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El barman lo miró sin interés mientras secaba unos vasos. Lennart le dio un trago a su cerveza y echó un vistazo al local. Uno de los juristas más conocidos de la ciudad estaba sentado solo, en una mesa junto a la ventana. Lennart lo había conocido en alguna vista oral, no podía recordar en cuál de ellas. Ahora el abogado realizaba su propia defensa con un whisky triple. Seguramente no era el primero, pues hablaba consigo mismo con el rostro apoyado en su mano izquierda mientras que con la derecha agarraba el vaso con crispación.

– Bueno -dijo Lennart, y se volvió de nuevo hacía el hombre detrás de la barra. Era consciente del desinterés que le mostraba, pero justo ahora no tenía tiempo que perder.

– Hace tiempo que no viene por aquí -apuntó el barman.

– ¿Cuánto?

– No recuerdo.

– ¿Dónde lo puedo encontrar?

El barman pareció sopesar por un lado qué problemas tendría si continuaba con su rol pasivo ante el preguntón, y por otro qué le haría Mossa si revelaba lo que sabía. Eligió la variante más cómoda.

– Inténtalo en el Kroken -soltó a modo de test, para comprobar lo iniciado que estaba el visitante.

El Kroken era un club de juego ilegal situado en un sótano del centro de la ciudad. Oficialmente el local pertenecía a una empresa de importación de juguetes del sudeste asiático y de toallas del Báltico, pero esa actividad se limitaba a un texto escrito a mano en la puerta -POS Import- y una docena de cajas con armas de fuego de juguete apiladas a lo largo de una pared.

– Nunca va por el Kroken -repuso Lennart.

Se abismó en la cerveza para darle al barman una oportunidad más. Si venía con otra propuesta estúpida, se iba a enterar.

El abogado sentado a la mesa junto a la ventana se incorporó con piernas inestables, lanzó un billete de quinientas coronas sobre la mesa y se encaminó con esforzado descuido hacia la puerta. El barman se apresuró y agarró el billete, y al mismo tiempo recogió el vaso de la mesa.

Lennart pensó en Mossa. ¿Dónde podría estar? Hacía un par de semanas que no lo veía. Mossa repartía su tiempo entre Estocolmo y Uppsala, y viajaba de vez en cuando hasta Dinamarca. Lennart sospechaba que no era el juego lo que lo llevaba a Copenhague. Se rumoreaba que estaba relacionado con las drogas, pero Lennart no creía que el iraní fuera tan estúpido de hacer pequeños negocios de drogas.

Mossa era un jugador conocido por su precaución. No había tenido problemas con la justicia durante los últimos años. No se debía a que actuara dentro de los límites de la legalidad, sino más bien a su habilidad. Tenía reputación de ser inaccesible tanto para la policía como para el fiscal.

Lennart lo conocía desde hacía unos diez años. Sabía que John a veces jugaba con Mossa y que este apreciaba al hombréenlo silencioso. John no solía apostar grandes sumas y nunca lo hacía en las partidas calientes de verdad, pero le gustaba tenerlo enfrente cuando se trataba de partidas pequeñas, en ese agradable intermedio donde el dinero no era lo más importante.

Mossa nunca jugaba en clubes, excepto a la ruleta en alguna ocasión, pero cuando se trataba de jugar a las cartas se atenía a las reuniones privadas.

Lennart había acudido un par de veces, pero no tenía el dinero ni la paciencia requeridos.

– He oído decir que está en Estocolmo -contó el barman-, pero que regresará a la ciudad en Navidad. Su madre vive aquí.

«Esto ya es otra cosa», pensó Lennart. Sabía dónde vivía la madre, pero visitarla y preguntar por el hijo no era una buena idea. Mossa se pondría furioso. Pero había otras maneras.

– Gracias por la ayuda -contestó, y dejó un billete de cien coronas sobre el mostrador.


*****

Salió a la calle Kungsgatan y siguió por la Sankt Persgatan hacia el este. Se detuvo junto al Ejército de Salvación y encendió un cigarrillo; observó el edificio donde una vez se disfrazó de lobezno. Sucedió durante la fiesta de Pascua y pudo comer todos los huevos que quiso. Fue Bengt-Ove, uno de los hijos del vecino, quien lo atrajo.

