Cuando regresó a Chalk Farm al final de la jornada, Barbara Havers estaba casi contenta. No sólo el interrogatorio con Charlie Burov, alias Blinker, parecía un avance real, sino que salir del centro de coordinación y participar en el lado humano de la investigación en compañía de Lynley hacía que sintiera que recuperar su rango no era una quimera después de todo. De hecho, mientras volvía a casa desde el lugar donde había aparcado el Mini, tarareaba alegremente It's So Easy. Ni se inmutó siquiera cuando la lluvia empezó a caer y a golPearle en la cara por culpa del viento. Simplemente aceleró el paso (y el tiempo de la melodía) y se apresuró a llegar a Eton Villas.
Al enfilar el sendero de la entrada, echó un vistazo rápido al piso de la planta baja. En la casa de Azhar las luces estaban encendidas y a través de las cristaleras vio a Hadiyyah sentada a la mesa con la cabeza inclinada sobre una libreta abierta.
Los deberes, pensó Barbara. Hadiyyah era una alumna aplicada. Se detuvo un momento y se quedó mirando a la niña. Entonces, Azhar entró en la sala y se acercó a la mesa. Hadiyyah alzó la vista y lo siguió anhelosa con la mirada. Él no se la devolvió y la niña no habló, simplemente volvió a hundir la cabeza en la tarea.
Barbara sintió una punzada de remordimiento al presenciar aquella escena, y se apoderó de ella una ira inesperada cuya fuente no quiso examinar. Recorrió el sendero hacia su casa. Dentro, encendió las luces, tiró el bolso de bandolera sobre la mesa y sacó una lata de All Day Breakfast, cuyo contenido vertió sin miramientos en una sartén. Metió pan en la tostadora, sacó una Stella Artois de la nevera, y anotó mentalmente beber menos, puesto que se suponía que aquella noche tampoco le tocaba. Pero le apetecía celebrar el interrogatorio a Blinker.
Mientras la comida se las apañaba para prepararse sin su intervención, Barbara fue a buscar, como siempre, el mando de la televisión, el cual, como siempre, no encontró. Estaba buscándolo cuando vio que el contestador parpadeaba. Pulsó la tecla de reproducción y siguió buscando.
Oyó la voz de Hadiyyah, tensa y baja, que hablaba como si intentara evitar que alguien la oyera.
– Estoy castigada, Barbara -decía-. No he podido llamarte hasta ahora porque no puedo ni usar el teléfono. Papá dice que estoy castigada «hasta próximo aviso», y creo que no es nada justo.
– Maldita sea -farfulló Barbara, examinando la caja gris de la que salía la voz de su amiguita.
– Papá dice que se debe a mi discusión con él. En realidad no quería devolverte el CD de Buddy Holly, ¿sabes? Luego, cuando me dijo que debía devolvértelo, le dije si podía dejártelo en la puerta con una nota. Y me dijo que no, que tenía que hacerlo en persona. Y yo le dije que creía que no era justo. Y él dijo que tenía que hacer lo que él me dijera y, puesto que yo «no quería hacerlo de ningún modo», se aseguró de que lo hiciera bien, y por eso vino conmigo. Y luego le dije que era malo, malo, malo y que lo odiaba. Y él… -Hubo un silencio, como si escuchara algún ruido cercano. Se dio prisa-. No debo discutir con él nunca, me dijo, y me ha castigado. Así que no puedo llamar por teléfono, ni ver la tele, ni nada de nada aparte de ir al colegio y volver a casa y no es justo. -Se echó a llorar-. Tengo que colgar. Adiós -logró decir hipando. Luego, el mensaje acabó.
Barbara suspiró. No esperaba algo así de Taymullah Azhar. Él también había roto las normas: había dejado un matrimonio concertado y dos niños pequeños para juntarse con una chica inglesa de la que se había enamorado. Su familia, en consecuencia, lo había repudiado, y había pasado a ser un paria para los suyos. De todas las personas del mundo, era la última que Barbara habría imaginado que se mostrase tan inflexible e implacable.
Tendría que hablar con él. El castigo, pensó, debería ajustarse al crimen. Pero sabía que tendría que pensar en enfocar el tema de un modo que no pareciera que estaba hablando con él sobre eso, cuando, lo que en realidad pretendería, por supuesto, sería decirle cuatro verdades. No, tendría que colarlo como si nada en la conversación, lo que significaba que debería desarrollar un tema que permitiera charlar con naturalidad sobre Hadiyyah, las mentiras, estar castigado y padres poco razonables. Por el momento, sin embargo, sólo pensar en todas aquellas maniobras verbales le daba dolor de cabeza. Anotó mentalmente buscar una excusa razonable para hablar con Azhar y destapó la Stella Artois.
Había muchas probabilidades, pensó, de que acabara bebiéndose dos cervezas esa noche.
Fu hizo los preparativos necesarios. No tardó mucho porque había estudiado bien el terreno. Una vez demostrado que el chico elegido lo merecía, lo observó hasta conocer todas sus rutinas y movimientos. Así que, cuando llegó el momento adecuado, fue capaz de tomar una decisión rápida respecto al entorno en el que iba a actuar. Eligió el gimnasio.
Se sentía con confianza. No había tenido problemas para aparcar ninguna de las veces que había ido por allí. Estaba en una calle donde, a un lado, un muro de ladrillos marcaba el límite del patio de un colegio y, al otro, un campo de criquet yacía en la oscuridad. La calle no quedaba especialmente cerca del gimnasio, pero Fu imaginó que no supondría mayor problema porque lo más importante era que el lugar donde había aparcado estaba en la ruta que el chico tendría que tomar para ir a casa.
Cuando salió del gimnasio, Fu estaba esperando, aunque hizo que pareciera que su encuentro era casual.
– Eh -dijo Fu, sorprendido gratamente-. ¿Eres…? ¿Qué haces aquí?
