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Ruben Sagander le dio una patada a un trozo de chapa, que salió volando. «Es una suerte que el viejo esté muerto», pensó. Intentaba permanecer en calma inspirando el aire por la nariz, llenando los pulmones y alzando los hombros. Hubiera preferido gritar su rabia ante el edificio.

Construido en 1951, incendiado cincuenta años después. El letrero TALLER MECÁNICO SAGANDER se había soltado de su fijación y reposaba en el patio. Un camión grúa de los bomberos había colocado una de sus patas de apoyo sobre el letrero de manera que las letras SAGA era lo único que se veía.

La ira, negra como el hollín de la única pared que quedaba en pie, atravesó su cuerpo. Había intercambiado unas palabras con uno de los bomberos, le contó quién era y que él y su hermano empezaron a trabajar en el taller en los años cincuenta, con su padre. El bombero había tomado su rabia como pena e intentó consolarlo. El fuego había sido provocado, no cabía la menor duda. Bien es cierto que tendrían que hacer una investigación técnica, pero habían encontrado indicios en los restos del incendio que apuntaban a un incendio provocado. Alguien había vertido sistemáticamente líquido inflamable por todo el local y luego prendió fuego.

– ¿Quién? -preguntó Ruben.

– Eso tendrá que aclararlo la policía -respondió el bombero.

Ahora restaba el trabajo de extinción. Vislumbró la caja fuerte debajo de unas vigas caídas. Hoy en día estaba vacía. Medio año atrás había contenido casi medio millón de coronas. Su dinero. Agne sabía que era dinero negro de la empresa de Ruben y dudó cuando este le pidió que se lo guardara en la caja fuerte.

Alguien que conocía la combinación había vaciado la caja fuerte. Ruben no pensó ni por un instante que Agne fuera el ladrón. Juntos intentaron deducir quién había sido. No habían comentado nada sobre el robo a los hombres del taller y tampoco notaron nada raro en su comportamiento. Habían regresado de sus vacaciones y habían actuado como de costumbre.

Prácticamente desde el principio, las sospechas recayeron en John. Cuando Mattzon comentó de pasada que había visto a John fuera del taller un domingo a comienzos de agosto estuvieron seguros. John era quien le había robado su dinero ganado con tanto esfuerzo. Medio millón, que sería la aportación inicial para equipar la casa de España, donde él y Maj-Britt habían pensado establecerse.

Su teléfono móvil sonó y chequeó el número en la pantalla. No se preocupó de responder. No tenía fuerzas para hablar con su hermano otra vez. En cambio, se sentó en el coche y pensó qué hacer. Medio millón desaparecido y ahora el taller en ruinas. Deseaba escapar de todo. Hasta de Maj-Britt.

No sentía arrepentimiento alguno por el destino de John. Era un ladrón y lo había reconocido, se había reído en su propia cara. «Intenta demostrarlo», le había dicho John, y rió aún más. Sin embargo, se arrepentía de haber actuado con tanta dureza. Tendría que haber soltado a John, vigilarlo, quizá amenazarlo con hacer daño a Justus y de esa manera obligarlo a entregar el dinero. Ahora era demasiado tarde. Quedaba una oportunidad: Berit. Por supuesto, ella negaría saber algo del robo, pero todavía podría utilizar la amenaza de Justus.

Miró por última vez los restos del taller. Los reflectores instalados lanzaban un brillo espeluznante sobre la parcela. Algunos bomberos se reían. Seguramente estaban contentos de haber controlado el incendio.

Giró la llave de arranque y de pronto tuvo la sensación de que John estaba sentado en el asiento trasero riéndose de él. Se vio obligado a darse la vuelta, pero ahí solo se hallaban su rifle y su bolso de caza. Soltó el embrague y condujo hacia Gränby.

Había llegado a una encrucijada. Ese momento iba a decidir su futuro. Sabía que no le quedaban muchos años de vida, quizá cinco o diez. Los médicos le habían dado un poco de esperanza, pero bajo la condición de que llevase una rutina mucho más tranquila y de que dejase el tabaco y el alcohol. Había vendido la empresa, había dejado de fumar, pero continuaría tomándose un coñac de vez en cuando. Deseaba acabar su vida en España. Durante cuarenta años se había deslomado, primero en el taller, luego como conductor de grúas y máquinas en las obras, para finalmente montar una boyante empresa con una veintena de máquinas de construcción.

Estaba orgulloso de lo que había conseguido. Nadie tenía derecho a censurar que hubiera guardado algo de dinero negro. Había merecido ganarse ese dinerillo. Johny se había reído de él, pero ahora no sonreía tanto. El dinero tenía que estar en alguna parte. Lo único que debía hacer era ir a casa de Berit y recuperarlo.

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