La fotografía de la página 5 del Aftonbladet mostraba a un joven John Jonsson. Gunilla Karlsson lo reconoció de inmediato. Lo hubiera hecho aunque hubieran publicado una fotografía reciente. Habían coincidido hacía un par de meses, al tropezarse de sopetón en Obs. Además, tuvo a Justus en preescolar. Es cierto que no le daba clase, pero era un niño que llamaba la atención. Solía ser Berit quien lo traía y llevaba, pero de vez en cuando John venía directamente del trabajo a recogerlo por la tarde. Le gustaba su olor. Durante mucho tiempo pensó en cuál podría ser su origen, hasta que se atrevió a preguntárselo. Él no pareció comprenderlo hasta que se le ocurrió que podría ser el humo de soldar. Se disculpó, se ruborizó y murmuró algo como que no había tenido tiempo de ducharse. Gunilla estaba igual de ruborizada y aseguró que le agradaba el olor. Ahí estaban de pie, Justus poniéndose el abrigo entre ellos, mirándose el uno al otro con los rostros arrebolados. Luego rompieron a reír.
Después de esa ocasión él solía sonreírle. Le habló del taller y ofreció sus servicios por si había algo que necesitara una reparación en la escuela. Ella se lo agradeció, pero no creía que hubiera nada que necesitaran soldar. «Pero puedes venir cuando quieras. -Y añadió-: Nos faltan hombres.»
La miró de aquella manera que ella recordaba tan bien de sus años de escuela, y le embargó una gran calidez. Su mirada indicaba que le habían gustado sus palabras, pero Gunilla también leyó algo más. Un destello que le agradó mucho.
Hubiera deseado besarlo. No apasionadamente, pero sí en la mejilla, aspirar el aroma del humo de soldar que se había introducido en todos los poros de su cuerpo. Apenas fue un segundo de inspiración, pero cada vez que se encontraban surgía ese impulso.
Permanecieron completamente quietos, juntos, un corto momento, y pareció que el tiempo desapareciera. Se encontró pensando en que John era uno de los pocos a los que había seguido viendo con regularidad, e incluso este había conocido a sus padres mientras aún se encontraban bien. Ahora ambos estaban en una residencia, inaccesibles.
Ella también había conocido a los padres de John: Albin, el tartamudo, y Aina, que solía escribir notitas en la lavandería diciendo que había que dejar el sitio más limpio.
Tiempo atrás había estado enamorada de John. Fue en secundaria, quizá en segundo. Ella era una más de la pandilla que solía reunirse en La Colina, el descampado que había junto a la plaza Vaksala. Ahí se daban cita John y Lennart, además de una treintena de adolescentes de Petterslund, Almtuna y Kvarngärdet.
En lo alto de La Colina había un almacén donde un constructor en bancarrota guardaba tablones y moldes de puertas, con los que los chavales habían construido un ingenioso sistema de pasillos y cabañas. John era la razón de que Gunilla fuera por ahí, pero le asustaba el pesado olor a trementina, tricloroetileno y otras sustancias que envolvía La Colina.
Esnifaban por épocas. Algunas temporadas se mantenían tranquilos, para luego explotar en un estallido que podía durar un par de meses o más. Era una ocupación de verano y otoño. La policía, de vez en cuando, practicaba alguna detención, pero en realidad nadie se tomaba en serio la adicción.
Con el tiempo Gunilla se preguntó cuántas neuronas se perdieron en La Colina. Estaba contenta de haber salido de allí, aun cuando eso significó la pérdida del contacto con John.