El chico estaba tres pasos por delante de él, con los hombros encorvados como siempre, la cabeza gacha. Cuando se volvió, Fu esperó a que cayera en la cuenta de quién era. La rapidez fue satisfactoria.
El chico miró a derecha e izquierda, pero no pareció que lo hiciera tanto porque quisiera escapar de lo que se avecinaba, como para ver si había algún testigo de la circunstancia de que aquella persona estuviera en un lugar al que no pertenecía en absoluto. Pero no había nadie cerca, ya que la entrada del gimnasio estaba en un lateral del edificio, no en la parte delantera de la ruta principal más utilizada por los peatones.
El chico movió la cabeza de esa forma antiquísima que tienen los adolescentes de decir hola. Las rastas cortas rebotaron alrededor de su cara oscura.
– Eh. ¿Qué haces tú aquí?
Fu le dio la excusa que tenía pensada.
– Intentaba hacer las paces con mi padre y no ha habido forma. Como siempre. -Aquellas palabras no significaban nada en el esquema general de la vida, pero Fu sabía que para el chico lo sería todo. Contaba una historia de fraternidad en catorce palabras, lo bastante obvio como para que lo comprendiera un chico de trece años, lo bastante sutil como para sugerir que podía existir entre ellos un vínculo tácito-. Vuelvo al coche. ¿Y tú? ¿Vives por aquí?
– Arriba, pasada la estación de Finchley Road & Frognal.
– He aparcado en esa dirección. Si quieres, te llevo.
Se puso en marcha, avanzando ni deprisa ni despacio, un paseo de invierno. Como un tipo normal, se encendió un cigarrillo, le ofreció uno al chico y le confesó que había aparcado un poco más lejos de donde había ido a ver a su padre porque sabía que querría caminar un poco para despejar la cabeza.
– Nunca funciona que hablemos -dijo Fu-. Mamá dice que sólo quiere que tengamos una buena relación, pero yo no dejo de repetirle que no se puede tener una buena relación con un tipo que se las piró antes de que yo naciera. -Sintió la mirada del chico, pero sugería interés, no recelo.
– Una vez vi a mi padre. Trabaja con coches alemanes en North Kensington. Fui a verlo.
– ¿Una pérdida de tiempo?
– Total. -El chico dio una patada a una lata de Fanta aplastada que se encontraron en el camino.
– ¿Un perdedor?
– Un cabrón.
– ¿Un mamón?
– Sí. Seguramente no se la mamará nadie más.
Fu soltó una carcajada.
– El coche está por ahí -dijo-. Vamos. -Cruzó la carretera, y se guardó de mirar si el chico lo seguía. Cogió las llaves del bolsillo y las hizo sonar en la mano, para anunciar mejor que la furgoneta estaba cerca en caso de que su compañero comenzara a inquietarse-. He oído que te va bien, por cierto.
El chico se encogió de hombros. Pero Fu vio que le había satisfecho el cumplido.
– ¿En qué andas ahora?
– Estoy haciendo un diseño.
– ¿De qué clase?
No hubo respuesta. Fu miró al chico; pensó que quizá había ido demasiado lejos, que había invadido un territorio delicado por algún motivo. Y, ciertamente, el chico parecía incómodo y reacio a hablar, pero cuando por fin contestó, Fu comprendió sus dudas: la turbación de un adolescente al que le da miedo que lo etiqueten de muermo.
– Para un grupo de la iglesia que se reúne en Finchley Road.
– Suena bien. -Pero la verdad era que no. La idea de que el chico estuviera ligado a un grupo religioso dio que pensar a Fu porque lo que él quería eran no privilegiados. Un momento después, sin embargo, el chico aclaró el nivel -o la falta del mismo- tanto de su virtud como de su relación con los demás-. El reverendo Savidge me acogió en su casa.
– ¿Es… el párroco… del grupo religioso?
– Él y su mujer. Oni. Es de Ghana.
– ¿De Ghana? ¿Vino hace poco?
El chico se encogió de hombros. Parecía un hábito en él.
– No lo sé. Su gente es de ahí. La gente del reverendo Savidge. Es donde vivían antes de que los mandaran a Jamaica en un barco de esclavos. Oni, se llama. La mujer del reverendo Savidge. Oni.
Ah. La segunda y la tercera vez que pronunciaba su nombre. Ahí, pues, había algo real que explotar, varias informaciones en una.
– Oni -dijo Fu-. Es un nombre genial.
– Sí. Es una estrella.
– Así, ¿te gusta vivir con ellos? ¿Con el reverendo Savidge y Oni?
Otra vez los hombros, ese movimiento de indiferencia que escondía lo que sin duda sentía el chico, por no mencionar lo que deseaba.
– Está bien -contestó-. Mejor que con mi madre, en cualquier caso. -Y antes de que Fu pudiera insistir, y hacerle al chico las preguntas que revelarían que su madre estaba en la cárcel, lo que permitiría que Fu forjara otro vínculo falso con él, el chico dijo-: ¿Dónde tienes el coche? -en un tono impaciente, que podía interpretarse como una señal nefasta.
Gracias a Dios, sin embargo, ya casi habían llegado. El coche estaba aparcado bajo la sombra de un plátano enorme.
– Ahí mismo -dijo Fu, y echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que la calle estaba tan desierta como en todos los reconocimientos que había hecho de la zona. Lo estaba. Perfecto. Tiró el cigarrillo al suelo y, cuando el chico hizo lo mismo, abrió la puerta del copiloto-. Entra -dijo-. ¿Tienes hambre? Hay comida en la bolsa del suelo.
Rosbif, aunque tendría que haber sido cordero. El cordero habría tenido mejores asociaciones.
Fu cerró la puerta cuando el chico estuvo dentro y se puso a buscar la bolsa de comida como él le había pedido. Empezó a comer. Por suerte, no se dio cuenta de que su puerta no tenía tirador por dentro y que no había cinturón. Fu se reunió con él, acomodándose en el asiento del conductor, e introdujo la llave en el contacto. Arrancó la furgoneta, pero no puso la marcha, ni tampoco quitó el freno de mano.