En otra ocasión, mucho después, entró a trompicones en el Ejército con unas copas de más. Bengt-Ove lo recibió en el vestíbulo. Seguía allí desde el tiempo de los lobeznos. Se miraron durante unos segundos y luego Lennart se dio la vuelta sin decir ni una sola palabra.

Aquella vez sintió vergüenza. Vergüenza de su embriaguez y su estado desastrado. Cada vez que pasaba cerca del templo resurgía la vergüenza. En realidad Bengt-Ove no tuvo la culpa. Seguro que no se lo habría reprochado, ni le habría censurado por la vida que llevaba, su mal olor y su ropa estropeada, su aliento a alcohol y su habla pastosa. En aquella ocasión se encontraba mal y a través de la niebla del alcohol recordó la fiesta de Pascua de los lobeznos de muchos años atrás, como si él formara parte del lugar a causa de aquella única visita de hacía treinta años.

Lennart jugaba, a veces, con la idea de que debió quedarse. Tenía amigos que se habían redimido y habían dejado tras de sí la criminalidad y el alcohol. ¿Hubiera sido él capaz de superarlo? No lo creía, pero la visita al Ejército de Salvación le despertó la idea de otra vida. No quería reconocerlo, pero en lo más profundo de su ser consideraba la rápida visita como una oportunidad perdida. Era, sin duda, una reconstrucción posterior de los hechos, como tantas otras, pero era un pensamiento bonito, sobre todo en los momentos de mayor angustia.

No le echaba la culpa a nadie. Antes lo hacía, pero ahora su visión del mundo se había aclarado tanto que sabía que únicamente dependía de sí mismo. ¿De qué valía proclamar las injusticias? Él tuvo su oportunidad. Se encontró con los ojos de Bengt-Ove y allí vio que podía haberla aprovechado, pero siguió su camino.

Entonces era invierno, como ahora, pero el Ejército de Salvación estaba en silencio y sumido en la oscuridad. Lennart se largó.

La lista de nombres estaba en el bolsillo interior de su chaqueta. Había tachado tres. Quedaban cinco personas por contactar. No pensaba dejarlo hasta que tuviera cercado al asesino. Sus ocho seguidores lo ayudarían.

Decidió ir a casa de Micke. No habían hablado desde el asesinato. Sabía que la policía lo había interrogado. Quizá sabía alguna cosa.

Micke Andersson estaba a punto de irse a la Los últimos días lo habían agotado, pero el sueño se negaba a aparecer.

– Ah, eres tú.

Sentía antipatía por Lennart, pero era hermano de John.

– Siento lo de John -añadió.

Lennart entró en el apartamento sin pronunciar ni una sola palabra, de esa manera tan descarada que Micke detestaba.

– ¿Tienes una cerveza?

Micke se sorprendió de que preguntara siquiera. La mayoría de las veces simplemente iba a la nevera y cogía lo que necesitaba.

– He oído que la pasma ha hablado contigo -dijo Lennart, y tiró de la anilla de la lata de cerveza.

Micke asintió y se sentó a la mesa de la cocina.

– ¿Qué dijeron?

– Me preguntaron por John. Estuvo aquí el mismo día que lo mataron.

– ¿Sí? Nadie me lo había dicho.

– Sí, estuvo por la tarde.

– ¿Qué hacía por aquí?

– ¿Tú qué crees?

El cansancio volvía susceptible a Micke.

– ¿Qué dijo?

– Hablamos como siempre.

– ¿De qué?

Comprendió que Lennart deseaba saber e intentó recrear la imagen de John vivo; si no desenfadado, por lo menos bastante contento, con sus bolsas de alcohol en las manos y una familia esperándolo.

– ¿No dijo nada?

– ¿De qué?

– De alguna mierda, ya sabes a lo que me refiero.

Micke se puso en pie y fue a buscar una cerveza.

– No dijo nada raro.

– Piénsalo.

– ¿Crees que no lo he pensado? Lo he estado pensando cada jodido segundo.

Lennart observó al amigo de su hermano como si sopesara su declaración, le dio un trago a su cerveza sin quitarle la mirada de encima.

– Deja de mirarme -dijo Micke.

– ¿Estabais metidos en alguna mierda?

– ¡Corta el rollo!

– Los caballos y esa mierda en la que estabais metidos -soltó Lennart, que nunca o rara vez había formado parte de las empresas de juego que creaban y disolvían. Sobre todo porque nadie confiaba en su capacidad de pago.

