Capítulo 20

Lynley cogió la A-40 para poner rumbo a la dirección de Middlesex que Nkata le había dado. No le resultó fácil encontrarla, se equivocó de desvío y tuvo que cambiar de ruta y encontrar un lugar por donde cruzar el Grand Union Canal. Al final, la casa en cuestión formaba parte de una pequeña urbanización enclavada entre dos pistas deportivas, dos campos de juegos, tres lagos y un puerto deportivo. Aunque pertenecía al gran Londres, parecía que te encontrabas en el campo, y los aviones lejanos que despegaban de Heathrow no podían disipar la sensación de que, de algún modo, el aire era más puro, y la posibilidad de moverse con libertad y seguridad era mayor.

Muwaffaq Masoud vivía en Telford Way una calle estrecha de casas adosadas de ladrillo color ámbar. Vivía al final de una de esas adosadas y estaba en casa para abrirles la puerta cuando Lynley y Nkata tocaron al timbre.

Los miró parpadeando desde detrás de unas gafas de montura gruesa y con una tostada en la mano. Aún no se había vestido para salir de casa, y llevaba una bata del estilo de las que se pondrían los boxeadores antes de un combate, con capucha y el sobrenombre «asesino» bordado en el pecho y la espalda.

Lynley le mostró la placa.

– ¿Señor Masoud? -dijo. Y, cuando el hombre inclinó la cabeza para asentir nerviosamente, añadió-: ¿Podemos hablar con usted un momento, por favor? -Presentó a Nkata y le dijo su nombre. Masoud miró a uno y luego al otro antes de hacerse a un lado.

La puerta daba directamente al salón. No era mucho mayor que una nevera, y una escalera de madera dominaba al fondo.

Más cerca, a un lado de la habitación, había un sofá de lana, frente a una chimenea falsa que había al otro lado. En la esquina, había una mesita metálica que contenía la única decoración de la sala: quizás una docena de fotografías de lo que parecía un grupo de adultos jóvenes y sus retoños. Encima, una foto formaba parte de un santuario, con flores de seda colocadas cuidadosamente en la base de un marco de cromo con una fotografía de la princesa Diana.

Lynley miró la mesita y, luego, de nuevo a Muwaffaq Masoud. Llevaba barba y tenía entre cincuenta y sesenta años.

El cinturón de la bata sugería que debajo se escondía una tripita.

– ¿Son sus hijos? -preguntó Lynley, señalando con la cabeza las fotos.

– Tengo cinco hijos y dieciocho nietos -contestó el hombre-. Ahí puede verlos a todos. Excepto al nuevo bebé, el tercer hijo de mi hija mayor. Vivo solo. Mi esposa murió hace cuatro años. ¿En qué puedo ayudarles?

– ¿Le gustaba la princesa?

– No parecía que la raza fuera un problema para ella -dijo educadamente. Miró la tostada que aún tenía en la mano. Parecía que no tenía más hambre. Se excusó y se metió en una puerta debajo de las escaleras. Era la cocina, que parecía aún más pequeña que el salón. Por la ventana, las ramas desnudas de un árbol sugerían que había un jardín en la parte trasera de la casa.

Regresó con ellos, ajustándose el cinturón de la bata de boxeador.

– Espero que no hayan venido otra vez por lo de esa casa de Clapham en la que entraron a robar -dijo ceremoniosamente y con bastante dignidad-. En su momento, ya le conté a la policía todo lo que sabía, que era poco, y, cuando no volvieron a decirme nada, di por hecho que el tema estaba zanjado. Pero ahora debo preguntárselo: ¿ninguno de ustedes llamó a las buenas monjas?

– ¿Podemos sentarnos, señor Masoud? -le preguntó Lynley-. Tenemos que hacerle algunas preguntas.

El hombre dudó, como si se preguntara por qué Lynley no había respondido a su pregunta.

– Sí, por supuesto -dijo al fin, pensativo, y señaló el sofá. No había otro lugar donde sentarse en la sala.

El hombre cogió una silla de la cocina para él y la colocó justo frente a ellos. Se sentó, con los pies planos en el suelo. Iba descalzo, observó Lynley. En un dedo no tenía uña.

– Debo decírselo -dijo Masoud-. Nunca he infringido la ley de este país. Ya se lo dije a la policía cuando vino a hablar conmigo. No conozco Clapham ni tampoco ningún otro barrio al sur del río Támesis. Aunque si los conociera, las noches en las que no veo a mis hijos, voy a Victoria Embankment. Ahí es donde estaba la noche del allanamiento en Clapham sobre el que la policía me interrogó.

– ¿A Victoria Embankment? -dijo Lynley.

– Sí, sí, cerca del río.

– Ya sé donde está. ¿Qué hace allí?

– Detrás del hotel Savoy, hay mucha gente que duerme al raso todas las estaciones del año. Les doy de comer.

– ¿Les da de comer?