– Coge algo para beber, ¿vale? -Le dijo al chico-. Tengo una nevera ahí atrás. Detrás de mi asiento. No me vendría mal una birra. Hay coca-colas si quieres. O coge una cerveza si lo prefieres.
– Gracias. -El chico se dio la vuelta. Miró atrás, donde, como la furgoneta estaba cuidadosamente revestida con paneles y aislada a conciencia, estaba oscuro como boca de lobo-. ¿Detrás, dónde? -dijo el chico como correspondía.
– Espera -dijo Fu-. Tengo una linterna por algún lado. -Y comenzó a buscar por su asiento hasta que puso las manos sobre la linterna guardada en su escondite especial-. Ya la tengo. Un poco de luz. -Y la encendió.
Centrado en la nevera y la promesa de la cerveza que había dentro, el chico no vio el resto del interior de la furgoneta: la tabla con sus soportes, las ataduras para las muñecas y los tobillos enrolladas a cada lado sobre el suelo, el hornillo de la época anterior del vehículo, el rollo de cinta aislante, las cuerdas de tendedero y el cuchillo; sobre todo, eso. El chico no vio nada, como los demás que lo habían precedido, sólo era un adolescente con el apetito adolescente por lo ilícito y, en aquel momento, lo ilícito estaba representado por una cerveza. En otro momento, en un momento anterior, lo ilícito había estado representado por el crimen. Por ese motivo estaba ahora condenado al castigo.
Vuelto en el asiento e inclinado hacia la parte trasera de la furgoneta, el chico alargó la mano hacia la nevera. Aquello dejó al descubierto su torso. Era un movimiento diseñado para facilitar lo que seguiría.
Fu dio la vuelta a la linterna y la presionó contra el cuerpo del chico. Doscientos mil voltios sacudieron su sistema nervioso.
El resto fue fácil.
Lynley estaba junto a la encimera de la cocina, bebiendo una taza del café más fuerte que pudo prepararse a las cuatro y media de la madrugada cuando apareció su mujer. En la puerta, Helen parpadeó por efecto de las luces mientras se anudaba el cinturón de la bata. Parecía muy cansada.
– ¿Una mala noche? -le preguntó, y añadió con una sonrisa-: ¿Te preocupa todo eso de la ropa para el bautizo?
– Para -gruñó-. He soñado que Jasper Félix daba volteretas en mi barriga. -Se acercó a él, le pasó los brazos alrededor de la cintura y bostezó mientras apoyaba la cabeza en su hombro-. ¿Qué haces vestido a estas horas? El departamento de prensa no le habrá tomado el gusto a dar ruedas informativas antes del amanecer, ¿no? Ya sabes qué quiero decir: vean con qué diligencia trabaja la Mct; nos despertamos antes de que salga el sol para seguirles la pista a los malhechores.
– Hillier lo pediría si lo pensara -contestó Lynley-. Una semana más y se le ocurrirá.
– ¿Se está portando mal?
– Es Hillier, punto. Está paseando al pobre Winston por delante de la prensa como si fuera Rod Hull. Excepto que el pobre Emú no habla.
Helen lo miró.
– Estás enfadado por lo que ha pasado, ¿verdad? Y eso que tú te tomas las cosas con filosofía. ¿Es por Barbara? ¿Porque lo ascendieran a él y no a ella?
– Hillier se portó fatal con eso, pero debí verlo venir -dijo Lynley-. Le encantaría librarse de ella.
– ¿Todavía?
– Siempre. Nunca he sabido bien cómo protegerla, Helen. Incluso siendo comisario temporalmente, me siento perdido. No tengo ni una cuarta parte de las aptitudes de Webberly para este cargo.
Ella se soltó de su abrazo, fue hacia el armario y cogió una taza, que llenó de leche desnatada y metió en el microondas.
– Malcolm Webberly tiene la ventaja de ser el cuñado de sir David, cielo -dijo-. Eso contaría cuando se enfrentaban por algo, ¿no crees?
Lynley refunfuñó, ni se mostró de acuerdo ni discrepó. Observó cómo su mujer sacaba la leche caliente del microondas y añadía una cucharada de Horlicks. Se terminó el café y estaba enjuagando la taza cuando sonó el timbre de la puerta.
Helen se volvió desde la encimera.
– ¿Quién diablos…? -dijo mientras miraba hacia el reloj de pared.
– Será Havers.
– ¿Sí que te vas a trabajar, entonces? ¿En serio? ¿A estas horas?
– Vamos a Bermondsey -Salió de la cocina y Helen le siguió, con los Horlicks en la mano-. Al mercado.
– Dime que no vais a comprar -dijo-. Un chollo es un chollo, y sabes que yo jamás despreciaría uno, pero está claro que no habría que permitir vender chollos antes de que saliera el sol.
Lynley se rió entre dientes.
– ¿Estás segura de que no quieres venir con nosotros? ¿Una pieza rara de porcelana de valor incalculable por veinticinco libras? ¿Un Rubens escondido debajo de dos siglos de mugre y de los gatos domésticos que un niño de seis años pintó en el siglo XIX? -Cruzó las baldosas de mármol de la entrada y, al abrir la puerta, encontró a Barbara Havers apoyada en la reja de hierro. Llevaba un gorro de lana calado hasta las cejas y un chaquetón que envolvía su cuerpo rechoncho.
– Si sales a despedirlo a estas horas, no hay duda de que la luna de miel está durando demasiado -le dijo Havers a Helen.
– Mis sueños agitados salen a despedirlo -dijo Helen-. Eso y el estado de ansiedad general respecto al futuro, según mi marido.
– ¿Aún no has decidido la ropa para el bautizo?
Helen miró a Lynley.
– ¿De verdad se lo has contado, Tommy?
