Modig recibió la llamada de emergencia a las siete y treinta y cinco. Había trabajado en el turno de noche, pero aún seguía en su puesto. Su compañero Tunander había chocado de camino a la ciudad y no llegaría hasta las ocho.
Esto no afectó a Modig lo más mínimo. Nadie lo esperaba en casa y se sentía extrañamente espabilado. Pronto comenzarían sus vacaciones de Navidad. Se había tomado un largo permiso y había reservado un viaje a México con salida la víspera de Nochebuena. Cuando recibió la llamada estaba pensando en cómo sería la comida mexicana. Su experiencia en los bares mexicanos de Estocolmo no le hacía albergar muchas esperanzas.
– ¡Alguien ha estrangulado a Ansgar! -exclamó una mujer indignada.
Modig no soportaba a la gente que jadeaba, o que respiraba emitiendo ruidos, al teléfono. Le molestaba.
– Tranquila -contestó.
– ¡Está muerto!
– ¿Quién?
– ¡Ya se lo he dicho, Ansgar!
– ¿Cómo se llama?
– Gunilla Karlsson.
La mujer ya no respiraba con tanta vehemencia.
– ¿Dónde vive?
La mujer consiguió con cierto esfuerzo notificar su dirección y Modig escribió los datos con un estilo enmarañado.
– Cuénteme qué ha pasado.
– He salido al porche y lo he visto colgado de la barandilla.
– ¿A Ansgar?
– En efecto. He visto inmediatamente que estaba muerto. Y no es mío. Oh, Dios mío, ¿cómo podré explicárselo? Malin se pondrá tristísima.
– ¿Quién es Ansgar?
– Es el conejo del vecino.
Modig no pudo menos que reír. Le hizo una seña a Tunander, que acababa de entrar, escribió «Conejo muerto» en el cuaderno y se lo alargó al compañero.
– ¿Y lo ha encontrado en su porche?
– Yo lo cuidaba. Los vecinos están de viaje y yo me ocupaba de él. Le daba de comer y de beber por las mañanas.
– ¿Alguien lo ha colgado de la barandilla o ha quedado atrapado?
– Tiene una cuerda alrededor del cuello. Lo han asesinado.
«¿Se puede asesinar a un conejo?», pensó Modig. Escribió «Asesinado» en el cuaderno.
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
Tunander abandonó entre risas la habitación.
– Ayer noche, cuando le di de comer. Oh, Dios mío -repitió la mujer, y Modig comprendió que pensaba en Malin.
– ¿Tiene alguna idea de quién podría desear estrangular al conejo? -preguntó, y de pronto le embargó un gran cansancio.
La mujer relató de manera meticulosa la rutina con el conejo. Modig miraba fijamente al vacío. Fuera, en la parte del edificio a la que llamaban «El mar», se oían las voces de los compañeros.
– Veré lo que podemos hacer -repuso Modig con amabilidad.
– ¿Van a pasar por aquí? Tengo que ir a trabajar. ¿Dejo a Ansgar colgando?
El policía reflexionó un instante.
– Déjelo colgando -dijo después.
Tunander regresó con una taza de café en la mano.
– ¿Cómo puede alguien llamar Ansgar a un conejo? -se preguntó Modig al colgar.
– ¿De qué raza era? -inquirió Tunander.
– ¿Raza?
– Hay una gran cantidad de clases de conejos, ¿no lo sabías?
Se sentó.
– ¿Qué te ha pasado?
– Únicamente daños en la carrocería -contó Tunander, y se puso inmediatamente serio-. Una tía ha chocado con el lateral.
Haver meneó la cabeza.
Modig se puso en pie.
– ¿Y qué tal por aquí?
– Tranquilo. Una serie de llamadas relacionadas con el asesinato de Johny.
– ¿Algo sustancioso?
– Quizá, no lo sé -respondió Modig distraído. Estaba realmente cansado. México aparecía como lo único positivo.
– Era blanco -dijo.
– ¿Quién?
– Ansgar -indicó Modig, y se levantó de la silla.
