37

Justus sabía por dónde entrar. La valla tenía un agujero. La obra lo hacía aún más fácil. Las casetas ocultaban gran parte de la vista desde la calle.

Se sentía poderoso. Nadie lo veía, nadie lo oía, nadie sabía lo que pensaba hacer. Se detuvo junto a una mancha de aceite negro metálico que brillaba contra el suelo blanco y miró hacia atrás. Dejaba un rastro en la nieve, pero no le preocupó. Como regresaría por el mismo camino podría borrar el rastro con una escoba u otra cosa.

Un trozo de chapa que sobresalía de un contenedor vibró con el viento y produjo un sonido que le hizo detenerse de nuevo. Alzó la vista hacia la fachada conocida, pero por primera vez se dio cuenta de lo deteriorado que estaba todo. Cuando era pequeño aquello había sido un palacio en el que John era el rey. Allí se encontraban los auténticos sonidos y olores. Allí el padre crecía hasta convertirse en un gigante entre la lluvia de chispas. Trabajaba con una evidente seguridad la negra y pesada chapa de acero, que emitía un sonido sordo y un singular aroma que permanecía en los dedos durante días, como el de las chapas de acero inoxidable en las que uno podía reflejarse y que enviaban rayos al techo del taller cubierto de hollín.

Cuando John y sus compañeros de trabajo se retiraban a la pequeña garita de descanso, el taller reposaba. Justus solía darse una vuelta en silencio y palpaba las soldaduras que corrían como cicatrices por la chapa. Desde la garita salían voces y risas. Cuando lo llamaban, tenía que probar el zumo de espino cerval marino del archipiélago finlandés y sándwiches de pan de centeno y queso con huellas de dedos ennegrecidos.

Un coche pasó por la calle y Justus se escabulló detrás de los contenedores. Luego se deslizó hasta la parte trasera del edificio, donde había unas ventanas bajas. Con un tubo de hierro rompió una de ellas. No le preocupaba demasiado que lo descubrieran. Una alta valla enmarcaba la parte trasera del patio y en la obra reinaba un silencio sepulcral.

Corrió la falleba de la ventana y se introdujo con la ayuda de unos palés. El comedor estaba como de costumbre. En el sitio de John había un periódico sobre la mesa. Lo tiró al suelo. Guardó la caja de cerillas que se encontraba en el sitio donde Erki solía sentarse. No había rastro de indecisión en sus movimientos. Parecía que la visión del ajado comedor reforzara su determinación. Abrió una puerta de contrachapado y sacó unos bidones de aceite y gasolina. También había botes y botellas de productos químicos. Cargó con los distintos envases, los repartió por diferentes lugares y rincones del taller. En la oficina de Sagander vertió cinco litros de trementina.

Se dio una última vuelta por la oficina, miró el antiguo lugar de trabajo de John. Estaba mareado a causa de los vapores. Vertió un bidón de gasolina en el interior y el exterior del comedor, también roció un poco la mesa y las sillas, y salió por la ventana.

El viento había arreciado. Permaneció un rato en la ventana antes de sacar la caja de cerillas. La primera se apagó al momento, al igual que la segunda. Contó las que quedaban y le preocupó que no tuviera suficientes. Volvió a entrar, cogió el periódico del suelo, lo humedeció con un poco de gasolina y salió al patio.

Antes de prender el periódico y lanzarlo por la ventana pensó en John. En algo que él había dicho sobre los sueños.

Tras un plaf vino algo parecido a una explosión. La ventana salió despedida y los proyectiles de cristal que salieron volando estuvieron a punto de alcanzar a Justus. Enmudecido, vio como las llamaradas salían por la ventana. Luego corrió. Al salir a través del agujero de la valla recordó las huellas en la nieve. Dudó un instante antes de regresar y buscar algo que pudiera utilizar para borrarlas.

Se oyeron pequeñas explosiones en el taller y se acordó de los gases. Ahí dentro había cantidad de bombonas de gas y él sabía lo peligrosas que eran. John se lo había contado. Cogió un trozo de chapa y corrió hacia la parte trasera del taller. Fue imposible acercarse hasta la ventana, pero revolvió la nieve con la chapa hasta donde pudo, luego corrió cargándola sobre la espalda hasta que salió a la calle. Entonces la tiró entre los escombros de la obra y desapareció entre risas.

