron en sus escondrijos que le hizo arquear las cejas fueron un par de esposas que el técnico encontró ocultas en un armario junto a dos revistas pornográficas y un vibrador. «De pilas y con dos velocidades», había anotado Ryde con cierta fascinación.

La investigación sobre sus familiares y su círculo de amigos acababa de comenzar. Los padres habían muerto, no tenía hermanos. En su listín de teléfonos aparecía una «tía Bettan» con un número de teléfono con prefijo 021. Habían llamado, pero no obtuvieron respuesta alguna. Fredriksson le había pedido a un becario, Julius Sandemar, que intentara ponerse en contacto de nuevo con el hermano de Hahn en Tel Aviv. Parecía ser el único que podía proporcionar alguna información sobre posibles parientes. Además, deberían informarlo de que su hermano era sospechoso de agresión a una mujer y asesinato.

Alguien había lanzado la hipótesis de que Hahn quizá intentara abandonar el país para buscar a su hermano en Israel, pero resultó que nunca había tenido pasaporte. No obstante, habían informado a sus colegas de Arlanda.

Fredriksson no tenía ni la más mínima idea de dónde podía encontrarse Hahn. «Qué extraño -pensó-, una persona sin ningún contacto social. ¿Adónde va una persona solitaria? ¿A un bar?» Le resultaba difícil imaginar a Hahn sentado a la barra de un bar. «¿A la biblioteca?» Más probable. Sandemar tendría que ir pitando con la fotografía y enseñársela al personal de la biblioteca. ¿Tenían alguna filial en Sävja? Fredriksson creía que no. Al parecer estaban cerrando pequeñas bibliotecas, una tras otra.

Habían hablado con el centro de atención primaria de Sävja y con el Hospital Universitario, pero no había ningún Hahn registrado. Lo habían tratado por depresión en Ulleråke, pero de eso hacía ocho años. El médico que lo trató entonces se había mudado.

El registro de su apartamento había dado el mismo pobre resultado. Fredriksson suponía que tarde o temprano saldría a la superficie, pero lo suyo no era esperar pasivamente a que un asesino metiera la pata. Deseaba localizarlo, pero se estaba quedando sin ideas.

Era más fácil con los malhechores tradicionales, cuyos lugares de retirada y cuyos amigos eran conocidos. Una persona psíquicamente enferma, un lobo solitario, era más impredecible y difícil de encontrar. Por otra parte la experiencia de Fredriksson era que estos, con frecuencia, cuando la bola de nieve comenzaba a rodar cometían errores, se dejaban notar, y era más fácil detenerlos.

Fredriksson estaba convencido de que se trataba de dos asesinos distintos. En realidad, únicamente Sammy Nilsson se empeñaba en creer que Hahn tenía algo que ver con la muerte de Johny.

Su teoría era que Hahn se vengaba de viejos agravios ocurridos hacía tiempo, quizá tan antiguos como su época en la escuela de Vaksala. No creía en el azar y ahora buscaba una conexión. Ottosson lo dejaba hacer, de momento. Sammy había empezado a buscar antiguos compañeros de clase de John, Gunilla Karlsson y Hahn. La mayoría resultó que aún vivían en Uppsala y Sammy ya había acabado con un puñado, pero hasta el momento no había aparecido nada que corroborara la aplazada campaña vengativa de Vincent. Pero quizá en la cabeza de Vincent había algún acontecimiento que otras personas no consideraran como suficiente motivo de asesinato.


*****

Después de abandonar el apartamento de su ex cuñada, Vincent Hahn se dirigió hacia la calle Vaksalagatan y allí cogió el autobús hasta el centro. El gorro que había robado la noche anterior ocultaba la herida de la frente. Había encontrado setecientas coronas en el apartamento y ese era todo su capital. Ahora únicamente le quedaba un lugar al que poder huir.

El olor de las personas del autobús no solo le turbó sino que también le enfadó; era como si el recuerdo de los estertores de Vivian cuando apretó con más fuerza el cable de teléfono alrededor de su cuello lo convirtiera en un ser superior. Podía hacer caso omiso de las insignificantes personas del autobús. No tenían nada que ver con él. Eran pequeñas. Él era grande.

Vivian había asegurado que no se había chivado, pero en sus ojos él vio que mentía. Había sentido cierta excitación cuando el cuerpo de ella se agitó bajo el suyo. Ella había intentado arañarlo, pero no lo alcanzó. Sus rodillas habían presionado sus brazos. Todo acabó después de un par de minutos. La arrastró por el suelo y la metió debajo de la cama, y ahí la dejó para que se pudriera. La encontrarían cuando empezara a apestar, no antes. Entonces él estaría muy lejos.

Sonrió en silencio. La satisfacción por haber resuelto todo tan bien le llenó de una sensación de bienaventuranza casi dolorosa. Dolorosa porque no la podía compartir con nadie. Pero al cabo de una semana podría leerlo en el periódico. Entonces la gente sabría que no se podía jugar con Vincent Hahn.

El titular del Upsala Nya Tidning le sobresaltó en la estación del tren. «El asesinato de Uppsala, sin esclarecer», proclamaba. Se quedó mirando fijamente las letras negras tratando de comprender. ¿Había muerto Gunilla Karlsson? No era posible. Sin duda estaba tumbada en el patio, pero fue él quien estuvo más cerca de la muerte. Compró el periódico, lo metió en el bolsillo de su chaqueta y prosiguió apresurado. En la explanada frente a la estación tenía lugar un espectáculo. Una docena de personas disfrazadas de gnomos interpretaban una especie de baile. Sonaban las campanas de sus manos. De pronto todos se tiraron al suelo y permanecieron caídos como si estuvieran muertos. Vincent observó fascinado el espectáculo. Uno tras otro los gnomos despertaron, se levantaron despacio y formaron un círculo alrededor del gnomo decimotercero, que aún yacía sobre el frío suelo de piedra.