– De mi cocina, sí, les doy de comer. Y no soy el único que lo hace -añadió como si sintiera la necesidad de contrarrestar el escepticismo que veía en Lynley-. Las monjas están allí, y otro grupo, que reparte mantas. Cuando la policía me preguntó si mi furgoneta estaba en Clapham la noche en la que entraron a robar en la casa de alguien, se lo expliqué. Entre las nueve y media y la medianoche, estoy demasiado ocupado como para ponerme a robar casas, comisario.

Les dijo que así era el islam, y añadió «como se supone que hay que practicarlo», con un discreto énfasis en la palabra «supone», quizá para diferenciar entre las antiguas tradiciones y las formas militantes del islam que a veces se propugnan por el mundo.

– El Profeta, bendito sea su nombre, enseña a sus seguidores a preocuparse por los pobres -explicó Masoud. Continuó diciéndoles que la cocina móvil era la forma que tenía aquel humilde sirviente de Alá, como se llamaba a sí mismo, de cumplir esa enseñanza. Iba a Victoria Embankment todo el año, aunque, cuando más lo necesitaban, era en invierno, cuando el frío trataba con dureza a los sin techo.

Nkata fue quien habló al oír aquellas palabras.

– Cocina móvil, señor Masoud. ¿No utiliza la cocina de aquí para preparar la comida?

– No, no. ¿Cómo podría mantener caliente la comida con un viaje tan largo como el que requiere ir de Telford Way a Victoria Embankment? Mi furgoneta está equipada con lo necesario para preparar las comidas dentro. Una cocina, un espacio para trabajar, una pequeña nevera: es lo único que necesito. Podría darles sandwiches, por supuesto, lo que no requeriría el esfuerzo de cocinar, pero necesitan comida caliente, esas pobres almas de la calle, no pan frío y queso. Y doy gracias por poder proporcionársela.

– ¿Cuánto tiempo lleva encargándose de esta cocina móvil? -le preguntó Lynley al hombre.

– Desde que me jubilé de British Telecom. De eso hará casi nueve años ya. Deben hablar con las monjas. Ellas se lo confirmarán.

Lynley le creyó. No sólo porque las monjas seguramente lo confirmarían, además del resto de personas que veían a Muwaffaq Masoud por Victoria Embankment de manera habitual, sino también porque había un halo de honestidad en aquel hombre que inspiraba confianza.

«Recto» era el adjetivo que Lynley creyó que lo describía mejor.

– A mi compañero y a mí nos gustaría ver su furgoneta -dijo, sin embargo-, por fuera y por dentro. ¿Le parece bien?

– Por supuesto. ¿Si pueden esperar…? Dejen que me vista y los llevo a verla.

Subió deprisa las escaleras y dejó a Lynley y a Nkata mirándose el uno al otro mientras evaluaban en silencio lo que había dicho.

– ¿Qué opinas? -preguntó Lynley.

– O dice la verdad o es un sociópata. Pero mire esto, jefe. -Nkata giró su pequeña libreta de piel sobre la rodilla para ponerla de cara a Lynley, y éste miró lo que había escrito: «ciña», «vil», «waf», «57954»; mientras que debajo había añadido: «Cocina», «Móvil», «Muwaffaq», «85795479».

– Esto es lo que no entiendo -dijo Nkata-. ¿Qué hizo? ¿Servir la comida detrás del Savoy, merodear por el centro de Londres por lo que fuera y luego marcharse a Saint George's

Gardens en plena noche donde queda grabado en las imágenes que vimos? ¿Por qué?

– ¿Una cita?

– ¿Con quién? ¿Con un camello? Ese tipo se droga tanto como yo. ¿Con una prostituta? Su esposa está muerta, así que quiere irse con una, vale, pero ¿por qué llevaría a una puta a Saint George's Gardens?

– ¿Un terrorista? -propuso Lynley. Parecía una posibilidad mínima, pero sabía que no podía descartarse nada.

– ¿Un traficante de armas? -dijo Nkata-. ¿Un fabricante de bombas?

– ¿Alguien que entrega mercancía de contrabando?

– Puede que no sea el asesino, sino que fuera a encontrarse con él -dijo Nkata-, para entregarle algo, ¿un arma?

– ¿O para recogerle algo?

Nkata negó con la cabeza.

– Para entregar algo, o a alguien, jefe; para entregar a un chico.

– ¿A Kimmo Thorne?

– Tiene sentido. -Nkata miró hacia las escaleras, luego de nuevo a Lynley-. Va a Victoria Embankment, pero ¿a qué distancia está Leicester Square? ¿Y el puente peatonal de Hungerfold si Kimmo y su compañero cruzaban el río por allí? El tipo podía conocer a Kimmo de toda la vida y esperó a que llegara el momento oportuno de decidir qué hacer con él.

Lynley pensó en aquello. No se lo imaginaba. A menos que, como había señalado Nkata, el asiático fuera un sociópata.