Ahora estaba muerto. Asesinado. Leyó el artículo, aunque tenía su propia versión en lo referente a sus antecedentes y su forma de vivir. Le sorprendió lo poco que se comentaba en el periódico a pesar de que habían dedicado tres páginas al caso. El periodista no se había complicado demasiado, había desenterrado viejos tropiezos de John y, además, había relacionado el asesinato con un hecho ocurrido un par de semanas antes, el apuñalamiento de un camello en el centro de la ciudad. Definía Uppsala como «la ciudad de la violencia y el terror». Siguió leyendo: «La imagen vigente de Uppsala como el mortecino enclave académico de ensueño, con sus naciones [4] y sus bromas estudiantiles, ha sido sustituida por la imagen de una ciudad violenta. Las inocentes aventuras de Pelle Svanlös [5] nos resultan lejanas al estudiar el número de delitos denunciados, y nos sentimos aún más consternados al comprobar el alto número de casos que quedan sin resolver. La policía, castigada por discrepancias internas y reducción de personal, parece no saber reaccionar».
«Enclave académico de ensueño.» Gunilla resopló. Uppsala nunca había sido así. Por lo menos, no para ella. A pesar de haber nacido y crecido en la ciudad, nunca había estado en una nación universitaria; ni siquiera había asistido el último día de abril a la ceremonia de las gorras en Carolina, ni al canto a la primavera en Slottsbacken. Nunca había sido un lugar idílico para ella. Ni tampoco para John.
¿Tenía John algo que ver con los camellos? Lo dudaba. Sabía que John había cometido algunos delitos, y su hermano también, pero no creía que se dedicara a las drogas. No era su estilo.
Apartó el periódico, se levantó y se acercó a la ventana. Había dejado de nevar, pero un fuerte viento del oeste arremolinaba la nieve sobre los tejados del aparcamiento. Su vecino más cercano venía cargado de bolsas de comida.
Pasó frente al espejo del recibidor, se detuvo a contemplarse. Había engordado. Otra vez. Mientras estaba de pie pensó en el conejo. ¡Mira que olvidarse! Se dirigió a la puerta del porche con pasos apresurados, la abrió y vio a Ansgar colgado de la barandilla, igual que cuando lo dejó por la mañana, pero ahora la panza estaba hinchada. Las entrañas visibles tenían un tono grisáceo.
En la cavidad abdominal también se vislumbraba algo blanco. Se acercó y miró asqueada el cuerpo tieso. La mirada fija del conejo resultaba acusadora. Había una nota de papel. La cogió con cuidado entre sus dedos. Se sobresaltó al desdoblar el diminuto papel manchado de sangre, tan pequeño como un billete de autobús.
El escrito, en un estilo apresurado y casi ilegible, decía: «No se pueden tener animales domésticos en zonas urbanas». No estaba firmado.
«Qué ruin», pensó. ¿Cómo podría explicarle aquello a Malin, la hija del vecino? Miró de nuevo el conejo. Incomprensible, eso de matar un conejo. Sin duda se trataba de una persona enferma.
¿Debería llamar de nuevo a la policía? ¿Habrían pasado por allí? Probablemente no. Había cosas más urgentes que un conejo muerto.
Pensó de nuevo en John y rompió a llorar. Qué malas pueden ser las personas. ¿Estaba la nota desde la mañana o el asesino de Ansgar había regresado para dejarla? Miró a su alrededor. El bosque que crecía junto a la casa se iba sumiendo en la oscuridad. La luz de la ventana brillaba en el tronco de los altos pinos. Sus copas se agitaban. Los bloques de piedra descansaban como animales pesados.
Gunilla entró en el apartamento. Tenía los pies mojados y estaba helada. Cerró la puerta del porche y bajó la persiana. La rabia dio paso al miedo y se quedó de pie, indecisa, junto a la puerta. Resolvió ponerse en contacto con el presidente de la asociación de vecinos. Él debía de saber algo. Aunque fuera un cascarrabias, quizá supiera si alguien del barrio se había quejado de los animales de compañía. ¿Habría pasado algo que pudiera relacionarse con la muerte de Ansgar?
Encontró su número en la guía de teléfonos y marcó los números, que tenían un parecido desconcertante con los suyos, pero nadie respondió. Pensó en ir a ver a los vecinos para saber si habían visto a alguien merodeando por la casa, pero no se atrevió a abandonar el apartamento. Quizá él seguía ahí fuera.
Malin y sus padres estaban de viaje durante todo el fin de semana. Los vecinos del otro lado se acababan de mudar. Eran una pareja mayor que había vendido su casa en Bergsbrunna. Gunilla solo había saludado de pasada a la mujer.
