20

Mossa permaneció un rato fuera del restaurante. Sacó un cigarrillo, lo encendió y le dio una calada; lanzó un saludo con la cabeza a un conocido que entraba. A Lennart le pareció que había envejecido. El pelo negro ya no era tan negro y la pose, no tan segura, pero aún conservaba su estilo. «Tibio -pensó Lennart-. No es frío, sino tibio.»

El iraní estaba solo. Como de costumbre. Esa era la razón de su éxito. Jugaba sus propias cartas, aceptaba las pérdidas, pero sobre todo las ganancias.

Comenzó a caminar. Lennart lo siguió, pero no demasiado cerca. Creía que Mossa lo notaría, como si tuviera un radar interno. Lennart prefirió esperar. Contactar con él en mitad de la calle no era buena idea, nunca se sabía quién podría verlos juntos. A Lennart no le importaba, pero Mossa podía ser muy sensible con aquellas cosas.

Lo siguió calle Sysslomansgatan abajo. Había un decímetro de nieve en las aceras y cada paso que Lennart daba le recordaba la muerte de su hermano en el vertedero de nieve y crecía con fuerza su determinación de castigar al asesino de John.

Las huellas de Mossa eran pequeñas. Todo él era delgado. Se movía con rapidez y sin dificultad, se desplazaba fumando con la cabeza encorvada. Lennart lo vio pasar por la calle Sankt Olofsgatan y decidió abordarlo en el callejón estrecho y mal iluminado al pie de la catedral. Aceleró sus pasos amortiguados por la nieve.

De repente Mossa se dio la vuelta. Ahora Lennart estaba justo a su lado, quizá a solo un par de metros.

– ¿Qué quieres?

– ¿Qué tal, Mossa, cómo estás?

– ¿Qué quieres? -repitió el iraní, y dejó caer el cigarrillo recién encendido al suelo.

– Necesito ayuda -dijo Lennart, pero se arrepintió al momento. Mossa no ayudaba a nadie, solo a su madre y a su hermano pequeño minusválido. Observó a Lennart con un semblante inexpresivo.

– Tu hermano era torpe, no hay que darle más vueltas -señaló Mossa al cabo.

Lennart sintió una mezcla de alegría, excitación y miedo. Mossa lo había reconocido y hablaría con él.

– ¿Qué quieres decir?

– Exactamente lo que digo, era un torpe, un imprudente.

– ¿Sabes algo?

Mossa encendió un cigarrillo. Lennart se acercó un paso. El iraní alzó la mirada y metió la mano en el bolsillo del abrigo.

– No -repuso lacónico.

– ¿No has oído nada?

– Tu hermano era un buen tipo, no como muchos otros suecos. Me recordaba a un amigo mío de la infancia, en Shiraz.

El iraní guardó silencio, dio una calada.

– Solo sé que estaba planeando algo. Algo grande, demasiado grande para él. ¿Sabes?

El, por lo general, cuidado lenguaje de Mossa adquiría de vez en cuando tintes callejeros.

– En octubre oí algo. Un negocio. De pronto John manejaba más dinero de la cuenta. Fue en una partida, quiso subir la apuesta, jugar para ganar aún más.

Lennart pisoteaba nervioso la nieve. Los zapatos dejaban entrar la humedad. La charla de Mossa era reflexiva.

– Y ganó.

– ¿Cuánto?

Mossa sonrió. Lo hacía de buena gana cuando se trataba de ganancias al póquer.

– Mucho más de lo que tú hayas tenido nunca en las manos. Casi doscientos mil pavos.

– ¿Ganó doscientas mil coronas?

El iraní asintió con la cabeza.

– ¿Qué dijo?

– Nada de nada, recogió su dinero y se largó. Eran las cuatro y media de la mañana.

– ¿Dónde tuvo lugar la partida?

– Yo mismo perdí treinta y cinco mil -dijo Mossa.

Lennart se sintió engañado, traicionado por su hermano. Había ganado una fortuna y no le había dicho nada. Fue como si Mossa pudiera leer sus pensamientos.

– Cuando nos cruzamos dijo algo así como que la cosa ya empezaba a ser de verdad, ahora podría realizar su sueño. Y que tú formabas parte de él.

– ¿Yo?

– Sí, solo tenía un hermano, ¿no? Dijo que su hermano también participaría.

– ¿En qué?

– Creía que tú lo sabrías.

Lennart agitó la cabeza sin comprender nada. ¿Él formaría parte? ¿De qué? ¿Qué era lo que John había planeado con tanto secreto? Lennart no entendía nada. No había oído ni una insinuación, ni una sola palabra.

– Mi amigo de Shiraz también murió joven. Lo quemaron vivo. El tuyo murió en la nieve.

– ¿Dijo algo más?

Mossa miró a Lennart. Apareció un destello de amabilidad en su mirada.

– Creo que le caías bien a John -dijo, y pescó de nuevo el paquete de cigarrillos.

– ¿Quién más sabía lo del dinero?

– Habla con su amigo, creo que se llama Micke.

– ¿Lo sabía?

– No lo sé, pero John mencionó su nombre.