– Por favor, síganme -dijo Masoud mientras bajaba las escaleras. No se había puesto el shalwar qamis tradicional de sus compatriotas, sino unos vaqueros anchos y una camisa de franela sobre la que se estaba subiendo la cremallera de una torera de piel. Calzaba unas deportivas. De repente, era mucho más inglés que extranjero. «La transformación hacía que uno pensara en él de un modo distinto», pensó Lynley.

La furgoneta estaba aparcada en uno de los garajes que se alineaban al final de Telford Way. Era imposible inspeccionar fácilmente el vehículo sin sacarlo de la estructura, y Masoud lo hizo sin que se lo pidieran. Movió la furgoneta hacia atrás para que Nkata y Lynley pudieran acceder a ella. Era roja como la que había visto su testigo desde el piso de Handel Street, justo por fuera de Saint George's Gardens. También era una Ford Transit.

Masoud apagó el motor, se bajó y abrió la puerta corrediza para mostrarles el interior del vehículo. Estaba equipada exactamente como les había dicho: habían instalado una cocina en un lado. También había armarios, una encimera y una pequeña nevera. El vehículo podía utilizarse para ir de acampada, ya que quedaba sitio para dormir en el medio si era necesario. También podía emplearse como matadero móvil. De eso, no había duda.

Pero no la habían utilizado para eso. Lynley lo supo antes de que Masoud se bajara y abriera la Ford para que la examinaran. La furgoneta era nueva y en el lateral podía leerse «Cocina Móvil Muwaffaq» y el número de teléfono pertinente.

Nkata formuló la pregunta justo cuando Lynley abría la boca para hacerla.

– ¿Tenía otra furgoneta antes de ésta, señor Masoud?

Masoud asintió.

– Ah, sí. Pero era vieja y muchas veces no arrancaba cuando necesitaba usarla.

– ¿Qué hizo con ella? -preguntó Lynley.

– La vendí.

– ¿Con el mismo interior?

– ¿Se refiere a la cocina, los armarios y la nevera? Oh, sí, era igual que ésta.

– ¿Quién la compró? -La voz de Nkata se aferraba a la esperanza-. ¿Cuándo?

Masoud pensó en las dos preguntas.

– Sería… ¿Hará unos siete meses? ¿Hacia finales de junio? Creo que sí. El caballero… Lo lamento, pero no recuerdo cómo se llamaba… La quería para las vacaciones de agosto, me dijo. Supuse que tenía intención de hacer un viajecito, aunque no me lo aclaró.

– ¿Cómo pagó?

– Bueno, no pedía mucho por la furgoneta, por supuesto. Era vieja, nada fiable, como ya les he dicho. Había que arreglarla, y pintarla también. Quería darme un cheque personal, pero, como no lo conocía, requerí que el pago se hiciera en efectivo.

Se marchó, pero regresó con el dinero el mismo día. Completamos la transacción y eso fue todo. -Masoud ató cabos él solo mientras acababa su explicación-. Debe de ser la furgoneta que buscan, claro. Ese caballero la compró expresamente para fines ilegales, así que no la registró a su nombre. Y esos fines eran… ¿Es el ladrón de Clapham?

Lynley negó con la cabeza.

– El ladrón era un adolescente -le dijo a Masoud-. El comprador de la furgoneta seguramente es el asesino de ese chico.

Masoud dio un paso hacia atrás desolado.

– ¿Mi furgoneta…? -dijo, y no pudo seguir hablando.

– ¿Puede describirnos a ese tipo? -preguntó Nkata-. ¿Recuerda algo de él?

Masoud estaba aturdido, pero contestó despacio y pensativamente.

– Fue hace tanto tiempo… ¿Un señor mayor? Más joven que yo, quizá, pero mayor que usted. Era blanco, inglés, calvo. Sí. Sí. Estaba bastante calvo porque hacía calor, le sudaba la cabeza y se la secaba con un pañuelo. Un pañuelo raro para un hombre, porque tenía encaje en los bordes. Lo recuerdo porque me fijé, y él me dijo que tenía un valor sentimental. Era el pañuelo de su esposa que hacía encajes.

– Encajes -murmuró Nkata, y le dijo a Lynley-: Como la tela que dejó sobre el cuerpo de Kimmo, jefe.

– Era viudo como yo -dijo Masoud-. A eso se refería con lo de valor sentimental. Y sí, esto lo recuerdo: no estaba muy bien de salud. Vinimos caminando de la casa al garaje y, a pesar de que era una distancia muy corta, llegó jadeando. No quise comentárselo, pero pensé que a un hombre de su edad no debería costarle tanto respirar.

– ¿Recuerda algo más? -preguntó Nkata-. ¿Era calvo y qué más? ¿Llevaba barba, bigote? ¿Era gordo, delgado? ¿Tenía alguna marca?

Masoud miró al suelo como si fuera capaz de hacerse una imagen mental del hombre.

