3

Ola Haver escuchaba a su mujer con una alegre sonrisa.

– ¿De qué te ríes?

– De nada -respondió Haver a la defensiva.

Rebecka Haver resopló.

– Sigue, quiero oírlo -dijo él, y alargó la mano tras el salero.

Ella le lanzó una mirada para decidir si proseguía con la reflexión sobre su situación laboral.

– Este tipo es un peligro para la salud pública -dijo, y señaló la fotografía del periódico de la Administración Provincial de Servicios Públicos.

– Estás exagerando un poco.

Rebecka negó con la cabeza mientras señalaba de nuevo la jeta barbuda del político provincial. «No me gustaría estar al otro lado de ese dedo», pensó Haver.

– Se trata de los ancianos, los desprotegidos de la sociedad, los que no se atreven a hacerse oír ni pueden hacerlo.

Ya lo había oído antes y comenzaba a estar cansado de sus repeticiones. Se echó más sal.

– La sal no es buena -advirtió Rebecka.

La miró, dejó el salero, cogió la cuchara y comió en silencio el resto del huevo duro demasiado cocido.

Haver se puso en pie, recogió la mesa y colocó la taza de café, el plato y la huevera en el lavaplatos, secó apresurado la encimera y apagó la luz que había sobre la cocina. Después de estos rutinarios quehaceres solía mirar el termómetro, pero esa mañana se quedó parado en medio de la cocina. Algo le impedía dirigirse a la ventana, como si una mano invisible lo retuviera. Rebecka levantó la mirada al instante, pero retornó de inmediato a su lectura. Entonces él lo supo. Después de mirar el termómetro solía inclinarse sobre su mujer, besarla en la frente y decirle algo acerca de lo mucho que la quería. Las mañanas en las que desayunaban juntos eran siempre iguales.

Esta vez dudó o, mejor dicho, fue su cuerpo el que dudó, el que se negó a dar los dos pasos hacia la ventana. Este descubrimiento le sorprendió.

Rebecka había acabado de leer y lo observaba con una especie de celo profesional, ejercitado durante los muchos años de trabajo en el hospital. Él hizo un ademán de cerrar la puerta del lavaplatos, pero ya estaba cerrada.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí -respondió él-. Estaba pensando.

– ¿Te duele la cabeza?

Hizo gestos de negación. Durante el otoño había sufrido continuos ataques de terribles dolores en la frente; el último, hacía unas cuantas semanas. ¿Habría notado ella su indecisión? No lo creía.

– Hoy nos envían a un chico nuevo a la brigada. Es de Gotemburgo.

– Desármalo -dijo Rebecka en tono seco.

No se preocupó de responder, sino que de pronto le entró prisa, salió de la cocina y desapareció en el cuarto contiguo que servía de despacho y biblioteca.

– Volveré tarde -dijo prácticamente desde el interior del armario.

Tiró a un lado un chándal, un par de zapatos y un jersey que le había hecho Rebecka. Debajo de unas cuantas cajas de cartón había una bolsa de plástico de Kapp-Ahl. La cogió, cerró la puerta y cruzó apresurado la cocina.

– Volveré tarde -repitió, y se quedó parado un instante en el vestíbulo antes de cerrar la puerta tras de sí y salir a la fría mañana de diciembre; respiró hondo un par de veces, inclinó un poco la cabeza como para tomar impulso.

Diciembre. Tiempo de oscuridad. A Rebecka le parecía que aquella oscuridad era más impenetrable que nunca. Haver no recordaba haberla visto antes tan deprimida. Había observado sus tenaces esfuerzos por conservar la máscara, pero bajo la frágil superficie anidaba la angustia otoñal, o lo que fuera, y tironeaba de la delicada membrana que cubría su rostro.

Caían algunos copos de nieve. En el número 3 se encontró a Josefsson con su caniche. El vecino, que siempre expresaba con entusiasmo su admiración por la policía, sonrió y comentó algo sobre el próximo invierno. A Haver le costaba aguantar el eterno entusiasmo campechano de Josefsson y murmuró algo sobre las duras semanas de trabajo.

Pensó en Rebecka. Debería volver a trabajar. Necesitaba tener gente a su alrededor, el estrés de la planta, el contacto con pacientes y compañeros de trabajo. Las pequeñas conversaciones que mantenían por la noche, cuando intercambiaban unas palabras sobre lo que había sucedido en el trabajo durante la jornada, habían sido sustituidas por el mal humor y una tensa espera a que sucediera algo. Algo nuevo, algo que diera un nuevo impulso a sus vidas. Después de tener a Sara, su segunda hija, su existencia había perdido mucha de la emoción que hasta entonces condimentaba sus vidas.