– ¿Era confidencial?
– No. Pero es una estupidez. La situación, quiero decir, no que se lo contaras. -Y luego le dijo a Barbara-: Puede que haya un pequeño incendio en el cuarto del niño. Por desgracia, los dos conjuntos se quemarán y quedarán inservibles e irreconocibles. ¿Qué te parece?
– Os vendrá como anillo al dedo -dijo Havers-. ¿Por qué comprometerse con la familia cuando puedes provocar un incendio?
– Eso pensamos nosotros.
– Mejor que mejor -dijo Lynley. Pasó el brazo alrededor de los hombros de su mujer y le dio un beso en la cabeza-. Cierra con llave cuando salga -le dijo-. Y vuelve a la cama.
Helen le habló a su pequeña barriga.
– No vuelvas a perturbar mis sueños, jovencito. Cuida a tu madre. -Y luego les dijo a Lynley y a Barbara antes de cerrar la puerta-: Y vosotros id también con cuidado.
Lynley esperó a oír el cerrojo. A su lado, Barbara Havers encendía un cigarrillo. La miró con desaprobación.
– ¿A las cuatro y media de la mañana? -dijo-. Ni en mis peores días, habría podido, Havers.
– ¿Es usted consciente, señor, de que no hay nada más moralista que un ex fumador?
– No me lo creo -contestó él, y bajaron por la calle en dirección a las caballerizas, donde tenía el coche aparcado en el garaje-. Tiene que haber algo peor.
– Nada -dijo-. Hay estudios sobre el tema. Incluso las María Magdalenas que ahora van de monjas no se pueden comparar con su antigua adicción al tabaco.
– Hay que preocuparse por la salud del prójimo.
– Pues parece que desee contagiar su desgracia a todos los demás. Déjelo ya, señor. Sé que en realidad lo que quiere es arrancármelo de los dedos y fumárselo hasta el filtro. ¿Cuánto tiempo lleva ya sin fumar?
– Tanto que ni me acuerdo, en realidad.
– Ahí está -dijo, mirando al cielo.
Se pusieron en marcha bendecidos por la madrugada londinense: prácticamente no había ningún otro vehículo por las calles, razón por la cual atravesaron volando Sloane Square con todos los semáforos en verde y en menos de cinco minutos vieron las luces del puente de Chelsea y las altas chimeneas de ladrillo de la estación eléctrica de Battersea, al otro lado del Támesis, que se alzaban hacia el cielo de carbón.
Lynley eligió seguir el mayor tiempo posible el camino junto al terraplén que los mantenía en el margen equivocado del río, ya que el territorio le era más familiar. Aquí también había muy pocos coches: sólo algunos taxis que se dirigían al centro de la ciudad para cubrir el turno de día y algún que otro camión que empezaba temprano su reparto. Así que pusieron rumbo a la enorme fortaleza gris que era la Torre de Londres antes de cruzar al otro lado, y desde allí fue sencillo encontrar el mercado de Bermondsey, que no estaba demasiado lejos de Tower Bridge Road.
Utilizando la iluminación de farolas altas, así como de linternas, bombillas de colores colgadas alrededor del tenderete ocasional y otras luces localizadas de dudoso origen y poca potencia, los vendedores estaban en la fase final del montado de sus negocios. Pronto empezaría su jornada (ya que el mercado abría a las cinco de la mañana y hacia las dos de la tarde ya era historia), así que estaban concentrados en armar las barras y los tablones que delimitaban sus puestos. A su alrededor en la oscuridad, esperaban cajas de incontables tesoros, apiladas en carros que habían colocado en posición empujándolos por las calles cercanas desde las furgonetas y los coches.
Ya había gente esperando a ser los primeros en curiosearlo todo, desde cepillos para el pelo hasta botines con botones. Nadie impedía a los clientes acercarse; pero, si se observaba a los vendedores trabajando, era evidente que los clientes no serían bien recibidos hasta que la mercancía estuviera completamente expuesta bajo el cielo que ya clareaba.
Como en la mayoría de mercadillos de Londres, los vendedores ocupaban el mismo lugar cada vez que Bermondsey abría para hacer negocios. Así que Lynley y Havers comenzaron por la parte norte y fueron bajando hacia la parte sur, preguntando por alguien que pudiera hablarles de Kimmo Thorne. Como eran policías, encontrar a alguien que colaborara con ellos no fue tan fácil como esperaban al tratarse de circunstancias relacionadas con la muerte de uno de los vendedores. Pero sabían que seguramente se debía a que Bermondsey tenía fama de ser territorio de intercambio de mercancía robada, un lugar donde la palabra «negocio» a menudo significaba «allanamiento de morada».
Llevaban más de una hora interrogando a vendedores cuando un tendero de artículos de tocador Victorianos de imitación («les garantizo que este artículo es ciento por ciento auténtico, señor y señora») reconoció el nombre de Kimmo y, después de declarar que tanto el nombre como la persona que respondía a él eran «raritos, en mi opinión», les señaló a Lynley y a Havers una pareja de ancianos que regentaban un puesto de artículos de plata.
– Hablen con los Grabinski -dijo, utilizando la barbilla para señalar la dirección-. Ellos podrán ponerles al tanto de Kimmo. Siento mucho lo que le ha pasado al pobre diablo. Lo leí en el News of the World.
Como los Grabinski, evidentemente, quienes resultaron ser una pareja cuyo único hijo había muerto hacía años, pero a una edad similar a la que tenía Kimmo Thorne. Les gustaba bastante el chico, les explicaron, no tanto porque les recordara físicamente a su querido Mike sino porque tenía algo de su naturaleza emprendedora. Los Grabinski admiraban esta cualidad de Kimmo a la vez que la echaban profundamente de menos en su hijo difunto, así que cuando el chico aparecía de vez en cuando con algún artículo o una bolsa llena de cosas que quería vender, compartían su tenderete con él y él les daba una parte de los beneficios.