– No llevaba ni bigote ni barba -dijo. Pensó en aquello con el ceño fruncido por el esfuerzo de recordar. Al fin, dijo-: No puedo decirles más.

Calvo y jadeante: no había nada con lo que continuar.

– Nos gustaría hacer un retrato robot de ese hombre. Mandaremos a alguien para que trabaje con usted.

– Para que dibuje su cara, ¿quiere decir? -dijo Masoud sin convicción-. Haré lo que pueda, pero me temo… -Dudó mientras parecía buscar una forma adecuada de decir lo que quería decir-. Hay tantos ingleses que me parecen iguales. Y era muy inglés, muy… normal.

«Como la mayoría de asesinos en serie», pensó Lynley Era su don: se confundían entre la multitud sin que nadie advirtiera su presencia. Sólo en las películas fantásticas eran hombres lobo.

Masoud volvió a meter la furgoneta en el garaje. Lo esperaron y regresaron a la casa.

Cuando estaban a punto de marcharse, a Lynley se le ocurrió otra pregunta que había que hacer.

– ¿Cómo llegó el hombre hasta aquí, señor Masoud?

– ¿Qué quiere decir?

– Si tenía planeado irse a casa con la furgoneta, necesitaría transporte para llegar hasta aquí. No hay estación de tren cerca. ¿Vio qué medio de transporte utilizó?

– Oh, sí. Venía en un taxi. Esperó en la calle durante la transacción. Estaba aparcado delante de la casa, de hecho.

– ¿Se fijó en el conductor? -Lynley miró a Nkata.

– Lo siento, no. Se quedó sentado en el coche delante de la casa y esperó. Sin duda, no parecía interesado en nuestra transacción.

– ¿Era joven o viejo? -preguntó Nkata.

– Más joven que nosotros, diría.


Fu no cogió la furgoneta para ir al mercado de Leadenhall. No hacía falta. No le gustaba sacarla del aparcamiento de día y, además, tenía otro medio de transporte que parecería, al menos al observador ocasional, más lógico para esta zona.

Intentó decirse que los últimos días por fin le había demostrado su poder. Pero, mientras otros comenzaban a verlo como hacía tiempo que quería que lo vieran, le pareció que el control de la situación empezaba a escapársele de las manos. Aquella preocupación no tenía sentido, pero aun así se descubrió queriendo gritar desde un lugar público: «Estoy aquí, es a mí a quien buscáis».

Sabía cómo funcionaba el mundo. A medida que crecía ese saber, también lo hacía el riesgo. Había abrazado esa posibilidad desde el principio. Incluso la había buscado. Lo que no había esperado era cómo se alimentaría la necesidad que sentía en él una vez que, al fin, había recibido el reconocimiento. Ahora aquello comenzaba a consumirlo.

Entró en el viejo mercado Victoriano por Leadenhall Place, donde el extravagantemente moderno Lloyds de Londres le proporcionaba la protección de lo común: su presencia aquí pasaría inadvertida y, si una de las innumerables cámaras de circuito cerrado grababa su imagen, nadie pensaría nada en ese lugar y a esa hora del día.

Dentro del mercado y debajo del techo abovedado de hierro y cristal, los grandes dragones se erguían majestuosos por encima de él en cada esquina: las garras largas y la lengua roja, con las alas plateadas desplegadas para alzar el vuelo. Debajo, la vieja calle central adoquinada estaba cerrada al tráfico, y las tiendas que la flanqueaban ofrecían sus artículos a los trabajadores de la City, así como a los turistas que -en otras épocas del año más benignas- incluían aquel lugar en sus excursiones a la Torre de Londres o Petticoat Lane. Estaba diseñado exactamente para ese tipo de cliente, con pasillos estrechos que ofrecían de todo, desde pizzas a revelado de fotos en una hora, codo con codo con carnicerías y pescaderías que vendían mercancía fresca para la cena de la noche.

A mediados de invierno, el lugar era casi perfecto para lo que Fu tenía en mente. Estaba prácticamente desierto por el día, excepto durante la hora de comer de los trabajadores de la City y a última hora de la noche cuando retiraban las balizas de ambos extremos de la calle principal y los pocos vehículos que la cruzaban lo hacían de modo intermitente.

Fu atravesó el mercado hacia la entrada principal en Gracechurch Street. Las tiendas estaban abiertas, pero apenas había gente, y parecía que el mayor volumen de negocios se realizaba en el interior de la Lamb Tavern, detrás de cuyas ventanas traslúcidas se movían periódicamente las siluetas de los bebedores. Frente a este establecimiento, un chico limpiabotas trabajaba con desgana, lustrando los zapatos negros de un tipo con aspecto de banquero que leía un periódico serio mientras le sacaban brillo al calzado. Fu miró el diario cuando pasó por delante del hombre. Cabría esperar que un tipo como aquél leyera con atención el Financial Times, pero no, era el Independent, y la portada mostraba la clase de titular que los periódicos serios reservan en general para los dramas reales, las pesadillas políticas y los actos de Dios. Las palabras «número seis» formaban parte del mismo. Debajo había una fotografía granulada.