– Nada -aseguró Micke en un tono que pretendía ser definitivo, pero Lennart pudo intuir cierta inseguridad en su voz, una mirada que revoloteó una décima de segundo.

– ¿Estás completamente seguro? -preguntó Lennart-. Se trata de mi único hermano.

– Y se trata de mi mejor amigo -respondió Micke.

– Pobre de ti, como te atrevas a mentirme.

– ¿Querías algo más? Tengo que sobar.

Lennart cambió de tono.

– ¿Vendrás al entierro? -preguntó.

– Claro.

– ¿Puedes entenderlo?

Los ojos de Lennart y la mirada que dirigió a la mesa, como si esperase distinguir en la desgastada superficie de formica alguna explicación a la muerte de su hermano, revelaban la magnitud de su desesperación.

Micke alargó su brazo por encima de la mesa y posó su mano sobre el brazo de Lennart. Este levantó la mirada y donde Micke antes solo había visto llanto de borracho brillaban auténticas lágrimas.

– No -contestó Micke afónico-, no entiendo que esto le haya pasado a John.

– Que le haya pasado a John -repitió Lennart como un eco-. Yo también lo he pensado. Habiendo tanta gentuza.

– Vete a casa e intenta dormir un poco. Pareces agotado.

– No me rendiré hasta que lo machaque.

Micke se sintió indeciso. No deseaba oír la palabrería de Lennart sobre la venganza, pero al mismo tiempo no quería quedarse solo. El cansancio había cedido y comprendió que sería una noche muy larga. Reconoció los síntomas. Durante años había padecido de insomnio. Había períodos en los que se encontraba mejor y caía en un letargo profundo, sin sueños, cercano al desmayo. Era un regalo. Pero luego retornaban las noches de vigilia con las heridas abiertas. Esto es lo que sentía: que unas heridas ardientes devastaban sus entrañas.

– ¿Qué ha dicho Aina?

– No creo que lo haya asimilado todavía -dijo Lennart-. Empieza a estar un poco ida y esto la destrozará. Tras la muerte de Margareta, John era su favorito.

La hermana de John y Lennart había muerto en 1968, atropellada por un camión de bebidas junto al Konsum de la calle Väderkvarnsgatan. Era un asunto del que los hermanos nunca hablaban. Su nombre nunca se pronunciaba. Retiraron las fotografías en las que ella aparecía.

Había gente que pensaba que Aina y Albin nunca se repusieron de la pérdida de su hija. Algunos apuntaban a que Albin se había suicidado cuando se resbaló del tejado en Skytteanum esa mañana de abril a comienzo de los años setenta. Otros, sobre todo sus compañeros de taller, sostenían que se había descuidado con el arnés y no lo había asegurado correctamente a la chapa resbaladiza.

Albin nunca se habría suicidado, y si se le hubiera ocurrido quitarse la vida nunca lo habría hecho en horas de trabajo, desde un tejado, un tejado de chapa. Pero la incertidumbre planeó sobre la familia, que incluso después de la muerte de Albin era conocida como la del chapista.

– Pero no he hablado mucho con ella -reconoció Lennart.

Se puso en pie y Micke pensó que lo hacía para coger otra cerveza de la nevera, pero, en cambio, se acercó a la ventana.

– ¿Viste a mi hermano cuando se fue? Me refiero a si miraste por la ventana.

– No -dijo Micke-, me quedé en el sofá mirando Jeopardy.

– ¿Te acuerdas de Teodor?

– ¿Te refieres al Teodor de cuando éramos pequeños? Claro.

– A veces pienso en él. Se ocupó de John y de mí después de que el viejo muriera, nos consiguió trabajo.

– ¿Te acuerdas de cuando jugábamos a las canicas? -inquirió Micke, y sonrió-. Era un fenómeno.

– El que mejor le caía era John.

– Bueno, ayudaba a todo el mundo.

– Sobre todo a John.

– Sería porque era el más pequeño -sostuvo Micke.

– Imagínate que hubiéramos tenido profesores como Teodor -lanzó Lennart.

Micke se preguntó qué le había hecho trasladarse tan atrás en el tiempo. Al parecer, la muerte de John hacía que Lennart repasara la infancia común de los hermanos en Almtuna y para intercambiar recuerdos no había nadie más apropiado que Micke. Este comprendió que Lennart necesitaba recordar la seguridad de su primera infancia. Él mismo no tenía nada en contra de recordar los patios repletos de niños, los juegos, los partidos de bandy sobre el hielo de Fålhagen y el atletismo en Osterängen.