– Es la oscuridad de Navidad -proclamó uno de los gnomos.

Vincent pensó que el espectáculo era de alguna secta del fin del mundo. Le gustó. El sonido de las campanillas le siguió mientras bajaba por la calle Bangårdsgatan.

El bingo estaba inusualmente poco concurrido. Saludó con la cabeza a algunos conocidos, pero la mayoría estaban absortos en sus cartones. Vincent se sentó en su lugar habitual y desplegó el periódico. Lo primero que vio fue la fotografía de John Jonsson.

El periodista había hecho un resumen de lo ocurrido y especulaba sobre diferentes motivos. Se resaltaba el pasado conflictivo de John, pero también que, además de su apasionado interés por los peces de acuario, había sido jugador profesional.

Un representante de la asociación de acuarios había declarado que la muerte de John era una tragedia y una pérdida irrecuperable para la asociación y para todos los amigos de los cíclidos.

Sin embargo, el periódico dedicaba la mayor parte del espacio a hacer conjeturas sobre la posible relación de John con los bajos fondos y con las casas de juego ilegales de Uppsala.

Vincent leyó con gran interés. Se acordaba muy bien de John. Un chico bajito, cuyo silencio creaba respeto e inseguridad a su alrededor. No vivía lejos de Vincent y durante la secundaria con frecuencia se hacían compañía de camino a la escuela. Vincent solía caminar a su lado en silencio y sentía que John apreciaba que no parloteara.

Vincent dejó a un lado el periódico. Regresó el dolor de cabeza. Se quedó mirando fijamente la fotografía de su antiguo compañero de escuela. ¿Cuándo murió? ¿Habría formado parte del plan de venganza de Vincent? Los atormentadores serían castigados. Se sobresaltó y revivió los golpes. Su padre estaba inclinado sobre él, los lamentos de su madre en la cocina, los azotes.

– ¡No! -gritó, y los jugadores de bingo sentados a su alrededor se sobresaltaron y lo miraron de hito en hito con desagrado.

Los golpes cayeron sobre él. Se agachó. Una vez devolvió el golpe, pero fue siete veces peor. Ahora su padre se arrastraba por su cuerpo como un gusano parásito. La fotografía de John en el periódico le recordó a su padre, los golpes sin palabras. ¿Por qué él? Era el más pequeño, el más desprotegido e indefenso. Wolfgang recibía amor y él, golpes; fue humillado.

¿Había asesinado a John? Miró de nuevo el retrato del periódico. Quizá había llegado el momento de la revancha. Nadie había prestado atención. ¿De dónde procedía esa ira que hacía que el padre desarrollara formas de castigo cada vez más sádicas? Al principio valía con los puños, luego vino el cinturón y lo más terrorífico: la cabeza metida en la pila.

Vincent tembló. El dolor de cabeza amenazaba con prevalecer, convertirlo en una masa reptante de huesos y piel. «Te dieron lo merecido, John. Si no fui yo, fue una fuerza que actuó como si lo fuera.» Sudaba bajo el gorro de lana. Le picaba. Deseaba llorar, pero sabía que su conducto lacrimal no funcionaba como el de los demás. Dejó de llorar cuando tenía trece años.

Apoyó la cabeza en las manos. Sintió las miradas. Debía empezar a jugar. John estaba justo al lado. Una imagen neutral, sin expresión emocional ni enfocada.

– Estás muerto -murmuró-. Luego le llegará el turno a Janne o a cualquier otro.

Vincent no recordó el orden de la lista que había confeccionado. Los rostros se entremezclaban. De pronto no fue la imagen de John la que tenía ante sí, sino el rostro de su padre. ¡Se había despertado demasiado tarde! Cuando negó la hora de repartir los golpes vengativos, el padre había desaparecido en la enfermedad, los gusanos se comieron hasta los huesos. Vincent recordaba las manos delgadas que agarraban la cama del hospital. Le tomó una y la apretó con todas sus fuerzas. El padre gritó, lo miró con los ojos acuosos y comprendió. Después esbozó su sonrisa satánica, esa sonrisa que seducía a las mujeres y devastaba a Vincent. El entorno lo encontraba encantador, pero Vincent sabía la verdad.

El retrato del padre en el periódico le sonrió. Golpeó la foto con la mano. Se acercó uno de los empleados.

– Tiene que irse -indicó-. Está molestando.

El tono de voz no era desagradable.

– Sí, me voy -dijo Vincent sumiso-. Es que me duele mucho la cabeza.

Se quitó el gorro y dejó a la vista el defectuoso vendaje.

– ¿Qué le ha pasado?

– Es mi papá, que me pega.

– ¿Su papá?

Vincent asintió.

– Mi hermano también.

Se puso en pie.

– Ahora tengo que irme.

– Debería ir al médico -sugirió el empleado del bingo.

– Mi padre era médico, creo, o algo parecido. Mamá hablaba sobre todo en alemán. Ella era judía y él, nazi. O comunista, quizá. No, no era así. Eran rojos. Mi padre era negro.

– ¿Era negro?

Vincent salió tambaleándose. La calle Bangårdsgatan se parecía a un túnel de viento donde la nieve arrasaba con un ruido cortante. La gente se encogía, se calaba la capucha, la bufanda y el gorro. La nieve amortiguaba el sonido de sus pies. Pasó una ambulancia. Los camiones de mercancías obstruían la cañe y ocultaban la vista. Deseaba ver más lejos y se dirigió al arroyo.

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