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Ola Haver examinó el cuchillo. Tenía unos veinte centímetros de largo, la empuñadura negra y la hoja afilada. ¿Quién usaba un cuchillo así? Haver había consultado a algunos colegas aficionados a la caza y habían juzgado que era demasiado voluminoso para un cazador o un pescador. Asimismo lo era para los delincuentes de la ciudad, no se podía ocultar entre la ropa. Quizá algún quinceañero disfrutara blandiéndolo en el centro de vez en cuando, pero de ninguna manera se trataba de un arma que se llevara siempre encima. Berglund lanzó la idea de que se trataba de un cuchillo que habría comprado alguien de vacaciones. Quizá el comprador se sintió atraído por la vaina ricamente decorada, que faltaba.

Lo miró por ambos lados. Había interrogado de nuevo al joven, que afirmaba haberlo encontrado en un coche, en el aparcamiento del Hospital Universitario. Creía su relato. Vio el miedo reflejado en el rostro del quinceañero, pero no había indicios de mentira. Mattias no era un asesino, apenas un ladronzuelo y seguramente un azote para la ciudad. Solo cabía esperar que haber estado involucrado en un caso de asesinato le sirviera de lección.

Haver le había pedido a Lundin que investigara a la gente que solía aparcar ahí. Resultaron ser muchísimas personas. Por una parte, el personal del hospital, que aparcaba en una planta reservada, y, por otra, los pacientes y los familiares. El aparcamiento era visitado por un centenar de personas cada día. ¿No había aparcado él allí cuando acudió al ortopeda hacía un par de años?

Se habló de investigar a las personas que asistieron al hospital el día de los hechos, pero descartaron la idea por ser demasiado ardua. La simple recopilación de los nombres sería complicada y llevaría mucho tiempo. Lo único que tenían era el difuso recuerdo de Mattias del coche, una furgoneta, posiblemente roja con el techo blanco. Además, cuando lo llevaron allí para que señalara el lugar donde estaba aparcado el coche, comenzó a dudar sobre si el vehículo estaba equipado con un techo fijo o ensamblado. En otras palabras, había una decena de marcas de coches entre las que elegir. De lo único de lo que estaba seguro era de la pintura roja.

¿El asesino estaba herido y por esa razón había ido al hospital? Habían hablado con Urgencias y con Cirugía, pero no habían sacado nada.

Encontrar el arma asesina solía ser un progreso, pero en este caso parecían estar en un callejón sin salida. El cuchillo sería importante cuando detuvieran a un sospechoso y lo pudieran relacionar con el arma.

Haver lo devolvió a la bolsa de plástico y permaneció sentado, pensativo, saltando entre la investigación y Ann Lindell. El beso que habían intercambiado había crecido hasta formar una nube sobre su cabeza. Le roía una inseguridad que se había incrustado en su interior. Por primera vez, la duda se había instalado en su matrimonio con Rebecka. Las escaramuzas otoñales de su relación dieron paso a una ardua tregua de silencios y preguntas en el aire, que había escalado a un estado de guerra. Rebecka no dijo nada más sobre su visita a Lindell, tampoco comentó nada sobre la harina en su ropa. Solamente lo observó con una mirada fría, sus movimientos fueron rápidos y desdeñosos, lo evitó. Ella pasó la mayor parte de la mañana en el cuarto de baño, donde su ducha duró más tiempo del habitual, y en el dormitorio. No desayunaron juntos y a Haver le pareció bien. Se libró de sus miradas.

Ahora temía la vuelta a casa. ¿Debía decir lo que pensaba? Se pondría furiosa. Era celosa, él ya lo sabía, sobre todo cuando se trataba de Ann Lindell. A Haver no le gustaba hablar de ella en casa, sabía que a Rebecka no le hacia gracia que fuera tan amigo de Ann. Hasta entonces no había tenido razón para los celos, pero si él le contaba lo del beso se desataría el infierno. Aun cuando ella aceptara sus explicaciones e intentara hacer borrón y cuenta nueva, la desconfianza permanecería para siempre.

Decidió no contar nada. Se quedaría en un poco de harina en su pecho, un abrazo y un beso, pero no podía negar que sentía una extraña mezcla de orgullo y vergüenza por haber engañado a Rebecka. Al mismo tiempo empezó a oír una débil voz que lo exhortaba a ponerse de nuevo en contacto con Ann, a continuar y entrar en terreno minado.

Hacía mucho que no se sentía atractivo. Ahora alguien había deseado tocarlo. No había sido él quien la había acosado. Ann era, por lo menos, igual de culpable, si es que se podía hablar de culpabilidad. Si bien todo se había quedado en un abrazo y un beso, Haver creía que Ann habría podido llegar más lejos y al pensar eso, de pronto, se enfadó con ella. Ella lo había inducido. Ella sabía muy bien que Rebecka existía y lo celosa que era. Se había aprovechado de su evidente debilidad. «No, no fue así», pensó de inmediato, y ya no fue capaz de seguir con su enfado. Ambos eran adultos con necesidad de estar junto a otra persona. Ann era la mujer, aparte de Rebecka, con la que sentía más afinidad. Se habían acercado en el trabajo y, además del respeto mutuo por sus habilidades policiales, siempre había habido cierta atracción entre ellos.

Sus cimientos temblaron. Los canales subterráneos y los cálidos lagos internos de sus cuerpos se estremecían. ¿Era amor o más bien una añoranza de calor, una manifestación de amistad a la que costaba poner fronteras?

Comprendió que se habían roto muchas cosas entre Rebecka y él. La pasión en el abrazo de Ann y la respuesta del cuerpo de él, como una ráfaga no únicamente de deseo sino también de afinidad, eran prueba suficiente de su pobre vida sentimental. Rebecka y él eran infelices, así de sencillo, y solo había hecho falta un beso para que Haver se diera cuenta.

¿Podría seguir viviendo con Rebecka? Tenía que hacerlo. Tenían dos hijas y todavía se amaban. Al menos, eso es lo que él creía.

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