Capítulo 10

Enseguida, Lynley y Havers descubrieron no sólo que la directora de Coloso también desconocía la muerte de Kimmo Thorne, sino que además, por algún motivo, Jack Veness no la había puesto al corriente del tema por el que había ido a avisarla. Evidentemente, sólo le había dicho que dos polis de New Scotland Yard querían verla. Era una omisión interesante.

Ulrike Ellis resultó ser una joven de aspecto agradable que rondaría los treinta, con trenzas rubias rojizas retiradas de la cara y suficientes brazaletes de latón como para darle el apodo de prisionera de Zenda. Llevaba un grueso jersey de cuello alto negro, vaqueros y botas, y fue personalmente a la recepción a buscar a Lynley y a Havers para llevarlos a su despacho. Mientras Jack Veness regresaba a su puesto detrás del mostrador, Ulrike los guió por un pasillo de cuyas paredes colgaban tablones de anuncios con comunicados del barrio, fotografías de jóvenes, ofertas de clases y calendarios de los actos de Coloso. Una vez en el despacho, retiró un pequeño fajo de ejemplares de The Big Issue de una silla que había delante de la mesa y metió las revistas en un espacio de una estantería repleta de libros y expedientes que había que devolver a un archivador que estaba junto a la mesa y que ya rebosaba de otros expedientes.

– Lo compro siempre -dijo refiriéndose a los ejemplares de The Big Issue-, y luego nunca encuentro el momento para leerlo. Cojan alguno, si quieren. ¿O también lo compran? -Miró detrás de ella y añadió-: Ah. Bueno, todo el mundo debería comprarlo, ¿saben? Sí, ya sé lo que piensa la gente: si compro uno, este piojoso se gastará el dinero en drogas o alcohol, sí, y ¿cómo va a ayudarle? Pero yo pienso que la gente debería dejar de suponer lo peor y empezar a arrimar el hombro para que las cosas cambien en este país. -Paseó la mirada por el despacho como si buscara otro pasatiempo y dijo-: Bueno, no ha servido de mucho, ¿no? Uno de ustedes aún tendrá que quedarse de pie. ¿O nos quedamos todos de pie? ¿Sería mejor? Díganme una cosa: ¿el T031 al fin se ha fijado en nosotros?

De hecho, le dijo Lynley mientras Barbara Havers caminaba hasta la estantería para echar un vistazo a los muchos libros que tenía Ulrike Ellis, la detective Havers y él no eran representantes de Asuntos Comunitarios, sino que estaban para hablar con la directora de Coloso sobre Kimmo Thorne. ¿Conocía la señorita Ellis al chico?

Ulrike se sentó detrás de la mesa. Lynley ocupó la silla. Havers se quedó con los libros, y cogió una de las varias fotografías enmarcadas que había entre ellos.

– ¿Ha hecho algo? -preguntó Ulrike-. Verá, aquí no somos responsables de que los chicos se metan en líos. Ni siquiera decimos ser capaces de hacerlo. El objetivo de Coloso es mostrarles que hay alternativas, pero aun así a veces escogen el mal camino.

– Kimmo está muerto -dijo Lynley-. Quizá haya leído que se halló un cuerpo en Saint George's Gardens, al norte, en Saint Paneras. El nombre ya ha salido en los periódicos.

Al principio Ulrike no respondió nada. Simplemente se quedó mirando a Lynley durante unos largos cinco segundos antes de posar su mirada en Havers, que aún sujetaba una de las fotografías.

– Deje eso, por favor -dijo con la voz más tranquila posible. Se desató las trenzas y volvió a atárselas con fuerza antes de seguir hablando. Entonces sólo dijo-: Llamé… Llamé en cuanto me lo dijeron.

– ¿Así que sabía que había muerto? -Havers dejó la fotografía en su sitio, pero hacia fuera para que Lynley pudiera verla: una Ulrike muy joven, un hombre mayor en atuendo de ministro que quizá era su padre y, en medio de los dos, Nelson Mándela, vestido con ropa alegre.

– No, no -dijo Ulrike-. No quería decir… Cuando Kimmo dejó de venir el quinto día de su curso de orientación, Griff Strong me informó, como debía hacer. Llamé al agente de la condicional de Kimmo enseguida. Es lo que hacemos si uno de nuestros chicos viene aquí por orden del juez o a través de servicios sociales.

– ¿Griff Strong es…?

– Un trabajador social. Tiene formación de trabajador social, quiero decir. En Coloso no somos trabajadores sociales propiamente dichos. Griff dirige uno de nuestros cursos de orientación. Se le da muy bien trabajar con los chicos. Muy pocos abandonan cuando han tenido a Griff.

Lynley vio que Havers anotaba aquella información.

– ¿Griff Strong también está aquí? -preguntó Lynley-. Si conocía a Kimmo, queremos hablar con él.

– ¿Con Griff? -Ulrike miró el teléfono por algún motivo, como si fuera a darle la respuesta-. No. No está aquí. Tiene que traer un reparto… -Pareció necesitar colocarse las trenzas en una posición más cómoda-. Me dijo que hoy llegaría tarde, así que no lo esperamos hasta… Verán, hace nuestras camisetas y sudaderas. Es un empleo complementario que tiene. Puede que las hayan visto fuera en la recepción. En la vitrina. Es un trabajador social excelente. Es una suerte tenerlo entre nosotros.

Lynley notó que Havers lo miraba. Sabía qué estaba pensando: más piedra que picar.

– Tenemos otro chico muerto -dijo-. Jared Salvatore. ¿También era uno de los suyos?

– Otro…

– Estamos investigando cinco muertes en total, señorita Ellis.

– ¿Lee los periódicos, por casualidad? -preguntó Havers-. ¿Los lee alguien por aquí, en realidad?

Ulrike la miró.

– Esa pregunta no es justa.

– ¿Cuál? -dijo Havers, pero no esperó la respuesta-. Estamos hablando de un asesino en serie. Va tras chicos de la edad de los que tiene ahí fuera en el aparcamiento, fumando. Uno de ellos podría ser el siguiente, así que disculpe mis modales, pero me da igual que crea que es justo.

En otras circunstancias, Lynley habría frenado a la detective. Pero vio que la demostración de impaciencia de Havers sur tía efecto. Ulrike se puso en pie y se dirigió al archivador. Se puso en cuclillas y abrió uno de los atiborrados cajones, cuyas carpetas fue pasando deprisa.

