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El titular del periódico matutino voceaba a los cuatro vientos su oscura noticia: «Asesinato».

A unos les estimulaban las crónicas y los resultados de las páginas deportivas, otros se reconfortaban con los densos textos de la sección cultural, había quien se divertía con las tiras cómicas o los suplementos del hogar. Ann Lindell no estaba interesada en nada de eso, pero un asesinato en su ciudad hacía que su corazón latiera con fuerza. Lo que le excitaba no era la violencia ni el hecho de que una persona hubiera sido brutalmente asesinada, sino que eso implicaba trabajo.

Se introdujo en el texto, estudió todos sus detalles, intentó leer entre líneas. Los escuetos comentarios de sus colegas, Haver y Ryde, no le proporcionaron mucho, pero sí lo suficiente como para comprender que aún no tenían muchas pistas.

Apartó el periódico. Llevaba nueve meses en casa. La criatura crecía con desesperante lentitud. Se llamaba Erik, pero ella lo llamaba casi siempre «la criatura». No había nada despectivo en ello, era más bien una muestra de su compasión por el niño que se veía obligado a crecer en el hogar monoparental de una mujer policía.

No se tenía a sí misma por una buena madre. No era cuestión de que el pequeño pasara alguna necesidad -recibía todo el cuidado que tenía derecho a reclamar-, pero muchas veces Ann sentía una cierta impaciencia por el lento desarrollo de su hijo. ¿Por qué no podía apresurarse para que ella pudiera volver al trabajo?

Le había comentado a Beatrice que le parecía una deslealtad para con el niño inocente, pero esta únicamente se había reído.

– ¿Crees que no me reconozco? -le preguntó-. Nosotras amamos a nuestros hijos, pero queremos muchas cosas. Ellos son nuestro amor, pero no toda la vida, por así decirlo. Hay mujeres a las que les encanta estar en casa cantando nanas. Yo, después del primer año, creí que me iba a volver loca. No era lo mío, eso de estar sentada en el parque manteniendo conversaciones de mierda con el resto de madres.

Las palabras de su colega la tranquilizaron un poco, pero no del todo. Le roía la mala conciencia. Sentía que imitaba a otras madres, también a la suya, en casi todo lo que emprendía. Era como si la maternidad no fuera real.

Nunca había vivido tan cerca de alguien, derrochado tanta energía en otra persona. Esto la cansaba, pero al mismo tiempo le daba fuerza y dignidad. No podía dejar de sorprenderse del camino que había tomado su vida, de lo mucho que ella había cambiado.

Vivía en dos mundos, uno donde fingía ser una buena madre, mientras la impaciencia y la mala conciencia la manejaban, y otro donde paseaba orgullosa con su cochecito por las aceras de Uppsala embargada por una serena alegría.

No pensaba mucho en el padre del niño. Eso le sorprendía. Durante el embarazo, sobre todo durante los últimos meses, jugó con la idea de buscarlo. No se trataba de obligarlo a abandonar a su familia -había descubierto que estaba casado y tenía dos hijos-, ni de que pagara la manutención, ni siquiera de que reconociera su paternidad. «¿Por qué, entonces?», se preguntaba a sí misma. No encontró ninguna respuesta y ahora que el niño había nacido ya no le daba importancia.

Los padres de Ann la habían atosigado a preguntas, pero ella había desechado todas las proposiciones de que contara quién era el padre. No tenía ninguna importancia, ni para ella ni para sus padres; nunca viviría con él.

Ya atendería más adelante las preguntas del niño cuando este fuera lo suficientemente mayor. Todos los niños tienen derecho a un padre, esa había sido su opinión esencial, aunque ahora ya no estaba tan segura. No lo necesitaban. Se negaba a sí misma la latente esperanza de que un bonito día pudiera aparecer un hombre que aceptara el papel de sustituto.

Se detestó muchas veces por su actitud frívola, pero se enfrentaba a la idea racionalizando las necesidades que había sentido durante los últimos años, la confusión y la debilidad que le provocaba pensar en Edvard. «Ahora las cosas son así, sé una buena madre, igual que eres una buena policía, punto final. No necesitas a ningún hombre», se persuadía a sí misma, consciente de que se autoengañaba. Cuando una vez, inusitadamente, hablaron con sinceridad de la vida de Ann, Beatrice lo llamó «el arte de la supervivencia».