Corrió hacia el oeste, hacia el centro, pero se detuvo después de cincuenta metros. John habría caminado con calma. Era más prudente.

Recapacitó sobre si había dejado algún rastro junto a la ventana, pero de pronto comprendió que el calor del fuego haría que se fundiera la nieve alrededor del taller. Había llevado los guantes puestos, así que no habría huellas dactilares. El hombre que posó la mano sobre el hombro de Justus, lo levantó del talud de nieve y lo llevó en coche hasta el centro nunca podría relacionarlo con el incendio. Lo había dejado en la calle Kungsgatan, por lo menos a un kilómetro del taller. Justus le dijo que había ido a visitar a un amigo y que se había perdido al tomar un atajo por el bosque.

La llamada de emergencia llegó a las catorce y cuarenta y seis a través de un conductor que pasó delante del taller. Los bomberos llegaron al cabo de siete minutos. Dos coches patrulla de la policía aparecieron un par de minutos más tarde. Comenzaron inmediatamente a acordonar la zona.

– Un taller mecánico -señaló lacónico el jefe de bomberos al policía que se le acercó-. Siento lo de tu colega. Encendimos una vela en la estación cuando nos enteramos.

Durante un instante el policía uniformado permaneció completamente inmóvil. Luego cogió el teléfono y llamó al inspector de guardia de la Unidad Criminal. Lo primero que vio fue el cartel de la fachada: taller mecánico Sagander. Sabía que ahí había trabajado John Jonsson, el asesinado.

– Tengo un acuario -le explicó más tarde a Haver.


*****

Ola Haver recibió la llamada cuando salía de casa de Berit; llegó al lugar del incendio cinco minutos después. Tuvo que sortear el bloqueo de la calle Björkgatan.

– Es un fuego de la hostia -había dicho el policía uniformado.

Haver, que veía el humo y las llamas alzarse hacia el cielo, estaba irritado sin motivo y reprendió al colega diciendo que eso ya lo podía ver él mismo, joder. Este lo miró y murmuró algo para sí.

El viento soplaba del este y el fuego se dirigía hacia un edificio en construcción. También se había incendiado un almacén de madera bajo unas lonas, pero los bomberos lo apagaron enseguida.

Haver miró fijamente el edificio. El fuego había traspasado el tejado y llamas amarillo anaranjado salían despedidas en fogonazos a través de la chapa lacerada. Era un bonito espectáculo. Haver vio estrés y determinación en los rostros y los movimientos de los bomberos. Él no podía hacer nada y eso le irritaba. Sujetó al responsable de los bomberos por el hombro.

– ¿Qué te parece? ¿Es provocado?

– Difícil de decir -expuso el bombero-. Parece que ha empezado en la parte trasera, pero arde con fuerza por todo el edificio.

– De carácter explosivo -indicó Haver.

– Sí, se puede afirmar sin lugar a dudas. Ven, te voy a enseñar algo.

El bombero empezó a andar y Haver lo siguió. El calor que despedía el edificio era más intenso que antes. Haver se vio obligado a cubrirse el rostro con las manos.

Llegaron a un agujero en la valla de tela metálica. El jefe de bomberos señaló en silencio el rastro dejado a ambos lados de esta. Haver se puso de rodillas y observó la nieve.

– Alguien ha pasado por aquí y ha intentado borrar el rastro -señaló, y se puso en pie.

Una explosión en el interior del taller le estremeció.

– Ahora será mejor que te vayas de aquí -sugirió el bombero-. Hay gas ahí dentro.

Haver lo miró durante un instante.

– ¿Qué vais a hacer?

– Enfriarlo -dijo el otro lacónico, y ahora toda su atención estaba dirigida al intento de sus compañeros por controlar el violento incendio.

El bombero siguió su camino. Haver se retiró lentamente hacia la calle, entró en la obra y se colocó detrás de un contenedor de acero. «Debería aguantar», pensó, y sacó el teléfono móvil. Ryde respondió tras la primera señal. Haver comenzó a explicarle dónde se encontraba, pero el técnico le interrumpió bufando que ya estaba en camino.

Antes de que Haver pudiera guardar el teléfono, este sonó de nuevo. Era Ann Lindell; Haver sintió durante un instante que todo era como antes. Ann deseaba explicar por qué había abandonado el apartamento de Berit tan precipitadamente. Habló del jamón y de sus padres.

