7

Mikael Andersson llamó a la policía a las once. Fue el inspector de guardia quien respondió a la llamada. En otras palabras, Fredriksson, pues el resto se encontraba en Eriksberg ocupándose de un caso de maltrato.

Fredriksson estaba contento sentado en su despacho. Tenía paz, tranquilidad y tiempo para pensar y ordenar los papeles. Había ideado, según él, un ingenioso sistema de ocho montones diferentes, de los cuales el más amplio estaba destinado al archivo grande, la papelera. Pensó en el debate sobre la oficina sin papeles, que en todo caso no se había implantado en la comisaría de Uppsala.

En realidad no tenía nada en contra de los papeles. Tenía algo de contable y le gustaban las carpetas, los ficheros y los archivadores. La mayoría de sus compañeros, y sobre todo los jóvenes, guardaban muchas cosas en sus ordenadores. A Fredriksson, en cambio, le gustaba el crujir del papel y cerrar archivadores. La perforadora y la grapadora ocupaban un lugar preferente en su escritorio.

Si le molestó que sonara el teléfono no lo expresó; respondió con amabilidad.

– Conocía a Johny -dijo una voz al otro lado de la línea-. Ya sabe, al que han asesinado.

– ¿Cómo se llama?

– Micke Andersson. Me acabo de enterar. He estado trabajando y me he dejado el móvil en casa. Trabajo quitando nieve y…

– Vale -interrumpió Fredriksson con calma-, llega a casa y se encuentra un mensaje en el móvil diciendo que John ha muerto. ¿Quién le envió el mensaje?

– El hermano de John.

– ¿Lennart Jonsson?

– Solo tiene un hermano.

– ¿Conocía a John?

– Nos conocemos de toda la vida. ¿Qué ha pasado? ¿Saben algo?

– Bastante, pero quizá usted sepa algo que nosotros no sepamos.

– Estuve con John ayer y estaba normal.

– ¿A qué hora?

– Sobre las cinco, quizá.

– ¿Dónde?

– En mi casa. John había pasado por el Systembolaget [2] y luego subió a verme.

Fredriksson anotó y continuó preguntando. Johny había aparecido en casa de Mikael Andersson en la calle Väderkvarnsgatan. Mikael acababa de regresar al apartamento del taller de chapa donde trabajaba. Se había duchado y creía recordar que eran cerca de las cinco. John había estado en el Systembolaget de Kvarnen. Parecía contento, sin ningún tipo de preocupación. Llevaba dos bolsas de plástico verde en la mano.

Habían hablado de todo. John, de su acuario, pero no mencionó la compra de la bomba de agua. Mikael habló del trabajo, de que probablemente haría horario nocturno. Había que quitar la nieve de unos cuantos tejados.

– ¿Tenía algo que hacer? ¿Preguntó algo especial?

– No, simplemente pasó de visita, por lo que entendí. Le pregunté si quería trabajar quitando nieve. La empresa está contratando a gente, pero no pareció estar muy interesado.

– ¿No quiso el trabajo?

– No, no lo rechazó directamente, pero no pareció interesarle.

– Qué raro.

– Johny no era de esos que se quedan quietos. Creí que aceptaría la propuesta.

– ¿Necesitaba dinero?

– ¿Quién no lo necesita?

– Me refiero a que es Navidad y eso.

– No dijo nada. Por lo menos tenía dinero para comprar aguardiente.

John se había quedado media hora, quizá tres cuartos. Mikael Andersson salió a las seis y cuarto de su apartamento para quitar la nieve de los tejados de la calle Sysslomansgatan. Le dio la impresión de que John se dirigía a casa.

– Ah, una cosa. Me pidió que le dejara el teléfono, pero luego cambió de idea. No llamó.

– ¿Dijo a quién quería llamar?

– No, quizá a casa. Tenía prisa.