– Por supuesto que leo… Compro el Guardian. Todos los días. O siempre que puedo.

– Pero últimamente no, ¿verdad? -dijo Havers-. ¿Por qué?

Ulrike no respondió. Siguió repasando los archivos. Por fin cerró el cajón de un golpe y se levantó con las manos vacías.

– No hay ningún Salvatore entre nuestros chicos -dijo-. Espero que estén satisfechos. Y ahora déjenme que les pregunte algo yo a ustedes. ¿Quién les ha mandado a Coloso?

– ¿Quién? -preguntó Lynley-. ¿Qué quiere decir?

– Vamos, venga. Tenemos enemigos. Cualquier organización como ésta… que intenta realizar el mínimo cambio en este puto país atrasado… ¿De verdad creen que no hay gente que quiere que fracasemos? ¿Quién les ha puesto sobre la pista de Coloso?

– El trabajo policial nos ha puesto sobre la pista de Coloso -dijo Lynley.

– La comisaría del distrito de Borough High Street, para ser exactos -añadió Havers.

– De verdad quieren que crea… Están aquí porque creen que la muerte de Kimmo tiene algo que ver con Coloso, ¿verdad? Bien, eso no se les habría ni ocurrido si no se lo hubiera sugerido alguien de fuera de estas paredes, ya sea alguien de la comisaría de Borough High Street o alguien de la vida de Kimmo.

Como Blinker, pensó Lynley. Excepto que el amigo lleno de piercings de Kimmo no había mencionado Coloso, si es que saina algo del tema.

– Díganos qué ocurre en el curso de orientación -dijo Lynley.

Ulrike volvió a su mesa. Por un momento, se quedó mirando el teléfono, como si esperara una salvación concertada previamente. Detrás de ella, Havers se había movido hacia una pared con títulos, certificados y distinciones, donde había estado.morando detalles destacados de los objetos expuestos. Ulrike la observó.

– Nos preocupamos de verdad por estos chicos -dijo-. Queremos influirles. Creemos que el único modo de hacerlo es estableciendo una conexión: una vida con otra vida.

– ¿La orientación es eso, pues? -preguntó Lynley-. ¿Intentar conectar con los jóvenes que vienen aquí?

Era eso y mucho más que eso, les dijo. Era la primera experiencia que vivían los jóvenes con Coloso: dos semanas durante las cuales se reunían todos los días con un grupo de diez jóvenes más y con un orientador: Griffin Strong, en el caso de Kimmo. El objetivo era captar su interés, demostrarles que podía irles bien en una cosa u otra, crear en ellos una sensación de confianza y animarles a comprometerse a participar en el programa Coloso. Comenzaban desarrollando un código personal de conducta para el grupo y cada día evaluaban lo que había sucedido -y lo que habían aprendido- el día anterior.

– Primero, juegos para romper el hielo -dijo Ulrike-. Luego, actividades de confianza. Luego, un reto personal, como escalar la pared de roca que hay atrás. Luego, una excursión que planean y hacen juntos. Al campo o a la costa. A caminar por los montes Peninos. Algo así. Al final, les invitamos a que vuelvan a tomar clases. De informática. De cocina. De salud. Sobre cómo vivir solos. Se forman para ganarse la vida.

– ¿A trabajar, quiere decir? -preguntó Havers. -No están preparados para trabajar. No al principio de llegar aquí. La mayoría hablan en monosílabos o ni siquiera hablan. Están vencidos. Lo que intentamos es mostrarles que hay otra forma de hacer las cosas que la que han visto en las calles. Que vuelvan a estudiar, que aprendan a leer, que acaben el instituto, que se alejen de las drogas. Que crean en su futuro. Que controlen sus sentimientos. Que tengan sentimientos, en primer lugar. Que desarrollen su autoestima. -Los miró a los dos con dureza, como si intentara leerles el pensamiento-. Ya sé qué piensan. El rollo sensiblero. Lo último en jerga de psicología barata. Pero la verdad es que si van a cambiar de conducta, lo harán desde dentro hacia fuera. Nadie elige un camino distinto hasta que se siente distinto.

– ¿Era el plan que tenían para Kimmo? -preguntó Lynley-. Por lo que sabemos, parecía que ya se sentía bastante bien consigo mismo, a pesar de las decisiones que tomaba.

– Nadie que tome las decisiones que tomaba Kimmo se siente bien consigo mismo en el fondo, comisario.

– ¿Así que esperaba que cambiara con el tiempo y asistiendo a Coloso?

– Nuestro nivel de éxito es muy alto -dijo-. A pesar de lo que obviamente piensa de nosotros. A pesar de que no supiéramos que Kimmo había sido asesinado. Hicimos lo que teníamos que hacer cuando dejó de venir.

– Como ya ha dicho -asintió Lynley-. ¿Y qué hacen con los demás?

– ¿Los demás?

– ¿Todos llegan aquí a través de Menores?

– En absoluto. La mayoría vienen porque han oído hablar de nosotros por una vía totalmente distinta. En la iglesia o el colegio, a través de alguien que ya participa en el programa. Si se quedan es porque comienzan a confiar en nosotros y comienzan a creer en sí mismos.

– ¿Qué pasa con los que no? -preguntó Havers.

– ¿Los que no qué?

– ¿Los que no comienzan a creer en sí mismos?

– Obviamente, este programa no funciona para todos. ¿Cómo podría hacerlo? Tenemos en contra todos sus antecedentes, desde abusos a xenofobia. A veces, un chico no se adapta aquí mejor de lo que pueda adaptarse a cualquier otro sitio. Así que entra y luego abandona, las cosas son así. No obligamos a quedarse a nadie que no esté aquí por un mandato judicial. En cuanto al resto, mientras obedezcan las normas, tampoco los obligamos a marcharse. Pueden pasarse años aquí, si quieren.

– ¿Y sucede?

– De vez en cuando.

– ¿Quién por ejemplo?

– Me temo que eso es confidencial.

– ¿Ulrike? -Era Jack Veness. Había aparecido en la puerta del despacho de Ulrike, silencioso como la niebla-. Teléfono. I le intentado decirle que estabas ocupada, pero no ha querido escucharme. Lo siento. ¿Qué quieres que…? -Levantó los hombros para completar la pregunta.

– ¿Quién es?

– El reverendo Savidge. Está histérico. Dice que Sean Lavery ha desaparecido. Dice que no volvió a casa anoche después del curso de informática. Le digo que…

– ¡No! -dijo Ulrike-. Pásamelo, Jack.