Se dio una vuelta por el apartamento y bajó todas las persianas. El periódico seguía abierto sobre la mesa y lo dobló con cuidado.
Las noticias de la seis no mencionaron el asesinato de John. Cambió de canal para ver TV4 Uppland, pero el telediario había terminado y el tiempo no le interesaba lo más mínimo. Ahora no.
– Tranquilízate -se dijo en voz alta.
«Es alguien que odia a los conejos; sencillamente, un enfermo». Pensó en los inquilinos del patio. ¿Sería capaz alguno de ellos de estrangular a un conejo y rajarle la panza? No. Cattis, a veces, era difícil y opinaba sobre todo y todos, pero no estaba tan perturbada.
El viento se había aplacado y Gunilla creyó oír como el cuerpo del conejo golpeaba rítmicamente la barandilla. Sabía que debía cortar la cuerda, pero dudó si salir de nuevo al porche. Si volvía a llamar a la policía, ¿qué podrían hacer? «Estarán atareadísimos con el asesinato de John y no tendrán tiempo de ocuparse de la muerte violenta de un conejo.»
Oyó la voz de Magnus Härenstam en la televisión al entreabrir la puerta y al mismo tiempo apretó el interruptor de la luz del porche. No se encendió y lo volvió a intentar con el mismo resultado. Una rama del cerezo que Martin había plantado golpeó el techo de plástico. «Mira que ponerlo tan cerca», pensó antes de ver que el conejo había desaparecido. Al ser blanco, tardó un rato en encontrarlo. ¿Había volado con el viento o alguien lo había descolgado y tirado a la nieve?
Sin aliento, echó un vistazo al bosque e intentó acurrucarse para no ser vista en la luz del apartamento. Los pinos se movían con el viento. La rama del cerezo rozó el tejado. Descalza dio unos cuantos pasos con cuidado. No podía dejar ahí a Ansgar. La gente pensaría que había sido ella quien lo había tirado. Malin nunca se lo perdonaría.
Se asustó, pero, por alguna extraña razón, en el fondo no le sorprendió cuando una mano le tapó la boca al mismo tiempo que le pasaban un brazo por la cintura. Intentó morder al atacante, pero no consiguió despegar los labios.
– No se pueden tener conejos en la ciudad -susurró una voz, que ella reconoció pero no pudo situar.
El aliento del hombre apestaba a putrefacción. Gunilla intentó darle una coz como un caballo asustado, pero no tenía fuerzas en las piernas. El hombre se reía ahogadamente como si le divirtiera su resistencia.
– Ahora vamos a entrar -sentenció con una voz delicada.
Gunilla intentó en vano reconocer la voz. ¿Se podía ser más tonta? Él debía de estar acurrucado detrás de la puerta.
La empujó hacia dentro a través de la puerta del balcón, pero sin que ella tuviera la oportunidad de verlo de frente. Apagó la lámpara cenital apoyando la espalda contra el interruptor, la soltó en la habitación y le dio un ligero empujón de modo que cayó de cabeza en el sofá.
– Hola, Gunilla -dijo-, solo quería saludarte.
Rebuscó en su memoria. La voz sonaba conocida. Estudió su rostro. Delgado, con dos profundas arrugas que corrían por las mejillas como dos medias lunas, barba negra, casi calvo y con una sonrisa burlona en los labios que infundía miedo y perplejidad.
– ¡Te estoy hablando!
– ¿Qué? -balbuceó Gunilla.
Había visto sus labios moverse, pero no tenía la menor idea de lo que había dicho.
– ¿Sabes quién soy?
Gunilla asintió. De repente, supo quién era. Comenzó a temblar.
– ¿Qué quieres de mí?
El hombre sonrió burlonamente. Tenía mala dentadura, podrida y repleta de sarro.
– ¿Has sido tú quien ha matado al conejo?
Las facciones del rostro de Vincent Hahn se endurecieron como una máscara, una máscara de sonrisa burlona.