Modig abandonó el edificio para no regresar en casi catorce días. Al mismo tiempo, en la sala de reuniones comenzó la sesión del caso John Jonsson. Se había dado cita el grupo habitual de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violencia; Morenius, de la Unidad Central de Inteligencia Criminal; el fiscal instructor; Ryde, de la policía científica; Julie y Aronsson, de Seguridad Ciudadana, y Rask, que se encargaba de la relación con la prensa. Una veintena de personas en total.
Ottosson presidía. Se había convertido en todo un experto. Haver lo observó desde una esquina, sentado a la izquierda del comisario jefe. Ocupaba el lugar habitual de Lindell. Ottosson presintió los pensamientos de Haver, pues en ese mismo instante posó su mano sobre la de él, miró al colega y luego sonrió, de la misma manera que solía hacer cuando Ann Lindell se sentaba ahí.
El contacto duró un segundo, pero la cálida sonrisa y la señal que Ottosson le lanzó con la cabeza colmaron a Haver de alegría. Miró a su alrededor para comprobar si alguien había registrado el gesto de corporativismo, o quizá de compañerismo, que había recibido. Berglund, que estaba sentado frente a Haver, esbozó una sonrisa.
Haver se encontraba más tenso de lo normal. Solía sentirse deprimido cuando se reunían tantas personas alrededor de la mesa. La violencia y otras desgracias por el estilo eran las únicas causas de esa aglomeración de policías. Haver no estaba cansado de su trabajo, pero se daba cuenta, como todos los demás en el edificio, de que una investigación de asesinato quitaba recursos al resto de casos. Algunos criminales continuarían en libertad por estar ellos reunidos ahí. Era así de sencillo. La violencia engendra violencia, se decía, y era literalmente cierto. Quizá alguna que otra investigación sobre violencia de género o sobre alguna pelea en la ciudad quedaría sin resolver y eso, a su vez, animaba a los gamberros a continuar con sus desmanes.
El jefe de policía solía hablar de enviar «las señales correctas». Una investigación de asesinato era una muestra del aumento de la criminalidad. A Haver no le costaba comprenderlo, pero aquella mañana la idea le alcanzó con una fuerza excepcional; quizá se debía a que Sammy Nilsson se había quejado poco antes de entrar en la sala de reuniones. Participaba en un nuevo proyecto sobre violencia callejera puesto en marcha a raíz de una serie de «incidentes», como dijo el jefe de policía: tres casos de maltrato en los que habían estado involucradas diferentes pandillas de jóvenes la última la noche de Santa Lucía.
Ahora Sammy tendría que abandonar ese trabajo para participar en la investigación de Johny. Haver vio en el rostro del compañero la desilusión marcada y lo comprendió a la perfección. Sammy era el experto en adolescentes, quizá el mejor de la unidad. Junto con Estupefacientes había hecho grandes esfuerzos por disolver las pandillas, por razonar con los jóvenes que deambulaban como animales salvajes por la ciudad y los suburbios. Esas fueron las palabras exactas de Sammy: «Son como una manada de animales salvajes expulsados de sus pastos». No explicó dónde se encontraban esos «pastos». Tampoco quién o quiénes eran los expulsados. Haver opinaba que más bien eran las bandas las que expulsaban de las calles al resto de los habitantes pacíficos de Uppsala.
Ottosson pidió silencio y casi de inmediato reinó la calma alrededor de la mesa. El jefe de la unidad esperó unos segundos, toda la sala respiraba tranquilidad. Era como si desearan dedicar a Johny un minuto de silencio. Sabían que Ottosson había conocido a la víctima durante toda su vida adulta. Quizá era el motivo por el que todos, en una especie de acuerdo tácito, detuvieron su papeleo y sus conversaciones. Algunos miraron a Ottosson, otros bajaron la mirada.
– Johny ha muerto -comenzó Ottosson-. Seguro que habrá gente a la que esto no le parezca algo relevante.
Guardó silencio y Haver, mirando de reojo a su jefe, se percató de su incertidumbre sobre cómo debería proseguir, o quizá se sorprendía por cómo influirían sus palabras en los policías reunidos. Ottosson siempre se preocupaba por que el «ambiente» fuera distendido y Haver presentía que evitaba decir cualquier cosa que pudiera estropear esa atmósfera.