*****

Mikael Andersson colgó el teléfono y se palpó el bolsillo del pecho en busca del paquete de cigarrillos hasta que recordó que había dejado de fumar hacía dos meses. En cambio, se sirvió un vaso de vino aun sabiendo que así tendría más ganas de fumar. John se solía meter con él porque tomaba «bebida de tías» y, al principio, se había sentido avergonzado, pero ahora era un hecho aceptado.

Durante cuatro años vivió con una mujer llamada Minna. Un bonito día ella simplemente se marchó para no regresar nunca más. Ni siquiera recogió sus muebles o sus objetos personales. Micke esperó dos meses, luego lo empacó todo y lo llevó al Ragnsells de Kvarnbo. Llenó medio contenedor con su «basura».

Fue ella quien le enseñó a beber vino. «Eso fue lo único bueno que me dejó -solía decir-. Si le hubiera pegado o hubiera sido un cabrón con ella… -les contaba a sus amigos, que se preguntaban dónde estaba Minna-, pero largarse así, no lo entiendo.»

Se sentó en el salón, en el sillón en el que se había sentado el día anterior frente a John. No se había quitado la chaqueta. John, a quien conocía de toda la vida. Su mejor amigo. «En realidad, mi único amigo», pensó, y no pudo evitar sollozar.

Tomó un trago de vino y eso lo calmó. Rioja. Giró la botella y estudió la etiqueta antes de rellenar el vaso. Ahora esa media hora con John resultaba increíblemente importante. Quiso rememorar todo lo que se dijeron, recordar cada expresión, cada risa y cada mirada. Pues, ¿no se habían reído John y él?

Apuró el vaso y cerró los ojos. «Claro que nos lo pasamos bien, John.» Él estuvo de pie con las bolsas del Systembolaget en la mano y dijo algo del espíritu navideño. A Mikael le vino a la cabeza, de repente, que John se había olvidado las bolsas y fue al vestíbulo para comprobar si aún estaban debajo de la repisa de los sombreros. Allí únicamente encontró sus zapatillas de deporte y sus húmedas botas de trabajo, que debía poner a secar para que a la mañana siguiente estuvieran a punto.

Fue a la cocina mientras recapacitaba. ¿Qué dijo John? Mikael miró el reloj de pared. ¿Podía llamar a Berit? Estaba convencido de que ella estaría despierta. ¿Quizá debía pasar por allí? No deseaba hablar con Lennart. Este solo se pondría a dar gritos.

El programa de las carreras de trotones se encontraba sobre la mesa de la cocina. «Me juego los cojones a que ahora que estás muerto ganamos diez kilos», pensó, y tiró el programa y los cupones de apuestas al suelo. «Nunca ganábamos, pero jugábamos. Semana tras semana, año tras año, con la esperanza del gran premio. El éxtasis. La felicidad.»

– No éramos buenos -manifestó en voz alta-, no teníamos ni puta idea de caballos.

«Si los que compitieran fueran peces de acuario, hubiéramos hecho saltar la banca», pensó, y recogió los papeles del suelo. Minna le había enseñado algo más que a beber vino: si empieza a haber cosas tiradas por el suelo, entonces comienza la cuesta abajo.

Apoyó la frente contra la ventana, susurró el nombre del amigo y miró cómo nevaba. Le gustaba la Navidad y sus preparativos, pero ahora sabía que la vista desde la ventana de su cocina, con el intento de los vecinos de crear ambiente con velas y estrellas de adviento, siempre estaría relacionada con la muerte de John.


*****

Lennart Jonsson andaba por la nieve. Un coche hizo sonar el claxon cuando cruzó la calle Vaksalagatan. Lennart levantó el puño.

Las luces rojas traseras desaparecieron hacia el este. Le embargó una sensación de injusticia. Otros conducían coches, mientras que él tenía que caminar, saltar sobre la nieve amontonada y andar buscando caminos que estuvieran despejados.

