24

Vincent Hahn se despertó sobresaltado. Ojeó el reloj. Las nueve pasadas. Apenas llevaba dormido un par de minutos cuando comenzó a soñar. En alguna parte se oía la voz de un hombre. Tardó un par de segundos en comprender de qué se trataba. Las noticias en la radio.

Encontró a Vivian en la cocina, junto al teléfono. Lo miró asustada y comprendió que ella lo sabía.

– Deja el teléfono -ordenó, y dio un par de pasos hacía ella.

– Eres como Wolfgang -dijo ella-, mientes y pegas.

– Cierra la boca. No metas en esto a mi hermano.

– ¿Por qué?

Le quitó el auricular. Ella lo dejó hacer. Vio que ella sudaba. En la radio sonaba Evert Taube. Havsörnvalsen. Estaba pegado a ella. El vendaje de su cabeza estaba manchado de sangre.

– Era una puta -dijo Vincent en voz baja.

– ¿La conocías?

Dio un tirón y arrancó el cable del teléfono.

– Fuimos a la misma escuela. Ya entonces era una mierda.

– Eso fue hace mucho tiempo, ¿no puedes olvidar?

Vivian sabía que a Vincent le había disgustado la escuela, sufrió acoso y se sintió ignorado. Wolfgang dijo una vez que su hermano era la víctima perfecta para el acoso escolar.

– Me acuerdo de todo -respondió, ahora tan bajo que ella apenas pudo entender sus palabras.

Se acercó con el cable entre las manos.

– No diré nada -dijo ella.

– ¿A quién pensabas llamar?

– A Nettan. Se va a divorciar y quiere que vaya con ella al abogado.

– ¿Quién es esa Nettan de los cojones?

Su enfado llegó tan inesperadamente que ella retrocedió y hubiera perdido el equilibrio si él no la hubiera sujetado de los brazos.

– ¿Quién es esa Nettan de los cojones, joder?

– Una amiga -susurró-. Me haces daño.

– Joder, joder. Demasiadas sandeces, demasiada mierda.

– Me haces daño -gimió Vivian mientras él la agarraba con más fuerza. Su aliento desagradable le produjo arcadas-. Es mi mejor amiga -dijo sin fuerzas.

– ¡Amiga!

– Te puedes quedar aquí -intentó ella-. Necesito compañía.

Él la soltó de inmediato y ella se desplomó, instintivamente se sujetó al banco de la cocina y enderezó el cuerpo. «No llores -pensó-. Odio a las mujeres lloronas.»

– Quedarme aquí, ¿qué quieres decir?

Ella tragó y escogió sus palabras con cuidado. Recordó las explosiones de su hermano y sus propias tretas. Con los años se volvió una experta en manejarlo.

– Estoy sola -dijo, y bajó la vista.

– Sola -repitió Vincent.

– Esa mujer no me importa. Te pegó.

– Sí, ella me golpeó.

Él se detuvo con una expresión meditabunda en el rostro y a Vivian le pareció ver en su gesto una debilidad que hizo que ella, veinte años atrás, se enamorase de su hermano, Wolfgang. Los hermanos Elahn habían heredado de su madre la apariencia suave y un poco infantil, pero también los rasgos oscuros del padre, una mezcla que también se hacía sentir en su rápido cambio de humor.

– Ella te pegó muy fuerte. Si no tuvieras la cabeza tan dura podías haber muerto.

Él se dejó caer en la silla. Ella posó su mano sobre su cabeza vendada. «Si por lo menos hubiera muerto. Nadie lo echaría de menos», pensó, pero se arrepintió inmediatamente. Qué injusto. Él era, a pesar de todo, un ser humano.

– ¿Quieres un té?

Negó sin fuerza con la cabeza.

– ¿Un poco de zumo?

Asintió.

Mezcló un poco de ruibarbo en una jarra y la puso sobre la mesa. Bebió con rapidez unos cuantos tragos. Retornó la expresión de debilidad.

– Wolfgang te manda recuerdos -contó ella-. Llamó hace un par de días.

A pesar de haberse divorciado, tras años de malentendidos y peleas, Vivian y Wolfgang mantenían el contacto. Él solía llamarla cada quince días desde Tel Aviv.

– No me llamaste.

– Lo intenté, pero no sueles estar en casa. Se encontraba bien, pero se quejaba de que había mucho jaleo.