– Quiero ver tus pechos -dijo.
Ella se estremeció como si la hubiera golpeado.
– No me toques -sollozó.
– Eso ya lo decías antes, pero ahora soy yo quien manda.
«No parece tan fuerte -pensó-, espaldas estrechas y muñecas delgadas», pero sabía lo fácil que era equivocarse. Hasta los niños, en un ataque de rabia, se podían tornar enérgicos, capaces de ejercer una fuerza que superaba con creces su débil constitución. En el trabajo habían hablado de la defensa personal, una de sus compañeras había asistido al curso. Sabía que tenía una oportunidad si encontraba la ocasión. Nadie era invulnerable.
– Si me dejas ver tus pechos, me iré.
«Parece cansado. Quizá esté bajo los efectos de alguna medicación.»
– Después me iré -repitió, y se inclinó hacia delante de modo que ella sintió el ácido hedor de su boca. Se esforzó por no mostrar su asco.
«¿Qué debo decir?»
– Quítate el jersey.
– Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
– Si no, acabarás en el suelo.
Ella se puso en pie. De repente, sintió pena del hombre que tenía delante. En la escuela siempre lo habían despreciado y los alumnos lo tomaban por loco, una figura rara que creaba inseguridad.
Había tenido algunos amigos y se las arregló bien durante todos los cursos. Años atrás había hojeado el catálogo escolar con las fotografías de las diferentes clases y había visto la delgada figura de Vincent. En aquel momento pensó que, por alguna extraña razón, él había pasado por la secundaria sin cambiar -flaco, con granos y en apariencia sin padecer la influencia de las tormentas de sentimientos y hormonas que afligían a sus compañeros de clase, sobre todo a los chicos-. Él simplemente estaba ahí, atento a los profesores, a veces arrogante con los de su edad, pero con frecuencia complaciente, preocupado por agradar.
– Tengo que beber algo -dijo ella-. Tengo mucho miedo. ¿Quieres un poco de vino?
La miró con un gesto totalmente inexpresivo. Se preguntó si había entendido lo que ella había dicho.
– ¿Quieres vino?
Él la sujetó cuando intentó pasar. Le hizo daño en el brazo. Tiró de ella hacia sí, pero consiguió mantener el equilibrio.
– ¡Suéltame! Solo quiero beber un poco de vino. Luego te dejaré ver mis pechos.
«No muestres miedo», se dijo. Soltó un sollozo al pensar en el conejo estrangulado y colgado con la panza abierta. Se quitó el jersey y vio como Vincent temblaba al ver su tronco desnudo.
– De acuerdo, un vaso -asintió, y sonrió.
La siguió de cerca. Ella podía sentir el calor corporal de él a su espalda. Él respiraba fatigosamente. La botella tintineó contra el botellero. Fue como si el ruido le molestara, pues, de repente, la sujetó por el hombro, como solía hacer Martin cuando ella tenía dolor de cuello y espalda, pero esta sujeción era considerablemente más fuerte, y él le dio la vuelta.
– No te acuerdas de mí, ¿verdad?
– Sí, claro -dijo ella-, pero has cambiado mucho.
– Tú también.
Gunilla se liberó de su mano y descolgó el sacacorchos del gancho que había sobre la encimera. Vincent Hahn estaba justo a su lado. Sus ácidas exhalaciones hediondas llenaban todos los rincones de la cocina y pensó que nunca podría hacer desaparecer ese olor.
– ¿Te gusta el vino tinto? -preguntó levantando la botella.
El golpe llegó sin previo aviso. Tanto para Vincent como para ella. Todo sucedió como un reflejo, como la defensa instintiva de un animal.
La botella le golpeó en la sien, en el hueso frontal, y ella continuó el ataque clavándole el sacacorchos en el pecho.
El vino corría como una cascada por la cocina. El rostro de Vincent se contrajo de dolor. Se tambaleó, buscó a tientas la mesa, se agarró al respaldo de la silla, se resbaló hacia el suelo y arrastró la silla en la caída. El vino y la sangre se mezclaron.
