En la comisaría reinaba el duelo. Algunos lloraban, otros se dominaban y apenas hablaban. No podían apartar la mancha de sangre en la calle Svartbäcksgatan de sus retinas. Sus pensamientos volaban sin cesar de la mujer de Jan-Erik a sus hijos y se mezclaban con afiladas reflexiones: «Podía haber sido yo». Nadie lo mencionaba -hubiera resultado una falta de compañerismo hacia un colega respetado-, pero el pensamiento estaba ahí, impronunciado, estrechando los lazos de afinidad. Incluso las palabras del comisario jefe resultaron sinceras en la corta reunión.
Su voz, un poco astillada, que por lo general sonaba falta de inspiración, hizo que los colegas lo mirasen con otros ojos. Habló en voz baja y sin grandes ademanes, y abandonó inesperadamente el podio con pasos pesados. Se extendió un silencio paralizador. Un hombre de mediana edad, cuyo rostro resultaba familiar a muchos, subió al estrado.
Era el sacerdote del hospital, que cuando llegó la noticia de la muerte se encontraba en la comisaría, ocupado en un asunto privado. Al comprender lo que había ocurrido se demoró. Liselotte Rask, la responsable de comunicación, que lo conocía desde hacía tiempo, le pidió que se quedara hasta que crearan el grupo de crisis.
Ola Haver escuchó sus palabras, dejando que penetraran en su aturdido cerebro. Fredriksson estaba sentado a su lado con la cabeza inclinada, como si rezara.
Había sido el primero en llegar a casa de Gunilla Karlsson, por lo que había pasado informalmente a dirigir de forma automática la búsqueda de Vincent Hahn. Ahora Hahn estaba detenido, pero a qué precio.
Fredriksson había bajado a los calabozos para estudiar al doble asesino. Deseaba verlo. Lo que vio lo enfureció. Vincent estaba sentado bebiendo té y comiendo un sandwich de queso. Le pareció mal, improcedente, casi indecente.
El guardia del calabozo estaba a su lado y Fredriksson estuvo a punto de abroncarlo, pero se contuvo.
¿Vincent Hahn tenía algo que ver con la muerte de Johny? Había una conexión entre ellos, ya que habían crecido en el mismo barrio y habían ido a la misma escuela. El cuchillo ocupó sus pensamientos. ¿Podrían ligar a Vincent con el cuchillo que encontraron en poder del gamberro que aseguraba haberlo robado en el Hospital Universitario?
Sammy Nilsson bajó inmediatamente a ver a Vincent y le preguntó si conocía a Johny. Vincent sonrió mientras asentía con la cabeza.
– Él también ha muerto -dijo esbozando una sonrisa.
– ¿Fuiste tú?
– Murió apuñalado -respondió Hahn.
Luego guardó silencio, a pesar de que Sammy Nilsson lo zarandeó, lo levantó del catre y repitió la pregunta. El guardia del calabozo tuvo que echarlo. El guardia se lo contó a Fredriksson.
– A veces le da por reír -contó el guardia-. Creo que está totalmente pirado.
Fredriksson le había pedido al guardia que lo llamara inmediatamente si Hahn mostraba señales de querer hablar.
Después de la reunión Haver encendió el móvil. Tras unos segundos sonó la señal de un mensaje entrante. Era de Rebecka. Oyó que se esforzaba por poner una voz normal. Le pedía que la llamara.
Telefoneó y Rebecka contestó al instante.
– ¡Oh, Dios mío! -empezó-. Gracias a Dios.
– ¿Qué pasa?
– Lo he oído en la radio -continuó Rebecka.
– Era un colega de Seguridad Ciudadana, no creo que lo conozcas.
– ¿Tiene mujer e hijos?
– Sí, una niña y un niño. Ocho y cuatro años.
– Vaya putada -dijo Rebecka, que rara vez maldecía.
– Tengo que irme -cortó él.
– Oye, Ola, ¿tendrás cuidado, verdad?
– Claro, ya lo sabes.
– Me gustaría… -comenzó Rebecka con tacto, pero Haver la interrumpió.
– Tengo que irme. Hasta luego -dijo Haver.