– El Taller Sagander está en llamas -la interrumpió-. Puede que sea provocado.

Oyó como Ann tomaba aliento.

– ¿Ha aparecido el chico?

– No, que yo sepa.

Imaginó lo que ella pensaba.

– ¿Qué piensas? -preguntó.

– Puede que sea una coincidencia -expresó ella pensativa.

Haver notó cierta tensión en su voz.

– Ahora lo más importante es el chico -sostuvo ella.

Haver echó un vistazo desde detrás del contenedor. Una nueva explosión sacudió el edificio, pero no creyó que fueran los gases, ya que en ese caso el estallido habría sido más violento.

– Es un incendio de cojones.

– ¿Dónde está el taller? ¿Están en peligro los edificios colindantes? -preguntó Lindell.

– Hace bastante viento -informó Haver, y explicó la ubicación del taller.

– ¿Dónde crees que anda Justus? -inquirió Lindell-. Ahora oscurece muy pronto. Seguro que está desesperado. Creo que debemos tomar en serio la preocupación de Berit.

– Por supuesto -coincidió Haver rápidamente.

Ryde se acercaba con un bombero pisándole los talones. El bombero gesticulaba y parecía estar discutiendo con él, pero Ryde solo lo miró de reojo y siguió su camino. Haver sonrió y le dijo a Lindell que tenía que colgar.

– Una última pregunta -dijo ella-. ¿Habéis ido a casa de Lennart? Puede que el chico esté allí.

– Aquí llega Ryde. Nos vemos -cortó Haver, y colgó el teléfono.

Saludó con la mano al técnico, que parecía reanimado.

– Joder, qué pesados son -dijo, y Haver comprendió que se refería a los bomberos.

– Hay gas ahí dentro -informó Haver.

– ¿Ha sido provocado?

Haver le habló sobre las huellas junto a la valla y antes de que le diera tiempo a acabar Ryde se había dado la vuelta y rodeaba el contenedor.

– Imbécil -soltó Haver para sí.

Asomó la cabeza y vio que el técnico ya estaba de rodillas junto al agujero. Del bolso sacó una cámara y comenzó a trabajar. Los copos de nieve se arremolinaban. Ryde trabajaba rápidamente. Haver comprendía su celo, quizá fomentado por el miedo a una explosión de gas.

El teléfono sonó de nuevo, pero antes de que le diera tiempo a sacarlo del bolsillo interrumpió la señal. No se preocupó por ver quién había llamado. En ese mismo instante se oyó una potente explosión. Haver vio como el técnico se lanzaba instintivamente al suelo. Se derrumbó la fachada lateral. Haver observó fascinado como una parte del tejado parecía dudar antes de desplomarse a cámara lenta entre una lluvia de chispas que transformaron el cielo en un espectáculo crepitante.

– ¡Ryde, joder! -exclamó, y vio como el colega reptaba a través del agujero de la valla, se incorporaba y corría agachado hacia la obra.

«Gracias, Dios mío», pensó Haver, pero de pronto se dio cuenta de que quizá algunos de los bomberos estuvieran cerca de la explosión. Vio como un elevador telescópico de los bomberos giraba y lanzaba un chorro de agua contra la garganta del taller. Se elevaron nubes de vapor que ocultaron durante algunos segundos la parte posterior del edificio. Acercaron otro elevador telescópico y Haver pudo vislumbrar a dos bomberos arriba del todo.

– Jesús, qué tipos -murmuró, y oyó la voz chillona del jefe de bomberos por encima del rumor y el fragor del fuego.

Ryde venía caminando por la calle. Se detuvo debajo de una farola e inspeccionó su cámara. Sangraba por la mejilla, pero no parecía ser consciente de ello. Haver se acercó corriendo hacia él.

– Ha sido una explosión del demonio -dijo Ryde-, pero la cámara se ha salvado.

– Estás sangrando -señaló Haver, e hizo un intento por controlar la herida de la mejilla.

– He tropezado -indicó Ryde lacónico-. Alguien ha entrado y salido por el agujero, eso está claro. Es difícil saber si fue una o varias personas, pero al parecer él o ellos se esforzaron por borrar su rastro. No parece normal del todo.

– ¿Alguna huella?

Ryde negó con la cabeza.

– Al parecer alguien arrastró una plancha de hierro por la nieve. Miraré más detenidamente. ¿Crees que volverá a explotar?

