Ann Lindell telefoneó a Ola Haver desde el apartamento de Berit y le contó que Justus había salido del apartamento por la mañana temprano y que desde entonces no se sabía nada de él. Lindell se había dejado convencer por Berit de que aquello no era normal en él. La presencia de los peces degollados fue suficiente. Berit había recogido unas cuantas princesas del suelo y las había dejado en un plato.
Ola no había preguntado nada sobre el motivo de la llamada de la noche anterior. No sabía si él estaba enfadado. Su voz había sonado como de costumbre. Ahora iría a hablar con Berit.
Lindell sopesó marcharse antes de que él llegara, pero no quería dejar sola a Berit. En lo más profundo de su ser también deseaba ver a Ola. Tenía mala conciencia por lo que había pasado y por lo menos quería explicar su repentina incursión en la investigación.
Llegó después de un cuarto de hora, cabeceó hacia Ann y le dio la mano a Berit. Se sentaron a la mesa de la cocina y Berit le contó lo que había sucedido. El plato con los peces estaba sobre la encimera. Lindell notó que comenzaban a oler.
Miró a Ola Haver. Parecía cansado. Las arrugas de su rostro, que normalmente no se veían, aparecían con más claridad que de costumbre. No podía dejar de observarlo de una manera nueva, como si fuera un desconocido que acabara de conocer y pensara «Qué guapo es». Aunque «guapo» quizá no fuera la palabra correcta, sino más bien «agradable». Sus manos reposaban inmóviles sobre la mesa, sus ojos eran amables y estaban fijos en Berit mientras hablaba. En una ocasión le lanzó una mirada a ella antes de volver a dedicar toda su atención a Berit.
«No me presta atención -pensó ella-. Está enfadado conmigo, furioso como una avispa, pero guarda las apariencias. Seguro que se ha peleado con Rebecka por mi culpa.» El sentimiento era doble. Se arrepentía de lo ocurrido, pero también tenía una hormigueante sensación de excitación en el cuerpo. «Amor prohibido», pensó, y casi esbozó una sonrisa al comprender que sonaba como una revista del corazón. Berit guardó silencio y Ann descubrió, de pronto, como ella y Ola la miraban.
– Disculpa -dijo ella-, pero estaba un poco distraída.
Ola le lanzó una mirada inquisitiva.
– ¿Puedes hacer una lista de amigos y otras personas a las que pudiera acudir? -pidió él, y miró a Berit.
– Ya las he llamado -explicó ella-. No está en ninguna parte.
– ¿Crees que sabe algo del asesinato?
Lindell comprendió el trasfondo de la pregunta de Ola. ¿Se sentía Justus amenazado? Pero Berit no pareció captarlo.
– No, ¿qué podría saber?
– Quizá haya visto u oído algo.
La mujer sacudió la cabeza.
– No -negó, pero el tono revelaba que sopesaba esa posibilidad.
– ¿Por qué degolló a los peces?
Lindell había hecho la misma pregunta y entonces Berit había sido poco comprensiva. Tardó en responder.
– A veces John me llamaba «mi princesa de Burundi» -dijo en voz baja-. Cuando estaba contento me llamaba de diferentes maneras.
Parecía agobiada, avergonzada, pero al mismo tiempo inocentemente inquisitiva. Ann Lindell le tomó la mano. Estaba fría. Berit buscó su mirada. Poco a poco surgieron las palabras. Contó la visita de Lennart y su ataque.
Cuando guardó silencio, Lindell vio que su colega sopesaba cómo debía continuar. Pasaron unos segundos.
– ¿Hay alguna base en las acusaciones de Lennart?
Berit lo observó con la mirada vacía. «Está prácticamente exhausta -pensó Lindell-, dentro de poco sufrirá un colapso.» Lo había visto otras veces, la excitación crecía hasta explotar al final en un grito. Pero Berit todavía parecía tener fuerzas.
– Nos amábamos -afirmó ella en un tono silencioso pero decidido.
No prosiguió su argumentación, sino que dejó que las palabras reposaran en la habitación como si no hubiera nada que añadir. Lindell tuvo la impresión de que a ella, en realidad, no le importaba si ellos creían en sus palabras o no. Era suficiente que ella lo supiera, que John lo hubiera sabido.
Haver la miró y tragó saliva.
– ¿Pudo John haber estado interesado en otra? -preguntó él, y Lindell notó que le costaba hacer la pregunta. Berit negó con la cabeza.
– Conocía a John -sostuvo al cabo, e inspiró por la nariz.
Haver le lanzó una mirada a Lindell.
– No lo entendéis -continuó Berit-, solo nos teníamos el uno al otro.
Haver la miró, tragó saliva de nuevo, pero estaba obligado a continuar.
– Justus creyó las palabras de Lennart -indicó con una voz extrañamente seca y mecánica, como si intentara neutralizarse a sí mismo-. ¿Qué razón tenía si erais tan felices?
– Es un chico que ha perdido a su padre -dijo Berit.
– ¿Quieres decir que intenta encontrar explicaciones?
Berit asintió con la cabeza.
– ¿Pudo haber visto u oído algo que le diera una idea de quién fue el asesino?
– No, no lo creo.
La voz era débil como el hielo de una noche.
– Hay unas cuantas personas que nos han dicho que John planeaba algo, algún negocio, ¿a qué se refieren?
Berit bajó la vista a la mesa.
– No lo sé -respondió apenas audible-. Al parecer le contó a Justus que nos mudaríamos, pero no era algo de lo que John y yo hubiéramos hablado.
– ¿Adónde os mudaríais?
– No lo sé. No entiendo nada.
– Vale -dijo Haver-, enviaremos una orden de búsqueda del chico, pero no creo que esté en peligro. Seguramente está paseando por la ciudad.
Berit parecía agotada. Lindell se puso en pie y salió al recibidor, donde Erik dormía en el cochecito. Supuso que pronto se despertaría. Haver y Berit hablaban en la cocina.
De repente, pensó en el jamón que había dejado en su cocina. Se apresuró a la cocina y dijo que tenía que volver a casa de inmediato. Ola Haver le lanzó una tapida mirada, pero no dijo nada. Lindell se acercó a Berit para proporcionarle algo de consuelo, pero no encontró palabras. Berit la observó con una mirada sin expresión. «Esperemos que el chico viva», fue el único pensamiento que pasó por la cabeza de Lindell.
Corrió hasta el coche con el niño gimoteando en el cochecito. En el parabrisas había una multa. Arrancó la sanción y la tiró al asiento trasero.
Al cabo de unas horas aparecerían sus padres. «Tendré que comprar un jamón nuevo», pensó, y giró en la calle Vaksalagatan. En ese mismo instante sonó el teléfono móvil. Respondió la llamada, segura de que era Ola Haver.
– Lo sé -empezó ella-, pero el jamón se me va a secar.
– Hola -dijo una voz conocida, y estuvo a punto de chocar con el coche que tenía delante, que acababa de frenar ante la luz roja del cruce con la E4.