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Lindell conducía despacio. Por un lado, no estaba acostumbrada al coche; por otro, la carretera estaba en malas condiciones. En el campo, el viento había empujado la nieve hasta formar duros taludes difíciles de sortear, y al entrar en el bosque el pavimento helado se tornó traicionero.

Llegó a la iglesia de Bälinge y supo que lo había conseguido. En el mapa de Haver había marcado la calle donde vivía Erki Karjalainen. Después de dar vueltas por las callecitas de la localidad densamente urbanizada llegó, al fin, a un callejón sin salida. Se vio obligada a dar la vuelta y comprobó que, a pesar del mapa, se había perdido.

Una creciente irritación le puso aún más nerviosa. Reconoció los síntomas. Una sensación de peligro le llegó furtivamente. Justus estaba a salvo, pero había otra cosa que lanzaba una sombra negra sobre ella. Supuso que se debía a que un asesino andaba suelto. De pronto comprendió que lo que le hacía sentirse más nerviosa de la cuenta era la preocupación por la situación de sus colegas. Ruben Sagander se hallaba en algún lugar ahí fuera en la oscuridad de diciembre. Había tomado prestada la munición de Agne para cazar conejos y quizá aún estaba armado. Haver y Berglund esperarían hasta que llegaran refuerzos, se pondrían los chalecos antibala y se acercarían a la casa de Sagander con sumo cuidado. Ella lo sabía, pero también que tanto la violencia como los violentos tenían su propia lógica.

Cuando por fin llegó a la casa de Karjalainen y se bajó del coche, se quedó quieta, prestando atención, como si pudiera captar los posibles ruidos en la zona de Börje, a diez kilómetros de distancia. Haver odiaba las armas, aún más tras los acontecimientos de Biskops Arnö, cuando abrió fuego sin motivo contra un asesino en serie, creyendo equivocadamente que este amenazaba a Lindell con una pistola. Esto ocasionó que Lindell también abriera fuego. El hombre resultó muerto.

Haver y Lindell nunca hablaron en serio de lo ocurrido. Ahora él se encontraba cerca de un posible asesino. Lindell, antes de abandonar a Agne Sagander, había preguntado a Haver si llevaba su arma encima. Había asentido con la cabeza, pero no había dicho nada. Lindell estaba convencida de que él también pensaba en el fatídico suceso en la casita de campo aquella noche de verano, tan cerca en el tiempo, pero oculto en algún lejano rincón de su recuerdo común.

Sacó el teléfono móvil y llamó a su casa. En esta ocasión fue su padre quien respondió, lo cual sorprendió y alegró a Lindell. Erik llevaba despierto una hora y su madre lo había tomado en brazos.

– Es un chico muy valiente -consideró su padre.

Lindell sonrió y finalizaron la llamada.

Erki Karjalainen abrió la puerta con una amplia sonrisa. La dejó entrar sin decir una sola palabra, gesto que ella apreció. No tenía fuerzas para entablar una conversación sobre lo agradable que era la Navidad.

Justus estaba sentado en la cocina. Junto a la cocina una mujer revolvía un guiso. Alzó la vista y sonrió. Olía bien. El chico la miró rápidamente y luego bajó la mirada. Ante él, en la mesa, había un plato y un vaso de leche.

Lindell se sentó enfrente. Erki se entretuvo un rato en la puerta antes de que él también tomara asiento a la mesa. La mujer apartó la olla, apagó la placa y abandonó la cocina. Erki la vio salir.

– Mi hermana -indicó.

Lindell asintió con la cabeza y miró a Justus. Este mantuvo la mirada.

– ¿Cómo estás?

– Bien.

– Qué bien que hayas aparecido. Estábamos preocupados por ti.

– No me había ido -replicó Justus obstinado.

– Tu madre no sabía dónde te habías metido.

Lindell pensaba que era difícil hablar con los adolescentes. No eran niños ni adultos. Siempre le daba la sensación de que elegía el nivel erróneo, o demasiado infantil o demasiado adulto. Habría necesitado la capacidad innata de Sammy para razonar con ellos.

Justus jugueteaba con el cuchillo sobre el plato. Parecía distraído, pero Lindell supuso que la procesión iba por dentro.

