Ruben Sagander sudaba y parecía como si el sudor se congelara formando una coraza sobre su cuerpo. Alzó la vista hacia la ventana iluminada de Berit. Entró en el portal, pero no encendió la luz de la escalera. Respiró hondo y comenzó a subir. En la escalera olía a Navidad. Pasó una puerta tras otra. Oyó música y conversaciones. Sudaba profusamente, al igual que durante la caza cuando el alce aparecía en el campo visual y él levantaba la escopeta lentamente y contenía la respiración.
Quedaba un piso. Le vino a la cabeza la imagen del cartel destrozado fuera del taller y recordó el sonido del primer torno que instalaron. Demoró sus pasos unos segundos. Se abrió una puerta un piso más abajo y oyó el sonido de alguien que bajaba la escalera.
– Llévate también los cartones -gritó una mujer.
Los pasos cesaron. Un hombre murmuró algo y regresó al apartamento. Una corta discusión y luego se reemprendieron los pasos de bajada. Ruben Sagander permaneció completamente inmóvil y se alegró de que el hombre no encendiera la luz. La puerta de la calle se cerró. Sagander esperó y toqueteó el cuchillo en el bolsillo de la chaqueta de caza. Un par de minutos después el hombre regresó, subió las escaleras en silencio, se abrió una puerta, la música fluyó y la puerta se cerró de nuevo. Sagander respiró hondo y prosiguió.
Frente a la puerta de Berit se quitó el gorro que había cogido del coche. Sacó el cuchillo de su funda, midió con la hoja e hizo dos agujeros en el gorro, se lo pasó por el rostro y sintió el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave.
Berit estaba sentada a la mesa de la cocina y miraba embobada fijamente la caja de cartón repleta de billetes. Miles de coronas. Nunca antes había visto tanto dinero. Metió la mano en la caja y esparció un montón de billetes de quinientas coronas sobre la mesa. De pronto rompió a llorar.
– ¿Por qué, John? -sollozó, y con un rápido movimiento arrojó los billetes al suelo.
Comenzó a contarlos mecánicamente, colocó veinte billetes de quinientas coronas en cada montón. Cuando la cuenta llegó a cincuenta mil apareció la rabia. Él la había traicionado. Dios mío, lo que tuvo que escatimar durante todo el otoño, preocupada por su economía y su futuro. Hasta había pensado si tendrían que vender el apartamento y mudarse a un piso de alquiler. Todo eso mientras John se sentaba sobre cientos de miles de coronas. Al parecer Justus también se había llevado una parte. Él también lo sabía. John y el chico habían tenido sus propios planes. Una doble traición.
De repente oyó un sonido. Alargó la mano y bajó el volumen de la radio.
– Justus -gritó-, ¿eres tú?
Lennart vio como el hombre espiaba la ventana de Berit. En el patio mal iluminado y con la espesa nevada era difícil distinguir cualquier detalle, pero la figura le resultaba conocida. ¿Podía tratarse de Dicken Lindström? Él no era tan corpulento, pero la ropa de invierno podía despistar. ¿Había regresado de Holanda más caliente que un gato en celo? Lennart blasfemó. «Ahora os pillaré con las manos en la masa -pensó-. ¿Cómo cojones tiene el valor de venir a joder? Y Justus, pobre chaval, tener que presenciar como un cabrón con los dientes salidos se folla a su madre una semana después de la muerte de John.»
Lennart se aproximó al portal, pero se retiró rápidamente al ver que un hombre salía con bolsas de basura y un gran cartón en las manos. Se dirigía al cuarto de la basura, donde se encontraba Lennart. Oyó como el hombre se acercaba cada vez más, como murmuraba algo, carraspeaba y escupía sobre la nieve.
La puerta del cuarto de la basura se abrió y Lennart, más que ver, sintió que el hedor se esparcía por la noche invernal. El hombre cerró la puerta, carraspeó de nuevo y regresó al portal. Lennart se demoró un minuto antes de seguir sus pasos.
Ruben Sagander miró sorprendido de hito en hito el dinero frente a él. En el suelo y en la mesa había montones de billetes. Su dinero. Estaba en lo cierto. Rió.
Berit acercó automáticamente los fajos mientras miraba con fijeza al hombre enmascarado. Comenzó a colocar el dinero en la caja de cartón.
– No me toques -dijo, y miró a su alrededor buscando un arma.
El hombre se rió de nuevo, se agachó y cogió un billete del suelo. Berit se levantó bruscamente de la silla en un intento por alcanzar el cuchillo de pan que había sobre la encimera, pero quedó atrapada en sus garras. Sintió el intenso olor a sudor y las manos que sujetaban sus brazos. El hombre no dijo nada, pero su respiración era pesada. La máscara lo volvía irreconocible; no obstante, había algo familiar en él. Ella intentó liberarse, pero se encontró con que la sujetaba con más fuerza mientras soltaba una carcajada. Le dio una patada en la pierna, que no pareció afectarle.
