Cuando a las tres y media Vincent Hahn salió a la calle, era doscientas coronas más rico. En cada ocasión sentía que entraba en un nuevo mundo. Las personas eran nuevas. Incluso la calle que iba de la estación del tren al río había cambiado de aspecto durante las pocas horas que había estado en el bingo. Parecía más distinguida, como si fuera una avenida de un país extranjero. Las personas no eran las mismas que las que él dejó a cambio del calor y la intimidad del salón de bingo.
La sensación perduró un minuto o dos, después retornaron las voces enemigas, los empujones y las miradas. Los tilos de la calle habían dejado de ser plataneros, y se asemejaban a terroríficas estatuas negras y frías que evocaban entierros y muerte. Sabía de dónde procedía la sensación, pero hacía todo lo posible por reprimirla. Y así evitar los recuerdos del cementerio donde estaban enterrados sus padres.
Vincent Hahn sentía que él era una persona mala. Si su madre y su padre levantaran la cabeza, quedarían aterrorizados al ver a su hijo menor convertido en un misántropo, una persona que desconfiaba de todo y de todos; peor aún, alguien que creía que su misión era castigar y vengar las injusticias.
Pero no había castigo suficiente. ¿No había sufrido él? ¿A quién le importaba? Todo seguía su curso como si él no existiera. «Estoy vivo», deseaba gritar en la calle Bangårdsgatan, para que los peatones se detuvieran, pero no chilló y ninguno siquiera redujo la marcha al pasar apresurado a su lado.
«Aire -pensó-, es como si fuera aire para vosotros. Pero si soy aire os envenenaré, mi aliento os destruirá, os rodearé de muerte.» Era su decisión. Ahora ya no tenía miedo, ni dudas.
Rió en alto, miró el reloj y supo que esa noche lo haría. Por fin tenía un plan, una razón. Una pareja de jubilados salió del salón de bingo. Vincent hizo una señal con la cabeza. Para él simbolizaban el fracaso. No quiso pensar en ello, pues ahí se encontraban tanto su fuerza como su debilidad. Los pensamientos, los recuerdos. Hasta ahora le habían presionado hasta convertirlo en un ser insignificante. Movió la cabeza hacia los jubilados, sus aliados en la solitaria comunidad del bingo, víctimas al igual que él. Sabía que ellos, en cierta manera, lo comprenderían. Vivos, pero muertos.
El premio del bingo le hizo fuerte, casi arrogante. Se decidió a ir a una pastelería. Iría a Güntherska. Desde el sillón de uno de sus rincones podía controlarlo todo.