Haver se encogió de hombros. A pesar del dramatismo sentía una gran tranquilidad. Sabía que el desasosiego y la conmoción llegarían después.


*****

Al entrar en la cocina Ann comprendió que el jamón se había echado a perder. La temperatura había alcanzado casi los noventa grados. Apagó la placa y puso la olla a un lado. Resistió el impulso de tirar el jamón a la basura. De todas formas, era comida. Quizá lo podría utilizar para hacer pyttipanna. [8]

Suspiró, se sentó a la mesa de la cocina, miró el reloj y pensó en Justus. ¿Dónde estaría? Berit había llamado a todos los sitios posibles, hasta a Lennart, pero no había respondido. Berit sabía que tenía identificador de llamadas y quizá para hacerla rabiar no quiso contestar. Si Justus estuviera ahí Lennart entendería su preocupación. Y no le importaría tenerla en ascuas.

Ann se levantó de la silla, miró de nuevo el reloj y entró en la habitación de Erik. Había comido y ahora dormía en su cuna. El apartamento estaba en silencio. Demasiado silencioso como para que ella se sintiera a gusto. La preocupación hizo que se acercara a la ventana y explorase la oscuridad de la tarde. Un coche entró en el aparcamiento, un hombre se bajó, sacó unas bolsas de comida del portamaletas y desapareció en el portal 8.

Pensó en Edvard; la había llamado y deseado feliz Navidad.

Era la primera vez que hablaban desde que se separaron en el centro de atención primaria de Osthammar, esa fatal noche del verano anterior.

Se había visto obligada a aparcar en el arcén, a pesar de que un coche parado era un peligro para el tráfico, pero no se sentía capaz de hablar con Edvard y conducir de forma segura al mismo tiempo. ¿Qué más había dicho? No lo recordaba. Sus palabras reposaban como una neblina, como si la conversación hubiera tenido lugar decenios atrás. Ella le había preguntado cómo estaba y cómo se encontraban sus dos hijos adolescentes. ¿Él se había interesado por Erik? No lo recordaba, pero por lo menos en sus palabras interpretó la pregunta impronunciada sobre cómo estaban ella y su hijo.

La conversación finalizó pasados unos minutos, pues ella estaba estresada a causa de los pitidos de los coches. Él había sonado como de costumbre, algo pensativo y con esa voz cálida, como cuando se querían mucho.

Pronto llegarían sus padres y Lindell sopesó bajar corriendo a ICA para comprar otro jamón, pero de repente le resultó indiferente lo que pensaran. Sus padres tendrían que comer jamón seco. Había caldo de sobra para mojar. Por lo menos su padre estaría satisfecho.

Justo antes de las cuatro llamaron a la puerta.

– Aquí estamos -saludó la madre inusualmente contenta cuando Ann abrió la puerta.

Ella también se sintió inesperadamente contenta de verlos. Su madre cargaba un par de grandes bolsas del Konsum repletas de regalos de Navidad. Su padre cargaba con las bolsas de comida.

– Tenemos más en el coche -informó la madre al ver la expresión de su hija-. ¿Duerme el niño?

Colgaron los abrigos y empezaron a mirar a su alrededor. Ann sintió como crecía su malestar. Por primera vez comprendió lo pillada que estaría durante los cuatro días que ellos pasarían allí. No podría huir. Tuvo mala conciencia. A pesar de todo, eran sus padres, que durante meses habían planeado la visita a Uppsala. Fueron inmediatamente a la habitación de Erik. A su madre se le bañaron los ojos en lágrimas al ver al pequeño en su cuna.

– Es una monada -dijo, y con la mano acarició con cuidado sus ralos rizos.

El padre no dijo nada, pero murmuró; Ann lo tomó como una aprobación.

– Se me ha pasado el jamón -informó ella rompiendo el encanto-. Lo mejor es que lo sepáis cuanto antes.

– ¿Cuántos grados? -preguntó la madre.

– Noventa -respondió Ann saliendo de la habitación del niño.

– ¿Ha quedado caldo? -preguntó el padre.

Ann se dio la vuelta y lo miró.

– Muchísimo -contestó ella, y sonrió.

– Pues entonces no importa -asintió satisfecho.

– Noventa -repitió su madre.

– Erik ha estado berreando todo el tiempo y me he olvidado del jamón. Creo que tiene un cólico.

– ¿Llora mucho?

