Barbara Havers encendió el televisor para acompañar su ritual matutino de Pop Tarts, cigarrillo y café. Hacía un frío de mil demonios en su casa y se acercó a la ventana para ver si había nevado durante la noche. No, pero una capa de hielo en el sendero de hormigón de delante de la casa brillaba amenazante bajo la luz de seguridad que colgaba del tejado. Regresó a su cama deshecha y se planteó volver a meterse dentro mientras la estufa eléctrica intentaba derrotar al frío, pero sabía que no tenía tiempo, así que cogió la manta y se envolvió en ella antes de dirigirse temblando a la cocina y poner agua a hervir.
Detrás de ella, El gran desayuno obsequiaba a sus espectadores con los últimos cotilleos sobre famosos, que en su mayoría consistían en quién era la pareja actual de quién -una cuestión siempre candente para el público británico, al parecer- y quién había dejado a quién por quién.
Barbara frunció el ceño y echó el agua hirviendo en la cafetera de émbolo. Se inclinó sobre el fregadero y dio un golpecito con el dedo en el pitillo que oscilaba entre sus labios, y la ceniza cayó en el borde del sumidero. «Dios santo, están obsesionados», pensó. Pareja tal, pareja cual. ¿Es que nadie estaba solo ni cinco minutos…, aparte de ella, por supuesto? Parecía que el deporte nacional era pasar de una relación a la siguiente dejando el menor tiempo posible entre una y otra. Una mujer soltera era un fracaso aceptado como ser humano y, allí dondequiera que miraras, el mensaje te estallaba en la cara.
Llevó el Pop Tart a la mesa y fue a por el café. Dirigió el mando hacia la pantalla del televisor y la apagó. Estaba sensible, demasiado cerca del punto en que se pondría a pensar en su vida solitaria. Oía la observación que Azhar le hizo sobre si alguna vez tendría la suerte de tener hijos, y no quería arriesgarse a pensar en eso ni de pasada. Así que dio un gran bocado al Pop Tart y fue a buscar algo que no la distrajera de la reflexión de su vecino, de su comentario sobre su estado marital y maternal y del recuerdo de esa puerta que no se había abierto cuando por fin había llamado. Encontró esa distracción en su hombre de Lubbock. Puso el CD y subió el volumen.
Buddy Holly seguía delirando cuando se acabó el segundo Pop Tart y la tercera taza de café. En efecto, celebraba su corta vida con tanta pasión, y a un volumen tan alto que, mientras Barbara se dirigía al baño a ducharse, casi ni oyó el teléfono.
Acalló a Buddy, contestó y escuchó la voz familiar que pronunció su nombre.
– Barbara, querida, ¿eres tú? -Era la señora Fio, Florence Magentry, para el gran público, en cuyo hogar de Greenford la madre de Barbara llevaba viviendo los últimos quince meses con otras ancianas que necesitaban cuidados similares.
– La misma -dijo Barbara-. Hola, señora Fio. Ha madrugado. ¿Mamá está bien?
– Oh, sí, sí-dijo la señora Fio-. Estamos todas de primera. Mamá ha pedido gachas esta mañana, y se ha puesto a comer como una loca. Hoy tiene un apetito increíble. Lleva hablando de ti desde ayer a la hora de comer.
No era propio de la señora Fio hacer que los parientes de sus ancianas se sintieran culpables, pero Barbara tuvo ese sentimiento de todos modos. Hacía varias semanas que no iba a ver a su madre, miró el calendario y vio que, en realidad, eran cinco, y no hacía falta demasiado para que se sintiera como una cerda egoísta que había abandonado a su cría. Así que sintió la necesidad de disculparse a la señora Fio.
– He estado trabajando en estos asesinatos… -dijo-. ¿Los chicos jóvenes? Puede que haya leído sobre ellos. Es un caso complicado y el tiempo es crucial. ¿Es que mamá…?
– Barbie, querida, déjalo ya -dijo la señora Fio-. Sólo quería que supieras que mamá ha tenido unos días buenos. Ha estado aquí y aún lo está. Así que he pensado que como vive un poco más en el presente y menos en los días del bombardeo de Londres, estaría bien pedir hora para una revisión de sus partes íntimas. Quizá podamos hacerlo sin sedarla. Yo siempre creo que es preferible, ¿tú no?