– Son esos árabes de los cojones -dijo Vincent.

Vivian tuvo mucho cuidado de evitar el conflicto entre Israel y Palestina. En cambio, le contó los cotilleos de Wolfgang. Un primo de los hermanos había sido abuelo y algunos parientes habían ido a Polonia a visitarlo. Vincent escuchaba atento. Vivian había descubierto que le gustaban las noticias sobre la lejana familia, recordaba los nombres y los hechos triviales de una manera que siempre le sorprendía. Tenía muy buena memoria y, al parecer, se preocupaba por el bienestar de primos y parientes.

– He oído que Benjamin se ha casado -dijo, y Vivian fingió que era una noticia nueva.

– ¿Sí? No lo sabía. ¿Con quién?

– Una chica de Estados Unidos que ha comprado una casa en Jerusalén Este.

Hablaron de sus conocidos comunes. Vincent se calmó, bebió otro vaso de zumo. Vivian lo entretuvo con preguntas y pequeñas observaciones. Propuso que pasaran las navidades juntos. Él se animó un poco con sus palabras.

Luego llegó su explosión de ira. Vivian apenas comprendió lo que se avecinaba y aún menos entendió la razón. Murió sin saber, emitiendo un gorgoteo no muy distinto del que sale de una cañería ligeramente atascada.


*****

La colocó debajo de la cama. Le recordó vagamente a Julia. La misma agradable quietud. Las marcas del cable de teléfono brillaban como un collar rabiosamente rojizo. La punta de la lengua de color azul sobresalía un par de centímetros. Vincent rompió a reír y la empujó hacia dentro, pero retiró el dedo enseguida, ya que pensó que ella le mordería.

Su risa se tornó en un repentino e inarticulado berrido, que se apagó igual de rápido. Se sentó en el suelo y observó a su cuñada. «Casi familia -pensó-. Lo más cercano a un familiar que podía encontrar en Uppsala.» La sensación de soledad aumentó con el tictac del despertador, que parecía decir: «Estás muerto, estás muerto».

Se estiró tras el reloj, recordó que Wolfgang lo había comprado en uno de sus viajes de negocios, y lo lanzó contra la pared. En la radio de la cocina sonaba un tango argentino.

Posó su mano sobre la de ella. Aún estaba caliente, y sintió que sus ojos se nublaban. «Un momento de trabajo y una persona menos.» Pasó su mano por encima del brazo de ella, lo acarició con cariño. En lo más profundo de su confuso cerebro le corroía la idea de que había cometido un acto imperdonable. Vivian, que brilló en la ventana, que se asustó de su terrible herida, pero que, no obstante, lo acogió, le dio de beber. Su casi pariente.

Supuso que ella estaba tan sola como él, aun cuando siempre hablaba de sus amigas. Se le ocurrió que podía suicidarse, quizá incluso debería hacerlo.

Se puso de pie con esfuerzo, entró en la cocina, levantó una silla caída y bebió un poco de zumo. Al sujetar con la mano el asidor de la jarra para servirse otro vaso, le corrió un ardiente calambrazo por el brazo. Era el saludo de Vivian. Su mano fue la última en sujetar la jarra. Ahora se hacía recordar. Comprendió que lo haría mientras él viviera.

En el armario donde ella guardaba las cosas de la limpieza encontró una cuerda para colgar la ropa, pero no pudo hacer un nudo, sino que permaneció sentado con la cuerda verde de plástico entre sus manos, incapaz de quitarse la vida.

Después de una hora o dos -no sabía cuánto tiempo había transcurrido-, dejó que la cuerda resbalara al suelo y se puso de pie. Comió algunos restos directamente de la nevera, entró en el cuarto de costura y se durmió después de un par de minutos.


*****

Durante el día Allan Fredriksson había localizado al hermano de Vincent Hahn en Tel Aviv y con la ayuda de sus colegas israelíes consiguió ponerse en contacto telefónico con él.

Wolfgang Hahn, que trabajaba como profesor de informática, no había estado en Suecia desde hacía siete años. Durante ese tiempo había hablado con Vincent un puñado de veces, la última hacía un año. Aseguró desconocer el número de teléfono más reciente de su hermano. A la pregunta de si había algún conocido en Uppsala que pudiera aportar alguna información, Wolfgang nombró a su ex mujer, que mantenía un cierto contacto con Vincent.