Jack salió del despacho. Ulrike cerró la mano en un puño. Mientras esperaba a que sonara el teléfono, no alzó la vista.

– Ha aparecido otro cuerpo esta mañana, señorita Ellis -dijo Lynley.

– Conectaré el altavoz, entonces -contestó-. Dios mío, que esto no tenga nada que ver con nosotros, por favor. -Mientras esperaba que le pasaran la llamada, les dijo que quien llamaba era el padre de acogida de uno de los chicos del programa: se llamaba Sean Lavery y era negro. Miró a Lynley, la pregunta flotó en el aire sin que nadie la formulara. Él simplemente asintió con la cabeza, lo que confirmó el temor tácito de Ulrike sobre el cuerpo hallado aquella mañana en el túnel de Shand Street.

Cuando sonó el teléfono, Ulrike pulsó el botón del altavoz. La voz del reverendo Savidge entró, grave y preocupada. ¿Dónde estaba Sean?, quería saber. ¿Por qué Sean no había vuelto de Coloso anoche?

Ulrike le contó lo poco que sabía. Por lo que tenía entendido, el día anterior el hijo acogido del reverendo Savidge, Sean Lavery, había estado en Coloso como siempre y se había marchado como siempre en el autobús. Su profesor de informática no le había notificado lo contrario, ni tampoco le había comunicado que hubiera faltado, algo que sin duda habría hecho porque Sean llegó a ellos a través de un trabajador social, y Coloso siempre informaba en esos casos.

El reverendo Savidge exigió saber dónde demonios estaba. Estaban desapareciendo chicos por todo Londres. ¿Era Ulrike Ellis consciente de ello? ¿O para ella no contaba si el chico en cuestión era negro?

Ulrike le aseguró que hablaría con el profesor de informática en cuanto pudiera, pero que mientras tanto… ¿Había intentado averiguar el reverendo Savidge si Sean quizá había ido a casa de un amigo, o de su padre? ¿O a ver a su madre? Aún estaba en Holloway, ¿no? No era un trayecto especialmente complicado para un chico de la edad de Sean. A veces los chicos se van una temporada, le dijo a Savidge.

– Este chico, no, señora -dijo él, y colgó bruscamente. Ulrike desconectó el altavoz.

– Dios mío -dijo, y Lynley supo que era una oración. El también rezó. La siguiente llamada del reverendo Savidge, creyó Lynley, sería a la policía local.

Sólo uno de los dos detectives salió del edificio tras la llamada del reverendo Savidge. El otro, una mujer poco atractiva que tenía los dientes de delante partidos y llevaba unas ridículas deportivas de bota rojas, se quedó. El hombre, el detective comisario Lynley, iba a ir hasta South Hampstead a hablar con el padre de acogida de Sean Lavery. Su subordinada, la detective Barbara Havers, iba a quedarse por allí el tiempo que fuera necesario para hablar con Griffin Strong. Ulrike Ellis procesó todo esto en cuestión de segundos en cuanto los policías acabaron de hablar con ella: Lynley le pidió la dirección de Bram Savidge; Havers pidió si podía dar una vuelta por las instalaciones, y así tener más posibilidades de hablar con la gente.

Ulrike sabía que difícilmente podía negarse. La situación ya era bastante complicada como para no colaborar. Así que accedió a la petición de la detective, ya que, independientemente de lo que hubiera pasado más allá de las paredes de aquel lugar, Coloso y lo que representaba eran más importantes que la vida de un chico o de una docena de chicos.

Pero así como se tranquilizó diciéndose que Coloso saldría indemne de ese revés, Ulrike también estaba preocupada por Criff. Tendría que haber llegado hacía dos horas, daba igual lo que les hubiera dicho a los policías sobre su supuesto reparto de camisetas y sudaderas. Que no hubiera aparecido…

Sólo podía llamarle al móvil y avisarle de qué podía esperar mando llegara. No se lo diría abiertamente, sin embargo. No confiaba en que fuera seguro hablar por el móvil. Así que le dijo que se vieran en el pub Charlie Chaplin. O en el centro comercial de la esquina. O en uno de los puestos del mercado que había fuera. O incluso en el paso subterráneo que llevaba a la estación de metro, porque qué importancia tenía cuando lo importante sólo era que se vieran para que pudiera avisarle…) ¿de qué?, se preguntó. Y ¿por qué?

Le dolía el pecho. Hacía días que le dolía, pero de repente era peor. ¿Se tenían ataques de corazón a los treinta? Cuando se había puesto en cuclillas delante del archivador, había notado una mezcla de mareo y dolor fuerte en el pecho que casi la vence. Había creído que se desmayaría. Dios santo. Desmayarse. ¿De dónde venía esa palabra?

Ulrike se dijo que ya bastaba. Descolgó el teléfono y pulsó una línea exterior. Cuando la tuvo, marcó el número del móvil de Griff. Interrumpiría lo que estuviera haciendo, pero era inevitable.

– ¿Sí? -dijo Griff al otro lado. Parecía impaciente; ¿a qué se debía? Trabajaba en Coloso. Ella era su jefe. «Asúmelo, Griff.» – ¿Dónde estás? -le preguntó.

– Ulrike… -dijo Griff con una voz cuyo tono era un mensaje en sí mismo.

Pero el hecho de que hubiera dicho su nombre le dijo que estaba en un lugar seguro.

– Ha venido la policía -le contó-. No puedo decir más. Tenemos que vernos antes de que vengas.

– ¿La policía? -La impaciencia de antes había desaparecido. Ulrike oyó el miedo que la sustituyó. Ella también sintió un escalofrío.

– Dos detectives. Uno sigue en el edificio. Te está esperando. – ¿A mí? ¿Me…?

– No. Tienes que venir. Si no… Mira, no quiero que hablemos por el móvil. ¿Cuánto tardarías en llegar al Charlie Chaplin, por ejemplo? -Y, luego, porque era más que razonable, añadió-: ¿Dónde estás? -para poder determinar cuánto tardaría en llegar.

Sin embargo, ni siquiera la idea de que la policía hubiera ido a Coloso distrajo a Griffin de lo que estaba haciendo. -Quince minutos -dijo.

No estaba en casa, entonces. Pero ya lo había deducido cuando había dicho su nombre. Sabía que no le sacaría nada más. -En el Charlie Chaplin, pues -dijo-. Dentro de quince minutos. -Colgó.