– Pero Johny -prosiguió Ottosson con voz potente- fue un chaval al que las cosas le fueron jodidamente mal. Muchos de vosotros conocéis a Lennart, su hermano mayor, y quizá ahí encontréis parte de la explicación. Yo tuve el honor de conocer a los padres de Johny, Albin y Aina; eran gente decente.
«¿Cómo va a poder llevar esto a buen puerto?», pensó Haver mientras sentía una repugnancia casi física. «Gente decente» era una valoración honorífica que Ottosson utilizaba de vez en cuando, una buena nota que no solo abarcaba una vida dentro de la ley.
Haver miró a Bea, que había visitado a la madre de John, para ver su reacción, pero esta estaba sentada con la cabeza inclinada sobre la mesa.
– Sé que intentaron encauzar a sus chicos, pero me temo que no lo lograron. Sabemos muy poco sobre qué es lo que determina a una persona -reflexionó.
Bea alzó la cabeza ante aquel arranque de especulación filosófica. Ottosson miró a su alrededor algo avergonzado, temía haber metido la pata con sus elucubraciones y abandonó el tema, para tranquilidad de Haver.
– Ola -dijo con un tono de voz diferente y más nítido-, cuéntanos qué ha pasado.
Haver comenzó transmitiendo un saludo de parte de Ann Lindell. Comprendió inmediatamente que había sido un error. Intentó reparar el daño relatando los pormenores del asesinato de Johny. Estableció los fundamentos, más tarde pasaría la palabra a sus colegas para que informaran del resto, que los técnicos colaboraran con lo suyo, notificaran lo esencial de los interrogatorios mantenidos. ¿Qué resultado había dado la investigación externa? ¿Qué habían sacado en limpio de las llamadas puerta a puerta? ¿Cuál era el resultado de la autopsia?
Haver repasó sistemáticamente los puntos de la lista que había anotado en su cuaderno por la mañana. Nadie lo interrumpió durante su exposición y al acabar reinó un extraño silencio entre los policías presentes.
«Habré olvidado algo», pensó Haver, y consultó su cuaderno.
– Perfecto -dijo Ottosson, y sonrió.
– ¡Ryde!
El técnico de la científica detalló sus descubrimientos con voz cansina. El vertedero de Libro era un lugar rico en hallazgos, aunque la larga lista sobre objetos encontrados, por supuesto, incluía algunos que nada tenían que ver con el asesinato.
Entre las cosas que se llevaban al vertedero había, además de nieve, gran cantidad de basura de las calles de la ciudad. Se trataba, entre otras muchas cosas, de paquetes de cigarrillos, juguetes, neumáticos, conos de carretera, el cartel de una pastelería, dos pelotas de plástico, un gatito muerto, tres raspadores de hielo. El hallazgo más sorprendente fue un pájaro disecado, según Hugosson, uno de los policías de la científica que avistaba aves; se trataba de una gaviota argéntea.
Encontraron dos objetos muy interesantes: un trozo de cuerda de nailon verde de ocho milímetros de grosor y un guante de trabajo con restos de sangre. Aún no tenían la analítica. Podía ser de John, Pero también podía proceder de alguno de los muchos camiones que frecuentaban el vertedero. Ryde especulaba con que un conductor se había lastimado, había manchado de sangre el guante y lo había tirado o se le había caído. Era un guante de invierno, forrado, de la marca Windsor Elite.
Sin embargo, el trozo de cuerda de apenas cincuenta centímetros de largo se podía relacionar directamente con Johny. El dibujo de la cuerda coincidía con las marcas en sus muñecas y además, lo cual era determinante, unos cuantos pelos de John se habían adherido a la fibra de la cuerda. La cuerda, que seguramente se podía comprar en gasolineras o grandes almacenes, había sido hallada a tres metros del cuerpo.
Se habían encontrado varias huellas de coches. La gran mayoría de vehículos pesados de anchas ruedas. Camiones, fue la conjetura no especialmente cualificada de Ryde. También las marcas de una máquina pesada, quizá del CAT que el ayuntamiento había alquilado para apelmazar la nieve.