– ¿Cómo están las cosas por Svedala? He oído que pronto tendrán más árabes de los que tenemos aquí, y nosotros ya tenemos problemas de sobra con los nuestros.

– Quizá se deba a que les han quitado sus tierras -dijo Fredriksson con calma-. ¿Cómo se llamaba Tel Aviv hace cincuenta años?

Wolfgang Hahn se rió.

– Veo que ya se han infiltrado en el cuerpo de policía -dijo sin rencor en su voz.

– ¿Tendrán navidades blancas? -fue la última pregunta del sueco expatriado. Cuando Fredriksson colgó le sorprendió que Wolfgang no le hubiera preguntado por qué buscaban a su hermano.

Vivian Molin aparecía en la guía de teléfonos como asistente de laboratorio y vivía en la calle Johannesbäcksgatan. Según Wolfgang estaba de baja por enfermedad, no sabía cuál, desde hacía un tiempo. No tenían hijos en común y vivía sola. Hacía unos años había figurado un cohabitante, pero ya no aparecía. Vivian Molin no respondió al teléfono.

Fredriksson llamó a la seguridad social. No constaba que estuviera de baja por enfermedad. Tampoco aparecía empleador alguno. El último trabajo conocido era de becada en el Centro de Biomedicina en las afueras de la ciudad. Ese trabajo finalizó en agosto.

¿Era posible que Vincent Hahn hubiera buscado a su ex cuñada? Según el hermano de Tel Aviv no tenían muy buena relación. Fredriksson suspiró. Jönsson y Palm estaban en Sävja llamando de puerta en puerta. Hasta ahora la investigación entre los vecinos de Hahn en Bergslagsresan no había dado resultado. La mayoría no pudo identificar a su vecino en la fotografía mostrada por la policía. El vecino de al lado, un bosnio de Sarajevo, esbozó una sonrisa sarcástica cuando Jönsson le preguntó si se relacionaba con Vincent Hahn.

Fredriksson apartó los papeles. En realidad no deseaba ocuparse de Hahn. Era el asesinato de Johny lo que había en su mente. Estaba seguro de que se resolvería, le embargaba una seguridad que no se apoyaba en nada concreto, sino que era una sensación basada en muchos años de experiencia y la probabilidad de que se resolviera un asesinato cometido en los círculos en los que se movía Johny. La sugerencia de la partida de cartas y la supuesta gran ganancia de John proporcionaban un motivo plausible. Habría que buscar al asesino en el círculo de jugadores ilegales. Fredriksson estaba cien por cien seguro. Se trataba de devanar la madeja.

Había discutido con Haver la eventual conexión entre Johny y Hahn, pero ambos dudaban de ella. Que los dos fueran compañeros de escuela podía tratarse de una simple coincidencia. El asesinato de Johny no era obra de Hahn. Si bien es cierto que sabían bastante poco del perfil, del pasado y del comportamiento de Hahn, el hecho de que encontraran a John en el vertedero de nieve de Libro hablaba en contra de que Hahn fuera el asesino. ¿Cómo podría haber llevado el cuerpo hasta allí sin coche y sin carné de conducir?

Alguien lanzó la idea de que Hahn se vengaba de una manera espantosa de los compañeros de escuela que tuvieran animales domésticos. John con sus peces y Gunilla Karlsson con su conejo. Que él era una especie de libertador de animales, Fredriksson consideraba que la teoría era demasiado rebuscada.

Volvió a llamar a Vivian Molin con el mismo resultado. ¿Debería ir a Johannesbäck y echar un vistazo? Sin duda Vivian Molin era el único nombre que tenían. ¿Quizá ella pudiera proporcionar alguna pista sobre el paradero de Vincent Hahn?

Fredriksson se sacó los zapatos de andar por la oficina, se anudó las botas, descolgó el gorro de piel y se puso en camino.

Diciembre. El sol apenas tenía fuerzas para alzarse sobre el horizonte. Ahora no importaba mucho. Las nubes cubrían Uppsala y se presentía nieve en el ambiente. Allan Fredriksson se sentó en el coche, pero se demoró un rato antes de girar la llave de contacto. «Fiesta de Navidad.» Las palabras le llegaron de ninguna parte. La policía solía tener su propia fiesta de Navidad, por lo menos hasta bien entrados los años setenta. No lo recordaba bien, pero seguramente era un recuerdo soñado de la infancia: ruidosas voces de adultos; las de niños no altas sino más bien esperanzadas, vestidos de fiesta, peinados; un Papá Noel con barba postiza.