Sólo quedaba esperar. Eso y preguntarse qué hacía la detective mientras fingía que echaba un vistazo por las instalaciones. Ulrike había decidido en un instante que era beneficioso para Coloso que la detective diera el paseo sola. Permitirle que hiciera la visita libremente mandaba el mensaje de que Coloso no tenía nada que esconder.

Pero, Dios mío, Dios mío, el corazón le iba a mil por hora. Llevaba las trenzas demasiado apretadas. Sabía que si tiraba de una, se le desprendería todo el pelo del cuero cabelludo y se quedaría calva. ¿Cómo lo llamaban cuando se te caía el pelo por el estrés? Alopecia, eso. ¿Había algo que se llamara alopecia espontánea? Seguramente. Sería lo siguiente que padecería.

Se levantó de la mesa. De un perchero que había junto a la puerta, cogió el abrigo, la bufanda y el gorro. Se los colgó del brazo y salió del despacho. Se escabulló por el pasillo y se metió en el baño.

Allí, se preparó. No llevaba maquillaje, así que no había nada que comprobar, salvo el estado de su piel, que se secó con papel de váter. Tenía marcas leves en las mejillas de una adolescencia entregada a los brotes de acné, pero ella creía que era una señal manifiesta de vanidad utilizar algún tipo de base para cubrirlas. Olía a falta de autoaceptación y mandaba un mensaje erróneo al consejo de administración, que la había contratado por su fortaleza de carácter.

Fortaleza era lo que iba a necesitar si Coloso quería superar esa mala época. Hacía tiempo que tenían planes para expandir la organización con un segundo centro, en el norte de Londres, y lo último que necesitaba el comité de desarrollo de las oficinas de administración y recaudación de fondos era la noticia de que Coloso salía mencionado en la misma frase que la investigación de un asesinato. Eso haría que la expansión se parara en seco, y necesitaban expandirse. La urgencia estaba en todas partes. Los chicos en acogida. Los chicos en las calles. Los chitos que vendían su cuerpo. Los chicos que morían por culpa de las drogas. Coloso tenía la respuesta para ellos, así que Coloso tenía que ser capaz de crecer. Había que ocuparse deprisa de la situación en la que se encontraban en ese momento.

No llevaba ninguna barra de labios encima, pero sí brillo, lo sacó del bolso y se lo extendió por los labios. Se subió un poco el cuello del jersey y se envolvió en el abrigo. Se puso el gorro y la bufanda y decidió que su aspecto de supervisora era lo bastante convincente como para reunirse con Griffin Strong sin que la acusaran de aprovechar el momento del peor modo posible. El tema era Coloso, se recordó, y se lo recordaría a Griffin cuando por fin lo viera. Todo lo demás era secundario.

Barbara Havers no iba a impacientarse esperando a Griffin Strong. Así que, después de decirle a Ulrike Ellis que «echaría un vistazo, si no le molesta a nadie», salió del despacho de la directora antes de que Ulrike pudiera asignarle un guardián. Luego, dio un paseo como Dios manda por el edificio, que iba llenándose de usuarios de Coloso que justo regresaban de comer, de fumarse un cigarrillo en el aparcamiento o de cualquier otra actividad sospechosa que hubieran estado haciendo. Los observó dirigirse a diversas tareas: algunos fueron a la sala de ordenadores; otros, a una gran cocina escolar; algunos, a pequeñas aulas; algunos, a una sala de reuniones donde se sentaron en círculo y se pusieron a hablar muy serios, supervisados por un adulto que documentaba sus ideas o preocupaciones en un cuaderno. Barbara prestó especial atención a los adultos. Tendría que conseguir el nombre de todos. Habría que comprobar el pasado de cada uno, por no mencionar su presente. Un rollo de trabajo, pero había que hacerlo.

Nadie se metió con ella mientras daba el paseo. Casi todo el mundo simplemente, y en algunos casos estudiadamente, pasó de ella. Al final, se dirigió a la sala de ordenadores, donde un grupo variado de adolescentes parecía estar trabajando en diseños de páginas web y un profesor rechoncho que rondaba la edad de Barbara mostraba a un joven asiático cómo usar el escáner.

– Inténtalo tú esta vez -le dijo, y se apartó. Entonces, vio a Barbara y se acercó a ella.

– ¿Qué desea? -dijo en voz baja. Mantuvo un tono bastante cordial, pero no ocultó el hecho de que sabía quién era y a qué había ido allí. Al parecer, la noticia viajaba a la velocidad del rayo.

– Aquí no hay quien guarde un secreto, ¿no? -dijo Barbara-. ¿Quién corre la voz? ¿Ese tipo, Jack, de la recepción?

– Formaría parte de su trabajo -contestó el hombre. Se presentó como Neil Greenham, y le tendió la mano paro que la estrechara. Era suave, femenina y estaba un poco demasiado caliente. Prosiguió diciendo que la información de Jack había sido totalmente innecesaria-. Habría reconocido que era usted policía de todos modos.

– ¿Por propia experiencia? ¿Por clarividencia? ¿Por mi forma de vestir?

– Es usted famosa. Bueno, relativamente. Ya sabe cómo son estas cosas. -Greenham fue hacia la mesa del profesor, situada en un rincón de la sala, y cogió un periódico doblado. Regresó con ella y se lo entregó-. He comprado la última edición del Evening Standard cuando he vuelto de comer. Ya le he dicho que es usted famosa.

Barbara lo desdobló con curiosidad. Allí, en la portada, el titular anunciaba la noticia del descubrimiento, a primera hora de la mañana, en el túnel de Shand Street. Debajo, había dos fotografías: una era una imagen granulada del interior del túnel en el que varias figuras que rodeaban un coche deportivo quedaban recortadas por las fuertes luces portátiles que había llevado el equipo de investigadores de la escena del crimen; la otra era una foto nítida de la propia Barbara, junto a Lynley, Hamish Robson y el detective de la policía local, mientras hablaban por fuera del túnel y a la vista de la prensa. Sólo Lynley estaba identificado por su nombre. Aquello no era nada bueno, pensó Barbara.

Le devolvió el periódico a Greenham.

– Detective Havers -dido-, de New Scotland Yard.

Greenham señaló el periódico con la cabeza.

– ¿No quiere quedárselo para su álbum de recortes?

– Compraré tres docenas de camino a casa esta noche. ¿Podríamos hablar un momento?

