Ann Lindell acababa de amamantar a Erik. Apática, había llevado a cabo sus tareas matinales. Los titulares del periódico habían anunciado a los cuatro vientos el asesinato de Jan-Erik Hollman. Leyó aturdida los acontecimientos del día anterior. Lo recordaba como a uno de los tíos agradables, del norte, buen jugador de badminton y al parecer padre de dos niños.
Ann se quedó de pie junto a la ventana de la cocina. Sobre la placa de inducción había una olla. Su madre se había ofrecido a cocer un jamón, pero Ann había rehusado. Olía ligeramente a especias y caldo. A su padre le gustaba mojar en el caldo, así que tendría que comprar el tradicional pan de mosto de cerveza.
Volvió a mirar la portada del periódico. La imagen con el charco de sangre en la acera de la calle Svartbäcksgatan recordaba la fotografía que solía acompañar los artículos sobre el asesinato de Olof Palme. Sangre en la calle.
La visión del gran trozo de jamón le repugnó: la corteza gris blanquecina y la grasa que subía a la superficie. Retiró un poco de espuma con la espumadera. Era el primer jamón que cocía en muchos años. «Qué absurdo», rumió. Pensar en sus padres, con sus atenciones y sus gestos de preocupación, la dejaba abatida. Mala conciencia mezclada con rabia.
El termómetro del jamón indicaba apenas cuarenta grados. Por lo menos quedaba una hora, calculó. Subió la potencia de la placa, pero la volvió a bajar inmediatamente. La cocción del jamón no se debía acelerar.
Ola la había telefoneado, pero no le había respondido. Quizá deseaba hablar del asesinato de Hollman, quizá sobre su corto encuentro. Sentía un cosquilleo en sus genitales. Lo visualizó y aumentó el desprecio por sí misma. La atracción que había florecido por su compañero tan inesperadamente la confundía. No había sentido deseo por un hombre desde que rompió con Edvard. Bueno, quizá sí, pero no de esa manera. Ola estaba casado. Nunca se permitiría dar un paso más. Había creído que podrían flirtear un poco, quizá hasta entablar una relación secreta y desinhibida. Luego desechó la idea, casi se burló de sí misma y comprendió lo irreal e inmoral de una relación de ese tipo. ¿Cómo había podido caer tan bajo? No era solo que estuviera casado y fuera padre de dos hijas, sino que era, además, el compañero con el que trabajaba a diario.
A las ocho y media llamó Berit Jonsson. Justus había desaparecido. Después del desayuno había empacado unas cuantas cosas, Berit no sabía qué, pero lo suficiente para llenar la mochila donde solía guardar sus libros del colegio. No dijo adónde iba, pero tampoco solía hacerlo.
La escasez de palabras no la sorprendió, pero sí le preocupó la expresión de su rostro. Se zampó con serenidad el yogur y los copos de avena, recogió tras de sí, se fue a su cuarto y después de quince minutos salió con la mochila a la espalda, dijo adiós y abandonó el apartamento. El reloj marcaba las ocho pasadas.
– Se ha pasado días en casa levantado hasta muy tarde, y de repente sale -contó Berit-. Hay algo que no está bien.
– ¿Hace deporte? -preguntó Lindell-. ¿Puede que se haya llevado todo su equipo?
– No.
– Seguro que aparece.
– Ni siquiera ha dado de comer a los peces, no los ha mirado ni una sola vez.
– ¿Ha vuelto a pasar Lennart por ahí?
– No, y si lo hace lo echaré.
– Justus aparecerá, no te preocupes -sostuvo Lindell.
Berit podía llamarla si no regresaba a casa en las próximas horas. Justus tenía móvil, pero no había respondido a las llamadas de Berit.
Sus padres llegarían al cabo de un par de horas. La temperatura del jamón había subido hasta los cuarenta y ocho grados. Ann, desanimada, miró fijamente el caldo, donde algunos granos de pimienta bailaban en movimientos circulares, como cuerpos celestes en una trayectoria inalterada.
Se apartó de la cocina repentinamente asqueada al recordar lo que sintió al descubrir que estaba embarazada de un hombre al que no conocía. Karin, del centro de asistencia primaria, le dio la posible explicación de su embarazo: había tomado unas pastillas dietéticas que contenían hipérico, lo que anuló el efecto de la píldora.
¿Por qué ese desprecio a sí misma? ¿Se debía a que estaba cociendo un jamón únicamente porque sus padres celebrarían la Navidad en Uppsala? De no ser así ella no se habría preocupado de la Navidad, apenas habría decorado la casa. La alegría por el reencuentro se turbaba con la idea de la obligación: tenía que comportarse como una buena hija y una buena madre.
Temía las miradas y los comentarios de su propia madre. Ann no podía recordar que su madre fuera así durante su adolescencia. La creciente falta de salud y la pasividad de su padre habían desatado un proceso en el cual controlar a la hija era lo primordial. Ella suspendía como madre. Era como si no fuera capaz de cuidar de Erik. «Quizá lo sea -pensó-. Quizá sea totalmente incapaz de educar a un hijo sola.»
– Seguro que permaneceré sola -dijo en voz alta.
Entró en la habitación de Erik, se colocó junto a su cuna y lo observó. Estaba sano y seguía a la perfección la curva de crecimiento. ¿Por qué tenía que ser peor madre que otras? Ann comprendió que era su propia falta de confianza lo que creaba la inseguridad y todas esas preguntas.
El teléfono vibró. Había apagado la señal de llamada para no molestar a Erik. Era Berit.
– Ha degollado unos cuantos peces -expuso.
– ¿Qué quieres decir?
– Ha sacado unos peces y les ha cortado la cabeza.
Berit llenó de aire sus pulmones, como para impedir que se le escapase un grito.
– ¿Esta mañana?
– Sí, creía que no se ocupaba de dar de comer a los peces y no lo ha hecho. Pero, además, ha cogido a todas las princesas y las ha matado. No lo entiendo.
– ¿Las princesas?
– Así se llama una de las especies: «princesa de Burundi». A los otros no los ha tocado.
– ¿Por qué justo esos?
Berit rompió en un sonoro gimoteo que acabó en un grito desesperado. Lindell intentó que la escuchara, pero le dio la impresión de que Berit había dejado el teléfono; quizá se había desplomado sobre la silla o en el suelo. Su llanto se oía cada vez más lejano.
– Voy para allá -dijo Lindell, y colgó.
Miró el reloj, corrió al cuarto de Erik, le puso un gorro, lo envolvió en una manta y abandonó el apartamento. El termómetro del jamón marcaba sesenta grados.