Finalizó la llamada con sentimientos enfrentados. Estaba conmovido por su preocupación, pero también irritado. Habían tenido una gran pelea cuando al fin llegó a casa la noche anterior. Se la encontró sentada a la mesa de la cocina en silencio. Le lanzó una mirada gélida. Frente a ella había una copa y una botella de vino tinto. Haver constató que se había bebido media botella. Al entrar en la cocina el infierno se desató. Rebecka dijo que le había irritado que Ann Lindell no se presentara cuando llamó, pero Haver comprendió que esa no era la razón principal de su cólera.
Se hizo tarde antes de que se acostaran y él permaneció despierto durante mucho tiempo. Rebecka se estuvo moviendo intranquila en la cama, suspirando y arreglando la almohada. Reinó un sordo silencio. Se habían dicho tantas cosas. Había quedado tanto por decir. A las dos y media se levantó en silencio y se sentó durante un rato en la cocina. La botella de vino se encontraba aún sobre la mesa. Rebecka no era así, ella solía recoger las cosas. Haver se sirvió media copa. Debía dormir. Debía amar a su mujer, hacerle el amor, pero comprendió que primero debían empezar a hablar.
Haver tecleó en el móvil el número de la casa de Lindell. El contestador saltó después de cuatro tonos. El intento de llamarla al número de móvil produjo el mismo resultado. Dejó un corto mensaje pidiéndole que lo llamara.
¿Por qué había llamado? ¿Y por qué ella aún no había contestado? No era normal que estuviera ilocalizable. Su llamada la noche anterior debía de estar relacionada con el trabajo. Ella nunca lo llamaría a casa para hablar de lo que había pasado entre ellos. ¿Y qué era en realidad lo que había pasado?
Haver siguió razonando. Su irritación creció. Le embargó la sensación de que todo pasaba demasiado tarde. La misma sensación que le había acompañado en la oscuridad de la noche: había ido demasiado lejos, tanto en el trabajo como en casa. Se había adormilado, había soñado. Una mujer estaba inclinada sobre él y repetía las palabras: «¿Por qué murió mi hijo?». Una y otra vez. Haver intentaba responder, pero no podía emitir sonido alguno. Sentado, indefenso, y escuchando las jeremiadas de la mujer enlutada, encadenado a una silla de su despacho. Entonces se despertó sudando de angustia. Rebecka estaba dormida. Su respiración se oía armónica y uniforme, y él había deseado poder deslizarse por su cuerpo. Se adormiló de nuevo y la pesadilla volvió.
Después de la reunión, cada uno regresó a sus tareas. Haver estaba indeciso. Ottosson había convocado una reunión diez minutos más tarde. El fiscal Fritzén también asistiría. Volvió a llamar al número de casa de Ann y también dejó un mensaje ahí. Después se fue al cuarto de baño y lloró.
Ottosson comenzó por lo que todos sabían: habló de Jan-Erik, de lo desprotegidos que estaban, pero también de todas las flores y los telegramas que llegaban sin cesar.
Era como si el hecho de que se acercara la Navidad hiciera que la gente estuviera más dispuesta a mostrar su simpatía. Liselotte Rask hizo un trabajo fantástico, comunicó Ottosson. Se mantuvo como una roca en el vestíbulo, recibiendo a todos con una mirada y unas palabras que consiguieron que hasta los periodistas más impertinentes guardaran silencio.
Entonces el jefe de la unidad cambió el enfoque.
– Ahora podemos imaginar cómo se sentía Berit Jonsson -dijo, y por lo menos el fiscal se sobresaltó con sus palabras, pero Ottosson continuó incansable-: La muerte nos afecta a todos, eso es lo único seguro en la vida. Morir a manos de otro, independientemente de que sea un ladrón en un vertedero o un policía al servicio de la comunidad, puede ser lo mismo. No hay diferencias entre el dolor para los supervivientes.
Haver se preguntó qué clase de relación había tenido, en realidad, Ottosson con Johny. No nombró a Vivian Molin, estrangulada y metida a patadas debajo de la cama.
– Es cierto -interrumpió Berglund, y todos los ojos se fijaron en el veterano, que rara vez dejaba oír su voz en las reuniones. Dudó antes de proseguir-. Sencillamente tenemos que ser mejores -continuó-. Todos nosotros. Nadie necesita morir como Jan-Erik, Vivian Molin o Johny; estamos de acuerdo en eso. Nosotros creamos a los asesinos.