Hizo un gesto hacia la clase y los jóvenes que estaban trabajando.

– Estoy en mitad de algo. ¿Puede esperar?

– Parece que se las arreglan bien sin usted.

Greenham miró a sus alumnos como para comprobar la veracidad de su afirmación. Asintió con la cabeza e indicó con la mano que podían hablar en el pasillo.

– Uno de los suyos ha desaparecido -le dijo Barbara-. ¿Ya se ha enterado? ¿Ulrike se lo ha dicho?

La mirada de Greenham se desvió de Barbara hacia el pasillo; miró en dirección al despacho de Ulrike Ellis. Aquí, pensó Barbara, había una información que al parecer no había viajado a la velocidad del rayo. Y era curioso, teniendo en cuenta que Ulrike había prometido por teléfono al reverendo Savidge que hablaría con el profesor de informática sobre el chico recién desaparecido.

– ¿Sean Lavery? -dijo Greenham.

– Bingo.

– Aún no ha venido hoy, eso es todo.

– ¿No tiene que informar de ello?

– Después de clase, sí. Podría ser que llegara tarde simplemente.

– Como señala el Evening Standard, han encontrado el cadáver de un chico en la zona del puente de Londres hacia las cinco y media de esta mañana.

– ¿Es Sean?

– Aún no lo sabemos. Pero si lo es, son dos.

– Kimmo Thorne también. El mismo asesino, quiere decir. En serie…

– Vaya. Por fin alguien que sí lee el periódico por aquí. Ya me picaba la curiosidad: por qué nadie parecía saber que Kimmo había muerto. Usted lo sabía, pero ¿no ha hablado de ello con los demás?

Greenham pasó el peso de una pierna a la otra.

– Hay cierta división -dijo, y no pareció demasiado cómodo al admitirlo-. Ulrike y la gente de orientación por un lado; y el resto por el otro.

– Y Kimmo aún estaba en el nivel de orientación.

– Exacto.

– Sin embargo, lo conocía.

Greenham no iba a dejarse atrapar por la acusación callada de ese comentario.

– Sabía quién era. Pero ¿quién no iba a saber quién era Kimmo? ¿Un travestido? ¿Con sombra de ojos y pintalabios? Era difícil no fijarse en él y aún más olvidarlo, ¿comprende? Así que no era sólo yo. Todo el mundo supo quién era Kimmo a los cinco minutos de que entrara por la puerta.

– ¿Y este otro chico? ¿Sean?

– Era un solitario. Un poco hostil. No quería estar aquí, pero estaba dispuesto a probar suerte con la informática. Con el tiempo, creo que habríamos llegado al final.

– Habla en pasado -dijo Barbara.

Greenham tenía el labio superior húmedo.

– Ese cuerpo…

– No sabemos quién es.

– Supongo que he imaginado… al estar usted aquí y eso…

– Imaginar no es buena idea. -Barbara sacó la libreta. Vio el gesto de alarma que cruzaba la cara rechoncha de Greenham-. Hábleme de usted, señor Greenham.

Se recuperó deprisa.

– ¿Dirección? ¿Educación? ¿Pasado? ¿Aficiones? ¿Mato a adolescentes en mi tiempo libre?

– Comience por el lugar que ocupa en la jerarquía de este sitio.

– No hay jerarquías.

– Ha dicho que había una división. Ulrike y orientación por un lado. Los demás por otro. ¿Cómo se ha llegado a eso?

– Me ha entendido mal -dijo-. La división tiene que ver con la información y cómo se comparte. Eso es todo. Por lo demás, en Coloso estamos todos en el mismo barco. Se trata de salvar a estos crios. Eso es lo que hacemos.

Barbara asintió pensativa.

– Eso dígaselo a Kimmo Thorne. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?

– Cuatro años -contestó.

– ¿Y antes?

– Soy profesor. Trabajaba en el norte de Londres. -Le dio el nombre de una escuela de primaria en Kilburn. Antes de que pudiera preguntárselo, le contó que había dejado el trabajo porque se dio cuenta de que prefería trabajar con chicos mayores. Añadió que también había tenido problemas con el director. Cuando Barbara le preguntó qué tipo de problemas, le dijo directamente que de disciplina.

– ¿De qué lado estaba usted? -preguntó Barbara-. ¿Perdonar y mimar o dar unos azotes?

– Está llena de tópicos, ¿verdad?

– Soy una enciclopedia de tópicos andante. ¿Y bien?

– No era castigo físico -le dijo-. Era disciplina en el aula: suprimir privilegios, charlas de fondo, un poco de ostracismo social. Ese tipo de cosas.

– ¿Ridículo público? ¿Un día con el cepo?

Se puso rojo.

– Intento ser sincero con usted. Va a llamarlos, lo sé. Ellos le dirán que teníamos nuestras diferencias. Pero es algo natural. La gente siempre tiene opiniones distintas.

– Sí -dijo Barbara-. Bueno, todos las tenemos, ¿verdad?, opiniones distintas. ¿También las tienen aquí? Diferencias de opinión que conducen a conflictos que conducen a… ¿Quién sabe? ¿Quizá a la división que ha mencionado?

– Le repetiré lo que intentaba decirle antes. Todos estamos en el mismo barco. En Coloso nos preocupamos por los chicos. Con cuanta más gente hable, mejor lo entenderá. Ahora, si me disculpa, veo que Yusuf necesita mi ayuda. -La dejó y regresó a la clase, donde el chico asiático estaba encorvado sobre el escáner con cara de querer machacarlo. Barbara conocía esa sensación.

Dejó a Greenham con sus alumnos. El siguiente punto en su exploración de las instalaciones, aún libre de obstáculos, la llevó a la parte trasera del edificio. Allí encontró el cuarto del material, donde un grupo de chicos estaba preparando la vestimenta y el equipo adecuados para ir en kayak por el Támesis en invierno. Robbie Kilfoyle, el tipo que antes estaba jugando a las cartas, que llevaba la gorra de EuroDisney, los había puesto en fila, y los medía para darles los trajes isotérmicos, que colgaban alineados de la pared. También había bajado los chalecos salvavidas de un estante, y los chicos que ya habían sido medidos los inspeccionaban tratando de encontrar uno que les fuera bien. La conversación que mantenían murió. Parecía que por fin les había llegado la noticia: o sobre Kimmo Thorne o sobre que la policía estaba haciendo preguntas.