– Sí -afirmó Ann-, sobre todo por las noches.

Entró en la cocina y todo le pareció mal. Miró fijamente el jamón, que había encogido hasta formar una masa grisácea. El olor la hizo retroceder. Oyó como su madre seguía balbuceando en la habitación de Erik. Su padre seguramente se había sentado en el salón. Ella misma debía comenzar a desempacar la comida que sus padres habían traído y a estallar en gritos de alegría por las mermeladas, la ensalada de arenque, el paté casero y los arenques encurtidos, pero no tuvo fuerzas.

– Tengo que salir un rato -gritó, y se dirigió al recibidor.

Su madre abandonó inmediatamente la habitación de Erik, se colocó en la puerta y la miró con una expresión de interrogación.

– ¿Tienes que salir?

– Tengo que dar una vuelta. Si Erik se despierta dale un poco de papilla. Hay un paquete en la encimera.

– ¿Pero te vas a ir ahora que acabamos de llegar?

– No tardaré mucho. Quizá pueda comprar otro jamón. ¿Hace falta algo más?

La madre se sintió herida, pero también preocupada.

– ¿Es por trabajo?

Conocía bien a su hija.

– No directamente -respondió Ann evasiva, y se puso el abrigo.

Simuló recapacitar, intentó suavizar su huida con algún comentario amable, pero no se le ocurrió ninguno. En cambio, le lanzó a su madre una sonrisa poco entusiasta y abrió la puerta de la calle.

– Dale solo un biberón -indicó medio vuelta-. Si le das más tendrá dolor de barriga. También plátano machacado -añadió, y se largó.


*****

Lindell llamó de inmediato a Haver, pero no contestó. Miró el reloj y decidió ir al Taller Sagander. Quizá todavía estuviera allí.

Cuando llegó no quedaba mucho del edificio. La parte más antigua, que estaba hecha de madera, había desaparecido. Por lo demás, quedaban las ruinas tiznadas de dos muros laterales y un hastial. La nieve que no se había derretido ya no era blanca, sino que estaba cubierta de manchas de hollín. Aún proseguía la labor de extinción, pero ya no se veían llamas.

Buscó con la mirada a Ola Haver. Primero creyó que se había ido de allí, pero justo cuando empezaba a desanimarse vio su figura.

Se acercó y se pegó a su lado. Él no la había visto, y hablaba con el jefe de bomberos al que ya conocía. Este cabeceó por encima del hombro de Haver y Ola se dio la vuelta. Sonrió al verla.

– Vaya -saludó él-, no puedes dejarlo.

– Mis padres se ocupan de Erik. ¿Sabes algo de Justus?

Haver negó con la cabeza. Finalizó la conversación con el jefe de bomberos y le lanzó a Lindell una mirada divertida.

– Hemos telefoneado a Sagander. Creíamos que querría venir, pero está KO en casa.

– ¿Cómo que KO?

– Al parecer acaban de operarlo y ha pillado una infección -informó Haver, y la expresión de su rostro cambió de tal manera que Lindell pensó que él sentía dolor en alguna parte.

– ¿Qué te pasa? -preguntó ella, y posó su mano sobre el hombro de él.

– La muleta -dijo simplemente-. Sabía que había algo. El hospital -añadió, como si eso lo explicara todo.

– Cuéntame -lo animó Lindell.

Ya le había visto antes esa mirada y comprendió que debía de ser algo muy importante. La llevó a un lado. A ella le agradó la presión en su brazo.

– Sagander acaba de ser operado, seguramente en el Universitario. El cuchillo fue robado de un coche estacionado en el aparcamiento del hospital. Quizá Sagander tenga un coche como ese. Quizá él pueda ser «el hombre enfadado» de la plaza Vaksala.

– Demasiados «quizá» -apuntó Lindell.

– ¡Debería haberlo pensado antes! Cuando interrogué aquí a Sagander, permaneció todo el tiempo sentado, se desplazaba por la oficina con su silla de ruedas y junto a la puerta había una muleta.

Ahora todo encajaba. La difusa sensación alrededor de la obra tenía ahora su explicación. La obra del Universitario y la obra del solar colindante al taller. Recordó que había estado mirando a los albañiles y que uno de ellos lo saludó con la mano. Como hijo de un obrero de la construcción, siempre le había gustado contemplar excavaciones, construcciones y casetas. La obra era la palabra mágica, pero su amor por la construcción en general le había ocultado la conexión.