No es que ellos se lo hubieran pedido, se apresuró a decir la señora Grabinski. Se llamaba Elaine y llevaba unas botas de agua color verde salvia y unos calcetines rojos hasta la rodilla con una vuelta. Estaba puliendo un centro de mesa impresionante y, en cuanto Lynley dijo el nombre de Kimmo Thorne, había dicho:
– ¿Kimmo? ¿Quién ha venido a preguntar por Kimmo? Ya era hora, ¿no? -Y se puso a su disposición para ayudarles. Igual que su marido, que estaba colgando teteras de plata en las cuerdas que pendían de una de las barras horizontales del tenderete.
En principio, el chico había ido a verlos con la esperanza de que ellos le compraran el material, les informó el señor Grabinski. Pero pidió un precio que no estaban dispuestos a pagar y, cuando nadie en el mercadillo quiso pagarle eso, Kimmo volvió con otra oferta: vender él mismo en el puesto y darles una parte de los beneficios.
El chico les cayó bien («Era así de descarado», les confió Elaine), así que le cedieron una cuarta parte de una de las mesas del tenderete, y ahí hacía sus negocios. Vendía artículos de plata -unos bañados, otros de ley-, y estaba especializado en marcos de fotos.
– Nos han dicho que se metió en líos por eso -dijo Lynley-. Es evidente que vendía algo que no debería estar a la venta.
– Porque se lo había mangado a alguien -terció Havers.
Oh, ellos no sabían nada de eso, se apresuraron a decir los Grabinski. En su opinión, quien había contado esa historia a la poli local era alguien que quería meter a Kimmo en líos. Sin duda, se trataba de su principal competidor en el mercadillo: un tal Reginald Lewis al que Kimmo también había intentado vender sus artículos de plata antes de regresar a ellos. Reg Lewis estaba muy celoso de que alguien quisiera montar un negocio en el mercadillo matinal de Bermondsey, ¿verdad? Hacía veintiún años ya había intentado impedir que los Grabinski empezaran en el negocio y lo mismo había hecho con Maurice Fletcher y Jackie Hoon cuando comenzaron.
– Entonces, ¿no es verdad que los bienes de Kimmo fueran robados? -preguntó Havers, alzando la vista de su libreta-. Porque, si se paran a pensarlo, ¿de qué otro modo un crío como Kimmo tendría en su poder piezas de plata tan valiosas para vender?
Habían imaginado que estaba deshaciéndose de artículos familiares, dijo Elaine Grabinski. Se lo preguntaron y eso les contestó: estaba ayudando a su abuela vendiendo la plata de la familia.
A Lynley le pareció que los Grabinski habían creído lo que habían querido creer porque el chico les caía bien, no porque Kimmo hubiera sido un mentiroso sofisticado que había dado gato por liebre a los ancianos. En algún momento debieron de saber que no era trigo limpio, pero tampoco debió de importarles.
– Le dijimos a la policía que hablaríamos en defensa de Kimmo si había juicio -afirmó Ray Grabinski-. Pero en cuanto se llevaron al pobre Kimmo, no volvimos a saber nada de él. Hasta que vimos el News of the World, claro.
– Y le han preguntado a Reg Lewis sobre el tema -dijo Elaine Grabinski, y se puso a pulir de nuevo el centro de mesa con energía renovada. Añadió en tono alarmante-: A ese hombre lo creo capaz de cualquier cosa.
– Vamos, cielo -le dijo su marido, y le dio una palmadita en el hombro.
Reg Lewis resultó ser sólo un poco menos viejo que su mercancía. Debajo de la chaqueta llevaba unos tirantes de cuadros escoceses que sujetaban unos bombachos viejísimos. Usaba gafas de culo de vaso. Unos audífonos extragrandes sobresalían de sus oídos. Encajaba en el perfil de su asesino en serie igual de bien que una oveja en el perfil de genio.
No le sorprendió nada, les dijo, cuando la poli fue preguntando por Kimmo. Ya la primera vez que Reg Lewis vio al crío, supo que algo pasaba con ese cabrón. Iba vestido medio de hombre medio de mujer, con unas medias o lo que fueran y esos botines de mariquita que llevaba. Así que cuando la policía apareció con una lista de artículos robados, él (Reg Lewis, sí) no se quedó patidifuso porque encontraran lo que andaban buscando en las manos de un tal Kimmo Thorne. Se lo llevaron en el acto, sí, y él se alegró. Estaba manchando la reputación del mercadillo, al vender plata robada. Y no plata robada cualquiera, no, sino con grabados personales que se podían identificar de inmediato y que el muy estúpido no vio.
Reg Lewis no sabía lo que le pasó a Kimmo después de eso, y le importaba bien poco. Lo único bueno que hizo aquel mariquita al fin y al cabo fue no arrastrar a los Grabinski con él. ¿Y no estaban esos dos más ciegos que un topo a plena luz del día? Cualquier persona con sentido común habría sabido que el chico no andaba metido en nada bueno la primera vez que asomó la jeta por el mercadillo. Reg advirtió a los Grabinski que se alejaran de él, sí, pero ¿escucharían a alguien que iba de buena fe? No era probable. Sin embargo, ¿quién tuvo razón al final, eh? ¿Y quién no escuchó nunca un «tenías razón Reg y te pedimos disculpas por ser tan desagradables», eh?
Reg Lewis no tenía nada más que añadir. Kimmo había desaparecido ese día con la poli. Quizá lo habían encerrado una temporada en el reformatorio. Quizá en la comisaría le dieron un buen susto. Lo único que sabía Reg era que el chico no había vuelto a llevar plata robada para vender en el mercadillo de Bermondsey, y a Reg eso ya le parecía bien. La policía de Borough High Street podría ponerles al corriente del resto, ¿no?
