17

Berglund llevaba una hora apostado en la parada de la plaza Vaksala del autobús número 9. Sostenía el carné de policía en una mano y una fotografía de John Jonsson en la otra. Tenía la sensación de haber preguntado a un centenar de pasajeros si conocían al hombre de la foto.

– ¿Este es al que asesinaron? -preguntó una mujer con curiosidad.

– ¿Lo reconoce?

– No me relaciono con esa gente -repuso ella.

Iba cargada con bolsas y paquetes, al igual que el resto. El ambiente era tenso. «La gente no parece contenta», pensó Berglund.

Era policía en Uppsala desde hacía muchos años. Esta era una misión rutinaria, una de muchas, pero nunca dejaba de sorprenderle la reacción de los ciudadanos. Ahora, mientras intentaba resolver un asesinato, congelado en la parada del autobús, haciendo horas extras cuando debía estar preparando la fiesta de Navidad con su mujer, encontraba, si no desgana, sí una actitud muy reservada.

Se acercó a un hombre mayor que se acababa de detener, dejaba en el suelo un puñado de bolsas y encendía un cigarrillo.

– Hola, soy Berglund, de la policía -dijo, y enseñó su placa-, ¿reconoce a esta persona?

El hombre dio una profunda calada y luego estudió la fotografía.

– Sí, claro, lo conozco desde hace mucho tiempo. Es el chaval del chapista.

Alzó la vista y lanzó una mirada inquisitiva a Berglund.

– ¿Tiene problemas con la justicia?

A Berglund le gustó la voz del hombre. «Un poco ronca, seguro que fuma mucho», pensó el policía. Y coincidía con su apariencia: un rostro sincero, curtido, de ojos claros.

– No, al contrario. Está muerto.

El hombre dejó caer el cigarrillo al suelo y lo pisó.

– Conocía a sus padres -contó-, Albin y Aina.

Berglund de pronto vislumbró un contexto. Se trataba de una sensación difusa que en realidad no tenía nada que ver con la resolución del asesinato. Tenía que ver más bien con la agradable voz del hombre y su carisma. Se ajustaba al contexto. A veces Berglund se fiaba de esas sensaciones. Si intentaba explicarlo solo encontraba palabras extravagantes, en desuso.

Supuso que el hombre había sido un obrero, quizá de la construcción. Su piel curtida delataba que había estado expuesto al sol, al frío y al viento durante muchos años. El dialecto lo delataba, así como su manera de vestir, el chaquetón y el elegante sombrero algo comido por las polillas, las manos de recias uñas. Parecía un hombre alto, bien aseado, aunque andaba un poco encorvado.

Si hablaran un rato el contexto se aclararía. A pesar de la diferencia de casi quince años, tendrían seguramente una serie de conocidos comunes, de experiencias y referencias compartidas.

Berglund sabía que resolver crímenes era una cuestión de patrones, así que en cierto modo el hombre y su contexto, su barrio, sus recuerdos, sus gestos y su lenguaje eran parte de la solución. Era como si nada fuera imposible; bastaba con tener la habilidad de encajar las piezas del puzzle de la ciudad.

– ¿Vive cerca de aquí?

El hombre hizo un movimiento con la cabeza.

– En la calle Marielundsgatan -dijo-, pero voy a ver al chaval. Vive en Salabackar.

– Yo estaré por aquí una hora más -indicó Berglund-, pero quizá podríamos vernos después y tomar un café.

El hombre dijo sí con la cabeza, como si fuera lo más normal del mundo que un policía te parara en la calle y luego te fueras a tomar café con él.

– Necesito aclarar unas cosas -explicó Berglund.

– Comprendo -asintió el hombre-. Me llamo Oskar Pettersson. Me encontrará en la guía, llámeme si necesita algo. Estaré en casa a las ocho. Solo voy a llevarle unos arenques y unas cuantas cosas al chaval.

Cogió las bolsas y subió al autobús que acababa de detenerse. Berglund lo contempló mientras tomaba asiento. No miró por la ventanilla, ¿por qué habría de hacerlo?


*****

Berglund aguantó hasta las siete. Algunos pasajeros creyeron reconocer a John, pero nadie podía dar información alguna, nadie lo había visto en la parada.

Regresó a la comisaría. Hacía frío y Berglund estaba congelado. Había telefoneado a casa para avisar de que trabajaría hasta tarde. Su mujer no se sorprendió.