– ¿Quién es el enfadado? -preguntó Lindell.

Haver le contó concisamente lo que Vincent había relatado.

– Si tus suposiciones son acertadas -dijo Lindell-, ¿es posible que Justus haya sospechado que Sagander tenía algo que ver con el asesinato?

Haver la miró pensativo. Lindell intuyó que buscaba más conexiones, ahora que las supuestas piezas del puzzle empezaban a encajar.

– No lo sé -respondió él, guardó silencio y se dio la vuelta.

Junto a la acera había un bombero agachado restregándose nieve en el rostro. Escupió y resopló, enderezó la espalda y miró el edificio calcinado. Lindell creyó ver una expresión vigilante en su rostro, como si esperara en cualquier momento un nuevo estallido de fuego y humo.

– Hacen un trabajo sensacional -señaló ella cabeceando hacia el bombero.

Haver no respondió. Estaba parado con el móvil en la mano.

– Quizá deberíamos llamar a Berglund -propuso-, y a un coche.

Lindell comprendió que tenía intención de ir a casa de Sagander.

– ¿Dónde vive? -preguntó ella.

– En una finca en los alrededores de Börje, creo. Le pediré a Berglund que lo compruebe.

Marcó el número y Lindell se hizo a un lado. Ella cogió su teléfono y llamó a Berit. Sonaron unas cuantas señales antes de que respondiera. La voz apagada, como si esperara malas noticias.

– No tengo noticias -dijo en silencio-. He seguido llamando, pero nadie ha visto a Justus.

– ¿Justus conocía bien a Sagander? -preguntó Lindell.

– ¿Sagge? ¿Por qué lo preguntas?

Lindell sopesó si debía decirle que el taller acababa de incendiarse, pero se abstuvo.

– Había pensado que…

– Debes saber que nuestra familia odia a Sagander. Justus nunca iría a su casa. ¿Por qué iba a hacerlo?

Entonces Lindell le explicó todo y oyó como Berit tomaba aliento. Ella misma lo había dicho: odiaban a Sagander. Del odio al incendio provocado había apenas unos pasos.

– ¿Crees que Justus lo ha provocado?

– No, solo pregunto -aclaró Lindell.

– ¿Estás en el taller? ¿Qué dice Sagge?

– No está aquí. Al parecer no puede andar. Vamos a ir a su casa.

– ¿Tú también? ¿Dónde tienes al niño?

– Mi madre lo está cuidando.


*****

Lindell dejó su coche en la zona industrial. Recogieron a Berglund en la comisaría y se les sumó un coche con tres colegas uniformados.

– Tú no deberías estar aquí -dijo Berglund de inmediato al subir al coche de Haver.

– Ya lo sé -contestó Lindell resuelta-, pero aquí estoy.

– ¿Y el niño?

– Mis padres están en casa de visita.

– ¿Y tú te piras? -preguntó Berglund-. Incomprensible. Estamos casi en Navidad.

– Justo por eso -respondió Lindell para provocarlo.

Berglund suspiró en el asiento trasero.

– En realidad nunca he creído que Hahn fuera el asesino de Johny -sostuvo Haver, que no había prestado la menor atención a la disputa entre Lindell y Berglund.

– El único que apuesta por Hahn es Sammy -informó Berglund.

– Lo hace para ir a contracorriente -consideró Lindell, y se volvió hacia Berglund en el asiento trasero.

Ella se sentía valiosa en compañía de sus colegas.

– ¿Sabe Ottosson que estás con nosotros? -preguntó Berglund con aspereza.

Ella negó con la cabeza.

– Ni siquiera lo sabe mi madre -añadió Lindell, y esbozó la mejor de sus sonrisas.

Haver encendió la radio del coche. Lindell le lanzó una mirada elocuente a Berglund. En los altavoces se oyó la canción I'm So Excited.

I'm so excited

and I just can't hide it.

I'm about to lose control

and I think I like it.

– Oh, yeaah -cantó Lindell.

– Eres imposible -afirmó Berglund, pero sonrió-. Baja el volumen.

– Ya está bien -dijo Haver.

– Prometo portarme bien -expresó Lindell.

– ¡Bah! -soltó Haver.

Se rió, pero tanto Berglund como Lindell comprendieron que se debía al nerviosismo.

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