Cuando tuvieron los trajes y los salvavidas, Kilfoyle les dijo que se fueran a la sala de juegos. «Esperad allí a Griffin Strong», les dijo. Sería quien acompañaría a su orientador en la excursión al río, e iba a quejarse si no los encontraba a todos listos cuando llegara. Luego, mientras se marchaban en fila, Kilfoyle se puso a organizar una pila de botas de agua amontonadas en el suelo. Comenzó a ordenarlas por pares y a colocarlas en las estanterías, que estaban identificadas con el número de pie. Saludó a Barbara con la cabeza.

– ¿Aún está aquí? -le dijo.

– Sí. Parece que todos estamos esperando a Griffin Strong.

– Eso es cierto. -Había un tono en su voz que sugería un doble sentido. Barbara tomó nota.

– ¿Llevas mucho tiempo haciendo de voluntario aquí? -le preguntó.

Kilfoyle se quedó pensando.

– ¿Dos años? -dijo-. Un poco más. Unos veintinueve meses.

– ¿Y antes?

El chico le lanzó una mirada, una mirada que decía que sabía que, para Barbara, aquélla no era sólo una charla.

– Es la primera vez que hago de voluntario.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? ¿Que sea la primera vez o que haga de voluntario?

– Que haga de voluntario.

Kilfoyle interrumpió su tarea, se quedó con un par de botas de agua en la mano.

– Les traigo los sándwiches, como ya he dicho en recepción. Así los conocí. Vi que necesitaban ayuda porque, entre usted y yo, les pagan una mierda a los trabajadores que tienen en plantilla, así que nunca encuentran ayuda suficiente o no los conservan demasiado tiempo cuando los encuentran. Comencé a venir por aquí cuando acababa los repartos del almuerzo. Hacía esto y aquello y, abracadabra, ya era voluntario.

– Qué buen corazón.

Se encogió de hombros.

– Es una buena causa. Además, me gustaría que con el tiempo me contrataran.

– ¿Aunque paguen una mierda a sus empleados?

– Me gustan los chicos. Y, de todos modos, Coloso paga más de lo que saco ahora, créame.

– ¿Cómo los haces?

– ¿El qué?

– ¿Los repartos?

– En bicicleta -contestó-. Se engancha un carro a la parte de atrás.

– ¿Por dónde?

– ¿El carro? ¿Los repartos? -No esperó la respuesta-. Por el sur de Londres, principalmente. Un poco por la City. ¿Por qué? ¿Qué está buscando?

Una furgoneta, pensó Barbara. Repartos en furgoneta. Observó que Kilfoyle había comenzado a ponerse rojo, pero no quería atribuirle más importancia que al labio superior húmedo o las manos demasiado suaves de Greenham. De todos modos, ese chico era de piel rubicunda, como muchos ingleses, y tenía la cara pálida, la nariz estrecha y la barbilla huesuda que lo identificarían como inglés a dondequiera que fuera.

Barbara se dio cuenta entonces de lo mucho que deseaba pensar que uno de aquellos tipos fuera un asesino en serie debajo de sus físicos normales y corrientes. Pero la verdad era que había deseado pensarlo de todas las personas con las que se había cruzado hasta el momento, y no cabía duda de que, cuando por fin Griff Strong asomara el careto, también iba a parecerle perfectamente un asesino en serie. Tenía que relajarse llegados a ese punto, pensó. «Encaja los detalles -se dijo-, no los amontones todos de cualquier manera sólo porque quieras que estén ahí.»

– ¿Y cómo salen adelante? -preguntó Barbara-. Por no hablar de cómo pagan este lugar.

– ¿Quiénes?

– Ha dicho que los salarios eran malos…

– Ah, eso. La mayoría tienen otros trabajos.

– ¿Cómo por ejemplo?

Lo pensó.

– No los conozco a todos. Pero Jack trabaja los fines de semana en un pub, y Griff y su mujer tienen un negocio de estampación. Creo que sólo Ulrike gana lo suficiente como para no tener que buscarse algo para los fines de semana o las noches. Es el único modo que tiene cualquiera de trabajar en esto y poder comer. -Kilfoyle miró detrás de Barbara hacia la puerta y añadió-: Eh, colega. Iba a soltar a los perros para que te encontraran.

Barbara se volvió y vio al mismo chico que estaba jugando a las cartas con Kilfoyle en la recepción. Estaba apoyado en la puerta, los vaqueros anchos con la entrepierna a la altura de las rodillas y los calzoncillos asomando por la cintura. Entró en el cuarto del material arrastrando los pies, donde Kilfoyle le puso a ordenar una maraña de cuerdas de escalada. Comenzó a sacarlas de un cubo de plástico y a enrollarlas cuidadosamente alrededor del brazo.

– ¿Conoce por casualidad a Sean Lavery? -le preguntó Barbara a Kilfoyle.

Se quedó pensando.

– ¿Ha pasado por la orientación?

– Está en un curso de informática con Neil Greenham.

– Entonces, seguramente lo conoceré. De vista, aunque no me suene el nombre. Aquí atrás… -utilizó la barbilla para señalar el cuarto de material-, sólo veo de cerca a los chicos cuando hay programada alguna actividad y vienen a por material. Si no, para mí son sólo caras. No siempre los relaciono con un nombre o lo retengo cuando han superado el nivel de orientación.

– ¿Porque sólo los chicos del nivel de orientación utilizan estas cosas? -le preguntó Barbara, refiriéndose al material del cuarto.

– Por lo general, sí-contestó él.

– Neil Greenham me ha dicho que hay una división entre la gente de orientación y todos los demás, y que Ulrike estaría en el bando de la orientación. Ha mencionado que es un punto conflictivo.

– Neil es así -dijo Kilfoyle. Lanzó una mirada hacia su ayudante y bajó la voz-. No soporta no estar en el grupo de los que manejan el cotarro. Se ofende con facilidad. Quiere tener más responsabilidad y…

– ¿Por qué?

– ¿El qué?

– ¿Por qué quiere tener más responsabilidad?

Kilfoyle terminó de ordenar las botas y se dirigió a los chalecos salvavidas que no había elegido el equipo que se iba de excursión al Támesis.

– La mayoría de la gente quiere eso en su trabajo, ¿no? Es una cuestión de poder.

– ¿A Neil le gusta el poder?

– No lo conozco bien, pero me da la sensación de que le gustaría opinar más sobre cómo se hacen las cosas aquí.