Más interesantes eran las huellas de un coche halladas junto a John. El dibujo de la rueda no era del todo claro -la incesante nevada lo había cubierto en parte-, pero, a causa del brusco enfriamiento de la temperatura durante la noche del crimen, un fragmento de la huella se había congelado y los técnicos habían podido reconstruir su dibujo y su ancho.
Ryde esparció una serie de fotos fotocopiadas sobre la mesa.
– Doscientos veinte milímetros de ancho, neumático radial, claveteado, tal vez de una furgoneta o de un jeep. En definitiva, no corresponde con un viejo y oxidado Ascona -expuso con sequedad.
– ¿No podría tratarse de uno de los coches del ayuntamiento? -preguntó Fredriksson, y palpó una de las copias en blanco y negro con la punta de los dedos como si así pudiera apreciar el dibujo de la rueda.
– Por supuesto que sí -afirmó el técnico-. Solo expongo lo que hemos encontrado, luego vosotros sacaréis las conclusiones.
– Perfecto -contestó Ottosson.
La reunión prosiguió con la exposición de Riis sobre los resultados de la investigación de la situación económica de la familia Jonsson. La mayor parte eran conclusiones preliminares -aún no se habían recopilado todos los datos-, pero Riis tenía la película clara: una familia de bajos ingresos que no se podía permitir excesos.
Como era de esperar, el paro de John había afectado a su economía. Se había constatado un incremento de compras a plazos y había tres avisos de impagos durante los últimos dos años.
No percibían ayuda para el pago del alquiler. El precio de su apartamento era «razonable», según Riis. No se había registrado ninguna queja de la compañía municipal de alquiler. Tampoco había quejas de los vecinos.
Tenían una sola tarjeta de crédito, una tarjeta de IKEA de la que se habían utilizado cerca de siete mil coronas. Ni John ni Berit contaban con un fondo de pensiones, tampoco acciones u otra clase de valores. John tenía una cuenta en el Föreningssparbanken, donde le ingresaban su desempleo. A Berit le pagaban su sueldo en su cuenta personal del Nordbanken. Ella ganaba una media de doce mil coronas brutas al mes.
John tenía un seguro de vida. Estaba unido al seguro del sindicato a través de FORA y seguramente no daría ninguna suma exorbitante, suponía Riis, que finalizó su exposición con un suspiro.
– En otras palabras, no se veían excesos y menos aún en los últimos años -resumió Haver.
– Pero hay una cosa más -dijo Riis-. En octubre le ingresaron a John diez mil coronas en su cuenta. Fue un pago realizado a través de Internet desde una cuenta que aún no he podido localizar. Lo haré esta mañana.
Riis comunicó esto en un tono anormalmente defensivo para él, como si esperase una crítica por no tener todos los detalles sobre la mesa.
Haver reflexionó sobre el dato. Era, sin duda, la información más interesante que tenían hasta el momento.
– Diez mil pavos -manifestó, y pareció que sopesara lo que haría con diez mil coronas-. Solo podemos especular sobre de qué clase de dinero se trata, pero, sin duda, suena a algo turbio.
Fredriksson tosió.
– Sí -coincidió Haver, que lo conocía bien.
– Sabemos qué hizo John ayer por la tarde -dijo Fredriksson con modestia-. Estuvo en el Systembolaget y compró alcohol; luego visitó a un amigo, Mikael Andersson, que vive en la calle Väderkvarnsgatan. Llamó ayer por la noche y estará aquí dentro de media hora.
– ¿Cuando pasó John por allí?
– Llego a las cinco y se quedó media hora, quizá tres cuartos.
Fredriksson relató los datos de Mikael Andersson.
– Vale -dijo Haver-, ahora tendremos que seguir el rastro. Mikael Andersson vive en la calle Väderkvarnsgatan, a un par de manzanas de la plaza. ¿Cómo volvió a casa?
– En autobús -explicó Bea-. Uno no va caminando hasta Gränby con dos bolsas del Systembolaget llenas. Yo no lo haría.
– Seguro que tomó el 3 que sale de la calle Vaksalagatan -aseveró Lundin, cuya participación en las reuniones matinales era cada vez más esporádica. Haver sospechaba que el bloqueo le venía de su creciente miedo a los microbios y su manía por la limpieza.