– Claro, joder -dijo Barbara-. Si pide la hora, yo la llevaré.
– Claro que no hay garantía alguna de que sea ella cuando la lleves, querida. Como digo, ha tenido días buenos últimamente, pero ya sabes cómo es esto.
– Sí -dijo Barbara-. Pero pida hora de todos modos. Puedo arreglármelas si tenemos que sedarla.
Podía armarse de valor para ello, se dijo: su madre hundida en el asiento del copiloto del Mini, con la mandíbula caída y la mirada nublada. Sería casi insoportable de contemplar, pero sería infinitamente preferible a intentar explicarle, dada su incapacidad para comprender, qué iba a sucederle cuando le pidieran que colocara las piernas en los espantosos estribos de la consulta del médico.
Así que Barbara y la señora Fio llegaron a un acuerdo, que consistía en los distintos días en los que podía ir a Greenford para llevar a su madre al médico. Luego colgaron, y Barbara se quedó compungida al ver que no era tan yerma como parecía al mundo. Puesto que, sin duda, su madre sustituía a los hijos. No era exactamente lo que Barbara tenía pensado para ella, pero ahí estaba. Las fuerzas cósmicas que gobiernan el universo siempre estaban dispuestas a darte una variación de la que creías que iba a ser tu vida.
Volvió al baño, pero oyó que el teléfono sonaba de nuevo. Decidió dejar que el contestador atendiera la llamada y salió de la sala para abrir el grifo de la ducha. Pero desde el baño, la voz que escuchó esta vez era de hombre, lo que sugería que la noche había traído alguna novedad al caso, así que salió corriendo a tiempo para oír a Taymullah Azhar.
– … el número de aquí por si necesitas ponerte en contacto con nosotros.
Agarró el auricular.
– ¿Azhar? ¿Hola? ¿Estás ahí?
Y se preguntó dónde era ahí.
– Ah, Barbara -dijo él-. Espero no haberte despertado. Haddiyah y yo hemos ido a Lancaster para dar una conferencia en la universidad y me he dado cuenta de que no le pedí a nadie que nos recogiera el correo antes de irnos. ¿Podrías…?
– ¿Haddiyah no debería estar en el colegio? ¿Tiene vacaciones a mitad de trimestre?
– Sí, claro -dijo-. Es decir, debería estar en el colegio. Pero no podía dejarla sola en Londres, así que nos hemos traído la tarea. La hace aquí en la habitación del hotel, mientras yo voy a las reuniones. Ya sé que no es la mejor solución, pero está segura y tiene la puerta cerrada con llave mientras yo no estoy.
– Azhar, Haddiyah no debería… -Barbara se detuvo. Ese camino llevaba al desacuerdo. Así que dijo-: podrías haberla dejado conmigo. Me habría encantado tenerla aquí. Siempre me encantará tenerla aquí. La otra mañana llamé a vuestra casa. No contestó nadie.
– Ah. Estaríamos ya en Lancaster -dijo.
– Bueno, oí música…
– Mi intento precario para disuadir a los ladrones.
Barbara se sintió inexplicablemente aliviada al oír aquella información.
– ¿Quieres que compruebe cómo está el piso, entonces? ¿Has dejado la llave? Porque podría recoger el correo y entrar y… -Se dio cuenta de lo contentísima que estaba de oír su voz y de cuánto quería complacerle. Aquello no le gustó nada, así que se impidió seguir adelante. Después de todo, seguía siendo el hombre que pensaba que, por desgracia, jamás en la vida tendría pareja.
– Eres muy amable, Barbara. Si nos recoges el correo, no te pido más.
– Lo haré, pues -dijo alegremente-. ¿Cómo está mi amiguita?
– Creo que te echa de menos. Aún duerme, si no, te la pondría al teléfono.
Barbara le agradeció la información. Sabía que no tenía por qué dársela.