– ¿Y qué hay de usted? Debe de tener planes más importantes que ser voluntario en el cuarto del material.

– ¿Aquí en Coloso, quieres decir? -El chico pensó en ello, luego se encogió de hombros-. De acuerdo, entraré en el juego. No me importaría que me contrataran para informar sobre los programas de ayuda a la comunidad cuando abran el centro de Coloso al norte del río. Pero Griff Strong también quiere ese puesto. Y si Griff lo quiere, lo tendrá.

– ¿Por qué?

Kilfoyle dudó, sopesando un chaleco salvavidas entre una mano y la otra, como si también sopesara sus palabras.

– Digamos simplemente -dijo al fin- que Neil tiene razón en una cosa: en Coloso todo el mundo conoce a todo el mundo. Pero será Ulrike quien decida sobre el puesto de información sobre los programas, y hay personas a las que conoce mejor que a otras.

Desde el Bentley, Lynley llamó a la comisaría de policía de South Hampstead y los puso al corriente: el cuerpo hallado aquella mañana al sur del río, que posiblemente pertenecía a una serie de asesinatos… si la comisaría le permitiera hablar con un tal reverendo Savidge que quizá los llamaría pronto para denunciar la desaparición de un chico… Estaban disponiéndolo todo mientras cruzaba el río y atravesaba la ciudad en diagonal.

Encontró a Bram Savidge en su parroquia que resultó ser una antigua tienda de material eléctrico cuyo imaginativo nombre «Sintonía» había sido utilizado como parte del reclamo de la iglesia «Sintoniza con el Señor» para economizar. En la zona Swiss Cottage de Finchley Road, parecía mitad iglesia y mitad comedor de beneficencia. En aquel momento, funcionaba de lo segundo.

Cuando Lynley entró, se sintió como un nudista obeso entre una multitud que llevaba abrigo: era el único rostro blanco del local, y los rostros negros que lo miraban lo hacían sin demasiada hospitalidad. Preguntó por el reverendo Savidge, por favor, y una mujer que había estado repartiendo un sabroso estofado a una hilera de hambrientos fue a buscarlo. Cuando Savidge apareció, Lynley se encontró cara a cara con un africano corpulento de metro noventa y cinco, que no era precisamente lo que esperaba del hombre con voz de colegio privado que había escuchado por el altavoz del despacho de Ulrike Ellis.

El reverendo Savidge apareció vestido con un caftán rojo, naranja y negro, mientras que en los pies calzaba unas toscas sandalias, que llevaba sin calcetines a pesar del clima invernal. Un collar de madera tallada intrincadamente descansaba sobre su pecho, y un solo pendiente de concha, hueso o algo muy parecido oscilaba debajo de los ojos de Lynley. Savidge podía perfectamente haberse acabado de bajar del avión de Nairobi, sólo que su barba recortada enmarcaba un rostro que no era tan oscuro como cabría esperar. En realidad, aparte de Lynley, era la persona con la piel más clara de la sala.

– ¿Es policía? -Otra vez el acento, que delataba no sólo colegios privados y título universitario, sino también una educación en una zona muy distinta a su comunidad actual. Sus ojos -color avellana, observó Lynley- se fijaron en el traje, la camisa, la corbata y los zapatos de Lynley. Realizó su evaluación en un instante y no fue buena. Pues que así sea, pensó Lynley. Le mostró la placa y le preguntó si podían hablar en privado.

Savidge le guió hasta un despacho en la parte trasera del edificio. Llegaron hasta allí esquivando las largas mesas montadas para la comida que repartían mujeres con vestimentas parecidas a las de Savidge. En las mesas, quizá dos docenas de hombres y la mitad de mujeres devoraban el estofado, bebían pequeños cartones de leche y untaban mantequilla en el pan. Sonaba una música baja para entretenerlos, una canción de algún tipo en una lengua africana.

Cuando llegaron a su despacho Savidge cerró la puerta a iodo aquello.

– Scotland Yard -dijo-. ¿Por qué? He llamado a la comisaría de la policía local. Me han dicho que vendría alguien. Supuse… ¿Qué sucede? ¿De qué va todo esto?

– Estaba en el despacho, de la señorita Ellis cuando ha llamado a Coloso.

– ¿Qué le ha pasado a Sean? -exigió saber Savidge-. No ha vuelto a casa. Usted debe de saber algo. Dígamelo.

Lynley vio que el reverendo estaba acostumbrado a que le obedecieran al instante. Había pocas dudas respecto a la razón: dominaba por la simple virtud de estar vivo. Lynley no recordaba la última vez que había visto a un hombre que exudaba semejante autoridad con tan poco esfuerzo.

– Tengo entendido que Sean Lavery vive con usted.

– Me gustaría saber…

– Reverendo Savidge, voy a necesitar información. De un modo u otro.

Entablaron una breve batalla de miradas y voluntades antes de que Savidge dijera:

– Conmigo y con mi esposa. Sí. Sean vive con nosotros. Lo tenemos en acogida.

– ¿Y sus padres biológicos?

– Su madre está en la cárcel. Intento de homicidio de un poli. -Savidge hizo una pausa como si quisiera registrar la reacción de Lynley a aquella información. Lynley se ocupó de no proporcionársela-. El padre es mecánico en North Kensington. Nunca se casaron, y él nunca mostró interés por el chico, ni antes ni después de la detención de la madre. Cuando ella entró en la cárcel, Sean entró en el sistema.

– ¿Y cómo acabó haciéndose usted cargo de él?

– Llevo casi dos décadas acogiendo a chicos en mi casa.

– ¿Chicos? Entonces, ¿hay otros?

– Ahora no. Sólo Sean.

– ¿Por qué?

El reverendo Savidge fue hacia un termo y se sirvió una taza de algo aromático y humeante. Se la ofreció a Lynley, quien la rechazó. La llevó a la mesa y se sentó, señalando con la cabeza una silla para Lynley. En la mesa, había un bloc con anotaciones, listados y cosas tachadas, palabras rodeadas con un círculo y subrayadas.

– El sermón -dijo Savidge, al darse cuenta, al parecer, de la dirección de la mirada de Lynley-. No sale con facilidad.

– Los otros chicos, reverendo Savidge.

– Ahora tengo esposa. Oni no habla muy bien inglés. Se sentía abrumada y un poco sobrepasada, así que coloqué a tres de los chicos en otro lugar. Temporalmente. Hasta que Oni se adapte.