– Tenemos que hablar con el conductor del autobús -indicó Haver.
– Quizá podríamos poner a alguien en la parada a la hora en que pensamos que John tomó el autobús y enseñar una foto y…
– Buena idea -dijo Haver-, hay mucha gente que siempre toma el autobús a la misma hora. ¿Lundin?
Lundin levantó la mirada sorprendido.
– Esa hora me viene un poco mal -repuso.
– Yo me ocupo de ello -dijo Berglund, y lanzó a Haver una penetrante mirada. Detestaba ver la expresión atormentada y turbada de Lundin.
– El hermano, ¿no deberíamos concentrarnos en él? -propuso Sammy, que hasta entonces había guardado silencio. Se había sentado al otro extremo de la mesa, de forma que Haver ni siquiera se había fijado en él.
Ottosson tamborileaba sobre la mesa.
– Es un mal bicho -dijo-. Un auténtico mal bicho.
En el mundo de Ottosson había «gente decente» y «malos bichos». La definición había perdido algo de fuerza, pues había demasiados malos bichos pululando por la ciudad. Muchos de ellos formando bancos, como Sammy señalaba una y otra vez en su trabajo con la violencia callejera.
Beatrice pensó en el hobby de John y se imaginó a su hermano, Lennart, nadando en el acuario como un «auténtico mal bicho».
– Ann y yo fuimos los últimos en ficharlo -señaló Sammy-. No me importaría pescar a esa barracuda.
«Ya vale de lenguaje figurado», pensó Haver.
– Lo interrogaremos. Me parece bien que seas tú quien tenga la primera charla con él -dijo, y cabeceó hacia Sammy Nilsson.
La reunión se disolvió después de un cuarto de hora más de especulaciones y planes. Liselotte Rask se entretuvo con Ottosson y Haver, para discutir entre ellos qué información se proporcionaría a la prensa.
Sammy Nilsson pensó en Lennart Jonsson, intentó recordar cómo Ann Lindell y él lo habían tratado. Fue más bien Ann la que consiguió cierto contacto con el hermano de Johny. Lennart Jonsson era un profesional. No se dejaba amedrentar ni provocar a hablar más de la cuenta. Solo soltaba la información necesaria, era comprensivo cuando le beneficiaba y cerrado como una ostra si le convenía.
Sammy recordó que tuvo sentimientos encontrados ante el notorio criminal. Sintió impotencia, ira y cansancio al verse obligado a constatar que Lennart Jonsson, seguramente, era culpable de lo que se le imputaba, pero que no conseguirían sacar pruebas suficientes para que pudiera ser acusado. A Sammy le embargó la impotencia, pues sabía que de tener más tiempo hubieran quebrantado su defensa. De haberlo conseguido, Lennart habría colaborado. Sabía cuándo no tenía sentido resistir.
Ahí residía la profesionalidad, saber cuándo se había perdido la partida, y era el momento de ponerse de acuerdo con los investigadores. Si uno se salvaba estaba bien, si fracasaba mala suerte, no había más historias.
Sammy decidió ir a casa de Lennart de inmediato. Sopesó llamar a Lindell y consultarlo con ella, pero desechó rápidamente la idea. Estaba de baja por maternidad.
Se sentía contento de salir del edificio. Las últimas peleas en la ciudad habían implicado pasarse mucho tiempo sentado en el despacho, imprimir interrogatorios y conversaciones telefónicas con toda clase de autoridades y directores de escuelas. La existencia de criminales adolescentes era una de las cosas más deprimentes que Sammy conocía. Excepto por eso, le gustaban los adolescentes. Un par de tardes a la semana trabajaba como entrenador de fútbol de un grupo de chavales nacidos en los noventa. Sabía lo agradables que podían ser a pesar de sus gritos y su desorden.
Solía pensar en sus chavales futbolistas cuando se enfrentaba a los golfos de la ciudad; muchos de ellos eran apenas un par de años mayores que sus chicos. Dos mundos diferentes.