Las palabras cayeron como una bofetada. Ottosson arqueó las cejas. Fritzén parecía sorprendido.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó el fiscal-. No creo que sea el momento oportuno de venir con teorías caseras sobre el peso de la culpa y la incapacidad de la sociedad.
– Siempre es una buena oportunidad -insistió Berglund, ahora con un tono más tranquilo-. Es nuestro trabajo y nuestra responsabilidad el preguntarnos constantemente qué podríamos haber hecho para evitarlo.
El fiscal intentó interrumpirlo de nuevo, pero entonces Lundin carraspeó.
– Quiero oír lo que Berglund tiene que decir -sostuvo.
– Estuve otra vez en casa de Oskar Pettersson en la calle Marielundsgatan, el que conocía a Johny y a sus padres. Es una persona inteligente -contó Berglund, y miró a Fritzén-. Hablamos el mismo idioma. La mayor parte de vosotros venís de fuera, aunque la cuestión es parecida en toda Suecia; pero vosotros, además, sois muy jóvenes. Hay una cultura al margen de las escuelas y las universidades. Oskar Pettersson representa una de ellas. Creo que en el barrio donde Johny creció en un tiempo hubo una cultura que se resistía ante la locura de hoy en día. Claro que también había robos en los años cincuenta y sesenta, pero también había una resistencia que hoy no existe.
– ¿Qué clase de resistencia? -preguntó Sammy.
– Por un lado, la de la gente normal y, por otro, la de los dirigentes.
– Suecia ya no es lo que era -dijo Riis-, ha venido cantidad de gente de otros lugares. Es normal que haya jaleo.
Berglund volvió la cabeza y observó a Riis.
– Ya sé que no te gustan los inmigrantes, pero tanto Johny como Vincent Hahn son productos del país. Creo que la soledad destroza a las personas. Hay tal desfase entre los sueños y las posibilidades que la gente se estropea. ¿En qué soñábamos?, ¿en qué soñaba Oskar Pettersson?
El silencio se volvió ensordecedor. Pocas veces, o nunca, se planteaban esas preguntas. El fondo era negro: tres litros de sangre en la calle, un colega muerto. Berglund sintió que no estaba capacitado para formular lo que sentía en su interior, lo que había experimentado en casa del viejo cementero. Fue algo en la historia de los trabajadores de los hornos de los Talleres Ekeby. Fue en ese punto en el que los pensamientos tomaron fuerza, pensamientos que se fortalecieron durante el paseo de vuelta a casa. Durante la última visita, Pettersson se acordó más de Johny y su familia. Repleto de historias, el jubilado trabajador de la construcción describió la sociedad como una utopía hundida. Berglund sobre todo había escuchado. Había algo en la conversación de Pettersson que le hizo ampliar sus razonamientos más allá de lo cotidiano. La conversación iba hacia atrás y hacia delante en el tiempo. Aparecían contextos inactivos, ocultos, pero no obstante muy conocidos. Deseó conservar los pensamientos, profundizar en ellos y perfeccionarlos, pero comprendió sus limitaciones.
– No se trata de los cabezas negras -protestó Riis enfurruñado.
– Lo que dices tiene un punto -dijo Sammy Nilsson-. Yo he sentido lo mismo. No creo que se trate de una cuestión de edad, ni siquiera de una cuestión de grupos sociales.
– Ahora me parece que estamos desvariando -observó el fiscal.
– Alto ahí -aseveró Ottosson, y miró a Fritzén-, tenemos que poder hablar. Somos policías, no reservistas con resaca haciendo guardia fuera de un superfluo depósito móvil en el bosque.
No estaba muy claro de dónde había sacado Ottosson su símil, pero a la mayoría le gustó lo que dijo. Hasta Riis esbozó una mueca.
– Mirad a los chavales de Gottsunda o Stenhagen -continuó Sammy-. Lo perdidos que están. Cada vez dudo más de mi elección laboral. Quizá debería ser entrenador de boxeo o algo parecido. Entrar en la lucha cuerpo a cuerpo como esos del UIF, que hacen un trabajo increíble con chavales que tienen apellidos que nadie sabe deletrear. Sería mejor desde el punto de vista socioeconómico. Los políticos dan la tabarra con el desempleo y la segregación, pero no hacen nada, viven en su mundo.