Gunilla se quedó como paralizada durante un par de segundos, todavía con la botella rota en su mano derecha y el sacacorchos en la izquierda, inclinada hacia delante, tensa, preparada para su contraataque, pero el hombre a sus pies apenas se movía. El charco de sangre crecía como una rosa oscura por el suelo. El áspero olor se mezcló con el denso aroma del vino de Rioja.
Las piernas de él temblaban, se oyeron unos tenues estertores y abrió los ojos.
– Cerdo de mierda -escupió ella, y acercó la botella a su rostro, pero soltó de repente el arma punzante y salió corriendo de la cocina, abrió la puerta de la calle y se lanzó a la oscuridad de diciembre.
El frío le golpeó el rostro. Se resbaló en la nieve, pero siguió corriendo. El grito colmó el patio. Más tarde los vecinos dirían que sonó como un animal herido y aterrorizado en la noche.
Åke Bolinder, que vivía en la casa rectangular y acababa de soltar a su pastor alemán, fue el primero en llegar. Al doblar corriendo la esquina de la lavandería vio como una mujer se desplomaba en el suelo. Reconoció inmediatamente a Gunilla Karlsson. No la conocía mucho, pero la había visto en las reuniones de vecinos y quizá alguna vez en el supermercado Konsum.
Se inclinó sobre ella, sintió el olor a vino que destilaba su cuerpo y observó que agarraba espasmódicamente un sacacorchos. Ordenó al perro que se sentara y se inclinó sobre ella sin saber qué hacer. Miró hacia la puerta abierta del apartamento.
Bolinder era un hombre pacífico de unos cincuenta años, soltero y muy preocupado por su apariencia. Miró fijamente los pechos de Gunilla, el sujetador negro que brillaba sobre la nieve blanca, se arrodilló y apartó un mechón de cabello que cubría su rostro. «Mira que si vomita», pensó, y retrocedió. Pero la expresión de su rostro era casi plácida. Se oyó una carrera, la puerta de un balcón que se abría y una voz que gritaba algo ininteligible.
El perro, que, obediente, estaba sentado a un par de metros, gruñó. Bolinder levantó la vista y siguió la mirada del perro. En el umbral de la puerta apareció un hombre con los rasgos faciales retorcidos por el dolor y el odio. Bolinder pudo oír el sonido afilado que se producía cuando el aire expirado abandonaba la boca del hombre, formando nubes blancas en la fría noche. Su barba goteaba sangre.
Jupiter, el pastor alemán, ladró. Bolinder se puso de pie.
– ¿Qué pasa? -preguntó Bolinder, y en ese mismo instante Jupiter se lanzó al ataque. Bolinder no supo si se debía al miedo que había en su voz o al hecho de que el hombre de la puerta diera un paso adelante, pero el salto del perro fue toda una sorpresa.
Nunca antes Jupiter había mostrado tendencias protectoras, menos aún agresividad. Era tan pacífico como su amo, el favorito entre los niños del patio. Ahora se lanzó hacia delante con el pelo erizado y enseñando los dientes.
El hombre de la puerta vaciló un instante y consiguió cerrarla en el último momento. Bolinder vio como Jupiter se lanzaba contra la puerta y oyó que el pesado cuerpo del perro chocaba contra la hoja de esta, para luego caer al suelo.
Se puso sobre las cuatro patas como un rayo y ladró. El primer ladrido, algo timorato, fue reemplazado por otros violentos. Bolinder llamó al perro, pero este no le hizo caso. La mujer se movió lentamente y Bolinder volvió a inclinarse sobre ella. Abrió los ojos y se sobresaltó al ver la figura del vecino, se incorporó con el codo y miró fijamente el apartamento y al perro ladrando.
– Ha intentado violarme -dijo.
De repente, fue consciente de su cuerpo medio desnudo, se sentó y cruzó los brazos sobre sus pechos. Bolinder se quitó la chaqueta y la colocó con cuidado sobre sus hombros.