– Azhar -dijo-, sobre lo del CD y la pelea… ya sabes… lo que dije sobre que tú… sobre que la madre de Hadiyyah se marchara… -No estaba segura de adonde quería ir a parar con aquello, y no quería repetir el comentario para recordarle de qué iba a disculparse-. Lo que dije estuvo fuera de lugar. Lo siento.
Hubo un silencio. Barbara podía imaginarlo en alguna habitación de hotel en el norte, con escarcha en la ventana, y a Hadiyyah como un bulto pequeño en la cama. Habría dos camas, con una mesita de noche en medio, y él estaría sentado a los pies de la suya. Una lámpara estaría encendida, pero no la de la mesita porque no querría que su luz iluminara a su hija y la despertara. Llevaría puesto… ¿qué? ¿Una bata? ¿Un pijama? ¿O se habría vestido ya para salir? ¿E iría descalzo, o llevaría calcetines y zapatos? ¿Se habría peinado el pelo oscuro? ¿Afeitado? Y… se dio cuenta que tenía que hacer un esfuerzo por controlarse.
– No estaba ofreciendo una respuesta a tus palabras, Barbara -dijo él-. Simplemente reaccioné a lo que dijiste. Estuvo mal reaccionar y no contestar simplemente. Me sentí… No, pensé: «Esta mujer no lo entiende, y tampoco es posible que lo entienda. Sin los hechos, me juzga, y voy a corregirla». Estuvo mal, así que también te pido perdón.
– ¿Entender qué? -Barbara oyó el agua saliendo a borbotones en la ducha y supo que debería ir a cerrar el grifo. Pero no quería pedirle que esperara mientras lo hacía porque temía que colgara.
– Lo que pasaba con el comportamiento de Hadiyyah… -Se calló y Barbara creyó oír el sonido de una cerilla encendiéndose. Estaría fumando, posponiendo la respuesta como le habían enseñado la sociedad, la cultura, el cine y la tele. Al fin, dijo en voz muy baja-: Barbara, todo comenzó… No. Ángela comenzó con mentiras. Sobre adonde iba y a quién veía. Y también acabó con mentiras. Un viaje a Ontario porque tenía parientes allí, una tía, su madrina, de hecho, que estaba enferma y a la que le debía mucho… Y habrás adivinado, ¿verdad?, que no es eso, que hay otro, como yo fui el otro en su día para Ángela… Por eso, que Hadiyyah me mintiera como lo hizo…
– Lo entiendo. -Barbara vio que sólo quería poner fin al dolor que oía en su voz. No necesitaba saber qué había hecho la madre de Hadiyyah y con quién lo había hecho-. Querías a Ángela, y ella te mintió. No quieres que Hadiyyah también aprenda a mentir.
– Porque la mujer a la que amas más que a tu vida -dijo-, la mujer por la que lo has dejado todo, que ha parido a tu hija…, al tercero de tus hijos, habiendo perdido a los otros dos para siempre…
– Azhar -dijo Barbara-, Azhar, Azhar. Lo siento. No pensé que… Tienes razón. ¿Cómo podría saber cómo es? Maldita sea. Ojalá… -Terminó la frase en su cabeza: «Ojalá Azhar estuviera allí, en la habitación, para poder abrazarlo y transferirle algo, consuelo, y más que eso», pensó. Nunca se había sentido tan sola.
– Ningún viaje es fácil. Es lo que he aprendido -dijo Azhar.
– Eso no alivia dolor, imagino.
– Cierto. Ah, Hadiyyah se está despertando. ¿Quieres…?
– No. Sólo dale recuerdos. Y Azhar, la próxima vez que tengas que ir a una conferencia o algo, piensa en mí, ¿de acuerdo? Ya te he dicho que estaré encantada de cuidar de ella mientras estés fuera.
– Gracias -dijo-. Pienso en ti a menudo. -Y colgó con suavidad.
Al otro lado, Barbara se agarró al auricular. Lo sostuvo pegado a la oreja, como si así pudiera mantener el breve contacto que había tenido con su vecino.
– Adiós, pues -dijo al fin a nadie, y colgó el teléfono. Pero dejó los dedos encima y notó el pulso latiéndole en las yemas.
Se sentía más ligera y había entrado en calor. Cuando por fin se dirigió a la ducha, no tarareó Raining in My Heart, sino Everyday, que parecía más adecuada al cambio de humor.
