Justus Jonsson se había puesto en camino. No sabía adónde ir, pero no podía permanecer más tiempo en casa. La idea que había tenido por la mañana ya no parecía tan obvia y sensata. John confiaba en una persona. Justus sabía dónde vivía, había estado allí con John varias veces. Erki había sido como un segundo padre para John. Él, que en la mayoría de los casos estaba tan seguro de sus argumentos, se ablandaba al hablar con el finlandés. La autosuficiencia de John desaparecía. A veces, en alguna discusión, Justus había oído a John repetir algo que Erki había dicho.
El chico también los había visto juntos en el taller y casi sintió celos al ver lo compenetrados que estaban, como si fueran uno. Por encima del ruido, el afilado sonido de la chapa y el acero y las máquinas de cortar, a través del humo de soldar, la conversación sin palabras los había fundido a ambos, en realidad a todo el taller, en una unidad. Todo parecía sencillo cuando Erki y John trabajaban. Un breve momento de reflexión, y vuelta al trabajo. Justus había observado fascinado ese rápido segundo de pausa antes del momento de trabajo. No se trataba de que tuvieran que reflexionar sobre lo que iban a hacer, sino que parecían sellar un pacto con el material que tenían entre manos. Tras una mirada se bajaban las viseras de los cascos con un movimiento apenas perceptible que daba paso al brillo de las chispas al soldar. O a la pulsación del botón verde, para que el filo cortara gustoso la chapa.
El finlandés comprendería. ¿Acaso conocía los planes de John?
Las acusaciones de Lennart habían creado un vacío en su pecho. ¿Por qué había dicho ella que John despreciaba a Lennart? ¡No era cierto! Al contrario, Lennart formaba parte del plan. John lo había comentado varias veces. Juntos construirían una nueva vida. John, Berit y Justus, y Lennart también los acompañaría. John había evitado la pregunta sobre si la abuela también iría. «Ya veremos», dijo, y Justus creyó oír en la voz de su padre que no sabía qué pasaría. «Es mayor», había añadido. Quizá John quisiera esperar hasta que ella muriera.
Justus pasó ante la casa de Erki Karjalainen por segunda vez. Un viejo coche estaba aparcado en la entrada. En la ventanilla trasera tenía una pegatina con la bandera finlandesa. En la ventana, detrás de unas estrellas de Navidad, se divisaba una mujer. Miraba hacia la calle y Justus apresuró sus pasos, Un centenar de metros más adelante la calle acababa en una rotonda sin salida y más allá había un bosquecillo. El chico se quedó parado en medio de la calle. Los pinos cargados de nieve le recordaron una excursión con John hacía un par de años. Se sentía vacío y cansado, pero el recuerdo de la alegría de su padre en el bosque le hizo sonreír un instante. Luego llegaron las lágrimas. Iban a talar un abeto de Navidad. «Nos ahorraremos por lo menos doscientas coronas», había dicho John. No importaba si era el abeto o la alegría de estar con Justus en el bosque lo que hizo que su padre estuviera inusitadamente excitado. Ni entonces ni ahora. Se había reído, había tomado a Justus de la mano y juntos habían inspeccionado por lo menos una veintena de abetos antes de decidirse.
Pasó un coche y Justus se acercó a la acera. El coche derrapó al dar la vuelta. Tenía matrícula finlandesa y cuando Justus lo siguió con la mirada vio que se detenía frente al garaje de Karjalainen.
Justus avanzó directo hacia el bosque. La nieve caía y a pesar de ser mediodía comenzaba a oscurecer. En la linde del bosque había huellas de pisadas, pero después de una decena de metros la nieve se veía intacta. Siguió caminando. La mochila se balanceaba sobre su espalda. Sentía el peso, pero no le molestaba. Después de avanzar durante algunos minutos el bosquecillo acabó súbitamente y se encontró ante una casita roja. Las ventanas estaban iluminadas y en el jardín había un chivo de paja. Se acercó al chivo. Cintas de seda roja sujetaban la paja. Acarició el chivo, apartó un poco de nieve que se había acumulado sobre su lomo. De nuevo comenzó a llorar, a pesar de que se esforzaba por evitarlo.
La casita parecía salir de un libro de cuentos. Le resultó increíble que pudiera existir una casita así de pequeña tan cerca de la ciudad. «¿Quién vive aquí?», le dio tiempo a pensar antes de que una mujer mayor entreabriera la puerta y asomara la cabeza.
– Feliz Navidad -dijo ella, y si no hubiera sido por el peso que llevaba en su pecho se hubiera reído.