«No quiero morir», pensó ella cada vez más desesperada, y recordó el rostro aterrado de John cuando ella se despidió de él en la morgue. Hizo un nuevo intento lanzándose rápidamente hacia un lado al mismo tiempo que le daba un cabezazo. Oyó como chocaban. Por un instante él perdió el agarre de sus brazos. Ella se lanzó hacia la encimera, pero al momento el hombre se abalanzó sobre ella. La tiró al suelo, pero tuvo tiempo para levantar una mano y arañarlo en el rostro. Se le humedeció la mano y comprendió que era sangre lo que se filtraba a través de la capucha. Berreó de dolor y lanzó un golpe contra el cuerpo de ella. La alcanzó en el hombro y Berit cayó al suelo a causa de la increíble fuerza del golpe.
Se puso encima de ella. Hasta el momento había sido una lucha silenciosa, pero ahora Berit comenzó a gritar. Él soltó una mano e intentó taparle la boca abierta de par en par, y esto le dio la oportunidad a ella de lanzarle un rodillazo a la entrepierna. Él se encogió de dolor, intentó incorporarse, rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó el cuchillo.
«Ahora me va a matar», le dio tiempo a pensar al ver el cuchillo alzado sobre su cabeza. Entonces se oyó una violenta explosión y sintió como el hombre enmascarado se estremecía. A continuación una nueva detonación, y vio como la capucha se hacía añicos y una terrible herida se revelaba en su cabeza antes de caer hacia delante sobre ella.
Las extremidades del hombre se estremecieron antes de que reinara la calma. El peso y el olor penetrante de su cuerpo la atemorizaron y lo apartó de encima con todas sus fuerzas. La sangre goteaba sobre su rostro y su pecho.
Cuando se liberó vio una figura de pie en el umbral de la puerta. Vislumbró el arma en su mano y comprendió que le había salvado la vida. Consiguió arrastrarse, se puso de rodillas y se secó la sangre del rostro con los brazos. Entonces reconoció a Lennart. Estaba pálido. La mano del arma temblaba y su cuerpo se estremecía como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Tomaba aliento e intentaba decir algo.
– Lennart -murmuró ella.
Él temblaba cada vez con más violencia y comenzó a sollozar.
– Lennart -repitió ella.
Él se dio la vuelta y abandonó el apartamento con pasos tambaleantes. Ella lo miró, alargó la mano para detener al cuñado, pero en su lugar solo quedaba el revólver. Berit inclinó la cabeza sobre la encimera y el llanto llegó en convulsiones. Asqueada, miró fijamente la herida que la bala había ocasionado en la parte trasera de la cabeza del hombre y vomitó violentamente.
Lennart corría. Se abrió una puerta en el piso de debajo de Berit justo cuando él pasó y chocó violentamente, se cayó, se puso de pie igual de rápido y continuó escaleras abajo.
Había disparado a una persona. Había matado a una persona. ¿Quién era? Estaba claro que no era Dicken. Durante un instante había pensado en acercarse y quitarle la capucha, pero no se atrevió. Ahora se trataba solo de huir. ¿Se había equivocado con Berit? No era ningún amante el que había ido de visita, sino un ladrón. Lennart había visto el dinero en la mesa y comprendió que era la ganancia al póquer. Berit había mentido, pues había dicho que no sabía nada de la partida.
Se detuvo abajo en el portal, respiró hondo, se golpeó el bolsillo del abrigo para controlar dónde estaba el revólver, pero recordó que lo había dejado caer al suelo. Comprendió que estaba perdido, pues aun cuando Berit cerrara la boca sus huellas estaban en el arma.
Abrió la puerta. El frío le golpeó y vio a una mujer que se acercaba en el vendaval de nieve. Ann Lindell. Ella estaba justo a su lado, pero no lo había visto. Se dio la vuelta y subió corriendo de nuevo las escaleras. Había varias puertas abiertas y los vecinos se asomaban inquietos, pero a él no le preocupó, sino que siguió corriendo.
Comprendió que estaba atrapado. Seguro que Lindell no estaba sola. El jardín se llenaría de policías. Mientras subía pensó que no podría entrar en el desván. Permaneció inmóvil un rato, indeciso, delante de la puerta abierta de Berit antes de entrar corriendo de nuevo en el apartamento.
Miró en la cocina. Berit seguía sentada con el hombre al que había disparado a su lado. Su mirada estaba vacía. Lo miró, pero no lo vio. Lennart se detuvo y sintió un impulso de ir a la cocina y sentarse en el suelo frente a ella. Deseaba decirle algo a Berit, algo pequeño que pudiera explicarlo todo. Ella había sido buena con John y por eso él la quería mucho. Las palabras estaban ahí, pero Lennart dudó.
Comprendió con una claridad paralizadora que su propia vida estaba desperdiciada, que sus palabras no poseían fuerza alguna. Entró corriendo en el salón, lanzó una mirada al acuario y en su visión interna John estaba ahí, sonriendo, como la noche de la inauguración. Lennart alargó la mano para sentir a su hermano, pero no había nadie.