A pesar del dolor y del inesperado rumbo que todo había tomado, tuvo la suficiente presencia de ánimo para coger una toalla del cuarto de baño y secarse la sangre de la cabeza. Apretó la toalla contra esta. Le palpitaba. Se tocó la frente con cuidado por encima de la herida. No creía que el hueso frontal estuviera roto, pero la herida tenía mala pinta. La botella le había golpeado sobre la ceja y comprendió que la mayor parte de la sangre provenía de allí.
El sacacorchos le había perforado la pechera de la camisa y había penetrado un par de centímetros, pero había chocado con el esternón y no le había producido un daño digno de mención.
Más que confuso, Vincent Hahn estaba desconcertado por el inesperado ataque de Gunilla. Creyó que la tenía donde él quería, pero lo había engañado. Ahora tenía que huir. Desde el patio se oían los ladridos del perro y voces indignadas. Tiró la toalla ensangrentada al suelo, tomó una limpia, la apretó contra la cabeza y desapareció en la oscuridad por el mismo camino por el que había venido.
Corrió. Sintió un mareo, pero siguió corriendo. Conocía bien el bosque y sabía dónde se encontraban los diferentes caminos. Si elegía el camino más rápido a casa apenas le tomaría cinco o seis minutos, pero se veía obligado a dar un rodeo para evitar a la gente.
¿Adónde podría ir? ¿Cuánto tiempo podría quedarse en casa antes de que apareciera la policía? Gunilla lo había reconocido. Bien es cierto que no estaba empadronado en Bergslagsresan -vivía de realquilado-, pero comenzarían a husmear de inmediato y seguro que encontrarían su dirección. Quizá a través del hospital o de su ex cuñada. Ella era la única que lo había visitado desde que se mudó a Sävja.
¿Quién podría acogerlo? No tenía a nadie que le pudiera dar cobijo, le curara las heridas y lo dejara descansar. ¿Y quién se ocuparía de Julia? Sollozó y continuó su carrera dando traspiés. Tenía que volver a casa con ella, llegar antes que la policía. Nadie toquetearía a Julia. La podría ocultar en el bosque. Es cierto que se mojaría y pasaría frío, pero sería un destino mejor que caer en manos de un policía fascista.
Llegó desorientado a la granja de Bergsbrunna. Había paseado por allí alguna vez y reconoció el lugar. A través de las paredes de madera oyó el relinchar de los caballos. Tenía frío. Debía de hacer una temperatura de por lo menos quince grados bajo cero. Sentía la herida de la frente entumecida. Se quedó parado en la cuesta del establo. ¿Por qué no se metía en su interior? No tenía nada en contra de los caballos. Eran unos animales espléndidos, inteligentes. Pero ahí también había gatos. Los había visto, uno blanco y otro marrón claro.
Oyó en la distancia ladridos de perro y se le ocurrió que quizá la policía hubiera llevado perros para seguir su rastro. Pronto lo alcanzarían. El establo no ofrecía protección alguna.
Siguió corriendo entre dos prados. Allí la nieve era más profunda y avanzó con dificultad. Sus fuerzas comenzaron a flaquear y jadeó agotado. Al final del camino brillaba una luz. Vio un abeto de Navidad en el patio. Tuvo la sensación de haber pasado por aquello antes. Correr en el frío para salvar su vida. Sin amigos, únicamente podía confiar en sí mismo. El pecho le ardía.
Salió por la vía del tren y siguió los raíles hacia el norte. Enseguida llegaría al paso a nivel. Había leído sobre los vagabundos de Estados Unidos que se subían a los trenes de mercancías y viajaban por todo el continente en busca de trabajo, pero por donde estaba el tren pasaba pitando a toda velocidad.
Se quedó parado, indeciso. Un coche se acercaba por el campo al otro lado del paso elevado. Los faros lanzaban capas de color amarillo cálido sobre el campo de fútbol. Vincent corrió hasta el cruce y se tumbó en medio de la calle.
El coche se acercó aún más. Era de gasoil, lo supo por el ruido del motor. De repente la luz lo hizo visible. Cerró los ojos, pero levantó un brazo, como una persona en peligro de naufragio. Por un instante pensó que el coche pasaría de largo, pero, en cambió, frenó.