Berglund no deseaba entrar en su despacho, así que se sirvió un café de la máquina automática y se dejó caer en un sillón desvencijado. Entraron algunos colegas uniformados. Hablaban de la Navidad. Berglund cogió su café y fue a ver al oficial de guardia. Hasta entonces no había ocurrido nada especial, pero tras beberse el café, cuando estaba a punto de irse, recibieron una llamada de emergencia. Se quedó un rato, escuchó como dirigían los coches hacia Sävja y comprendió que Fredriksson trabajaría hasta tarde.

– Agresión a una mujer -dijo el oficial de guardia.

Berglund salió a la oscuridad de diciembre.


*****

Oskar Pettersson vivía en un piso de tres habitaciones en la calle Marielundsgatan, una callecita del barrio de Almtuna. Berglund rechazó el café. Pettersson cogió una lata de cerveza y dos vasos y los puso sobre la mesa de la cocina. Había una radio encendida. El hombre escuchó un par de segundos, como si hubiera captado algo que le interesara, antes de apagarla con un movimiento reflexivo.

– Hoy en día solo escucho la Pl -informó-. Mis oídos no soportan otra cosa.

Berglund sirvió un poco de cerveza. Primero a sí mismo y luego al hombre sentado frente a él.

– Sí, conocía bien a Albin -comenzó de pronto-. Éramos parientes lejanos y, además, me lo encontraba en las obras de vez en cuando. Salíamos juntos cuando éramos jóvenes. Entonces la ciudad era pequeña.

– ¿Trabajaba en la construcción?

– Cemento -dijo sin pretensiones-. Sí.

Miró alrededor de la cocina.

– Ahora estoy viudo.

– ¿Desde hace mucho?

– En marzo hará tres años. Cáncer.

Le dio un trago a su cerveza.

– Fue a través de Eugen, el hermano de Aina, el tío de John, que empecé a relacionarme con Albin y Aina. Eugen y yo trabajamos juntos durante muchos años. Primero en Tysta Kalle y luego en Dios. Era un tipo alegre. Aina era más prudente. Albin también. Creo que los dos se querían. Me dio esa sensación. Nunca los oí pelearse. Albin era uno de los mejores chapistas del mercado. Murió, supongo que ya lo sabrá.

Berglund asintió con la cabeza.

– A veces me encontraba a John por la ciudad, sobre todo después de que pusiera un pie en el taller. De vez en cuando pienso en ello: ¿qué determina el carácter de las personas? Si se buscara en su herencia biológica no habría nada que indicara que Lennart y John fueran criminales.

«Gente decente.» Berglund recordó lo que Ottosson solía decir.

– Luego está el entorno -prosiguió el trabajador de la construcción, con la misma voz suave, pero potente, que Berglund había apreciado de inmediato-. Crecieron justo aquí al lado. También había manzanas podridas por aquí, pero la mayoría eran personas formales. ¿De dónde es usted?

Berglund se rió, sorprendido por el rápido cambio.

– Yo soy de Eriksberg, cuando todavía era zona agrícola. El viejo construyó allí su propia casa en los años cuarenta. Trabajaba en Ekeby.

Pettersson asintió.

– Él se ocupaba de los hornos y mi madre, de los niños. Mi padre solía trabajar de noche y dormir de día.

– Ahí lo tiene -dijo-. ¿Seguro que no quiere café?

– No, gracias. Cuénteme algo más de John.

– Creo que le cabreó mucho perder el trabajo. Me dijo en una ocasión que se sentía como si no valiera nada. Lo suyo era soldar. Había heredado la minuciosidad de Albin. Las personas tienen que tener un lugar en el que sentirse a gusto, es así de sencillo, ¿no cree?

– ¡Exacto! -exclamó Berglund-. ¿Se veían mucho?

– En realidad no, a veces en Obs. Suelo ir por ahí a comer y a hablar un poco con los demás viejos. Algunas veces nos tropezábamos por la ciudad y tomábamos un café. Creo que le gustaba hablar conmigo. Le gustaba hablar.

«Extraño -pensó Berglund-, es la primera vez que oigo decir a alguien que a John le gustara hablar.»

– Pero noté que tramaba algo.

– ¿Qué?

– Bueno, tenía sus peces, ¿lo sabía? Se me ocurrió que iba a hacer algo con los peces. Durante un tiempo fue muy activo en no sé qué tipo de asociación. Las hay para cualquier cosa.