Esa era la vida que habían tenido, eso era lo que Micke sentía muchas veces, y sospechaba que eso era aún más válido para Lennart. Tras la infancia, comenzando por la escuela de Vaksala, institución de tormento, casi todo fueron putadas.

A Lennart le pusieron en una clase de refuerzo -tenía dificultad para seguir las explicaciones-, donde cayó en las garras de Cara de Piedra, cuyas explicaciones no eran muy difíciles de seguir. Se trataba sobre todo de jugar al ping-pong. Lennart era un especialista después de todos los partidos con Teodor en el cuarto de calderas. Tan bueno que le ganaba a Cara de Piedra un partido tras otro.

Mientras que Teodor les había entreabierto la puerta a la vida adulta con todo el registro de sentimientos emotivos del que el portero era capaz, el despiadado Cara de Piedra golpeaba con violencia su filosofía de la vida en los alumnos.

Entonces Lennart dejó de acudir a clase. Hacía novillos. O devolvía el golpe. En cuarto de secundaria ya casi no aparecía por la escuela. Esta no le había proporcionado nada más que un deficiente conocimiento de leer y escribir. De historia no sabía nada, las matemáticas le cabreaban y se escapaba de los trabajos manuales.

El salón de billar de Sivia, el restaurante Lucullus, que fue el primero de la ciudad en introducir la pizza, y La Colina eran las alternativas que Lennart encontró. Robaba para vivir, para poder jugar al billar y al pinball, para comprar cigarrillos y refrescos. Robaba para impresionar y pegaba para asustar. Parecía razonar que si no era querido sería odiado.

No acusaba a nadie, no le echaba la culpa a nada ni a nadie, pero en lo más profundo de su ser anidaba un odio contra los profesores y el resto de adultos. En casa, Albin tartamudeaba sus reprimendas. Aina se ponía «nerviosa», muchas veces no podía cuidar de sí misma, aún menos del cabezón de su hijo. Aina encontraba consuelo en el pequeño, John, al que, sin embargo, vio seguir los pasos cada vez más salvajes del hermano mayor.

– John era travieso -dijo Micke. Oyó lo ridícula que sonó la palabra al pronunciarla.

– Oye -replicó Lennart, y se sentó de nuevo a la mesa-, hay una cosa en la que he estado pensando. ¿Tenía mi hermano otra tía?

Micke lo miró incrédulo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que si tenía una amante?

– Yo qué sé, quizá te dijo algo a ti.

– No, nunca lo oí hablar de otra chica. ¿No lo entiendes? Adoraba a Berit.

– Sí, claro. Únicamente le era infiel con los cíclidos.

– ¿Qué pasará con sus peces?

– Justus continuará -expuso Lennart.

Micke pensó en el hijo de John, el niño de papá. Podía ver en Justus al John parco en palabras y con una mirada difícil de atrapar. Era como si el chico descubriera las intenciones de la persona con la que hablaba. Muchas veces Micke se había sentido inferior, como si Justus no se dignara a cargar su cerebro con su charla, menos aún a responder.

Aunque conocía a John desde que eran niños, al recapacitar veía que él también había tenido esa actitud. También se podía considerar a John arrogante y testarudo, reacio a comprometerse. Seguramente, esa fue la razón de que Sagge y John nunca se llevaran bien del todo, a pesar de que John era un diestro artesano.

Era solo en la convivencia con los más allegados, y en especial con Berit, cuando John mostraba algo de sí mismo, alzaba la visera y mostraba un lado repleto de consideración y un humor ácido que se tardaba un rato en comprender.

– Si hay alguien que debe ocuparse de ellos tiene que ser el chaval -coincidió Micke.

Tenía ganas de tomarse una cerveza, pero sabía que si abría una lata Lennart haría lo mismo. Y no solo una. Corría el riesgo de que vaciara la nevera.

El reloj casi marcaba la medianoche y Lennart no mostraba indicios de querer irse a casa. Micke se puso fatigosamente en pie. El día siguiente también sería ajetreado.

– Joder, mira que nevar antes de Navidad -dijo, y fue a buscar un par de cervezas.

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