Se abrió la puerta y salió un hombre corriendo.
– ¿Qué ha pasado?
Vincent gimió.
– Me han atropellado.
– ¿Aquí?
Vincent se apoyó en el codo y asintió.
– Un coche. Se ha dado a la fuga. ¿Me puede ayudar?
– Voy a llamar a una ambulancia -dijo el hombre, y sacó su teléfono móvil.
– No, mejor acérqueme al hospital.
El hombre se acuclilló y observó a Vincent un poco más de cerca.
– Se ha dado un buen golpe.
– Le pagaré.
– Qué dice, no hace falta. ¿Puede caminar?
Vincent se puso lentamente a cuatro patas. El hombre lo ayudó a levantarse y a entrar en el coche.
El olor de Jupiter despistó a Viro durante unos segundos antes de emprender la marcha. El guía canino lo siguió. A pesar de la gravedad del asunto sonrió para sí mismo al ver el celo de Viro.
Después de un cuarto de hora llegaron al paso a nivel. Al mismo tiempo que circulaba a toda velocidad un tren hacia el sur. En ese punto desapareció el rastro. Viro ojeó confuso a su alrededor, miró a su amo y gruñó.
– O tenía un coche aquí esperándolo o alguien lo ha recogido -señaló Nilsson, que había seguido de cerca al guía canino.
Miraron a su alrededor. Viro siguió el rastro hacia atrás unos cuantos metros, dio media vuelta y pudo constatar de nuevo que ahí desaparecía.
– ¿Adónde puede haber ido?
– Al hospital -dijo el guía canino-. Está herido. Hasta aquí llega el rastro de sangre.
– Creo que Fredriksson ya ha llamado. Me ha parecido oír que también iban a enviar allí un coche patrulla.
Nilsson sacó el móvil y llamó a Allan Fredriksson, que aún se encontraba en el apartamento de Gunilla Karlsson.
Estaban sentados en el salón de Gunilla Karlsson. El inspector de la criminal Alan Fredriksson se sonó los mocos. La mujer que tenía delante sintió pena por él. Era la quinta vez que sacaba el pañuelo de colores. Debía estar en casa reposando.
– Se ha ido corriendo hacia Begsbrunna y allí se ha perdido el rastro -contó Fredriksson al finalizar la conversación con Nilsson.
Aún podía ver el pánico reflejado en los ojos de Gunilla.
– Dejaremos una patrulla aquí -comentó, y se guardó el pañuelo.
Su semblante apacible y su voz tranquila consiguieron relajarla. Los temblores que surgieron poco después de que Vincent desapareciera habían cesado.
– ¿Ha dicho que lo conocía?
– Sí, es un antiguo compañero de escuela. Se llama Vincent, pero no me acuerdo de su apellido. Lo tengo en la punta de la lengua, es algo alemán. Puedo llamar a una amiga. Ella seguro que lo sabe.
– Nos sería útil.
– ¡Hahn, así se llama! -exclamó de pronto.
– ¿Vincent Hahn?
Gunilla asintió con la cabeza. Fredriksson llamó inmediatamente al jefe de guardia y le comunicó los datos.
– ¿Se han vuelto a ver después de terminar la escuela?
– No. Lo he visto alguna vez por la ciudad, pero eso es todo.
– ¿Iban a la misma clase?
– No, a clases paralelas, pero teníamos algunas asignaturas en común.
– ¿La ha llamado por teléfono o ha intentado ponerse en contacto con usted alguna vez?
– No.
– ¿Por qué cree que ha venido?
– No tengo ni idea. Siempre ha sido un poco raro. Ya lo era en la escuela de Vaksala. Solía andar solo. Creo que era algo religioso. Extraño, en todo caso.
Fredriksson bajó la mirada.
– ¿Ha dicho que quería ver sus pechos?
– Sí. Y que luego se iría.
– ¿Le ha creído?
– No, parecía un salvaje.
– ¿No será que antes tuvieron una relación?