– ¿A qué se refiere con «hacer algo»? ¿Una tienda, es eso?

– No, no lo sé, algo con el acuario. Tenía un sueño.

– Pero no le dijo nada más concreto, de qué se trataba.

– No, únicamente que tenía algo en mente.

– Cuando se encontraron, ¿hablaron de cómo estaban las cosas en casa?

– No mucho. Estaba muy apegado al chaval. ¿Conoció a un tal Sandberg que trabajaba en Ekeby? También trabajaba en los hornos. Un tipo gordo, algo irascible.

Berglund rió.

– Todos los que trabajan en los hornos se vuelven irascibles, forma parte de la profesión.

Los dos hombres se miraron y sonrieron.

– Debe de llevar muerto por lo menos cuarenta años -dijo Pettersson-, pero él conocía a mi viejo.

– ¿Cómo andaba John de dinero?

– No creo que pasara penurias. Siempre iba bien arreglado.

– ¿Bebía?

Pettersson negó con la cabeza.

– Joder, mire que morir de esa manera -soltó-. Todo el mundo registrando hasta la última arruga de tus calzoncillos. Imagínese que se pudiera prestar tanta atención a la gente mientras está viva.

Berglund se quedó hasta casi las diez. Oskar Pettersson lo acompañó al recibidor, pero regresó inmediatamente a la cocina. Berglund oyó como encendía la radio. Oraciones nocturnas.

– Me gusta escuchar las noticias, es lo último que hago.

Pettersson volvió al recibidor.

– Después leo un poco -explicó, mientras Berglund se anudaba las botas de invierno.

– Buenos zapatos -dijo Pettersson con aprobación-. Formo parte de un grupo de la Organización Nacional de Jubilados, nos reunimos una vez al mes para hablar de libros.

– ¿Qué está leyendo ahora?

– Un libro sobre la peste negra. He pensado en su hermano, Lennart, ¿cómo le va?

– Bueno -dijo Berglund dudando-, él es como es.

– En otras palabras, un desastre. Está hecho de otra pasta. Recuerdo el trabajo que Albin y Aina tenían con el chaval. Trabajó en Dios un par de años. Luego le cayó encima un radiador, o se cayó de un andamio, no recuerdo bien. De todas formas, salió malparado.

– Albin se cayó de un tejado -señaló Berglund.

– Es típico, bacía un trabajo para los académicos al otro lado del río.

– Gracias por la cerveza -dijo Berglund.

– Gracias a usted -respondió Oskar Pettersson, y le estrechó la mano-. Pase cuando quiera, así podremos resolver por qué uno se vuelve tan irascible en los hornos.


*****

Berglund caminó lentamente de vuelta a casa. Vivía a solo un kilómetro de distancia. «Fue aquí donde todo empezó -pensó-, en Almtuna.» Se quedó parado un rato junto a la tienda de antigüedades. Un Papá Noel electrificado relucía en el escaparate. El rígido rostro del Papá Noel, con las mejillas rojas, brillaba con cierto aspecto fantasmal, relucía como la cera.

La calle Ymergatan. El gigante Ymir de la mitología escandinava. Su hermano lo asesinó y su carne se transformó en tierra y de su sangre surgieron todas las aguas. Con su cráneo se creó el cielo y con sus cejas se construyeron murallas para proteger a los hombres de los gigantes. Midgard, el mundo de los hombres. «Ahí comenzó todo. Nuestra historia. Me pregunto si las personas de esta calle, hijos e hijas de Ask y Embía, la conocen -pensó Berglund-. Seguramente no.»

No recordaba toda la historia, pero lo suficiente para quedarse parado en el cruce un buen rato. Vislumbró algunos paseantes nocturnos. Un Volvo pasó lentamente; a Berglund se le ocurrió que tal vez fuera un colega en un coche camuflado.

Su mirada recorrió la calle Ymergatan. Allí, en alguna parte, se accidentó la hermana pequeña de John. «¿Qué determina el carácter de las personas?», había preguntado Oskar Pettersson. Los Jonsson eran una de las familias que vivían en Almtuna. Las desgracias habían llegado una tras otra. Ahora tres de ellos estaban muertos: la niña pequeña; Albin, el padre, y ahora también John, el hijo. Un accidente, un posible suicidio y un asesinato. Como si todas las muertes violentas de la calle, del barrio, se concentraran en una sola familla.