Reg Lewis lo dijo todo menos «adiós y buen viaje» y si había leído u oído algo sobre el asesinato de Kimmo Thorne, no mencionó nada al respecto. Pero estaba claro que, a los ojos de Reg, el chico no había hecho más que aumentar la fama del mercadillo. Más aún, como les había señalado el viejo, tendrían que preguntárselo a la policía local.
Allí se dirigían (cruzando el mercadillo hacia el coche de Lynley) cuando a éste le sonó el móvil.
El mensaje era seco, su significado inequívoco: lo requerían de inmediato en Shand Street, donde había un túnel debajo de la vía del tren que recorría la estrecha callejuela de Crucifix Lañe. Tenían otro cadáver.
Lynley cerró la tapa del móvil y miró a Havers.
– Crucifix Lañe -dijo-. ¿Sabes dónde está?
Un vendedor de un tenderete cercano contestó la pregunta. Justo encima de Tower Bridge Road, les dijo, a menos de ochocientos metros de donde se encontraban.
Un viaducto ferroviario que salía de la estación de London Bridge cubría el perímetro norte de Crucifix Lañe. Estaba formado por ladrillos, con una capa gruesa de hollín y mugre de más de un siglo cuyo color original, fuera el que fuese, había pasado a ser ahora un recuerdo lejano. Lo que quedaba en ese lugar para el recuerdo era un muro sombrío erigido con diversos sedimentos carbonosos.
Dentro de los arcos que soportaban esa estructura se habían montado varios negocios: garajes en alquiler, almacenes, bodegas, talleres mecánicos. Pero uno de los arcos creaba un túnel a través del cual había una única vía, Shand Street. La parte norte de la calle servía de domicilio a varios negocios pequeños que a esa hora de la mañana estaban cerrados, y la parte sur -la más larga- formaba una curva debajo del viaducto ferroviario y desaparecía en la oscuridad. En aquel punto, el túnel tendría unos sesenta metros de largo, un lugar de sombras oscuras cuyo techo cavernoso cubrían planchas de acero onduladas de las que caía agua; el goteo quedaba amortiguado por el traqueteo constante de los primeros trenes de la mañana que entraban y salían de Londres. Por las paredes corría más agua, que se filtraba por las alcantarillas de hierro oxidadas situadas a dos metros y medio de altura y formaba charcos grasientos en el suelo. El hedor a orina viciaba el aire del túnel. Las luces rotas le daban un aire escalofriante.
Cuando Lynley y Havers llegaron, encontraron el túnel totalmente acordonado por los dos extremos, con un agente en la entrada de Crucifix Lañe quien, carpeta en mano, restringía el acceso. Sin embargo, había encontrado, al parecer, la horma de su zapato en los madrugadores representantes de los medios informativos, esos ávidos periodistas que monitorizaban todos los territorios de las comisarías de policía con la esperanza de ser los primeros en dar una noticia. Ya había cinco congregados junto al cordón policial gritando preguntas hacia el túnel. Los acompañaban tres fotógrafos, que disparaban sus fogonazos estroboscópicos por encima y por un lado del agente, que intentaba controlarlos en vano. Mientras Lynley y Havers mostraban su identificación, apareció la primera de las furgonetas de informativos, que descargó en la calle sus cámaras y técnicos de sonido. Necesitaban desesperadamente un agente que se encargara de los periodistas.
– ¿… Asesino en serie? -Lynley oyó que gritaba uno de los reporteros mientras cruzaba el cordón policial seguido de Havers-. ¿Un chico? ¿Un adulto? ¿Hombre? ¿Mujer?
– Espera, amigo. Danos algo, joder.
Lynley no les hizo caso.
– Buitres -farfulló Havers.
Se dirigieron hacia el coche deportivo bajo, despintado y abandonado que estaba en mitad del túnel. Allí supieron que un taxista había descubierto el cuerpo cuando iba de Bermondsey a Heathrow, punto desde el cual pasaría el día llevando a clientes transatlánticos a Londres por un precio exorbitante que aún lo sería más gracias a la eterna caravana que se formaba al este del puente de Hammersmith. Hacía tiempo que el hombre se había ido y le habían tomado declaración. Lo había sustituido el equipo de investigadores de la escena del crimen, que ya estaba trabajando, y un detective de la comisaría de Borough High Street, que esperaba a Lynley y a Havers. Se llamaba Hogarth, les dijo, y su jefe había dado la orden de no hacer nada hasta que alguien de New Scotland Yard examinara la escena del crimen. Era evidente que aquella decisión no le gustaba lo más mínimo.
Lynley no podía dedicarse a tranquilizar al detective. Si en efecto tenían a otra víctima de su asesino en serie, habría cosas mucho más importantes que el hecho de que a alguien no le gustara que New Scotland Yard invadiera su territorio.
– ¿Qué tenemos? -le preguntó a Hogarth mientras se ponía unos guantes de látex que le había entregado uno de los investigadores de la escena del crimen.
– Un chico negro -contestó Hogarth-. Joven. ¿Doce o trece años? Complicado decirlo. No encaja en el modus operandi del asesino en serie, en mi opinión. No sé por qué les han llamado.
Lynley sí lo sabía. La víctima era negro. Hillier estaba cubriéndose sus espaldas bien trajeadas antes de la siguiente reunión informativa con la prensa.
– Echémosle un vistazo -dijo, y pasó por delante de Hogarth. Havers lo siguió.
Habían colocado al chico sin miramientos en el coche abandonado, donde el paso del tiempo había desintegrado el asiento del conductor hasta la estructura y los muelles de metal. Allí, con las piernas extendidas y la cabeza colgando hacia un lado, acompañaba a botellas de coca-cola, tazas de plástico, bolsas de basura, envases de comida del McDonald's y un único guante de goma que descansaba sobre lo que en su día fue el borde de la ventanilla trasera del coche. El chico tenía los ojos abiertos, que miraban sin ver lo que quedaba de la barra de dirección oxidada del coche, y de la cabeza le salían unas rastas cortas. La piel suave y tostada y unas facciones perfectamente equilibradas decían que había sido bastante guapo. También estaba desnudo.