– ¿Has oído que se ha quemado el taller de Sagander? -preguntó en voz baja, y al mismo tiempo se inclinó acercándose al chico.

Este negó con la cabeza.

– Lo sabes -dijo Erki.

Justus le lanzó una rápida mirada. Lindell vio por un instante el miedo reflejado en sus ojos, como si temiera a Erki, pero, consciente de la estupidez de negar algo que acababa de contarle al viejo amigo de trabajo de su padre, cabeceó afirmativamente a Lindell.

– Cuéntame -pidió Lindell.

Justus empezó con parquedad, pero poco a poco la narración comenzó a manar de una manera fluida. Guardó silencio en mitad de una oración y miró a Lindell.

– Sagge es un idiota -propinó en tono agresivo.

– Ha elogiado mucho a tu padre.

– Lo despidió -insistió Justus-, entonces los elogios no valen nada.

– Es cierto -aceptó Lindell sonriendo-. Entonces los elogios no valen nada -repitió.

Cuando Justus finalizó su historia comprendió que el incendio había dejado a Erki sin trabajo. El miedo retornó a sus ojos y sollozó.

– No te preocupes -le dijo Erki como si hubiera leído los pensamientos del chico.

– ¿Qué quieres hacer ahora? -preguntó Lindell.

– No lo sé.

– ¿Vas a llamar a Berit y decirle dónde estás?

– ¿Iré a la cárcel?

– Tienes menos de quince años -aclaró Lindell-, así que no puedes ser condenado. Habrá algunos problemas, pero sabemos que tu padre ha muerto y que a causa de eso estás muy afectado.

– Una cosa más -señaló Erki con calma, y Lindell lo apreció aún más-. Justus tiene bastante dinero. ¿Quieres que se lo cuente yo?

El chico no dijo nada. Erki esperó un buen rato antes de proseguir.

– Ha llegado en taxi y me he preguntado de dónde salía todo ese dinero -comenzó, y se estiró tras una mochila que estaba apoyada contra la pared.

Lindell supuso lo que contenía, pero respiró hondo cuando Erki abrió la cremallera de la desgastada mochila y mostró gruesos fajos de billetes de quinientas coronas.

– ¿Cuánto hay ahí?

– No lo sé -respondió Erki, y depositó la mochila en el suelo-. No lo he contado, pero tiene que haber unos cuantos cientos de miles de coronas.

– No lo he cogido todo -dijo Justus en voz baja.

– ¿De dónde sale este dinero?

– Es de papá.

– ¿Desde cuándo?

– Íbamos a ir a África -explicó Justus a la defensiva-. Lo había juntado para que pudiéramos montar una granja de peces. Quizá en Burundi.

– ¿Sabes de dónde procede el dinero?

El chico negó con la cabeza.

– Yo lo sé -intervino Erki-. Del taller.

– Cuénteme -lo apremió Lindell.

Erki y Justus se miraron. Justus cambió de expresión. La mezcla de agresividad y pasividad fue reemplazada, poco a poco, por una expresión más relajada, y Lindell observó que Justus había heredado algunos de los tiernos rasgos de Johny. El muro defensivo que había levantado se derrumbó. Miró implorante a Erki. Este le tomó la mano, que desapareció por completo en la suya. Al trabajador del taller le faltaba medio dedo. Las miradas de Lindell y la suya se encontraron, y Lindell vio que se sentía conmovido.

– Quizá no lo sepa, pero era un experto en peces -explicó Erki-. Todos soñamos, ¿no es cierto? Nuestras vidas…

Lindell esperó la continuación, pero esta no se produjo.

– ¿Por qué sabe que el dinero venía del taller?

– Llevo mucho tiempo trabajando allí -sostuvo Erki-. Veo muchas cosas. Lo sabía.

Lindell abandonó el tema. Los detalles saldrían a la luz a su debido tiempo.

– ¿Berit estaba al tanto de la mochila?

Justus negó con la cabeza.

– No lo he cogido todo -indicó-. He dejado la mitad.

– ¿Dónde está?

– En el armario de casa.

– ¿Y ella no lo sabe?

– Únicamente lo sabíamos papá y yo.

– Vale -dijo Lindell-, comprendo.