Fu sintió una necesidad distinta al ver aquello. No consistía en satisfacer el deseo que crecía en su interior, sino en una necesidad que, si careciera de control, habría provocado que se lanzara sobre el banquero y ese periódico como un colibrí hambriento hacia una flor para revelarse, para ser comprendido.

En lugar de eso, apartó la mirada. Era demasiado pronto. Sin embargo, reconocía en él la misma sensación que había experimentado mientras veía el programa de televisión sobre él de la noche anterior. Y qué raro era nombrar la sensación por lo que era, porque no era en absoluto la que había esperado.

Ira. Su fuego le abrasaba hasta tal punto los músculos de la garganta que rompería a gritar, porque quien lo buscaba realmente no había aparecido ante las cámaras de televisión, sino que había mandado a subalternos en su lugar, como si Fu fuera una araña que pudiera aplastar fácilmente de un pisotón.

Había mirado y allí lo había encontrado el gusano, subió por la silla donde estaba sentado, penetró en su nariz, se enroscó detrás de sus ojos hasta nublarle la vista y, luego, se metió en su cráneo y allí se quedó. Para mofarse, para demostrar…

«Patético, patético, patético, patético. Capullo estúpido, cerdo asqueroso. ¿Te crees alguien? ¿Crees que alguna vez serás alguien? Inútil… Ni se te ocurra volver la cara cuando te hable.»

Fu se apartó, se volvió. Ahí se quedó.

«¿Quieres fuego? Te enseñaré qué es fuego. Dame las manos. He dicho que me des las putas manos. Aquí. ¿Te gusta?»

Había apoyado la cabeza en la silla y había cerrado los ojos. El gusano comió con gula de su cerebro, y él intentó no sentirlo o reconocerlo. Intentó quedarse donde estaba, haciendo lo que sólo él había sido capaz de hacer.

«¿Me oyes? ¿Me conoces? ¿A cuántas personas tienes intención de mandar a la tumba antes de quedarte satisfecho?»

«Las que haga falta -pensó al fin-, hasta saciarme.»

Entonces había abierto los ojos y había visto el boceto en la pantalla de televisión. Era su cara y no lo era en absoluto. La memoria de alguien que intentaba sacar una imagen de la nada. Había examinado su descripción y se había reído. Se había desabrochado la camisa y se había expuesto al odio que estaría dirigiéndose a esa imagen desde todos los rincones del país.

«Vamos -le había dicho-. Come de mi tejido.»

«¿Eso es lo que crees que harán? ¿Por ti? Mierda, estás lleno de mierda, ¿verdad, chico? Nunca he visto un caso como el tuyo.»

Nadie lo había visto, pensó Fu. Nadie volvería a verlo. El mercado de Leadenhall lo prometía.

Se detuvo delante de una fila de tres tiendas que quedaba justo en la entrada de Gracechurch Street: dos carnicerías y una pescadería, rojas, doradas y color crema como una Navidad de Dickens. Encima de cada tienda y extendiéndose a lo largo, colgaban tres hileras de barras de hierro del siglo XIX de las que salían una miríada de ganchos. Era ahí donde se exponían las aves de caza hace cien años, pavos y más pavos, y faisanes y más faisanes, una tentación para el transeúnte según fuera la temporada. Ahora sólo eran un resto antiguo de un tiempo pasado; pero estaban diseñados para servirle.

Era ahí adonde los llevaría a los dos, prueba y testigo simultáneamente. Decidió que sería una crucifixión, por así decirlo, con los brazos extendidos en los raíles de las aves de caza y el resto del cuerpo inmovilizado en los espacios que quedaban entre los propios raíles. Sería la más pública de sus exposiciones. Sería la más audaz.

Paseó por la zona mientras hacía sus planes. Había tres modos distintos de entrar en el mercado de Leadenhall, y cada uno representaba un reto distinto. Pero todos tenían una cosa en común, y era algo que compartían prácticamente todas las calles de la City.

Había cámaras de circuito cerrado por todas partes. Las de

Leadenhall Place custodiaban el Lloyds de Londres; en Whittingdon Avenue vigilaban un Waterstone's y el Royal & Sun Alliance que había al otro lado de la calle; en Gracechurch Street vigilaban el Barclay's Bank. La mejor posibilidad era el callejón de Lime Street, pero incluso aquí una cámara más pequeña colgaba sobre una verdulería por la que tendría que pasar cuando entrara en el mercado. Era como elegir el Banco de Inglaterra para realizar su siguiente «depósito». Pero el reto suponía la mitad del placer. La otra mitad la obtenía con el propio crimen.

Decidió utilizar el callejón de Lime Street, esa cámara pequeña e insignificante sería la más fácil de alcanzar e inutilizar.