En el equipo estaban los niños bien educados, reclutados en una zona de viviendas de gente adinerada en una localidad a unos cuarenta kilómetros de la ciudad. Adolescentes motivados por sus padres, que los llevaban en coche a los entrenamientos y a los partidos, y formaban parte de un contexto en el que los padres se conocían, eran activos en la misma comunidad de vecinos y participaban en las reuniones de padres de la escuela.
Los chavales que Sammy encontraba en su trabajo eran de otro calibre. Venían de las grandes barriadas de las afueras de la ciudad, barrios en los cuales muchos habitantes de Uppsala ni siquiera habían puesto los pies. Solo existían como titulares en los periódicos.
Algunos de estos muchachos se dedicaban al deporte. Sammy se había encontrado a un par de ellos en la sección de boxeo del UIF, prometedores talentos llegados de la calle y que ahora sacudían la pera de boxeo.
Solía pensar y decir: «Si tuviéramos tiempo, también podríamos arreglarlo con esos chavales». Era una cuestión de falta de tiempo y de recursos. Sammy Nilsson no se había vuelto un cínico en su trabajo, algo que él creía que les había pasado a muchos de sus colegas. Todavía defendía a los pandilleros, la posibilidad de tener una vida sin crimen ni drogas, pero era un apoyo por el que pagaba un alto precio y se preguntaba durante cuánto tiempo él tendría suficientes fuerzas. Este último año le resultaba cada vez más difícil aferrarse a su actitud, en el fondo positiva.
También resultaba más difícil conversar con los colegas. Escuchaba cada vez con más frecuencia únicamente algunos comentarios cansinos, como si sus compañeros pensaran que el discurso de Sammy sobre la importancia de buenos vecindarios y escuelas era tedioso. «Es obvio, está escrito en todas partes -parecían decir-, pero ¿quién tiene tiempo de pasear en bicicleta por Stenhagen y Gottsunda haciendo de policía bueno y amigo?»
Hablaba con los directores de escuela, asistentes sociales, maestros de preescolar, y estos respiraban la misma resignación. Leía a diario en el periódico sobre los recortes en sanidad, educación, servicios.
Sammy Nilsson y sus amigos tenían que barrer los restos.
Lennart Jonsson se despertó porque golpeaban la puerta. Hacía seis meses que el timbre había dejado de funcionar. Sabía de qué se trataba. En realidad, le sorprendía que la policía hubiera tardado tanto en aparecer.
Abrió la puerta, pero desapareció de inmediato dentro del apartamento.
– Voy a mear -gritó.
Sammy Nilsson entró. Olía a cerrado. Se quedó en el recibidor. Sonó la cadena del inodoro. Junto al espejo había tres estampas enmarcadas de Carl Larsson. Sammy intuyó que Lennart no las había colocado allí. Dos chaquetas colgaban de sendas perchas bajo la repisa de los sombreros.
El vestíbulo, austeramente amueblado, se parecía al consultorio del dentista de Sammy, situado en un apartamento reformado de una casa de los años cincuenta en el centro, excepto por las bolsas con latas vacías que despedían un ligero olor a cerveza rancia.
Lennart salió del cuarto de baño, vestía jeans y una camiseta torpemente remetida. Andaba descalzo y su pelo negro estaba erizado. Sus miradas se encontraron. Durante un instante Sammy sintió que visitaba a un viejo amigo y le pareció que Lennart pensó lo mismo.
– Siento lo de tu hermano.
Lennart asintió con la cabeza. Bajó la mirada y cuando la volvió a levantar su expresión había cambiado.
– ¿Nos podemos sentar?
Lennart asintió de nuevo, hizo un gesto con la mano y dejó que Sammy entrara primero en la cocina.
– ¿Tú qué piensas? -inició Sammy.
Lennart resopló. Apartó una cerveza que había sobre la mesa.
– Tú eras quien mejor lo conocía. ¿Quién deseaba ver muerto a Johny?
– No lo sé -dijo Lennart-. ¿Qué sabéis vosotros?
– Intentamos aclarar la vida de John, sus últimos meses, esta semana, anteayer. Bueno, ya sabes. Encajar las piezas del puzzle.