Después de eso, no le molestó conducir hasta New Scotland Yard. Realizó el trayecto muy a gusto, sin fumarse un solo cigarrillo para animarse. Pero toda esa alegría desapareció cuando llegó al centro de coordinación.
El lugar era un hervidero. Pequeños grupos de personas estaban congregados alrededor de tres mesas distintas, y todos estaban centrados en un tabloide abierto en cada una de ellas. Barbara se acercó al grupo en el que estaba Winston Nkata de pie, detrás y con los brazos cruzados sobre el pecho como era costumbre en él, pero no por ello menos atento.
– ¿Qué pasa? -le preguntó.
Nkata inclino la cabeza hacia la mesa.
– El periódico ha sacado un artículo sobre el jefe.
– ¿Ya? -preguntó-. Dios santo, qué rapidez. -Miró a su alrededor. Se fijó en las expresiones adustas-. Quería mantener a ese Corsico ocupado. ¿No funcionó o qué?
– Vaya si ha estado ocupado -dijo Nkata-. Ha localizado su casa y ha sacado una foto. No dice en qué calle está, pero sí que está en Belgravia.
Barbara puso los ojos como platos.
– Vaya cabrón. Qué chungo.
Se abrió paso hacia delante, mientras otros compañeros suyos se iban después de haber echado un vistazo al periódico. Pasó las páginas hasta la portada y vio el titular: «Su Majestad el policía», junto a una foto de Lynley y Helen, rodeando la cintura del otro con los brazos y con copas de champán en la mano. Havers reconoció la fotografía. La habían tomado en una fiesta de aniversario en noviembre, en la de Webberly y su esposa, que celebraban las bodas de plata, justo unos días antes de que un asesino intentara convertirlo en otra más de sus víctimas.
Leyó por encima el artículo mientras Nkata se colocaba a su lado. Vio que Dorothea Harriman había cumplido su parte, tal como Lynley le había descrito que hiciera, animando a Corsico a recabar información de todo tipo de fuentes. Pero lo que nadie había previsto era la rapidez con la que el periodista sería capaz de reunir los datos, moldearlos con la prosa intensa propia de la típica historia de tabloide y combinarlos con información que iba más allá de lo que la gente tenía derecho a saber.
«Como la localización aproximada de la casa de Lynley», pensó Barbara. Iba a armarse la gorda por eso.
Encontró la fotografía de la casa de Eton Terrace cuando saltó a la página cuatro para continuar leyendo el artículo. Allí, además de esa foto, había otra de la imponente mansión familiar Lynley en Cornualles, junto con otra del comisario de adolescente, vestido con el uniforme de Eton, y otra en la que posaba con sus compañeros del equipo de remo de Oxford.
– Maldita sea, joder -farfulló-. ¿Cómo coño ha conseguido todo esto?
– Da que pensar en lo que va a descubrir cuando le toque al resto de nosotros.
Ella lo miró. Si pudiera estar amarillo, lo estaría. Winston Nkata no querría que se ofrecieran sus antecedentes para consumo del gran público.
– El jefe lo mantendrá alejado de ti, Winnie.
– No es el jefe quien me preocupa, Barb.
Hillier: ésa sería la preocupación de Winnie. Porque, si Lynley era un pasto excelente para la prensa, ¿qué harían los tabloides cuando hincaran el diente en la variante del cuento «ex miembro de banda se reforma»? Cuánto valía la vida de Nkata en Brixton era un tema discutible en el mejor de los casos. Daba miedo pensar cuánto valdría si el artículo sobre su redención salía publicado en la prensa.
De repente, un silencio invadió la sala. Barbara alzó la vista y vio que Lynley acababa de entrar. Estaba malhumorado y se preguntó si se reprochaba haberse erigido en el chivo expiatorio que The Source había ofrecido en el altar de su tirada de ejemplares.
– Al menos, aún no han llegado a Yorkshire -dijo, y el comentario fue recibido con un murmullo nervioso. Era el único punto negro indeleble de su carrera y su reputación: el asesinato de su cuñado y el papel que había jugado en la investigación posterior.