Después de tomar aquella decisión, se sintió en paz. Volvió sobre sus pasos, se adentró en el mercado y luego caminó en dirección a Leadenhall Place y al Lloyds de Londres que estaba detrás. Fue entonces cuando oyó que lo llamaban.

– Usted, señor, disculpe, señor, si puede esperar…

Se detuvo y se volvió. Vio a un hombre con cuerpo en forma de pera que se acercaba a él con charreteras en los hombros. Fu dejó que su rostro adoptara la expresión que, al parecer, relajaba a la gente en su presencia. También le ofreció una sonrisa socarrona.

– Lo siento -dijo el hombre mientras lo alcanzaba. Jadeaba, lo cual no le sorprendió. Era obeso, y los pantalones y la camisa no le sentaban como deberían. Llevaba el uniforme de un guardia de seguridad, y en la chapa de su nombre ponía que se llamaba B. Stinger. Fu se preguntó cuántas veces se habrían burlado de su nombre, o si era su verdadero nombre, en realidad.

– Son los tiempos que corren -dijo B. Stinger-. Lo siento.

– ¿Pasa algo? -Fu miró a su alrededor como buscando algún indicio de aquello-. ¿Algún problema?

– Es sólo que… -B. Stinger hizo una mueca de arrepentimiento-. Bueno, lo hemos visto en los monitores… de seguridad, ¿sabe? Nos pareció… Les he dicho que seguramente buscaba una tienda, pero han dicho… Da igual. Lo siento, pero ¿puedo ayudarle a encontrar algo?

Fu reaccionó como le pareció natural. Miró a su alrededor buscando cámaras, más cámaras de las que había visto por fuera del mercado.

– ¿Qué? -dijo-. ¿Me han visto en las cámaras de circuito cerrado?

– Terroristas -dijo el guardia encogiéndose de hombros-. El IRA, integristas islámicos, chechenos, grupos así. No parece uno de ellos, pero cuando vemos a alguien merodeando…

Fu abrió más los ojos, le lanzó una mirada de sorpresa.

– ¿Y ha pensado que yo…? -dijo, y sonrió-. Lo siento. Estaba mirando. Pasó por aquí delante todos los días y nunca había entrado. Es fantástico, ¿verdad?

Señaló los detalles que más le gustaban: los dragones plateados, los carteles de letras sobre fondo granate oscuro, el artesonado decorativo. Se sintió como un crítico de arte de mierda, pero siguió parloteando entusiasmado. Al final, dijo:

– Bueno, en cualquier caso me alegro de no haber traído la cámara. Podrían haberme metido en la trena por eso. Pero hace su trabajo. Lo sé. ¿Quiere ver mi carné o algo? De todos modos, ya me iba.

B. Stinger levantó las manos, las palmas hacia fuera, como diciendo «es suficiente».

– Sólo tenía que hablar con usted. Les diré que es inofensivo. -Y luego añadió como haciendo un aparte confidencial-: Son unos paranoicos. Subo y bajo esas escaleras al menos tres veces cada hora. No es nada personal.

Fu habló afablemente.

– No he pensado que lo fuera.

B. Stinger le dijo adiós con la mano y Fu se despidió de él con un movimiento de cabeza. Prosiguió su camino de regreso a Leadenhall Place.

Pero allí se detuvo. Sintió que la tensión le bajaba por el cuello y los hombros, como una sustancia que le brotara de los oídos. Todo aquello no había servido para nada, y perder el tiempo ahora que el tiempo era crucial… Quería localizar al guardia de seguridad y cogerlo a él de premio, por muy imprudente que fuera aquel acto. Porque ahora tendría que comenzar de nuevo, y hacerlo cuando su necesidad era tan grande era peligroso. Le ponía en situación de ser descuidado. No podía permitírselo.

«¿Te crees especial, imbécil? ¿Crees que tienes algo que alguien querría?»

Apretó la mandíbula. Se obligó a mirar los hechos fríamente. Aquel lugar no serviría para su propósito, y era una bendición que el guardia de seguridad hubiera aparecido para demostrárselo. Era evidente que había más cámaras dentro del mercado de las que había visto, escondidas en el techo abovedado, sin duda, debajo del ala extendida de algún dragón, incrustadas en el artesonado intrincado para que parecieran que formaban parte de él… Daba igual. Lo que contaba era que lo sabía y, por tanto, podía buscar otro lugar.

Pensó en el programa de televisión, en los artículos de periódico, en las fotos y en los nombres.

Sonrió al ver lo sencilla que era la respuesta. Sabía qué lugar tenía que buscar.

Cuando Lynley y Nkata regresaron a New Scotland Yard, Barbara Havers ya había investigado los antecedentes de Minshall. También había visionado las cintas del Boots para examinar la cola de gente detrás de Kimmo Thorne y Charlie Burov, alias Bunker, para ver si aparecía algún rostro familiar y, además, había hecho todo lo posible con los otros clientes de la tienda que salían en las imágenes de la cámara de circuito cerrado. Les informó de que no había nadie que se pareciera a alguna de las personas que había visto en Coloso. «Barry Minshall tampoco está entre los clientes», añadió. En cuanto al retrato robot del gimnasio Square Four y a si alguien de Boots se parecía a ese individuo…, no pudo decir gran cosa; ya desde el principio, se había mostrado muy poco entusiasta con el boceto.