Si volvía la mirada hacia el oeste podía ver la iluminación navideña como si fuera un collar de perlas que se extendía hacia el centro de la ciudad. La nieve crujía bajo sus pies. Una mujer le dijo una vez que deseaba comerse ese sonido que se originaba debajo de los zapatos cuando hacía mucho frío. Siempre se acordaba de esas palabras cuando caminaba sobre la nieve crujiente. ¿A qué se había referido? Le gustaba, pero no lo comprendía.

Por la calle Salabacksgatan pasó un coche con un abeto navideño sobre el techo. Aparte de eso, las calles estaban tranquilas. Se detuvo, la cabeza le colgaba como si estuviera borracho, pero se encontró a sí mismo llorando. Lo que más deseaba era tumbarse en la nieve y morir como había hecho su hermano. Su único hermano. Muerto. Asesinado. Las ansias de venganza atravesaron su cuerpo como un hierro punzante y supo que hasta que no muriera el asesino de Johny no podría desaparecer parte de su dolor.

Tendría que vivir añorando a John. Se subió la cremallera del anorak. Debajo solo llevaba una camiseta. Caminaba por la calle moviéndose de una forma tan extraña que lo sintió físicamente. Él, que solía andar con prisa, ahora lo hacía pensativo, miraba las fachadas de las casas, se fijaba en detalles como la papelera repleta junto a la parada de autobús y el andador cubierto de nieve, cosas sobre las que, si no, no hubiera reflexionado.

Era como si la muerte del hermano le hubiera agudizado los sentidos. Apenas tenía un par de cervezas en el cuerpo. Las cervezas de John. Se había quedado con Berit hasta que Justus se durmió. Ahora caminaba sobrio, alerta como nunca antes, y veía como su barrio se cubría de una mortaja blanca.

La nieve crujía bajo sus pies y no solo deseaba comerse el sonido, sino toda la ciudad, todo el infierno; deseaba hacer limpieza.

Desde la plaza Barntings únicamente le quedaban un par de manzanas para llegar a casa, pero se quedó parado casi en mitad de la plaza. Un tractor trabajaba la masa de nieve de forma sistemática, retirándola del aparcamiento y sus entradas.

¿John estaba muerto cuando lo tiraron en Libro? Lennart no lo sabía, se había olvidado de preguntarlo. John era un friolero. Su cuerpo delgado no estaba hecho para el frío. Sus manos pequeñas. Tendría que haber sido pianista. En cambio, se convirtió en soldador y el mejor en peces de acuario. El tío Eugen solía bromear y decía que John se tenía que presentar al programa de televisión La pregunta del millón. Conocía cada raya y cada aleta.

Lennart observó el tractor y cuando pasó a su lado levantó la mano en señal de saludo. El conductor devolvió el saludo. Un muchacho joven, de unos veinte años. Aceleró un poco más al ver que Lennart se detenía, metió la marcha atrás con un descuidado movimiento de manos, se inclinó, se puso en posición, cambió de nuevo la marcha y giró para recoger la nieve apelmazada.

A Lennart se le ocurrió detener el tractor, intercambiar algunas palabras con el conductor, quizá decir algo de Johny. Deseaba hablar con alguien que conociera el significado de las manos.

No tenía fuerzas para pensar en el hermano si no era por partes. Las manos. La risa algo controlada, sobre todo cuando estaba en sitios desconocidos; nadie podría afirmar que John fuera un atrevido. Ese cuerpo delgado que era increíblemente fuerte.

John también era bueno jugando al gua. Cuando jugaban en el patio casi siempre era John quien regresaba a casa con la bolsa repleta de canicas y nuevos soldaditos de plomo en el bolsillo; sobre todo ganaba esas bolas difíciles de diez o doce pasos. Solo Teodor, el portero, lo derrotaba. A veces pasaba por allí, pedía prestada una canica y la lanzaba en un amplio arco que hacía caer el soldadito. Que te ayudaran era trampa, pero nadie protestaba. Teodor trataba a todos por igual y la próxima vez cualquiera podía ser el objeto de sus favores.