– Feliz Navidad -murmuró él-. Me he debido de perder -añadió, deseoso de explicar por qué estaba en un jardín desconocido.
– Eso depende de adónde vayas -respondió la mujer, y salió al porche.
– Parece una casita de cuento -observó Justus. Él tenía la mano puesta sobre la piel rugosa del chivo.
– Es bonita, ¿verdad? -dijo la mujer-. ¿Vas a la reunión de Navidad?
Justus cabeceó afirmativamente a pesar de no comprender a qué se refería.
– Cuando llegues al camino gira a la derecha. Después de un rato hay una señal, UKS. Ahí tienes que torcer. No está muy lejos.
Justus se encaminó hacia donde ella había señalado.
– Feliz Navidad -repitió ella.
Él prosiguió, pero después de una decena de metros se dio la vuelta. La mujer permanecía en la puerta. Él se detuvo.
– Tú no vas a la reunión, ¿verdad?
Él negó con la cabeza. Durante unos segundos volvió la calma. Había dejado de nevar.
– Puedes entrar si quieres -ofreció ella-. Quizá necesites calentarte un rato.
Justus la observó y tras pensarlo un momento negó con la cabeza.
– Tengo que seguir -dijo él.
– He visto que llorabas -señaló ella.
El chico estuvo a punto de contarlo todo. La voz amable de ella, la casita recubierta de nieve, que parecía una casita de juguete con algodón en el tejado, y sus ganas de calor le hicieron dudar.
– Creía que me había perdido -explicó, y tragó saliva.
– Pasa y caliéntate un rato.
Negó con la cabeza, emitió un «gracias», se dio la vuelta y comenzó a caminar con pasos largos, decididos. Después de un rato empezó a correr. La mochila bailaba en su espalda. Después de cien metros pasó la señal de la que había hablado la mujer. La parte trasera de un coche desapareció en un camino mal despejado de nieve. Llegó otro coche. Corrió aún más rápido hasta que su aliento formó una nube a su alrededor y las lágrimas se le congelaron en las mejillas. Entonces se detuvo de repente, se secó las mejillas con el dorso de la mano y decidió no regresar nunca más al apartamento de Gränby. Continuó con un andar más pausado e intentó parecer despreocupado, pero su desesperación hizo que sus músculos se tensaran como cables. El pecho le latía como si fueran puñetazos.
Pasó un tercer coche. El conductor lo miró fijamente con curiosidad. Justus levantó un dedo y prosiguió su camino. Cuando desapareció el sonido del vehículo se dio la vuelta. Sobre los árboles se elevaba una pequeña columna de humo de la chimenea de la casita. Luego el camino giraba.
Sabía que todo lo malo había comenzado cuando echaron a John del taller. Hasta entonces habían sido felices. Nunca antes había oído a Berit y a John pelearse de verdad. Fue entonces cuando todo empezó; las conversaciones nocturnas que creían que Justus no oía. Las voces machaconas, acalladas desde la cocina o el salón. A veces le costaba saber quién hablaba. Era de dinero, lo sabía. Se había levantado a escondidas y había escuchado en secreto. Una vez hablaron de él.
Justus continuó e inconscientemente aceleró la marcha. A cada paso aumentaba la añoranza por su padre. ¿Cuánto tiempo tendría que andar antes de que el dolor desapareciera?
Llegó a un cruce donde permaneció indeciso un rato. Se le ocurrió acabar con lo que había destruido a John. De pronto pensó que quizá todo fuera culpa de Berit. ¿Y si fuera cierto que ella había conocido a otro? Justus se hundió como si le hubieran clavado un cuchillo en el cuerpo. Sollozó al pensar en la figura sombreada que aparecía en la puerta de su habitación cuando creía que él dormía. Que se quedaba ahí mirándolo. ¿Había traicionado a John? ¿Era esa la razón de que estuviera muerto?
No deseaba creerlo, pero el tenaz pensamiento regresaba y sobresalía como un témpano de hielo negro en su interior. ¿Era a ella a quien tenía que castigar? ¿Había hecho bien matando a las princesas? La soledad lo empujó contra los bloques de nieve del camino. El frío se introdujo en su interior y alzó las piernas y apoyó la cabeza en las rodillas. Se acercó un coche y redujo la marcha, pero Justus no tenía fuerzas para preocuparse. Se detuvo, una puerta se abrió y se esparció el sonido de la radio. La nieve amortiguaba los pasos del conductor, pero Justus oyó como se acercaba.
«Así murió papá», pensó. Murió en la nieve. Justus deseaba caerse de espaldas. Una mano se posó en su hombro.