– Nunca.
– ¿Se lo ha encontrado en el trabajo?
– Soy profesora de preescolar.
– ¿Nunca ha ido a dejar a los niños a la guardería?
– Me costaría mucho creer que tiene hijos.
Fredriksson la miró. ¿Se marcaba un farol? ¿Se trataba del amante despechado que había regresado? ¿Por qué habría de ocultarlo? Decidió creerla.
– Ha sido muy valiente al golpearlo -expuso.
– Creía que se iba a morir. Sangraba tanto. Y eso que tenía la botella en la mano derecha. Soy zurda.
– ¿No ha dicho nada que pudiera aclarar la intrusión? Píenselo bien.
Gunilla respondió con una negativa a la pregunta después de permanecer sentada pensando un rato.
– Está eso del conejo. Seguro que es él quien lo estranguló.
Relató la historia de Ansgar, que colgaba de la barandilla del porche y que después le rajaron la panza, que por la mañana llamó a la policía y denunció los hechos.
– ¿No le gustaba que la gente tuviera conejos en la ciudad?
– Eso parece.
– Y entonces los mata -dijo Fredriksson asombrado.
A pesar de haber sido policía durante muchos años no dejaba de asombrarle el comportamiento de las personas.
– Sería mejor dejarlos en libertad -manifestó.
– Y estrangular a sus propietarios -propuso Gunilla.
Ryde, de la científica, entró con andares pesados. No dijo nada, solo miró de hito en hito al colega.
– La cocina -indicó Fredriksson, y Ryde se dio la vuelta.
Fredriksson sabía que cuando Ryde estaba en ese plan no valía la pena darle mucha información o tratar de ser campechano.
– Es curioso, quizá «curioso» no sea la palabra adecuada -dijo Gunilla-, pero hoy he pensado mucho en la escuela de Vaksala. El muchacho que fue asesinado el otro día también era compañero de clase. Y luego aparece este loco.
El técnico, que oyó su comentario, abandonó la cocina y entró de nuevo en el salón.
– ¿Era compañera de clase de John Jonsson?
La voz de Ryde no estaba acostumbrada al contacto con el público, sobre todo cuando estaba trabajando. Gunilla lo miró.
– ¿También es policía?
Fredriksson no pudo menos que reír.
– Este es Eskil Ryde -anunció-, el mejor técnico forense.
– El único -especificó Ryde-, pero hablemos de John.
Gunilla suspiró. Fredriksson comprobó lo agotada que estaba.
– A John lo conozco más -comenzó Gunilla-. Nos hemos tropezado algunas veces. También conozco a su mujer.
– Deje que le haga una pregunta directa, y perdone mi atrevimiento -dijo, y Ryde resopló-. ¿Ha tenido una relación con John?
– No, ¿por qué lo pregunta?
– Ha sido muy rápida al añadir que también conocía a su mujer.
– Sí, ¿qué tiene de raro?
– ¿Qué pensó al enterarse de que habían asesinado a John?
– Me quedé espantada, claro. Me caía bien -explicó Gunilla, y clavó la mirada en Fredriksson, como diciendo: «No venga con ninguna insinuación»-. Era un encanto, algo tímido. En la escuela nunca llamó la atención. Nos encontramos este otoño. Estaba radiante de felicidad. Algo extraño en él. Le pregunté a qué se debía y me dijo que pensaba viajar al extranjero.
– ¿A algún país en especial?
– No, pero pensé que sería lejos.
– ¿Cuándo pensaba marcharse?
– No lo sé, no dijo nada.
– Uno puede decir que se quiere ir a algún sitio con sol -dijo Fredriksson-, pero sin que en realidad sea cierto.
– Lo dijo un poco en broma, pero me dio la impresión de que John, en cierta manera, lo decía en serio.
– ¿No le preguntó por los detalles?
– Los dos teníamos prisa y solo intercambiamos unas palabras.
– ¿Luego no lo volvió a ver más?
– Esa fue la última vez -dijo Gunilla Karlsson, y sollozó. Fredriksson se sintió casi liberado.