Teodor se reía mucho, quizá porque a veces se tomaba una cerveza, pero sobre todo porque era un hombre que mostraba sus sentimientos. Adoraba a las mujeres y tenía miedo a las alturas y a la oscuridad, esos eran sus rasgos más característicos, además de ser un portero experimentado y rápido. Cuando estaba de mal humor pocos lo superaban en esa disciplina.

Lennart solía pensar: «Si hubiéramos tenido maestros así, con la fuerza y las debilidades de Teodor, todos seríamos catedráticos. De algo». Teodor era catedrático de barrer las escaleras del sótano sin levantar polvo, de hacer tres cosas al mismo tiempo, de tener los patios limpios de modo que la recogida de basura resultara todo un arte, de rastrillar los caminos de grava y los arriates de forma que se mantuvieran bonitos durante dos o tres semanas.

«Teníamos que haber aprendido todo eso en la escuela -pensó Lennart mientras observaba el tractor-. ¿Me crees, John? Tú eras el único que se preocupaba; no, mentira, papá y mamá también, claro. Papá, papá. El jodido tartamudeo. Tus malditos tejados. Las chapas metálicas de los cojones.»

Teodor no tenía un tractor grande; al principio solo palas y luego un viejo y potente Belos con dos varales para sujetarlo y una pala quitanieves montada en la parte delantera.

John y Lennart habían ayudado a quitar la nieve de la entrada del sótano y en una ocasión, a mediados de los años sesenta, un invierno inusualmente abundante en nieve, Teodor los mandó al tejado, a quince metros de altura. Eran hijos de un instalador de chapas metálicas. Una cuerda atada a la cintura y una pequeña pala en la mano. Teodor en la trampilla del tejado, dirigiendo, agarrando la cuerda. Los muchachos escurriéndose en el resbaladizo tejado, empujando la nieve hacia el suelo por el ala. Ahí abajo estaba Svensson y dirigía a los peatones.

Una vez Lennart se asomó por el borde y saludó a Svensson con la mano. Él le devolvió el saludo. ¿Estaba sobrio? Quizá. Teodor estaba en la trampilla, aterrorizado a causa de la altura. Al oeste el castillo y las agujas de la catedral. Al este la iglesia de Vaksala con su torre puntiaguda, como una aguja en el cielo. En el aire más nieve. Bajo el anorak un corazón que latía con fuerza.

Cuando ellos treparon de vuelta y entraron por la trampilla al desván, Teodor rió aliviado. Bajaron a la caldera. Allí se quemaba la basura del patio en un horno inmenso y ellos se calentaban. El aire era caliente y seco, tenía un aroma ligeramente ácido, pero agradable. Un aroma que Lennart nunca más volvió a percibir.

En el trastero contiguo a la caldera había una mesa de ping-pong y, a veces, jugaban dando vueltas alrededor de la mesa. John era el más rápido. Lennart, en cambio, deseaba resolver enseguida con un mate.

A veces el portero los invitaba a un refresco. Este se tomaba una cerveza. John siempre bebía Zingo. Lennart sonrió al recordarlo. Hacía tanto tiempo. No había pensado en el cuarto de calderas desde hacía una eternidad, pero ahora reconstruía en su interior cada rincón, los olores, los montones de botellas vacías y los periódicos. Hacía tanto tiempo. Teodor, el catedrático, llevaba muerto unos cuantos años.

Lennart inclinó la cabeza como un afligido junto a una tumba. Estaba congelado, pero deseaba permanecer sumido en sus recuerdos. Una vez que hubiera vuelto a casa las mierdas de la vida lo importunarían. Entonces se tomaría un trago, tal vez más de uno.

El conductor del tractor le lanzó una mirada al pasar. A Lennart no le preocupaba lo que este pensara. Hacía mucho tiempo que había dejado de preocuparle. «Que se crea que estoy loco.»