Hacía mucho tiempo. Fredriksson saboreó las palabras. Simplemente pronunciarlas sonaba anticuado.

– Hacía mucho tiempo -dijo en alto.

Eso era lo que se decía. ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor? Giró la llave y el motor del coche respondió con un quejido. Demasiado pensar, demasiado acelerar.

En la esquina de la calle Verkmästargatan con la Apelgatan habían chocado dos coches. Fredriksson sopesó por un instante detenerse, pero se abstuvo al ver los rostros de las partes involucradas. Las colisiones no eran asunto suyo. A Fredriksson siempre le habían resultado difíciles los accidentes de tráfico cuando trabajaba de patrulla; no era debido a los daños corporales, sino más bien porque había demasiados locos al volante.

Allan Fredriksson llamó a la puerta de Vivian Molin, esperó unos minutos y volvió a llamar. Ninguna respuesta. Entreabrió la ranura del buzón e intentó mirar dentro. Le llegó una ráfaga de olor a apartamento sin ventilar. No se veían cartas ni periódicos en el suelo. Al cerrar la ranura del buzón le pareció oír un chasquido en el interior del apartamento, como cuando uno enciende una lámpara. Escuchó atentamente, abrió de nuevo la ranura, pero no se oía absolutamente nada. ¿Se habría equivocado? Enderezó la espalda.

Sacó el móvil y el papel con el número de Vivian Molin. Dejó que sonara seis tonos, pero no se oyó nada en el apartamento. O se había roto la conexión o ella había apagado la señal de llamada.

Fredriksson permaneció pensativo. Se dio la vuelta y estudió la puerta del vecino. En el buzón ponía M. ANDERSSON. Llamó. Una mujer abrió de inmediato, como si hubiera estado al otro lado sujetando el pomo. Alrededor de setenta años, con el cabello blanco y largo recogido en una trenza, La mano sobre el pomo era delgada con grandes venas hinchadas azul oscuro.

Se presentó y explicó que buscaba a Vivian Molin.

– Pasa algo raro -dijo la mujer de inmediato.

– ¿Qué?

– He oído unos ruidos raros por la mañana. Un hombre vino ayer por la noche, tarde.

– ¿Cuándo ha oído los ruidos?

– Alrededor de las once. Acababa de preparar el fiambre de ternera en gelatina. Por la tarde me voy a Kristinehamn. El fiambre también. Estaba ahí abajo en la calle gritando.

– ¿Cómo era?

– No pude verlo bien, pero llevaba puesto un gorro. Vivian lo dejó entrar.

– ¿Bajó Vivian a abrirle la puerta?

– Sí, la cierran a las nueve.

– ¿Cómo era ese ruido que ha mencionado?

– Era como un chillido. Ha pasado algo. He estado a punto de llamar a la policía, pero una no debe meterse en los asuntos ajenos.

– ¿Conoce bien a Vivian? ¿Suele tener visitas nocturnas?

– No, nunca. Esta escalera está siempre tranquila.

– ¿Suele ir a trabajar?

– Está de baja. Está quemada, como se dice hoy en día.

Fredriksson le agradeció la información, bajó a la calle y desde ahí llamó al comisario de guardia. Ocho minutos más tarde llegaba una patrulla al lugar y un poco después, un cerrajero de Pettersson & Barr. Un joven con rastas de poco más de veinte anos.

Fredriksson y sus colegas uniformados dialogaron sobre cómo actuar. Si Vincent Hahn se encontraba en el apartamento con toda seguridad podía estar armado. No era probable que dispusiera de un arma de fuego; más bien un cuchillo u otra arma blanca, quizá.

El chico de las rastas forzó la puerta en treinta segundos. Silbaba mientras trabajaba y Fredriksson le pidió que guardara silencio.

Cool, ¿eres el Carella de Uppsala?

Fredriksson no tenía ni idea de quién era ese tipo, pero asintió. Slättbrant, cuya tranquilidad era célebre en el cuerpo, abrió la puerta.

– Policía -gritó a través de la ranura de la puerta-. ¿Hay alguien en casa?