– Lo he estado pensado -explicó Lennart-, pero no se me ocurre nadie que deseara matar a mi hermano. Estaba limpio. Llevaba así años.
Le lanzó una mirada a Sammy como para decir: «¡No hables mierda de mi hermano!».
Sammy Nilsson desgranó las típicas preguntas. Lennart respondía lacónico. Una vez se interrumpió, fue hasta la encimera y cogió un plátano, se lo tragó en un par de segundos. A continuación le ofreció uno a Sammy, que lo aceptó pero no lo peló.
– John frecuentaba mucho a Micke Andersson -dijo Lennart-, ¿Habéis hablado con él?
– Sí -respondió Sammy, pero no le comentó que Micke había llamado a la policía la noche anterior.
– No somos tantos -dijo Lennart, y Sammy supuso que se refería al limitado círculo de amistades de John.
Fue a buscar otro plátano y se lo comió igual de rápido.
– ¿Haces dieta de plátanos? -preguntó Sammy.
Lennart negó con la cabeza. Parecía meditar. Sammy interrumpió sus preguntas.
– Con la vida que llevo, la familia es muy importante. Todos los demás te pueden delatar, traicionar, pero un hermano no, John no. Siempre nos hemos echado una mano.
– ¿En lo bueno y en lo malo?
Lennart resopló.
– Eso vosotros no lo entenderéis jamás -dijo Lennart-. ¿Por qué tendría que confiar en los demás?
«Claro, ¿por qué deberías?», pensó Sammy.
– A veces uno tiene que hacerlo -afirmó.
Lennart esbozó una sonrisa recelosa.
– ¿Quiénes somos esos «vosotros» que no entenderíamos?
– Todo el puto mundo -resumió Lennart.
El policía lo miró. No quería oír más. Sabía lo que vendría. Los niños abandonados de la sociedad.
– Cuando jugaba al ping-pong en la escuela y le gané al profe, me lanzó su raqueta. Había hecho un saque malísimo y cuando me agaché para recoger la pelota me lanzó la raqueta con todas sus fuerzas. Me dio detrás de la oreja. ¿Quieres ver la cicatriz?
Sammy negó con la cabeza.
– Yo iba a una clase de refuerzo y el ping-pong era lo único que se me daba bien. Jugábamos dos o tres horas al día.
– Volvamos a John -dijo-. ¿Cómo le iba en casa?
– ¿Qué?
– Me refiero a Berit.
– Berit es buena gente.
– No lo dudo, pero ¿tenían problemas entre ellos?
– ¿Quién ha dicho eso?
– Nadie.
– Pues entonces -dijo Lennart.
Sammy comprendió que Lennart Jonsson intentaba armarse de apatía y arrogancia. Sammy Nilsson sabía que sin estas se derrumbaría, pero al mismo tiempo le irritaba su actitud indolente.
– Estoy intentando resolver el asesinato de tu hermano -comentó.
– Vaya.
Sammy abandonó el apartamento, bajó las escaleras a grandes zancadas, le dio una patada a una lata vacía que encontró fuera del portal de forma que salió volando hasta un arriate, donde, desde hacía tiempo, se acumulaban grandes cantidades de papel tirado.
Llamó a Ottosson desde el coche para saber si había algo nuevo, pero el comisario no tenía mucho que contar. Sixten Wende había comenzado a investigar los movimientos en el vertedero de Libro. Ahora tenían una lista preliminar de los conductores que solían verter la nieve allí. La lista seguramente era larga. Wende se encargaba de telefonearlos a todos.
Además, Lundin había estudiado el dibujo de la rueda que la policía científica había encontrado en Libro. Hasta el momento nada confirmaba que fuera un coche del ayuntamiento el que había dejado la marca en la nieve. Andreas Lundemark, responsable del ayuntamiento y el único que tenía que ir por ahí, conducía un Volvo con un dibujo en las ruedas completamente diferente.
– Pero podría ser de cualquiera -dijo Ottosson-, alguien que ha ido a pasear al perro o tener un encuentro amoroso.
Sammy oyó como interrumpían a Ottosson.
– Te llamo más tarde -cortó apresurado-. Tengo que comprobar una par de cosas.