– Pero a Sean Lavery no. A él no lo ha colocado en otro lugar. ¿Por qué?

– Es más pequeño que los otros. No me pareció adecuado que se trasladara.

Lynley se preguntó qué más no le había parecido adecuado. No pudo evitar llegar a la conclusión de que podría tratarse de la nueva señora Savidge, con su nivel de inglés inadecuado y sola en una casa llena de chicos adolescentes.

– ¿Cómo llegó Sean a Coloso? -preguntó-. Está bastante lejos de aquí.

– Los samaritanos de Coloso vinieron a la iglesia. Lo llamaron «información a la comunidad», pero la verdad era que hablaban de su programa. Una alternativa al futuro que obviamente creen que espera a todos los niños de color, a la mínima oportunidad y sin su intervención.

– Entonces, no aprueba su trabajo.

– Esta comunidad va a ayudarse a sí misma desde dentro, comisario. No mejorará con la ayuda impuesta de un grupo de activistas sociales liberales a los que les mueve el sentimiento de culpa. Tienen que regresar a los condados de los alrededores de Londres de los que salieron, estics de joquey y bates de criquet en mano.

– Sin embargo, Sean Lavery acabó allí, a pesar de lo que piensa usted.

– No tuve elección. Ni tampoco Sean. Lo decidió todo el trabajador social.

– Pero no cabe duda de que, como tutor suyo que es, tiene mucho que decir sobre cómo pasa el tiempo libre.

– En otras circunstancias. Pero también hubo un incidente con una bicicleta. -Savidge lo explicó: fue un malentendido, dijo. Sean había cogido una bicicleta de montaña cara de un chico del barrio. Creía que le habían dado permiso para utilizarla; el chico no creyó lo mismo. Denunció que se la habían lobado y la policía la encontró en poder de Sean. La situación se consideró un primer delito y el trabajador social de Sean sugirió cortar de raíz cualquier conducta ilegal potencial. Así entró Coloso en escena. Al principio, si bien a regañadientes, Savidge había aprobado la idea: de todos sus chicos, Sean había sido el primero en llamar la atención de la policía. También era el primero que dejó de ir al colegio. Se suponía que Coloso tenía que remediar todo eso.

– ¿Cuánto tiempo lleva allí? -preguntó Lynley.

– Va a hacer un año.

– ¿Y va con regularidad?

– Debe hacerlo. Forma parte de la condicional. -Savidge levantó la taza y bebió. Se secó la boca con cuidado con un pañuelo-. Sean ha dicho desde el principio que no robó esa bicicleta y yo le creo. Al mismo tiempo, no quiero que se meta en líos, algo que usted y yo sabemos que va a pasar si no va al colegio y no se implica en algo. No es que esté deseando ir todas las mañanas precisamente, por lo que yo veo, pero va. Le fue bastante bien en el curso de orientación y, de hecho, ha comentado cosas buenas del curso de informática que está haciendo.

– ¿Quién fue su orientador?

– Griffin Strong. Un trabajador social. A Sean le caía bastante bien. O al menos lo suficiente como para no quejarse de él.

– ¿No ha vuelto a casa alguna otra vez, reverendo Savidge?

– Nunca. Ha vuelto tarde en alguna ocasión, pero ha llamado para avisarnos. Eso es todo.

– ¿Hay alguna razón por la que pudiera haber decidido escaparse?

Savidge se quedó pensando. Puso las manos alrededor de la taza y la hizo rodar entre las palmas.

– Una vez consiguió localizar a su padre y no me lo contó -dijo al fin.

– ¿En North Kensington?

– Sí. Tiene un taller de reparación de coches en Munro Mews. Sean lo localizó hará unos meses. No sé qué pasó exactamente. No me lo ha contado nunca. Pero imagino que no fue nada positivo. Su padre ha seguido adelante con su vida. Tiene mujer e hijos; es lo único que sé por el trabajador social de Sean. Así que si Sean esperaba llamar la atención de su padre, llevaba las de perder. Pero no habría sido suficiente para que Sean se escapara.

– ¿Cómo se llama el padre?

Savidge se lo dijo: Sol Oliver. Pero luego se le acabó la voluntad de colaborar y subordinarse. Era evidente que no estaba acostumbrado a ninguna de las dos cosas.

– Bien, comisario Lynley. Le he contado lo que sé. Quiero que me diga qué va a hacer. Y no qué va a hacer dentro de cuarenta y ocho horas o lo que sea que quiera que espere, porque Sean podría haberse escapado. El no se escapa. Llama si va a llegar tarde. Sale de Coloso y pasa por aquí de camino al gimnasio. Da unos golpes al saco y vuelve a casa.

¿El gimnasio?, Lynley tomó nota. ¿Qué gimnasio? ¿Dónde? ¿Cuándo iba? ¿Y cómo iba Sean de Sintoniza con el Señor al gimnasio y de ahí a casa? ¿A pie? ¿En autobús? ¿Hacía dedo alguna vez? ¿Le llevaba alguien en coche?

Savidge le miró con curiosidad, pero contestó de buen grado. Sean iba caminando, le dijo a Lynley. No quedaba lejos. Ni de allí ni de casa. Se llamaba Gimnasio Square Four.

¿Tenía el chico un mentor allí?, preguntó Lynley. ¿Alguien al que admiraba? ¿Alguien del que hablaba?

Savidge negó con la cabeza. Le dijo que Sean iba al gimnasio para tratar de enfrentarse a su ira y por recomendación de su trabajador social. No tenía ninguna intención de ser culturista, boxeador o luchador, o cualquier otra cosa similar, por lo que sabía Savidge.

¿Qué había de sus amigos?, preguntó Lynley. ¿Quiénes eran?

Savidge se quedó pensando un momento antes de reconocer que, al parecer, Sean Lavery no tenía amigos. Pero era un buen chico y era responsable, insistió Savidge. Y si había algo de lo que podía dar fe era que Sean no decidiría no regresar a casa sin llamar antes y explicar por qué.

Y, luego, como Savidge sabía, de algún modo, que New Scotland Yard no habría intervenido en lugar de la policía local sin una razón más sólida que encontrarse casualmente en el despacho de Ulrike Ellis cuando llamó, dijo:

– Quizá sea el momento de que me diga por qué está aquí en realidad, comisario.

Como respuesta, Lynley le preguntó al reverendo Savidge si tenía una foto del chico.

En el despacho, no, le dijo Savidge. Para eso, tendrían que ir a su casa.


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