Haver sentía que la rutina del trabajo ahora se complementaba también con la del hogar, en una especie de soporífero punto muerto. Hubo un tiempo en el cual él regresaba a casa lleno de alegría, echando de menos a Rebecka, deseando estar junto a ella.

¿Era ella la única culpable? Haver había pensado en ello. Sammy Nilsson, su compañero en la unidad, decía que se trataba de un síntoma de vejez.

– Estáis en la crisis de la edad madura, esa época en la que las parejas descubren que la vida no va a mejorar -expuso con una sonrisa en los labios.

Haver rechazó la idea.

– Qué chorrada.

Ahora ya no estaba tan seguro de ello. Amaba a Rebecka desde el primer instante. ¿Sentía ella lo mismo por él? Había descubierto en su rostro una expresión desconocida, crítica. Como si ella lo observara con ojos nuevos. Era cierto que desde que Ann Lindell estaba de baja por maternidad él trabajaba mucho más, pero ya antes habían pasado por periodos en los cuales él trabajaba tanto como ahora y, sin embargo, Rebecka no se había quejado.

Sonó el móvil.

– Hola, soy yo -dijo Ottosson, el jefe de la unidad-. Hoy te puedes olvidar de las prácticas de tiro. Tenemos un cadáver.

Haver se detuvo. El caniche de Josefsson ladró en la distancia. Se habría encontrado con el labrador del vecino del 5.

– ¿Dónde?

– En Librobäck. Un tipo que hacía jogging se tropezó con el cuerpo.

– ¿Un tipo que hacía jogging?

El sol apenas había aparecido en el horizonte. ¿La gente salía a correr tan temprano con este tiempo?

– La científica está en camino -dijo Ottosson.

Sonaba cansado, casi ausente, desinteresado, como si fuera habitual que la gente que hacía jogging tropezara con cadáveres.

– ¿Se trata de un asesinato?

– Es posible -empezó Ottosson, pero se corrigió de inmediato-. Seguro. Está mutilado.

Haver notó desesperación en la voz de su jefe. No se trataba de cansancio; era la resignación ante la maldad humana lo que hacía que el buenazo de Ottosson pareciera desmotivado.

– ¿En qué lugar de Libro?

– Justo a la salida de la ciudad, a la derecha, después de pasar el almacén del ayuntamiento.

Haver reflexionó mientras abría la puerta del coche; intentó recordar cómo era la prolongación de la calle Börjegatan.

– ¿En la ITV?

– Más lejos. El ayuntamiento suele verter ahí la nieve.

– Entonces ya sé dónde es -dijo Haver-. ¿Va alguien más?

– Fredriksson y Bea.

Finalizaron la conversación. Le había dicho a Rebecka que volvería tarde y ahora era seguro que lo haría, pero por una razón completamente diferente a la que había pensado hacía solo un cuarto de hora. La reunión con los representantes locales del sindicato de la policía sería reemplazada por una reunión de trabajo o cualquier otra actividad. El sindicalismo tendría que esperar. Al igual que la sesión de tiro con el arma oficial.


*****

John Harald Jonsson había sangrado mucho. La chaqueta, que en un principio era de color claro, estaba embadurnada de sangre seca. La muerte debió de llegarle como una liberación. Le faltaban tres dedos en la mano derecha, cortados a la altura de la segunda falange. Los cardenales y los hematomas en el cuello y el rostro daban fe del sufrimiento de John Jonsson.

Eskil Ryde, de la policía científica, se encontraba a unos metros del cadáver, pero dirigía la mirada hacia el norte. A Haver le recordaba a Sean Connery, los rasgos severos, la media barba y las entradas. Observaba la planicie de Uppsala como si la repuesta se encontrara allí. En realidad estudiaba un caza Viggen que se separaba de su flotilla.

Beatrice y Fredriksson estaban en cuclillas. Corría viento del este, un colega uniformado delimitaba el perímetro policial. Un olor dulce, indefinido, hizo que Haver se diera la vuelta.

Fredriksson alzó la mirada, asintió hacia Haver.

– Es Johny -dijo Fredriksson.