– Es un imposible -le dijo a Lynley.

– ¿Qué tienes de los antecedentes de Minshall?

– Hasta la fecha, no se ha metido en líos.

Barbara había entregado las fotos de los niños disfrazados de mago al detective Stewart, y éste se las había dado a otros agentes que estaban mostrándoselas a los padres de los chicos muertos para una posible identificación.

– Si quiere saber mi opinión -dijo-, creo que esto tampoco nos va a llevar a ninguna parte, señor. Las he comparado con las fotos que ya tenemos de los chicos muertos y no me parece que se correspondan con ninguno. -Parecía descontenta con aquel hecho. Indudablemente, le gustaba la idea de que Minshall fuera el asesino.

Lynley le dijo que siguiera indagando en los antecedentes del vendedor de sales de baño del mercado de Stables, el tipo llamado John Miller que había mostrado mucho interés en lo que sucedía alrededor del tenderete de Barry Minshall.

Mientras tanto, John Stewart había asignado a cinco agentes -era el máximo que podía destinar, le dijo el detective a Lynley- la tarea de atender las llamadas recibidas tras la emisión de Alerta criminal sobre el retrato robot y demás información. Al parecer, había innumerables telespectadores que conocían a alguien que tenía un parecido notable con el hombre de la gorra de béisbol visto en el gimnasio Square Four. Los agentes tenían que seleccionar las llamadas, y separar el grano de la paja. A los paranoicos y los chiflados, les encantaba aprovechar la oportunidad de darse importancia o de vengarse un poco de un vecino con el que se peleaban. Qué mejor que informar a la policía de que «había que investigar» a éste o aquél.

Lynley fue del centro de coordinación a su despacho, donde encontró un informe del S07 encima de su mesa. Había cogido las gafas del bolsillo de la chaqueta y había comenzado a leerlo cuando sonó el teléfono, y la voz de Dorothea Harriman le susurró que el subinspector Hillier iba hacia allí.

– Le acompaña alguien -le dijo Harriman sottovoce-. No sé quién es, pero no parece un policía.

Un momento después, Hillier entró en el despacho.

– Me han dicho que tienes retenido a alguien -le dijo.

Lynley se quitó las gafas de lectura. Miró al acompañante de Hillier antes de contestar: un hombre de unos treinta y tanto años, con vaqueros, botas y sombrero de vaquero. Sin duda, no era un policía.

– No nos conocemos… -le dijo al hombre.

– Es Mitchell Corsico, de The Source -dijo Hillier con impaciencia-. Es nuestro periodista incrustado. ¿Qué es eso de que hay un sospechoso, comisario?

Lynley dio la vuelta con cuidado al informe del S07 que tenía sobre la mesa.

– Señor, ¿podríamos hablar en privado? -dijo. -No va a ser necesario -dijo Hillier. -Saldré un momento -se apresuró a decir Corsico, mirando de un hombre al otro. -He dicho…

– Gracias. -Lynley esperó a que el periodista hubiera salido al pasillo antes de seguir hablando con Hillier-. Dijo que tardaría cuarenta y ocho horas en elegir al periodista. No me las ha dado.

– Son órdenes de arriba, comisario. No depende de mí. – ¿Pues de quién?

– La Dirección de Asuntos Públicos hizo una propuesta. Y resultó que a mí me pareció buena.

– Tengo que protestar. Esto no sólo es irregular. También es peligroso.

A Hillier no pareció gustarle el comentario.

– Escúchame -dijo-. La prensa no puede amargarnos más. Esta historia domina todos los periódicos y también todos los informativos de televisión. A menos que tengamos suerte y algún grupo de exaltados árabes decida hacer explotar una bomba en Grosvenor Square no tenemos ni la más mínima posibilidad de superar el examen. Mitch está en nuestro bando…

– Es imposible que piense eso -contraatacó Lynley-. Y me aseguró que el periodista sería de un periódico serio, señor.

– Y su idea tiene mérito -prosiguió Hillier-. Su director llamó a la DAP y se la propuso, y la DAP le ha dado el visto bueno. -Se volvió hacia la puerta y dijo-: ¿Mitch? Vuelve a entrar, por favor. -Y Coriseo entró con el sombrero de vaquero atrás en la nuca.

Coriseo se hizo eco de la opinión de Lynley.

– Comisario, Dios sabe que es irregular, pero no debe preocuparse. Quiero comenzar con un artículo personal. Quiero informar a la gente sobre la investigación a través de las personas que participan en ella. Quiero comenzar por usted. Quién es y qué hace. Créame, no aparecerá en el artículo ningún detalle de la investigación propiamente dicha que usted no quiera que aparezca.