Apenas se podía abrir la puerta a causa de toda la nieve acumulada en el balcón. La apartó y de pronto recordó el día pasado con Micke quitando nieve y la sensación de estar haciendo algo útil. Oteó desde la barandilla. Sintió vértigo. El jardín estaba desierto, pero a lo lejos se oía el sonido de sirenas.
Miró arriba hacia el tejado antes de encaramarse a la barandilla, se agarró al tendedero montado en la pared y se estiró hacia el canalón. Llegaba justo. El canalón estaba frío y resbaladizo. Le cayó nieve sobre la cara.
Con un esfuerzo del que no se creía capaz se lanzó hacia arriba, se apoyó con los pies en la pared de ladrillo, consiguió subir un pie al tendedero y elevarse con el cuerpo por el canalón. Las piernas se agitaron libremente y buscó aliento.
«Puedo hacerlo, puedo hacerlo», se repetía en silencio. Apenas era consciente de que el sonido de las sirenas cada vez estaba más cercano. Descansó con la cabeza apoyada contra el tejado y sintió como sus fuerzas flaqueaban cada vez más. Comenzó a resbalar. Giró la cabeza y vio las luces azules jugar en la fachada de enfrente.
Volvió la mirada hacia el caballete y vio la barandilla de protección cubierta de nieve a medio metro del ala del tejado.
– Soy el hijo mayor del chapista -murmuró-. Soy el chico del chapista.
Agitó las piernas, consciente de que era su última oportunidad, lanzó hacia delante la mano derecha y consiguió alcanzar la barandilla. Alargó la mano izquierda y esta también se agarró. Trepó lenta, lentamente. Murmuró algo, mascó la nieve, sintió el sabor de sangre en su boca, pero derrotó al tejado, alcanzó la barandilla y pudo resoplar.
– El chico del chapista -gritó triunfal.
Tenía calambres en una pierna, estaba helado y su cuerpo temblaba, pero había subido. Pensó en Albin; su padre se habría sentido orgulloso. Miró el cielo oculto tras las nubes.
– Albin -dijo, y sonrió-, padre. Padre, padre.
Miró abajo y el miedo a las alturas volvió como una ola. Sintió vértigo y apretó la barriga contra el tejado. Le dolía la rodilla que descansaba sobre la barandilla. Se levantó un fuerte vendaval que arremolinó una nube de nieve sobre el tejado. Pero fue como si el viento trajera la tranquilidad. Lennart giró la cabeza de nuevo y vio la luz de la ciudad. La nevada había amainado algo y pudo distinguir el castillo y las agujas de la catedral.
– Allí a lo lejos moriste, padre -profirió.
Al girar su cabeza un poco hacia el este pudo ver Almtuna, el barrio de su infancia. Casa tras casa, tejado tras tejado. La gente preparando la Navidad.
El miedo a la altura había desaparecido y fue reemplazado por una sensación de estar por encima de todo, de toda la cháchara y el escándalo. Hasta allí había llegado. Había sitios peores. Le resultaba ridículo estar tumbado bocabajo. Era como sí fuera un cobarde, como si se sometiera, como si alguien en cualquier momento pudiera poner un pie sobre su cuello. Se dio la vuelta, enderezó la espalda y se sentó. Se rió.
– Estoy sentado en el tejado -gritó a los cuatro vientos.
Se puso de pie, separó las piernas y se apoyó en la barandilla de seguridad, intentó defenderse del viento y gritó su odio sobre la ciudad que le había visto nacer, pero se tranquilizó de pronto. «Deja de gritar», pensó.
Debería haberle dicho esas palabras a Berit. Ella era la que podía transmitir algo, contarle a Justus que John y Lennart eran los hijos del chapista, que se habían reído juntos, que habían tenido momentos de felicidad. Ella podría sacar lo difícil, hablar sobre su hermana pequeña, quizá mostrar las fotografías.
Había matado a un desconocido y ahora estaba obligado a huir para siempre. Había fallado hasta en lo más elemental, la venganza. Escupió al viento. Pero había matado al que amenazaba a Berit. El frío le hizo temblar. ¿Debía regresar trepando a Berit y por una vez decir algo importante?
El viento soplaba sobre el caballete, se retorcía al pasar la chimenea y bramaba entre juntas y chapas.
– Hermanito -dijo, dio un paso tambaleante y cayó hacia delante. Se golpeó con violencia contra el tejado de ladrillo, sintió como algo se rompía en su rostro y luego se precipitó por el borde en un salto mortal.
Ola Haver estaba en la calle y lo vio caer. Oyó el grito y alargó instintivamente las manos para detener la caída libre. En ese mismo instante el cuerpo golpeó el suelo helado.
Las luces azules de los coches de policía se batían alrededor y había gente mirando en las ventanas al otro lado de la calle entre amarilis y estrellas de Navidad.
El suelo era blanco y la sangre de Lennart, roja. Durante unos instantes la calle estuvo en calma. Berglund se acercó al cuerpo, que descansaba inclinado en una postura antinatural, y se quitó la gorra.