Se dio la vuelta hacia Erki y preguntó si podía utilizar el cuarto de baño. El señaló hacia el recibidor. Lindell salió de la cocina y cerró la puerta tras de sí. Había un par de niños sentados en el suelo. Habían apilado todos los zapatos de la entrada hasta formar un montón. Lindell vislumbró sus botas debajo del todo. Desde otra habitación se oía música y risas alborotadas. Lindell tuvo la sensación de encontrarse en una visita de estudio a un hogar de clase media.

Una vez dentro del cuarto de baño sacó el teléfono móvil y llamó a Haver. Le dijo que Ruben Sagander no estaba en casa. Su mujer lo había esperado durante horas y también había intentado llamarlo al móvil, pero no había respondido.

– ¿Qué hacéis ahora? -preguntó Lindell.

– Hemos emitido una orden de búsqueda -señaló Haver- e intentamos adivinar adónde ha podido ir.

– Está armado -añadió Lindell.

– Lo sabemos -repuso Haver lacónico.

– ¿Es él?

– No estamos seguros, pero las huellas en la nieve parecen coincidir. Tiene una furgoneta roja y blanca, y estuvo en el Hospital Universitario el día que robaron el cuchillo.

– ¿Habéis preguntado por el cuchillo?

– Su mujer dice que tiene muchos cuchillos -explicó Haver-. Toda la casa está llena de armas y trofeos.

– ¿El motivo?

– Dinero, seguro -consideró Haver.

Reinó un momento de silencio antes de que Lindell se atreviera a decirlo.

– Siento lo que pasó.

– No tiene importancia -contestó Haver, pero Lindell notó que no se encontraba bien del todo.

– Tengo que irme a casa, con Erik -dijo ella-. Justus está con Erki y todavía no quiere volver a la suya. Creo que se puede quedar aquí un poco más.

Al final le contó lo del robo en el taller y el dinero de la mochila. Dudó de contárselo a su compañero. Sabía que acabaría saliendo a la luz, pero sintió que traicionaba a Justus y a Erki.

– Dinero -repitió Haver de nuevo.

– Ola, ten cuidado.

Lindell colgó el teléfono, cogió un poco de papel higiénico y se sonó. En el recibidor los niños cantaban con voces agudas una canción finlandesa. Marcó el número de Berit. Cuando ella respondió, Lindell tuvo que esforzarse por mantener a raya el sentimentalismo. Sabía el alivio que significaba para Berit la noticia de que Justus se encontraba bien.

– Gracias, Dios mío -susurró.

Lindell la podía ver frente a sí. Tragó y continuó.

– Una cosa más. En el armario del cuarto de Justus hay dinero, mucho dinero. Es de John. Ya te contaré más tarde cómo lo consiguió. No se trata solo de la ganancia al póquer, eso es todo lo que te puedo decir. Pasaré un momento para que podamos hablar, luego vendrán mis colegas.

– ¿Y Justus?

– Está en un sitio seguro. Dale un par de horas. Te prometo que se encuentra bien.

– ¿De qué dinero hablas?

– Me paso por ahí, ¿vale?


*****

Regresó a la cocina. El chico alzó la vista.

– Acabo de escuchar un concierto en finlandés -expuso Lindell en un tono distendido, e intentó esbozar una sonrisa.

– Son mis nietos -señaló Erki.

– ¿Se puede quedar Justus un rato? -preguntó ella.

Erki y Justus se miraron el uno al otro.

– Por supuesto -respondió Erki-. Luego llamaremos a Berit. Después lo llevaré a casa.

Lindell asintió con la cabeza.

– Ahora tengo que irme -indicó dudando-. Adiós, Justus. Hasta la vista.

Ella le lanzó una mirada a Erki. Este se levantó pausadamente de la mesa. Lindell salió retrocediendo de la cocina. El finlandés la siguió al recibidor.

– Una cosa más -dijo ella mientras revolvía el montón de zapatos.

Erki cerró la puerta de la cocina.

– Quiero… Sé que está mal, pero hay una cosa.

Lindell pescó una de sus botas. Se volvió hacia el hombre.

– Eso de los sueños -apuntó ella-. ¿No son los niños lo más importante?

Erki asintió con la cabeza.

– He pensado… Justus sueña con África.

Erki miró hacia la puerta de la cocina y se acercó a Lindell.

– África no es lo que él cree, pero ese era el sueño que tenía con Johny. ¿Qué pasará ahora con el chico?

