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Observó a la conductora del autobús. No cabía duda de que conducía dando bandazos. Muy cerca del coche que la precedía, aceleraba demasiado rápido y tenía que frenar con brusquedad.

– Tías -murmuró disgustado.

El autobús estaba medio lleno. Delante de él había un inmigrante. Seguro que iraní o curdo. A veces parecía que la mitad del barrio estaba habitado por cabezas negras. Tres asientos más allá se sentaba Gunilla. Sonrió para sí al ver su cuello. Había sido una de las más guapas, con su cabello rubio, largo y rizado y unos ojos que brillaban bajo el flequillo. Le daban un aire de hada, sobre todo cuando sonreía. Ahora la melena había perdido su brillo original.

El autobús entró demasiado rápido en la rotonda y el frenazo provocó que un pasajero que se había situado junto a la puerta saliera volando hacia delante. Su bolso golpeó a Gunilla en la cabeza y esta se dio la vuelta. «No ha cambiado, pero…», consideró al ver su expresión de sobresalto pero también de indignación. ¿Cuántas veces la había visto así, el cuerpo girado y el rostro inclinado hacia atrás? En aquel tiempo había algo indolente y travieso en su expresión, como si lanzara una invitación a su observador, pero a Vincent nunca lo había invitado a nada. A él apenas lo había mirado.

– A nada de nada -murmuró.

Se sintió mal. «¡Bájate, no quiero verte más!» El iraní delante de él tenía caspa. El autobús continuó dando bandazos. Gunilla estaba más gorda. La pereza había dado paso a un profundo cansancio.

«¡Bájate!» Vincent Hahn clavó la mirada en el cuello de ella. Tuvo una idea cuando el autobús pasó por lo que en su infancia fue el desguace de Uno Latnz y que hoy en día era una moderna oficina. «Qué locura, qué jodida locura -pensó-, pero tiene que dar un gusto de cojones.»

Soltó una carcajada. El iraní se dio la vuelta y sonrió.

– Tienes caspa -dijo Vincent.

El iraní asintió y su sonrisa se hizo más amplia.

– Caspa -repitió Vincent elevando aún más la voz.

Gunilla, al igual que un puñado de pasajeros, se dio la vuelta. Vincent agachó la cabeza. Sudaba. Se apeó en el café y permaneció inmóvil en la acera. El autobús continuó calle Kungsgatan arriba. Miró sus pies. Siempre se bajaba antes de tiempo. «Pobres pies -pensó-, pobres pies y pobrecito de mí.»

Los pies lo condujeron calle Bangårdgatan abajo hasta el río y luego hasta el puente Ny. Allí se quedó parado con los brazos colgándole con indolencia. Solo se movían sus ojos. Todos parecían tener prisa. Vincent Hahn era el único que estaba quieto. Miró de hito en hito el agua negra. Era el 17 de diciembre de 2001. «¡Qué frío!», pensó, y el sudor de su espalda se congeló.

– Pobres talibanes -dijo en alto-. Pobres todos.

El tráfico a sus espaldas se había intensificado. Cada vez pasaba más gente por el puente. Levantó la cabeza y miró hacia el cine Spegeln. Una multitud se había congregado en la calle. ¿Se trataba de una protesta o de un accidente? Una mujer rió con estridencia. Se trataba de algo tan sencillo como el pase de una película de moda. Risas. El movimiento de la gente a lo largo de la calle se asemejaba a una manifestación de risas.

El reloj de la catedral marcó las seis y él comprobó el de su muñeca. Vincent sonrió triunfante hacia la aguja de la iglesia. El reloj de la iglesia se adelantaba quince segundos. El frío y la brisa del río lo empujaron a cruzar la calle y buscar cobijo en la plaza Stora.

– Estaba tan mal que no me atreví… -oyó decir a una persona con la que se cruzó, y se dio la vuelta ansioso. Le hubiera gustado tanto oír el resto. «¿Qué era lo que estaba tan mal?», se preguntó.

Se detuvo, se fijó en quien él creía que había pronunciado las palabras. «Dentro de poco será peor -tuvo ganas de gritar-, mucho peor.»

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