– Así son las cosas -retomó Berglund-. No viven allí, no conocen a ningún inmigrante, están asustados. Luego, cuando todo explota, nos envían a nosotros.
Fritzén hizo ademán de levantarse, pero volvió a hundirse en la silla.
– Esto suena como un mitin de izquierdas de los años setenta -afirmó.
– ¿Estuviste en alguno? -preguntó Ottosson.
– Prefiero no tener nada que ver -comentó el fiscal, y aquí surgió un abismo que todos en la habitación comprendieron que sería difícil de superar. Tenían buena experiencia con Fritzén, pero ahora entraba un nuevo factor en juego: la política. No la riña partidista, sino las cuestiones fundamentales sobre el contexto.
– Tendremos que hablar más sobre esto -dijo el jefe de la unidad en un intento por rematar de una forma adecuada-, pero ahora vamos a ocuparnos de los datos relevantes. Propongo que Haver y Beatrice interroguen a Hahn. Parece estar en una condición muy precaria y tendremos que avisar a un médico. Ola, ¿te puedes ocupar de eso?
Haver asintió con la cabeza.
– He hablado con Liselotte -prosiguió Ottosson-, y tendremos rueda de prensa mañana a las nueve de la mañana. Ella y el comisario jefe se encargarán. Ya sé lo que pensáis, pero él insistió en acudir. La cuestión es si Hahn tiene algo que ver con Johny. Personalmente me cuesta creerlo. Es una coincidencia que fueran al mismo tiempo a la escuela de Vaksala.
– Dijo que conocía a Johny -apuntó Sammy Nilsson-. Y sabía que John murió apuñalado.
– Lo ha podido leer en el periódico.
– Sin duda… Sí, no sé, parecía tan satisfecho.
– ¿Tenemos algo más sobre el cuchillo del Hospital Universitario? -Ottosson cambió de tema.
– No, hemos intentado establecer dónde se pudo comprar -indicó Sammy-, pero ha sido en vano. Probablemente venga del extranjero.
Riis sonrió burlonamente y Sammy lo miró, pero no se dejó provocar, sino que prosiguió.
– Creo a Mattias cuando dice que lo robó del coche de alguien que acudió al hospital por algún motivo.
– ¿No hay una obra cerca? -preguntó Berglund-. Al tratarse de una furgoneta.
– Sí, pero esos tipos tienen aparcamiento propio.
Haver hizo un movimiento con su mano, como algo reflejo, pero la bajó de inmediato. Ottosson, que vio el movimiento, se lo quedó mirando expectante.
– No, no era nada, solo he tenido un flashback -explicó.
– ¿Del hospital?
– No sé. Quizá de la obra. Ya sabéis cómo es.
Se hundió pensativo en la silla. Intentó excluir a los demás, depurar sus asociaciones: el hospital, el aparcamiento, la obra, la furgoneta, el cuchillo. Alineó las palabras frente a sí, pero únicamente eran las imágenes evidentes las que pasaban como un relámpago, todo lo que ellos ya habían comprobado y machacado.
– El interrogatorio con los jugadores de la partida de póquer se puede dar por concluido -informó Bea-. Labios está internado en una clínica desde noviembre y al parecer no ha salido de ahí desde entonces. Los compañeros de Kalmar irán hoy a hablar con él. Ahora solo nos queda Dick Lindström. Hemos pedido ayuda a Holanda para localizarlo. En realidad no hay nada que ate a ninguno de ellos con John. Todos tienen una coartada la noche en la que desapareció, aunque a un par de ellos les costó contarla.
– Puede haber sido un encargo -propuso Fritzén-, asesinado por un sicario.
– Es posible -coincidió Beatrice-, pero mientras no tengamos nada más, será difícil.
– Vale -le dijo Ottosson-, interrogaremos a Vincent Hahn. No nos costará relacionarlo con Gunilla en Sävja y con Vivian en Johannesbäck. Queda por ver lo que tenga que decir sobre Johny.