Una vez le dieron una sorpresa a Teodor. Fue cuando cumplió años, quizá una edad redonda, uno de los padres debió de informarlos. Tenía miedo a la oscuridad y el grupo de niños podía oír su voz sonora a través de los largos y serpenteantes pasillos del sótano. Cantaba para apagar su miedo. «Siete noches solitarias te he esperado…», resonaba su voz, ampliada por los estrechos pasillos y sus muchos y oscuros rincones y pasadizos. Al doblar la esquina junto al cuarto de las bicicletas los chicos del patio comenzaron a cantar. Teodor se quedó paralizado de miedo hasta comprender la causa. Con los ojos arrasados en lágrimas escuchó el Cumpleaños feliz. Eran sus chicos, los había visto crecer, golfillos a los que reprendía y con los que jugaba al ping-pong, a los que quitaba la pelota de fútbol cuando jugaban en la hierba recién regada, balón con el que, después, hacía malabarismos en el cuarto de calderas.

Diez muchachos y un portero en un sótano. Tan lejos. La infancia de John y la suya. En aquel tiempo, antes de que se decidieran las cosas. Lennart respiró hondo. El aire frío llenó sus pulmones y tembló. ¿Estaba escrito que su hermano moriría joven? Tenía que haber sido él. Él, que había conducido borracho tantas veces, había bebido alcohol mal destilado, había vivido con tipos que vivían al límite. No John, que tenía a Berit y a Justus, sus peces y unas manos que creaban tan bellas soldaduras.

Comenzó a caminar. La nevada había remitido y se podían distinguir algunas estrellas entre las nubes. El muchacho que quitaba la nieve ahora se afanaba en el lado sur de la plaza. El tractor se había detenido y Lennart observó como el joven sacaba un termo, desenroscaba el tapón y se servía un poco de café.

Al pasar junto al tractor saludó con una inclinación de cabeza, se detuvo como si hubiera tenido una idea, se acercó y llamó con cuidado a la puerta. El muchacho del tractor abrió la ventanilla hasta la mitad.

– ¿Qué tal? -empezó Lennart-. ¿Mucho trabajo?

El muchacho asintió.

– Quizá te preguntes qué hago aquí a medianoche.

Se subió al primer escalón y de esa manera estuvo a la misma altura que el conductor. Le llegó una ráfaga de calor.

– Mi hermano murió ayer -explicó-. Estoy un poco deprimido, ¿sabes?

– Joder -dijo el joven conductor del tractor, y colocó el termo sobre el salpicadero.

– ¿Cuántos años tienes?

– Veintitrés.

Lennart no sabía cómo continuar, lo único que deseaba era hablar.

– ¿Cuántos años tenía tu hermano?

– Era mayor, pero no importa. Era mi hermano pequeño.

Miró sus zapatos empapados.

– Mi hermano pequeño -repitió con calma.

– ¿Quieres un café?

Lennart miró al muchacho un instante antes de asentir.

– Solo tengo una taza.

– Da igual.

Le puso una taza humeante en la mano. Tenía azúcar, pero no importaba. Le dio un sorbo y volvió a mirar al muchacho,

– Vengo de casa de la mujer de mi hermano. Tienen un chaval de catorce años.

– ¿Estaba enfermo?

– No, lo asesinaron.

El muchacho abrió los ojos como platos.

– En Libro, ¿sabes dónde está? Sí, claro que lo sabes. Donde el ayuntamiento descarga la nieve,

– ¿Ese era tu hermano?

Se acabó el café y devolvió la taza.

– Ha sido cojonudo beber algo caliente.

Sin embargo, tiritaba como si el frío se hubiera introducido en su interior. El muchacho puso la taza en el termo y lo metió en la bolsa que había detrás del asiento. Ese movimiento le recordó algo a Lennart y sintió un pinchazo de envidia.

– Tengo que irme a casa -dijo.

El muchacho miró hacia la plaza.

– Pronto dejará de nevar -indicó-. Hará más frío.