– Dios -murmuró Havers al lado de Lynley.
– Es joven -dijo Lynley-. Parece más joven que el último. Santo cielo, Barbara. Por el amor de Dios, ¿por qué…? -No acabó la frase, dejando que lo incontestable quedara sin preguntar. Notó que la mirada de Havers se clavaba en él.
– No hay ninguna garantía. Hagas lo que hagas. O lo que decidas. O cómo. O con quién -dijo Barbara con una presciencia que le venía de trabajar con él durante años.
– Tienes razón -dijo-. Nunca hay garantías. Pero sigue siendo el hijo de alguien. Como todos. No debemos olvidarlo.
– ¿Crees que es de los nuestros?
Lynley miró más detenidamente al chico y, a primera vista, vio que estaba de acuerdo con Hogarth. Si bien la víctima estaba desnuda igual que Kimmo Thorne, era evidente que se habían desecho de su cuerpo sin ninguna ceremonia y que tampoco estaba colocado como los otros. No tenía ninguna pieza de encaje que le envolviera modestamente los genitales y tampoco presentaba ninguna marca distintiva en la frente, características adicionales ambas del cuerpo de Kimmo Thorne. No tenía el abdomen rajado, pero quizá lo más importante era que la posición del cuerpo sugería prisa y una falta de planificación que no caracterizaba los otros asesinatos.
Mientras los investigadores de la escena del crimen se movían a su alrededor con sus bolsas para las pruebas y kits de recogida, Lynley realizó una inspección más detallada que al final demostró contar una historia más completa.
– Echa un vistazo a esto, Barbara -le dijo mientras levantaba con cuidado las manos del chico. La carne estaba muy quemada y tenía marcas de ataduras en las muñecas.
Había muchas cosas sobre cualquier asesino en serie que sólo conocía el autor del crimen, cosas que la policía no desvelaba por dos motivos: proteger a las familias de las víctimas de detalles innecesariamente desgarradores y descubrir las confesiones falsas de aquellos que buscan llamar la atención y que infestan cualquier investigación. En este caso en concreto, aún había muchas cosas que sólo la policía conocía, y tanto las quemaduras como las marcas de ataduras estaban entre ellas.
– Es un indicio bastante bueno de qué es qué, ¿verdad? -dijo Havers.
– Sí. -Lynley se irguió y miró a Hogarth-. Es de los nuestros -dijo-. ¿Dónde está el patólogo?
– Ha venido y se ha ido -contestó Hogarth-. Y el fotógrafo y el cámara también. Les esperábamos a ustedes para levantar el cuerpo.
La reprimenda estaba implícita. Lynley no le hizo caso. Preguntó la hora de la muerte, si había testigos y por la declaración del taxista.
– El patólogo ha establecido la hora de la muerte entre las diez y las doce de la noche -dijo Hogarth-. Por lo que tenemos hasta el momento, nadie ha visto nada, pero no es de extrañar, ¿no? Nadie con cabeza se pasearía por aquí de noche.
– ¿Y el taxista?
Hogarth consultó un sobre que sacó del bolsillo de la chaqueta. Era evidente que lo usaba de bloc de notas. Leyó el nombre del taxista, su dirección y su número de teléfono móvil. No llevaba a ningún cliente, añadió el detective, y el túnel de Shand Street formaba parte de su ruta habitual de trabajo.
– Pasa por aquí todas las mañanas entre las cinco y las cinco y media -les contó Hogarth-. Dice que esto -y señaló con la cabeza el coche abandonado- lleva meses ahí. Dice que se quejó en más de una ocasión. Me ha soltado el rollo de que es buscarse problemas cuando el departamento de tráfico no parece hacer nada. -Hogarth desvió la atención de Lynley al extremo del túnel de Crucifix Lañe. Frunció el ceño-. ¿Quién es ése? ¿Esperáis a un compañero?
Lynley se volvió. Una figura se acercaba por el túnel hacia ellos, iluminado desde atrás por las luces de las cámaras de televisión que ya grababan. Había algo familiar en la forma de su cuerpo: grande y corpulento, los hombros ligeramente encorvados.
– Señor, ¿no es…? -estaba diciendo Havers cuando el propio Lynley se dio cuenta de quién era. Respiró tan hondo que sintió la presión golpeándole los ojos. El intruso de la escena del crimen era el psicólogo de perfiles de Hillier, Hamish Robson, y sólo había podido lograr acceder al túnel de un modo.
Lynley no dudó ni un segundo antes de acercarse al hombre a grandes zancadas. Agarró a Robson del brazo sin preámbulos.
– Debe marcharse enseguida -le dijo-. No sé cómo ha logrado cruzar el cordón, pero aquí no pinta nada, doctor Robson.
Robson se quedó claramente sorprendido con el saludo. Miró hacia atrás en dirección al cordón que acababa de pasar.
– He recibido una llamada del subinspector… -dijo.
– No tengo la menor duda. Pero el subinspector no ha debido llamarle. Quiero que se largue. Ahora mismo.
Detrás de las gafas, los ojos de Robson evaluaban la situación. Lynley se percató. También leyó su conclusión: sujeto que experimenta un estrés comprensible. Cierto, pensó Lynley. Cada vez que el asesino en serie mataba, aumentaba la presión. Robson aún no había visto lo que era estrés, comparado con lo que vería si el asesino se cargaba a alguien más antes de que la policía lo atrapara.
– No puedo fingir saber lo que sucede entre usted y el subinspector Hillier -dijo Robson-. Pero ahora que estoy aquí, puede que le sirva de algo que eche un vistazo. Mantendré las distancias. No hay riesgo de que contamine su escena del crimen. Me pondré lo que tenga que ponerme: guantes, bata, gorro, lo que sea. Estoy aquí, utilíceme. Puedo ayudarles si me deja.