Silencio.

– Torsten Slättbrant, de la policía. Voy a entrar.

Abrió la puerta y entró en el apartamento con el arma reglamentaria en la mano izquierda. Dio un paso más, mientras echaba una ojeada a lo que Fredriksson creyó que era la puerta de la cocina. Luego permaneció parado una decena de segundos husmeando como un perro de caza.

Miró a su alrededor, sacudió la cabeza.

– ¿Hay alguien en casa? -repitió, y Fredriksson sintió como crecía su impaciencia.

– Qué blando -dijo el de las rastas, y Fredriksson le señaló que se mantuviera a un lado.

– Tú no eres como Carella -insistió el cerrajero en voz baja, y bajó hasta el rellano.

– Hay una mujer debajo de la cama del dormitorio -avisó Göthe, el otro policía uniformado.

Fredriksson asintió con la cabeza como si ya lo supiera.

– Creo que la han estrangulado -añadió Göthe.

El cerrajero se materializó detrás de él y asomó la cabeza.

– ¡Esfúmate! -gritó Fredriksson.


*****

– ¿Podemos excluir a Hahn de la investigación sobre Johny?

La pregunta de Ottosson planeó sobre la sala de reuniones durante unos segundos. Un tubo fluorescente parpadeaba subrayando el ambiente de nerviosismo que reinaba.

– ¿Alguien puede arreglar esa luz? -pidió Sammy Nilsson.

– No creo que Hahn haya tenido nada que ver con Johny -comenzó Fredriksson-. Su perfil es diferente. Ya sabéis cómo era su correspondencia, una persona insatisfecha que trataba a la humanidad desde un punto de vista completamente retorcido. Leí una carta que envió a la empresa de autobuses de Uppsala en la cual proponía autobuses especiales para inmigrantes, para que los suecos no tuvieran que mezclarse con los cabezas negras. Es mera coincidencia que fuera compañero de escuela de John.

– Yo no estoy tan seguro -interrumpió Sammy-. Podemos prescindir del motivo. El tío estaba sencillamente pirado y se le ocurrió algo; quizá se tropezó con John, al que conocía de su época de colegio. Quizá tenían cuentas pendientes y acabaron peleándose.

– ¿Dónde? -preguntó el jefe de la Unidad Central de Inteligencia Criminal-. ¿En la calle Vaksalagatan, mientras John esperaba el autobús? ¿Dónde tuvieron lugar el asesinato y la tortura? ¿Y cómo trasladó el cuerpo hasta Libro?

Morenius sacudió la cabeza.

– Sabemos muy poco de Hahn -expuso Sammy-. Quizá disponía de un apartamento, y puede que también de un coche. No hemos encontrado a nadie que realmente lo conozca, que sepa qué hace durante el día.

Ottosson se rascó la cabeza.

– Creo que podemos excluir a Hahn -dijo, pero su voz no sonó del todo convincente.

– El asesino de Johny se encuentra entre los jugadores de cartas u otros sospechosos -intervino Berglund.

– Debemos continuar siendo objetivos -dijo Ottosson-, no podemos bajar la guardia. Es fácil perder la lucidez sin darse cuenta.

– Vale -coincidió Haver-, además de John, había otras ocho personas la noche de la partida de póquer. Ljusnemark nos dio los nombres. Hoy hemos interrogado a cuatro, además de a Ove Reinhold. Nos quedan tres. Uno, al parecer, está en el extranjero, quizá en Holanda. Su madre vive allí. A otro se lo ha tragado la tierra y el tercero es Mossa, el iraní, al que todos conocemos y que al parecer está de viaje. Hemos hablado con su hermano y su madre, que viven en la ciudad.

– ¿Quién es el que quizá esté en Holanda?

– Dick Lindström.

– ¿El de los dientes?

Haver asintió.

– El mismo.

– ¿A quién dices que se lo ha tragado la tierra?

– A un tal Allan Gustav Rosengren, conocido como Labios. Condenado dos veces por receptación, la última hace cinco años. No tiene dirección conocida. La última es de hace dos años, en Mälarhöjden, realquilado de una señora mayor. Desde que se mudó de ahí ha desaparecido de todos los archivos.

– Así que dientes y labios -dijo Riis.

– ¿Podemos descartar a Ljusnemark como asesino? -preguntó Morenius.