Lennart permaneció en el escalón dubitativo.

– Cuídate -respondió al fin-, y gracias por el café.

Caminó lentamente hacia su casa. El sabor dulce en la boca le hizo desear una cerveza. Aceleró sus pasos. A través de una ventana vio a una mujer atareada en su cocina. Al pasar ella alzo la vista y se secó la frente con el dorso de la mano. Una mirada antes de retornar a decorar el alféizar de la ventana con pequeños gnomos de cerámica.

Eran cerca de las dos cuando Lennart llegó a casa. Solo encendió la lámpara que había sobre la cocina, tomó una cerveza del banco y se sentó a la mesa.

Ahora John llevaba muerto treinta horas. Un asesino llevaba libre el mismo tiempo. Cada segundo que pasaba crecía la determinación de Lennart de matar al asesino de su hermano.

Comprobaría lo que sabía la policía, si es que le decían algo. Miró el reloj de nuevo. Debería haberse puesto a ello de inmediato. Podría hacer unas llamadas. Cada minuto que pasaba crecía en él la sensación de injusticia de que el asesino de su hermano pudiera pasear y respirar libremente.

Cogió papel y lápiz, mordisqueó un rato el lápiz y luego escribió ocho nombres con estilo enmarañado. Todos hombres de su misma edad. Todos rateros como él. Algunos drogatas, un receptador, dos camellos y destiladores caseros de alcohol, viejos conocidos de la cárcel de Norrtälje.

«La chusma», pensó al ver la lista, esos de los que se apartaban los ciudadanos de bien al encontrárselos, aparentando no verlos.

Se mantendría sobrio y en forma. Luego podría matarse a beber.

Abrió otra cerveza, pero apenas bebió un par de tragos antes de dejarla sobre la mesa y pasar al salón. Tenía un apartamento de dos habitaciones. Estaba orgulloso de ello, de haber conseguido mantener su castillo después de todos aquellos años. Claro que los vecinos se habían quejado de vez en cuando y algunas veces su contrato de alquiler había pendido de un hilo.

En la estantería había dos fotografías. Tomó una de ellas y la observó durante un buen rato. El tío Eugen, John y él un día de pesca. No se acordaba de quién había sacado la foto. John sostenía un lucio y parecía rebosante de felicidad. Él estaba cohibido; no enfadado, sino más bien serio. Eugen estaba contento, como siempre.

«Es tan cómico», decía Aina de su hermano. Mucho después, Lennart recordaría un sábado en el que su madre posó una mano en la nuca de Eugen y la otra en la de Albin. Estaban sentados a la mesa de la cocina. Eugen hablaba como de costumbre después de que ella hubiera servido los fiambres y se dirigiera a la despensa; entonces, tocó a los dos hombres que más quería. Dejó que sus manos reposaran apenas diez segundos mientras comentaba algo del discurso de su hermano.

Lennart recordó la manera en la que miró a su padre. Aparentaba buen talante, como solía tener después de una copa y una cerveza. Parecía no sentir la mano de ella; por lo menos no la notó, ni se apartó ni se mostró ruborizado.

¿Cuántos años tendría él en esa foto? Catorce, quizá. Fue entonces cuando todo cambió. Se acabaron las excursiones de pesca. Durante ese tiempo Lennart padeció una lucha interior. A veces, podía sentir paz y tranquilidad, como cuando subía al desván con John y Teodor después de acabar de quitar la nieve. O cuando acompañaba a Albin al taller de chapa, las pocas veces que pudo visitarlo. En aquel lugar la tartamudez de Albin no importaba. Incluso el cansancio del padre, que Lennart, cuando era pequeño, creía que se debía a la tartamudez, a la irritación que producían las palabras que no querían articularse, parecía esfumarse en el taller. Allí se movía de otra manera.