Un grupo de niños salió corriendo del salón. Pararon en seco al ver a Lindell. Vieron la bota en su mano y el desorden de zapatos en el suelo. Erki dijo algo en finlandés y se retiraron de inmediato cerrando la puerta tras de sí.

– Quiero -retomó Lindell, ahora con una voz más tensa- que aparte cien mil coronas de la mochila. Escóndalas y cuando todo se haya calmado procure que el niño y Berit se vayan a África. ¿Entiende lo que quiero decir?

Erki asintió con la cabeza.

– Tiene que poder ver su África, aunque solo sea una semana -consideró Lindell.

– ¿Eso no está mal? -preguntó Erki.

Lindell movió negativamente la cabeza.

– Si esto saliera a la luz me echarían inmediatamente, pero a usted le gusta el chico.

Erki Karjalainen sonrió. Lindell notó su aliento a ponche navideño.

– Coja un taxi cuando vaya a casa de Berit -sugirió ella.

– ¿Y eso de robar? -le preguntó Erki-. ¿Qué pensará el chico?

– Dígale que John lo quiso así.

Erki se inclinó hacia delante y por un instante ella creyó que la abrazaría, pero únicamente la miró con intensidad, como si deseara controlar algo, como si deseara leer su firmeza en el rostro.

– ¿Pasarán usted y el niño solos la Navidad?

Lindell negó con la cabeza, se agachó y pescó la otra bota.

– Habíamos pensado invitar a Berit y a Justus -dijo Erki-, así que si quiere venir ya lo sabe.

Lindell miró a su alrededor, se sentó en un taburete y se concentró en ponerse las botas. Deseaba huir pero al mismo tiempo quedarse con la familia Karjalainen. Suspiró profundamente y se subió la cremallera de la bota.

– Mis padres han venido de visita -contó ella, y se permitió sonreírle-. Pero gracias, es muy amable.


*****

Lindell salió al frío helado con una gran sensación de nostalgia. Miró a su alrededor. Una nariz se pegó a una ventana y Lindell dijo adiós con la mano. La nariz desapareció.

Dejó el motor un rato en punto muerto, como solía hacer. Cuando metió la marcha supo el porqué: así había hecho siempre su padre con el camión de bebidas. Salía unos minutos antes de que tuviera que irse y encendía el motor, luego volvía a entrar y se bebía los últimos sorbos del café de la mañana antes de empezar su ronda.

Llamó a casa. Esta vez el tono de su madre era autoritario.

– Ven a casa ahora mismo -ordenó ella.

– Es que hay un niño que ha tenido problemas -se disculpó Ann.

– Tú también tienes un hijo -repuso su madre desabrida.

– No está en apuros -protestó Ann, pero su mala conciencia iba en aumento.

– Pero ¿dónde estás?

– ¿No me oyes? ¡Volveré dentro de un momento! Solo tengo que pasar a ver a una mujer en el centro.

Su madre colgó y Ann no se sorprendió. Sabía que era incapaz de mantener una discusión larga con su hija. La distancia se había agrandado.

Dejó a un lado los pensamientos sobre sus padres, como siempre hacía, y los desvió hacia el trabajo. ¿Había hecho bien pidiéndole a Erki que apartara cien mil coronas? Había dicho algo sobre la moral, pero el hecho era que el dinero era de John. Aun cuando las apuestas de la partida de póquer provinieran de dinero robado, la ganancia debía ser de John. Una vez restado el dinero del taller quizá quedaran mucho más de cien mil coronas y estas serían de Berit y Justus. De esa manera pensaba construir su muro protector moral interior.

Se sonrió a sí misma. Después de toquetear un rato los botones de la radio consiguió sintonizarla. La suave música se esparció por todo el interior y la transportó a otro viaje en coche, un día de verano de hacía muchos años, cuando iba hacia el sur para ver a sus padres.

En esa ocasión, la música, combinada con su propio desconcierto, la obligó a detenerse, dar media vuelta e ir por primera vez a casa de Edvard en Grasó.

En aquella ocasión era verano. Entonces tenía a Edvard. Ahora estaba en el crudo invierno. Apagó de pronto la radio, amargada consigo misma y con su triste destino, por su ineptitud para cuidar de sí.

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