Haver también reconoció el cadáver de inmediato. Hacía dos años había interrogado a John en relación con un caso en el que su hermano estaba inculpado. El hermano había involucrado a John en su coartada. Haver lo recordaba como un tipo bastante agradable, un antiguo ratero que nunca había utilizado la violencia. Como era de esperar, confirmó la declaración de su hermano. Haver estaba seguro de que había mentido, pero no hubo manera alguna de desmontar la coartada de Lennart Jonsson.

Hablaron de pesca, recordó Haver. Johny sentía pasión por los peces de acuario y de ahí a la pesca había un par de pasos.

– Joder -dijo Beatrice, y haciendo un esfuerzo se puso en pie.

El coche de Ottosson se detuvo junto al arcén. Los tres policías de la Brigada Criminal observaron que su jefe hablaba con algunos curiosos que se habían congregado en la carretera 272, a una cincuentena de metros de distancia. Hacía movimientos con la mano para indicarles que no podían aparcar sus coches en el arcén.

– ¿Dónde está el corredor? -preguntó Haver mientras miraba a su alrededor.

– En el hospital -respondió Bea-. Ha resbalado y ha tenido una mala caída al correr hacia la carretera para detener algún coche. Al parecer se ha roto un brazo.

– ¿Lo has interrogado?

– Sí, vive en Luthagen y corre por aquí cada mañana.

– ¿Qué hacía en la nieve?

– Llega corriendo por el carril bici hasta aquí y luego regresa a casa. Pero antes de volver hace algunos ejercicios para los que prefiere alejarse un poco de la carretera. Así lo ha explicado.

– ¿Ha visto algo especial?

– No, nada.

– Seguro que lleva aquí desde anoche -intervino el de la científica.

– ¿Huellas de ruedas?

– Cantidad -dijo Beatrice.

– Es un vertedero de nieve -añadió Fredriksson.

– Comprendo -asintió Haver.


*****

Inspeccionó a Johny más detenidamente. Alguien lo había molido a golpes con gran determinación o en un ataque de furia. Las marcas de quemaduras, seguramente de cigarrillo, eran profundas. Haver se agachó y estudió las muñecas de Johny. Unas marcas de color rojo oscuro evidenciaban que se las habían atado fuertemente con una cuerda.

Los muñones de sus dedos cortados estaban negros. Los cortes eran limpios, quizá realizados con un cuchillo muy afilado o con unas tijeras, quizá con tenazas.

Ottosson llegó trotando. Haver fue a su encuentro.

– Johny -dijo simplemente, y el jefe de la brigada asintió.

Le sorprendió su buen aspecto. Quizá fuera que el aire fresco le rejuvenecía.

– He oído que lo han mutilado.

– ¿Qué podía saber Johny que fuera tan importante?

– ¿Qué quieres decir?

– Creo que lo han torturado -dijo Haver, y los peces de acuario del asesinado le vinieron a la cabeza. «Pirañas.» Mientras lo pensaba sintió un escalofrío.

Ottosson se sorbió los mocos. Una súbita ráfaga de viento les obligó a protegerse. La preocupación matutina de Haver no había desaparecido. Se sentía desanimado y poco profesional.

– Un ajuste de cuentas -dijo.

Ottosson sacó un pañuelo a cuadros y se sonó con fuerza.

– Maldito viento -refunfuñó-. ¿Han encontrado algo?

– De momento, no. Lo más probable es que lo hayan traído hasta aquí en coche.

– Está abierta -constató Ottosson, y señaló con la cabeza hacia la barrera que colgaba a tres cuartos-. Suelo pasar en coche por aquí con frecuencia y no veo entrar a nadie, a no ser durante el invierno, cuando el ayuntamiento vierte aquí la nieve.

Haver sabía que Ottosson tenía una casa de campo a unos veinte kilómetros de la ciudad y creyó recordar que se encontraba cerca de la carretera de Gysingevägen.

De pronto, Ottosson se dio la vuelta y se fijó en Fredriksson y el policía de la científica, que charlaban junto al cadáver. Bea los había abandonado y deambulaba por el lugar.

– ¿Por qué has venido? -le gritó Haver al comisario.

Ottosson nunca solía presentarse así de repente en el lugar del crimen. Este se dio la vuelta.

– Arresté a Johny cuando tenía quince años. Fue su primer contacto con nosotros.

– ¿Cuántos años tiene ahora?

– Había cumplido cuarenta y dos -dijo Ottosson, y se encaminó al coche.

Загрузка...