De repente, recordó que, a veces, el rostro de Albin se retorcía de dolor. ¿Era dolor o cansancio? ¿Fue esa la razón de que se cayera? Dijeron que estaba resbaladizo. ¿O quizá saltó de cabeza? No, sus compañeros de trabajo vieron como resbalaba, oyeron su llamada, o el grito. ¿Tartamudeó al caerse? ¿Fue un grito de tartamudo lo que resonó contra el grueso muro de ladrillo de la catedral?

El grito debió de oírlo hasta el arzobispo. Avisarían al gran jefe para que tuviera tiempo de preparar un lugar para Albin, por encima de todos los tejados y agujas a los que se había encaramado en su vida. «Ahora trabajará la chapa en el cielo -pensó Lennart-. ¿Qué podría hacer, si no? Tiene que tener las manos ocupadas. Odiaba la ociosidad. Seguro que son tejados de oro o, por lo menos, de cobre.»

De pronto echó de menos al viejo, como si la pena por John arrastrara la de Albin al mismo tiempo.

– Un ratito más -dijo en voz alta, y se enfrentó a sus sentimientos-. ¡Fuera!

Llevaba sentado en el apartamento mal iluminado una hora, dos horas, quizá tres. Velaba. Sus labios y sus mejillas estaban rígidos y le dolía la espalda. Estaba despierto y le gustaba revivir los buenos momentos con John.

Apartaba los malos. Claro que se había devanado los sesos en relación con ellos. Le habían hecho preguntas en la escuela, el psiquiatra infantil, la policía, en la cárcel, el asistente social, en la seguridad social; todos ellos le habían preguntado.

Había intentado encontrar las causas. Ahora estas convergían en un vertedero de nieve en Libro, un lugar en el que nadie había pensado.

Sabía que no había contexto que valiera. La vida se presentaba como una mezcla de coincidencias y esperanzas, que con frecuencia se frustraban. Hacía mucho tiempo que había dejado de reflexionar. Su vida estaba decidida. No deseaba reflexionar sobre si había sido él mismo quien la había elegido. Sabía que las cosas habían salido mal, mal de cojones, demasiadas veces. Ya no le echaba la culpa a nada ni a nadie. La vida era como era.

La otra vida, la ordenada, aparecía como un reflejo que brillaba apenas una décima de segundo. Claro que lo había intentado. Hubo un periodo durante los años ochenta en el que trabajó como obrero no cualificado en Bygg & Mark. Quitaba la nieve del macadán y del mantillo, preparaba tarteras y consiguió un físico como nunca antes había tenido.

Trató con gente que había conocido a Albin y descubrió otra imagen de su padre. Los viejos albañiles expresaban su admiración por el competente chapista, elogio que Lennart tomó también para sí mismo. El recuerdo colectivo de la gran habilidad de Albin parecía incluir, en parte, también al hijo.

Sí, él había tenido sus épocas. Y ahora John. Su hermano pequeño. Muerto. Asesinado.


*****

Berit entreabrió la puerta de la habitación por tercera vez en media hora y observó el enmarañado mechón de Justus y su rostro desnudo, que aún conservaba las huellas del llanto.

Cerró la puerta, pero permaneció con la mano en el picaporte. «¿Qué pasará?», se repitió a sí misma. La sensación de irrealidad se extendió como una máscara sobre su rostro. Sentía las piernas tan pesadas como si estuvieran escayoladas y los brazos parecían dos extrañas protuberancias en un cuerpo que era el suyo pero que, sin embargo, no lo era. Se movía, hablaba y percibía su entorno con todos sus sentidos, pero alejada de sí misma.

Justus se vino abajo. Pasó horas temblando, llorando y gritando. Ella tuvo que obligarse a permanecer serena. Cuando él se calmó, fue como darle la vuelta a la tortilla, y se derrumbó en una esquina del sofá. Su joven rostro adquirió una expresión extraña.

De repente, les entró mucha hambre. Berit cocinó rápidamente unos macarrones que comieron con salchicha de Falun cruda y ketchup.

– ¿Duele morirse? -preguntó Justus.