– Creo que sí -consideró Haver-. Parece un timorato. Me resulta difícil imaginármelo cortando un dedo.

– ¿Entonces el motivo sería dinero?

– Es poco probable que fueran deudas de juego -dijo Haver-. Todos certifican que Johny ganó. La cantidad varía, pero ronda unos doscientos pavos. Si John tuviera deudas podría haberlas pagado.

– ¿Quizá no quiso?

– Es cierto.

– Puede que le cogiera gusto, tuviera unas cuantas malas partidas y acabara teniendo deudas.

– Es posible -dijo Haver-. La partida tuvo lugar a finales de octubre. Tuvo tiempo de sobra para jugar al póquer hasta el asesinato.

– No lo creo -replicó Ottosson-. Johny era listo y responsable. Nunca se jugaría tanto dinero.

– Pero para ganar tanto debería haber tenido mucho dinero al principio. Muchos de ellos dijeron que apostaba fuerte, casi con desesperación. Nadie lo había visto jugar así antes.

– Quizá ganó por eso -dijo Fredriksson-. Los pilló a todos por sorpresa.

– ¿Y no puede ser simplemente que alguien se enfadara? -preguntó Morenius, el jefe de la Unidad de Información Criminal, el eterno preguntón.

– No creo -dijo Haver.

Deseaba que alguien apuntara algo nuevo. Lo que había salido a la luz hasta el momento eran cosas sobre las que él ya había reflexionado, pero al mismo tiempo sabía que la conversación tenía que seguir ese curso para que fuera posible crear un escenario creíble.

– Volviendo a Hahn -expuso Ryde, el técnico forense-. Está claro que Vivian Molin ha sido estrangulada y que ha ocurrido esta mañana. Hahn durmió allí, hemos encontrado pelos suyos en la cama de la habitación en la que al parecer pasó la noche. El periódico de hoy se encontraba bien doblado en el fondo del cubo de basura, como si hubiera querido esconderlo. El cable del teléfono estaba arrancado. Quiso impedirle que llamara o a lo mejor era lo único que tuvo a mano cuando fue a estrangularla. Seguramente se enteró de que Hahn se había colado en casa de Gunilla Karlsson en Sävja.

– Por la radio o la televisión local -aclaró Fredriksson-. Había una radio en la cocina.

Ryde asintió. Fredriksson era el único que podía interrumpir al técnico sin que este resoplara.

– Cierto. Tendremos que investigar si se mencionó el ataque de Sävja en alguna emisión. No hay rastro de una tercera persona, aunque no podamos excluirlo. Asesinato, el motivo no está claro, un ataque de locura o para silenciar a alguien que sabía demasiado -finalizó Ryde.

– ¡Perfecto! -exclamó Ottosson sonriendo, pero con una sonrisa que denotaba un gran cansancio. El comisario jefe tenía el cuerpo febril y muchos pensaban que debía quedarse en casa, sobre todo Lundin, que se negaba a estar a su lado.

– ¿Cómo se desplazó desde el Hospital Universitario hasta Johannesbäck? -preguntó Berglund-. Quizá, de todos modos, disponía de un coche.

– No es muy probable que cogiera el autobús, pero tendremos que comprobar los taxis -indicó Fredriksson.

– Lo único que podemos hacer es tratar de investigar a posibles conocidos de Hahn y proseguir con el resto de la investigación. Es bastante probable que ande por la ciudad -añadió Ottosson-. Es de ese tipo de personas. Allan, tendrás que cavilar sobre dónde se oculta Hahn.

– Gracias -dijo Fredriksson, y se pellizcó con los dedos la punta de la nariz.

– ¿Qué hacemos con John? -preguntó Morenius.

– Controlaremos al grupo del póquer, investigaremos sus coartadas y buscaremos a Lindström, el holandés, a Labios Rosegren y a Mossa -señaló Haver-. No hay mucho más que hacer. He estado pensando en una cosa. Mucha gente dice que John planeaba algo, algo grande. ¿Qué podría ser?

– Yo creo que un negocio con peces de acuario -dijo Berglund-. Pettersson me comentó que John mencionó algo por el estilo.

– No tiene por qué ser un negocio -objetó Sammy-. A lo mejor se refería al póquer.

– ¿Hemos comprobado lo de la partida de póquer con la mujer de John?