No era la primera vez que Berglund trataba con perjudicados. Formaban un grupo propio dentro de la sociedad. Familias predeterminadas a no tener una muerte apacible entre sábanas después de una larga vida, arrastradas a accidentes, infartos repentinos, rayos, incendios y violencia externa. Como si ellos cargaran con la cuota colectiva, expuestos a una especie de excepción en la estadística del promedio de posibilidades.

Una desgracia conduce a otra, así eran las cosas, Berglund lo sabía. Los imanes para las desgracias también existían en la literatura. Mientras vivían, pero sobre todo una vez muertos, se convertían en mitos, celebrados y censurados, pero también compadecidos.

La calle Ymergatan. Berglund experimentó durante medio minuto la belleza de la noche. La calle cubierta de nieve, donde la huella de una sola bicicleta corría como una senda hacia el país de los gigantes; los árboles doblados bajo el peso de la nieve, descansando, esperando; las ventanas, la mayor parte iluminadas con estrellas y candelabros de adviento; los grandes copos de nieve arremolinándose bajo el brillo de las farolas.

«Mi ciudad», pensó Berglund. Aunque había crecido al otro lado del río, Almtuna era una zona conocida, el símbolo mismo de la sociedad con la que soñó el joven auxiliar de Ekeby. La proximidad de la Navidad, una festividad que siempre le había gustado celebrar, el efecto reconciliador de la nieve y el encuentro con Oskar Pettersson consiguieron que la imagen de John y su familia se apartara de su cabeza y de la versión idílica que deseaba tener de su ciudad.

Fue un breve instante, él era un policía de la Brigada Criminal en medio de la investigación de un asesinato. Pero durante mucho tiempo recordaría la vista de la calle Ymergatan vestida de invierno.

Su ciudad. Oskar Pettersson había hablado de los académicos. Hacía mucho tiempo que Berglund no había escuchado esa palabra referida a la gente con estudios. Berglund sabía que existían dos ciudades, dos Uppsala: la de Oskar y la de los académicos. Ya no se hablaba tanto de ello, pero uno podía sentirlo. Hasta en la comisaría.

¿Hubiera sido mejor si Albin se hubiera caído del techo resbaladizo de una casa de HSB [6] en lugar de un edificio del mundo académico? Berglund comprendía a qué se refería el viejo. Era una cuestión de clases. La clase obrera, Oskar y Albin, siempre resbalaba del tejado de los ricos, de los académicos. Esa también había sido la opinión del joven asistente y Berglund la había heredado. Siempre había votado a los socialdemócratas. Ahora apenas se hablaba de política en clave de partidos en la Brigada Criminal, pero sabía que pertenecía a una minoría entre sus colegas. Berglund sabía que Ottosson votaba a los liberales, pero eso no era el resultado de un profundo convencimiento político, sino más bien falta de imaginación y la costumbre del poder. Cuando se trataba de analizar los fenómenos sociales, Berglund y Ottosson tenían opiniones coincidentes. Ottosson deseaba ser como la gente normal, y por eso los liberales le convencían. Ann Lindell era más difícil de catalogar; al parecer, no le interesaba la política. Riis era conservador, al igual que Ryde, el técnico forense. Rasbo-Nilsson era del partido de centro, sobre todo porque procedía del campo.

Berglund dejó de pensar en sus colegas. Era hora de volver a casa, pero no pudo evitar coger el móvil y llamar a Fredriksson para preguntar cómo iban las cosas por Sävja.

– Bien, gracias -respondió Allan Fredriksson.

Berglund notó su cansancio. Confiaba en que no chocara contra la famosa pared, como hizo años atrás.

– Hay una conexión entre la agresión de Sävja y John -continuó el colega-. El autor del delito era compañero de escuela de la mujer, al igual que John Jonsson.

– ¿Está detenido?

– Lo estamos buscando.

– ¿Cómo se llama?

– Vincent Hahn. Vive en Sävja, pero no está en casa. Está bastante mal de la cabeza.

– ¿Físicamente?

– Las dos cosas, creo.

– ¿Necesitas ayuda?

Berglund quería irse a casa, pero no pudo dejar de preguntar.

– Gracias por preguntar, pero no hace falta -dijo Fredriksson.

Finalizaron la conversación y Berglund sintió una penetrante sensación de inquietud. ¿Se enfrentaban a un loco obsesionado con los antiguos alumnos de la escuela de Vaksala?

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