– ¿Señor…? -dijo Havers.
Lynley vio que desde el otro extremo del túnel, habían empujado una camilla, la bolsa para el cadáver estaba lista. Un miembro del equipo de la escena del crimen tenía bolsas de papel preparadas para las manos de la víctima. Lo único que hacía falta era que Lynley asintiera con la cabeza y parte del problema creado por la presencia de Robson estaría solucionado: no habría nada que ver. -¿Listo? -dijo Havers.
– Ya estoy aquí -dijo Robson en voz baja-. Olvídese de cómo y por qué. Olvídese de Hillier por completo. Por el amor de Dios, utilíceme.
La voz del hombre era tan amable como insistente, y Lynley vio que lo que decía era cierto. Podía aferrarse al acuerdo que había negociado con Hillier, o podía utilizar el momento y negarse a permitir que significara más de lo que simplemente era: aprovechar la oportunidad que suponía comprender un poco más la mente de un asesino.
– Un momento -dijo de repente a los miembros del equipo que esperaban meter el cuerpo en la bolsa. Y luego a Robson-: Eche un vistazo.
Robson asintió y murmuró:
– Bien hecho. -Y fue hacia el coche despintado. No se acercó a menos de metro y medio del coche y, cuando quiso examinar las manos, no las tocó, sino que le pidió al detective Hogarth que lo hiciera él. Por su parte, Hogarth meneó la cabeza con incredulidad, pero colaboró. Tener a Scotland Yard allí ya era malo; tener a un civil en la escena era impensable. Levantó las manos con una cara que decía que el mundo se había vuelto loco.
Después de varios minutos de contemplación, Robson volvió junto a Lynley. Primero dijo lo mismo que habían dicho
Lynley y Havers:
– Qué joven. Dios mío. Esto no estará siendo fácil para ninguno de ustedes. Por mucho que hayan visto a lo largo de sus carreras.
– No lo es -dijo Lynley.
Havers se reunió con ellos. Junto al coche, comenzaron los preparativos para trasladar el cuerpo a la camilla para el examen post mórtem.
– Hay un cambio. Las cosas se han intensificado -dijo Robson-. Pueden ver que ha tratado el cuerpo de un modo completamente distinto: no ha cubierto los genitales, no lo ha dejado en una posición respetuosa. No hay arrepentimiento, ni restitución psíquica, sino una necesidad real de humillar al chico: las piernas extendidas, los genitales expuestos, sentado con la basura que han dejado los vagabundos. Su relación con este chico antes de matarlo ha sido distinta que con los otros. Con ellos, ocurrió algo que despertó su arrepentimiento. Con este chico, no. Ha pasado lo contrario. No ha habido arrepentimiento, sino placer. Y también orgullo en lo que ha conseguido. Ahora está seguro de sí mismo. Está seguro de que no lo atraparán.
– ¿Cómo puede pensar eso? -dijo Havers-. Ha dejado al chico en una vía pública, por el amor de Dios.
– Pues exactamente eso. -Robson señaló el extremo más alejado del túnel, donde Shand Street se abría a los pequeños negocios que la flanqueaban. Eran una docena de metros de reurbanización en el sur de Londres que tomaba la forma de edificios modernos de ladrillo con verjas de seguridad decorativas delante-. Ha dejado el cuerpo donde podían verlo fácilmente.
– ¿No se podría decir lo mismo de los otros lugares? -preguntó Lynley.
– Sí, pero considere esto: en los otros lugares, el riesgo para él era mucho menor. Pudo usar algo que no haría desconfiar a ningún testigo para transportar el cuerpo desde su vehículo al sitio en el que lo depositó: una carretilla, por ejemplo, un petate grande, el carro de un barrendero. Cualquier cosa que no pareciera fuera de lugar en esa zona concreta. Lo único que tuvo que hacer fue sacar el cuerpo de su vehículo, y llevarlo hasta el sitio donde lo depositó. En la oscuridad, utilizando un medio de transporte razonable, estaría bastante a salvo. Pero aquí desde el momento en que mete el cuerpo en el coche abandonado está al descubierto. Y no sólo lo ha dejado ahí, comisario. Parece que sólo lo ha dejado ahí. Pero no se equivoque. Lo ha dispuesto así. Y estaba seguro de que no lo cogerían con las manos en la masa.
– Chulo de mierda -dijo Barbara entre dientes.
– Sí. Está orgulloso de lo que ha logrado. Imagino que incluso ahora mismo estará por aquí cerca, observando toda la actividad que ha conseguido despertar y disfrutando de cada segundo.
– ¿Qué piensa sobre que no haya incisión? De que no le haya marcado la frente. ¿Podemos concluir que está dando marcha atrás?
Robson negó con la cabeza.
– Imagino que el hecho de que no haya incisión simplemente significa que, para él, este asesinato ha sido distinto a los demás.
– ¿Distinto en qué sentido?
– ¿Comisario Lynley? -Era Hogarth, que había estado supervisando el traslado del cuerpo desde el coche a la camilla. Había detenido la acción antes de que subieran la cremallera de la bolsa del cuerpo-. Quizá quiera ver esto.
Regresaron con él. Señaló el estómago del chico. Y lo que antes quedaba oculto al estar hundido en el asiento era visible ahora que yacía tumbado en la camilla. Si bien la última víctima no presentaba incisión desde el esternón al ombligo, sí que se lo habían arrancado. El asesino se había llevado otro recuerdo.
Que lo había hecho después de la muerte era evidente por la falta de sangre de la herida. Que lo había hecho con ira -o posiblemente con prisa- era evidente por el cuchillazo del estómago: profundo e irregular, daba acceso al ombligo, que había arrancado con unas tijeras normales o de podar.
– Un recuerdo -dijo Lynley.
– Un psicópata -añadió Robson-. Le sugiero que ponga vigilancia en todas las escenas del crimen anteriores, comisario. Es probable que regrese a alguna de ellas.