– Beatrice está ahora con ella -informó Ottosson.


*****

Estaban sentadas en la cocina como la primera vez que Beatrice visitó a Berit y a Justus. El muchacho permaneció en el vano de la puerta un rato para luego desaparecer a su cuarto. La música rap se oía desde la cocina.

– Pone la música muy alta, pero no tengo fuerzas para decírselo -dijo Berit sin ánimo de excusarse, sino más bien como una seca constatación.

– ¿Cómo está?

– Poco comunicativo. No va al colegio y se pasa el día sentado frente al acuario.

– ¿Estaban muy unidos?

Berit asintió.

– Mucho -concedió al rato-. Estaban siempre juntos. Si había alguien que pudiera influir en John, ese era Justus.

– ¿Cómo andaban económicamente? Usted dijo que a veces tenían problemas.

Berit miró por la ventana.

– Estábamos bien.

– ¿Cómo iban las cosas estos últimos meses?

– Sé adonde quiere llegar. Cree que John estaba involucrado en algo raro, pero no es el caso. Quizá fuera callado e inaccesible a veces, pero no era tonto.

– Soy de la misma opinión. Pero voy a ir al grano: al parecer John ganó una gran suma de dinero este otoño.

– ¿Ganó? ¿Se refiere a los caballos?

– No, jugando a las cartas. Al póquer.

– Jugaba a las cartas a veces, pero nunca apostaba grandes cantidades.

– Doscientas mil coronas -informó Beatrice.

– ¿Qué? No es posible.

La sorpresa de la mujer parecía auténtica. Tragó saliva y miró a Beatrice con una expresión de total incomprensión.

– No solo es posible, sino también muy probable. Tenemos bastantes testigos que lo confirman.

Berit bajó la cabeza y se hundió. Palpó con los dedos de una mano el mantel y pellizcó un poco los bordados que representaban a un gnomo en trineo. La música del cuarto de Justus se había acabado y el apartamento se encontraba en completo silencio.

– ¿Por qué no dijo nada? Doscientas mil coronas, eso es muchísimo dinero. Tienen que estar equivocados. ¿Quién asegura que ganara tanto?

– Entre otros, cuatro personas que perdieron dinero esa noche.

– Y ahora están enfadados y quieren llenar de mierda a John.

– Puede pensar eso, pero creo que dicen la verdad. Participar en una partida con dinero no es ningún mérito, pero están presionados y han decidido ser sinceros. Además, a muchos de ellos les cuesta explicar de dónde provienen esas grandes cantidades de dinero con las que jugaban.

– ¿Lo asesinaron por culpa del dinero?

– No es una idea descabellada.

– ¿Y ahora dónde está ese dinero?

– También hemos pensado en ello. Quizá se lo robaron a John cuando fue asesinado, o está en alguna cuenta, o…

– Aquí, en casa -añadió Berit-, pero aquí no hay dinero.

– ¿Lo ha comprobado?

– Bueno, comprobado… He recogido un poco después de lo de John y ustedes también han estado revolviendo entre sus cosas.

– Tendremos que registrar una vez más.

– Pronto será Navidad, estoy pensando en Justus. Debería tener un poco de paz y tranquilidad.

Continuaron charlando. Beatrice intentó que Berit recordara -ahora que sabía que John había dispuesto de tanto dinero- si durante el otoño ocurrió algo inesperado, pero, según Berit, John no había cambiado.

Beatrice le enseñó las fotografías de las personas que participaron en la partida de póquer. Berit las estudió detenidamente, pero no reconoció a ninguno de ellos.

– Uno de ellos puede ser el asesino de John -apuntó.

Beatrice no respondió nada, sino que recogió las fotografías.

– ¿Le importa si hablo con Justus?

– No puedo impedírselo -le respondió Berit tranquila-. ¿También le va a enseñar las fotografías?

– No creo, pero me gustaría saber si notó algún cambio en el comportamiento de John durante el otoño.

– Hablaban sobre todo de peces.

Beatrice se puso en pie.

– ¿Cree que querrá hablar conmigo?

– Tendrá que preguntárselo. Una cosa nada más, ¿cuándo ganó el dinero?

– A mediados de octubre -respondió Beatrice.


*****

Beatrice llamó con cuidado y luego entreabrió la puerta. Justus estaba sentado en la cama con las piernas encogidas. A su lado había un libro abierto.