Pasó una pareja de ancianos. Mossa se apartó.

– Ahora tengo que irme -dijo, se dio media vuelta, adelantó a la pareja y dobló la esquina hacia el puente Dom.

Lennart permaneció parado, aturdido por toda la información. ¿Qué había de cierto en todo aquello? ¿Mossa se había burlado de él? No, ¿por qué iba a hacerlo? A Lennart le había dado la sensación de que el iraní lo había estado esperando, que deseaba hablar de John y contarle que había ganado al póquer.

¿Qué sabía Micke? ¡Menudo cabrón! Ahí sentado, tan mojigato, sollozando sobre la amistad, sin mencionar en ningún momento que John había ganado un pastón.

Lennart pateó con los pies para quitarse la nieve y el frío de encima. Decidió buscar a Micke inmediatamente y ponerlo contra la pared. Se había olvidado de preguntarle a Mossa quiénes habían estado alrededor de la mesa de póquer. Quizá alguno de ellos quiso vengarse por la pérdida. Mossa había perdido treinta y cinco mil coronas, pero alguien tuvo que perder mucho más. ¿Quiénes habían ganado y quiénes habían perdido?

Mossa nunca revelaría la identidad del resto de participantes. Sería una violación del acuerdo tácito entre jugadores. Había que aceptar las ganancias y las pérdidas, pero después nadie podía ir hablando mierda, esa era la regla. Por otro lado, perder hacía que la gente cavilara, muchas veces de forma vengativa, y entonces el código de honor cedía.

John no era de los que hacían rabiar con su conversación o sus pullas. Nunca se daba aires de superioridad, pero Lennart sabía que el dinero podía echar a perder a una persona. Quizá alguien se había vengado.


*****

Micke acababa de ver una película de suspense alemana en la tele cuando oyó como se abría la puerta de la calle. Se levantó de un salto del sofá y, por un instante, pensó que John había regresado. Después el miedo se apoderó de él. Se acurrucó instintivamente detrás del sillón cuando la puerta de la calle se cerró tras el intruso.

– ¿Dónde coño estás?

La voz de Lennart sonaba como cuando se había tomado un par de tragos, una mezcla de impaciencia, rabia y supuestos agravios. Micke se puso en pie en el mismo instante en que Lennart entró en el salón.

– ¿Por qué coño te escondes?

– ¿No te han enseñado a llamar? ¿Y cómo has entrado en el portal?

Su miedo ahora se tornó en rabia.

– Chilla lo que quieras -dijo Lennart, y se situó en medio de la habitación-. ¿Por qué mientes?

– ¿Qué quieres decir?

– Me refiero a John. Ganó mucha pasta y no dijiste ni mierda.

– Creía que lo sabías.

– Una mierda. Lo ocultaste.

De pronto Micke se sintió agotado. Se sentó de nuevo en el sofá y alargó la mano tras el vaso de vino, pero estaba vacío.

– No te sientes ni pongas caritas de gilipollas -gritó Lennart de repente.

– ¿Qué te pasa? Sabía que había ganado dinero jugando al póquer, pero nada más. No me contó con quién jugaba.

– ¿Te dijo cuánto?

Micke negó con la cabeza.

– Ya sabes cómo era John.

– ¡No hables mierda de mi hermano!

Lennart se acercó un paso al sofá.

– ¡Tranquilízate!

– No me digas lo que tengo que hacer, ¡cabrón de mierda!

Agarró a Micke por la camisa y lo levantó del sofá de un tirón. «Qué fuerte es», le dio tiempo a pensar a Micke antes de que Lennart le diera un cabezazo en la nariz. La habitación dio vueltas y su cuerpo se desplomó sobre la mesa.

Cuando recobró el conocimiento Lennart había desaparecido. Se puso con dificultad a cuatro patas. Le sangraba la nariz. Se palpó el rostro con una mano. «Qué gilipollas es ese cabrón», pensó, y la rabia le llegó como una ola, primero porque la alfombra estaba perdida de gotas de sangre, luego por no poder estar en paz en su propio apartamento.

«Lo voy a denunciar», pensó, pero se arrepintió enseguida. No era una buena idea, más bien todo lo contrario. Lennart nunca olvidaría ni perdonaría algo así. Lo perseguiría durante años. Quizá no lo atacase físicamente, pero no lo dejaría tranquilo. Micke no se relacionaba con Lennart, pero este había estado presente como hermano de John. Ahora el contacto esporádico desaparecería por completo. Mejor así, Micke no quería arriesgarse a recibir más visitas de Lennart.

«Lo mejor es estarse quieto, sonarse y esperar que el loco ese no regrese», pensó mientras intentaba ponerse en pie y dirigirse al cuarto de baño tambaleándose.

Ahí dentro estaba Lennart, sentado en el inodoro, llorando en silencio. Tenía el rostro hinchado y enrojecido.

– Está bien -dijo Micke-, vete a casa. Tómate una cerveza y olvida todo esto.

– Lo echo de menos -soltó Lennart sollozando-. Mi hermano pequeño.

Micke posó la mano sobre su hombro.

– Lo entiendo, John era el mejor de todos nosotros.

Загрузка...