– No tengo tiempo para entrevistas -dijo Lynley. Coriseo levantó la mano.

– Ningún problema -dijo-. Ya tengo bastante información; el subinspector se ha ocupado de ello, y lo único que le pido es permiso para seguirlo a todas partes sin molestarle.

– No puedo dárselo.

– Yo sí -le dijo Hillier-, puedo y se lo doy. Tengo confianza en usted, Mitch. Sé que es consciente de lo delicada que es esta situación. Venga, le presentaré al resto de la brigada. No ha visto nunca un centro de coordinación, ¿verdad? Creo que le parecerá interesante.

Con aquellas palabras, Hillier se marchó con Corsico a la zaga. Incrédulo, Lynley los observó marchar. Se había levantado cuando el subinspector y el periodista habían entrado en su despacho, pero ahora se quedó sentado. Se preguntó si en la Dirección de Asuntos Públicos se habían vuelto locos.

Se preguntó a quién podía llamar, cómo podía protestar. Pensó en Webberly y se preguntó si el comisario podría interceder desde su convalecencia. No vio cómo. Los de arriba estaban utilizando a Hillier y él no parecía capaz de cuestionarlo. La única persona que podía frenar esa locura era el propio inspector, pero ¿qué conseguiría con eso a largo plazo salvo que le retiraran del caso seguramente?

«Artículos sobre los miembros de la investigación», se dijo mofándose. «Santo cielo, ¿qué vendría después? ¿Fotografías satinadas en ¡Hola!, o aparecer en algún estúpido programa de entrevistas?», pensaba.

Cogió el informe del S07, sabiendo que la brigada de investigadores estaría tan contenta como él con aquella novedad. Se puso las gafas para ver qué tenían para él los forenses.

Había piel debajo de las uñas de Davey Benton, producto de su forcejeo desesperado con el asesino. La agresión sexual había dejado semen. Obtendrían pruebas de ADN de ambos resultados; las primeras pruebas de ADN que extraerían de los cuerpos.

También habían encontrado un pelo extraño en el cadáver y estaban analizándolo; a Lynley, el corazón le dio un brinco cuando leyó la palabra «extraño», y pensó de inmediato en Barry Minshall. Sin embargo, no parecía que fuera un pelo humano, así que habría que estudiar si podía proceder del lugar en el que habían encontrado el cadáver.

Al fin, habían identificado las pisadas de la escena de Queen's Wood. Eran de unos Church's, del cuarenta y dos. El modelo se llamaba Shannon.

Lynley leyó esta última parte con pesimismo. Aquello reducía el punto de venta a todas las calles comerciales de Londres.

Pulsó la extensión de Dorothea Harriman. «¿Puede enviar una copia del último informe del S07 a Simón St. James?», le pidió.

Siempre tan eficiente, la secretaria ya lo había hecho, y añadió que Lynley tenía una llamada de la comisaría de Holmes Street. Le preguntó si quería atenderla, y de paso, si se suponía que tenía que pasar de ese tal Mitchell Coriseo cuando le preguntara cómo era tener a un aristócrata de jefe, porque le confesó que, si se trataba de tener a un aristócrata de jefe, había pensado que había un modo de que al subinspector le saliera el tiro… «por donde fuera», dijo ella.

– La culata -dijo Lynley, y comprendió qué quería decir. Esa era la respuesta, y era de lo más sencillo; no requería que nadie de arriba hiciera nada de nada-. Dee, eres un genio. Sí. Cuéntale todo lo que se te ocurra. Eso debería mantenerlo ocupado unos cuantos días, así que expláyate. Habíale de Cornualles, de la mansión familiar, de sirvientes que juegan a Manderley bajo la dirección de un ama de llaves inquietante. Llama a mi madre y pídele que mi hermano finja que se ha quedado atontado por las drogas, por si Corsico llama a su puerta. Llama a mi hermana y adviértele de que cierre las puertas a cal y canto no sea que aparezca en Yorkshire y quiera hurgar en su ropa sucia. ¿Se te ocurre algo más?

– ¿Eton y Oxford? ¿El equipo de remo?

– Eso, sí. Habría sido mejor rugby, ¿verdad? Es más masculino. Pero ajustémonos a los hechos para mantenerlo ocupado y lejos del centro de coordinación. No podemos reescribir la historia por mucho que queramos.

– ¿Lo llamo Su Majestad? ¿Conde? ¿Qué?

– No vayas tan lejos o verá lo que estamos haciendo. No parece estúpido.

– De acuerdo.

– Pásame la llamada de la comisaría de Holmes Street, por favor.

Harriman se la pasó. Al momento, Lynley se encontró hablando no con uno de los policías o agentes de recepción, sino con el abogado de Barry Minshall. Su mensaje era corto y grato. «Mi cliente -dijo James Barty- lo ha pensado mejor. Está dispuesto a hablar con los detectives.»

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