– ¿Estás leyendo?

Justus no dijo nada, cerró el libro y la miró con una expresión que Beatrice no supo interpretar. Vio distanciamiento, por no decir repulsión, pero también curiosidad.

– ¿Podemos hablar un rato?

Asintió y ella se sentó en la silla del escritorio. Justus la observó con una mirada intensa.

– ¿Cómo estás?

El chico se encogió de hombros.

– ¿Se te ocurre algo que pueda explicar la muerte de tu padre?

– ¿Como qué?

– Algo que dijera en algún momento, que no te pareciera tan importante entonces, pero que quizá sí lo fuera. Sobre algún amigo del que pensaba que estaba loco o cualquier cosa.

– No dijo nada de eso.

– A veces los adultos quieren contar algo pero tal vez no les sale bien del todo, no sé si entiendes lo que quiero decir.

Beatrice guardó silencio para darle tiempo. Se levantó y entrecerró la puerta antes de proseguir.

– ¿Te daba dinero de vez en cuando?

– Tengo paga mensual.

– ¿Cuánto?

– Quinientas coronas.

– ¿Tienes de sobra? ¿Qué compras?

– Ropa, discos, algún juego,

– ¿Te daban más a veces?

– Sí, si lo necesitaba y se lo podían permitir.

– ¿Te han dado más este otoño? ¿Te pareció que John tuviera más dinero que de costumbre?

– Ya sé adonde quieres llegar. Crees que papá robó dinero en alguna parte, pero él se ganaba el sueldo como todo el mundo.

– Estaba en el paro.

– Ya lo sé. Fue el Sagge ese quien lo fastidió todo, no comprendía que papá era el mejor soldador.

– ¿Fuiste a verlo al taller?

– Alguna vez.

– ¿Sabes soldar?

– Es difícil de cojones -sostuvo Justus con énfasis.

– ¿Lo has intentado?

Asintió con la cabeza.

– ¿Qué quieres decir con eso de que Sagge lo fastidió todo?

– Papá se quedó en el paro.

– ¿Estaba preocupado?

– Estaba…

– ¿Enfadado?

Asintió de nuevo.

– ¿De qué solíais hablar?

– De peces.

– Yo no tengo ni idea de peces de acuario, y nunca había visto un acuario tan grande.

– Es el más grande de la ciudad. Papá era muy listo. Le vendía peces a la gente y a veces iba a hablar de los cíclidos.

– ¿Dónde hacía eso?

– En reuniones. Hay una asociación en Suecia para los propietarios de cíclidos.

– ¿Viajaba mucho?

– El año que viene tenía que ir a Malmö. Esta primavera estuvo en Gotemburgo.

– ¿Ahora te vas a encargar tú del acuario?

– Papá me lo enseñó todo.

– Estás en tercero. ¿A qué te dedicarás?

Beatrice comprendió al momento que era un error empezar a hablar del colegio. La expresión del chaval cambió de inmediato. Se encogió de hombros.

– Quizá puedas trabajar con acuarios.

– Quizá.

– ¿John nunca pensó en trabajar con peces y acuarios?

El chico estaba sentado en silencio. El mal humor del comienzo fue reemplazado por una especie de tristeza pasiva. Los pensamientos sobre el padre sobresalían como pesados troncos hacia una represa en el cada vez más estrecho cauce del río. Beatrice continuó sonsacándole información, pero no deseaba insistir demasiado. Su experiencia le decía que, más adelante, eso causaría un bloqueo mayor. Ahora quería entrar en contacto con él, establecer una intimidad, empujar cada uno de los troncos por separado.

– Si me preguntan algo sobre los acuarios, ¿te lo puedo preguntar a ti? ¿Sabes?, como policía y madre a una le pueden hacer muchas preguntas. Y es imposible saberlo todo.

Justus levantó la vista y la observó con una mirada que a ella le costó mantener. El chico parecía demasiado sensato, como si hubiera descubierto sus intenciones.

– Pregunta lo que quieras -contestó al cabo, y apartó la mirada.

Ella se puso en pie y abrió la puerta.

– Tienes que saber una cosa -dijo antes de dejarlo solo-, todas las personas con las que hemos hablado solo tienen buenas palabras sobre tu padre.

Él le lanzó una rápida mirada antes de que ella cerrase la puerta tras de sí.

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