Estaba encantada con Beatrice. Nunca había creído que su compañera llegara a significar tanto para ella. Beatrice siempre le había parecido una chica muy dura, de principios firmes. Ann se había acercado a ella de forma vacilante, interesada en su amistad, pero al mismo tiempo con miedo a ser juzgada.

Muchas veces se sentía como una oveja abúlica, vulnerable debido a sus fuertes sentimientos hacia Edvard, que ella misma achacaba a una fijación adolescente por tener un hombre con quien convivir y a su vacilante actitud para con el niño.

Beatrice no la había censurado. Al contrario. Esa sensación de rivalidad que había entre las dos únicas mujeres de la unidad se disolvió y con el paso del tiempo Beatrice se convirtió en una amiga, algo que Ann había echado de menos desde que abandonó Odeshög. A veces imaginaba que quizá se debiera a que ahora Beatrice no necesitaba defenderse: Ann estaba desarmada, lejos del trabajo, atada a la criatura.

Ottosson, el jefe de la brigada, siempre había tratado a Ann Lindell como su favorita, la había apoyado y le había hecho pequeños favores, pero solo a hurtadillas, ya que Ottosson se cuidaba de mantener el compañerismo entre los colegas. Seguro que Beatrice lo había notado, y quizá se había sentido tratada injustamente.

Fuera como fuere, Ann estaba contenta del interés de su colega por su persona y su bienestar. Era extraño. Hasta el momento casi únicamente habían hablado de trabajo; ahora entre ellas había surgido la amistad y compartían mucho más que el trabajo.


*****

Telefoneó a Ottosson. Sabía que no podría contenerse, así que más valía llamarlo de inmediato.

Ottosson rió encantado al oír su voz. Lindell se sintió pillada. Recibió un análisis de la situación. Tal y como había sospechado, hasta el momento sus colegas no tenían muchas pistas. Ella nunca había oído hablar de Johny, pero sí de su hermano, Lennart. No le pareció especialmente afortunado que fuera Sammy quien se hubiera encargado del interrogatorio. Nunca se habían llevado bien, pero no mencionó sus dudas. Recordó al afamado ratero como una persona bastante arrogante.

Al oír el informe de Ottosson, todavía añoró más el trabajo. Su voz denotaba prisa, y aun así se tomó tiempo para hablar con ella un buen rato. Lindell estaba sentada a la mesa de la cocina. En un acto reflejo había tomado un cuaderno y anotaba los datos del asesinato y la investigación.

Podía verlo todo ante sus ojos: la reunión matinal, los colegas sentados a sus mesas con el teléfono en la mano o concentrados en la pantalla del ordenador. Haver, con su expresión abierta; Sammy, con su estilo relajado; Fredriksson, mirando al vacío mientras se tocaba la punta de la nariz con la yema de los dedos; Lundin, seguramente en el cuarto de baño enjabonándose las manos; Wende, buscando en las bases de datos; Beatrice, resuelta y decidida revisando las listas de nombres y direcciones; Ryde, el inteligente técnico desabrido, parapetado tras su mal humor.

Deseaba volver lo más pronto posible. La criatura gimoteó. Inconscientemente, se llevó la mano al pecho y se levantó de la mesa. «¿De qué va el asesinato? -se preguntó-. ¿Drogas? ¿Deudas? ¿Celos?» Hojeó las notas antes de entrar con calma en la habitación del niño.

Estaba tumbado de espaldas con la mirada fija en un punto del techo o en los coloridos cascabeles del móvil que colgaba encima de la cuna. Ann lo miró. La criatura. Sus ojos se fijaron en la figura de ella y emitió un débil gemido.

Al sacarlo de la cuna su cabeza recayó en su cuello. La extraña mezcla del aroma dulce y ácido que emanaba del rollizo cuerpo del bebé, que yacía como un peso cálido contra su pecho, le hizo abrazarlo con cuidado y murmurar unas palabras infantiles.

Ann colocó con cuidado al niño sobre la cama de matrimonio deshecha, se desabrochó la blusa y el sujetador de amamantar, y se tumbó junto al niño. Él sabía lo que le esperaba y agitó los brazos esperanzado.

La criatura mamaba ansiosa mientras Ann se acomodaba. Le acarició el cabello y cerró los ojos. Pensó en Lennart Jonsson y en su hermano.

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