¿Qué podía responder? Sabía por la mujer policía que John había sido maltratado, pero no quiso conocer ningún detalle. «Le dolió, Justus», se dijo a sí misma en silencio, pero intentó consolarlo diciendo que, probablemente, John no había sufrido.

Él no la creyó. ¿Por qué iba a hacerlo?

La mano en el picaporte de la puerta. Los ojos cerrados.

– Mi John -susurró.

Había sudado. Ahora tenía frío y fue al salón con pies de plomo a buscar la manta. Se quedó parada, pasiva, envuelta en la manta en medio de la habitación, incapaz de hacer nada después de que Justus se durmiera. Hasta entonces, ella había sido necesaria. Ahora los minutos pasaban y John cada vez estaba más muerto. Cada vez más lejano.

Se acercó a la ventana. El aroma de los jacintos casi la sofocó y sintió el impulso de romper el cristal para tener aire fresco.

Nevaba de nuevo. De pronto, observó un movimiento. Un hombre desapareció entre las casas al otro lado de la calle. Lo vio solo un segundo, pero Berit estaba convencida de haber visto antes esa figura. Ropa verde oscuro, una especie de gorra, eso era todo. Miró fijamente la fachada por donde había desaparecido, pero ahora solo se veía el rastro en la nieve. Se le ocurrió que se trataba del mismo hombre que había visto la noche anterior mientras esperaba a John. Entonces creyó que se trataba del hermano de Harry, que le echaba una mano quitando nieve, pero ahora se sintió insegura. ¿Era John quien se aparecía? ¿Deseaba decirle algo?


*****

Ola Haver llegó a casa justo antes de las nueve.

– He visto las noticias -fue lo primero que dijo Rebecka.

Ella le lanzó una mirada por encima del hombro. Haver colgó el abrigo y sintió que el cansancio se apoderaba de él. En la cocina proseguía el incansable picar. El cuchillo iba al encuentro de la tabla de cortar.

Entró en la cocina. Rebecka le daba la espalda y él se sintió atraído hacia ella como si fuera una limadura de hierro y ella un imán.

– Hola -saludó él, y enterró su rostro en el cabello de su mujer.

Sintió su sonrisa. El cuchillo mantenía su ritmo sobre la tabla de cortar.

– ¿Sabías que en España las mujeres dedican cuatro horas al día a las tareas domésticas mientras que los hombres solo lo hacen cuarenta y cinco minutos?

– ¿Has hablado con Monica?

– No, lo he leído en el periódico. He tenido tiempo de hacerlo entre la aspiradora, dar de mamar y lavar la ropa -dijo ella riendo.

– ¿Quieres que haga algo? -preguntó él, y pasó sus brazos alrededor del cuerpo de ella, tomó sus manos y la obligó a dejar de picar.

– Es de un estudio que se ha hecho en distintos países europeos -dijo ella, y se liberó de su abrazo.

– ¿Cómo ha quedado Suecia?

– Mejor -respondió concisa.

Comprendió que ella quería que él la dejara en paz para así poder acabar la ensalada de arenque o lo que fuera que preparaba, pero le costaba separase de su cuerpo. Deseaba apretarse contra su espalda y sus nalgas.

– ¿Ha sido horrible?

– Como siempre. En otras palabras, una mierda, pero Bea se ha ocupado de lo peor.

– ¿Hablar con la familia?

– ¿Y tú? ¿Cómo se han portado los niños?

– ¿Estaba casado?

– Sí -dijo Haver.

– ¿Hijos?

– Un chico de catorce años.

Rebecka vertió las verduras bien troceadas en la sartén, pasó el cuchillo por la tabla para raspar los últimos restos. Él miró el cuchillo en la mano de ella. La piedra del anillo, que había comprado en Londres, relucía rojo rubí.

– Voy a hacer algo nuevo -indicó ella, y él comprendió que se trataba de la comida.

Haver se fue a la ducha.

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