– Llegarán, Tommy -le dijo John Stewart.
– No, si les damos una historia mayor. -Lynley se acercó al tablero. Miró las fotografías que había colgadas y la lista de actividades asignadas a los miembros del equipo-. ¿Qué tenemos? -dijo como hacía normalmente.
El primer informe lo dieron los agentes que habían estado recopilando información de los trabajadores de la periferia que aparcaban en Wood Lane y que, luego, bajaban por el sendero de la colina, atravesaban Queen's Wood y subían hasta la estación de metro de Highgate en Archway Road. De camino al trabajo, ninguna de estas personas había visto nada fuera de lo normal la mañana del día en la que se halló el cuerpo de Davey Benton. Varios mencionaron a un hombre, a una mujer y a dos hombres juntos, todos los cuales estaban paseando a sus porros por el bosque, pero era lo máximo que ofrecieron y no incluyeron ninguna descripción, ni de las personas ni de los animales.
De las casas que había a lo largo de Wood Lane en dirección al bosque, tampoco había obtenido nada. Era una zona tranquila en plena noche y, al parecer, nada había alterado el silencio la noche del asesinato de Davey. Aquella información descorazonó a todos los miembros del equipo, pero llegaron mejores noticias del agente encargado de la tarea de entrevistar a todos los que vivían en Walden Lodge, el pequeño bloque de pisos al borde de Queen's Wood.
– No es para tirar cohetes -dijo el agente-, pero un tipo llamado Berkeley Pears tiene un Jack Russell terrier que se ha puesto a ladrar a las tres cuarenta y cinco de la mañana, dentro del piso, no fuera. Pears pensó que quizás había alguien en el balcón, así que cogió un cuchillo de trinchar y fue a ver. Está seguro de que vio una luz bajando por la colina. Se apagaba y encendía, como si algo la tapara. Pensó que serían grafiteros o alguien que volvía de Archway Road o iba hacia allí. Hizo callar al perro y eso es todo.
– Las tres cuarenta y cinco explica por qué ningún trabajador vio nada -le dijo John Stewart a Lynley.
– Sí, bueno. Sabemos desde el principio que trabaja de madrugada -dijo Lynley-. ¿Algo más en Walden Lodge, Kevin?
– Una mujer llamada Janet Castle dice que cree que oyó un grito o un chillido alrededor de medianoche. Remarco lo de «cree». Ve mucho la tele: series de asesinatos y cosas por el estilo. Creo que es una detective Tennison frustrada y sin el atractivo sexual.
– ¿Sólo un grito?
– Es lo que dice.
– ¿De hombre, mujer, niño?
– No sabía.
– Las personas del bosque…, las que paseaban al perro por la mañana…, ahí tenemos una posibilidad -dijo Lynley. No lo aclaró, pero le dijo al agente que había dado el informe que recabara más información del trabajador que los había visto-. ¿Qué más? -preguntó a los demás.
– ¿El viejo que el chico vio en los huertos? -respondió otro de los agentes asignados a Queen's Wood-. Resultó ser un hombre de setenta y dos años, así que es imposible que sea el asesino. Apenas puede andar, pero habla. No pude hacer que se callara.
– ¿Qué vio? ¿Algo?
– Al chico. Era de lo único que quería hablar. Parece que ha llamado a la policía un millón de veces para quejarse de ese granuja; pero, según él, nunca hacen una mierda porque tienen mejores cosas en las que ocupar su tiempo que detener a vándalos que van por ahí pintarrajeando la propiedad pública que disfrutamos todos.
Lynley se volvió hacia el agente de Walden Lodge con curiosidad.
– ¿Alguien de allí ha hablado del chico, Kevin?
Kevin negó con la cabeza. Sin embargo, consultó sus notas.
– Pero sólo he hablado con los inquilinos de ocho de los pisos -dijo-. En cuanto a los otros dos, uno está vacío desde hace poco y en venta, y el otro es propiedad de una mujer que se ha ido de vacaciones a España, como todos los años.
Lynley pensó en aquello y vio la posibilidad.
– Habla con los agentes inmobiliarios de la zona. Pregunta a quién ha enseñado el piso vacío.
Compartió con el equipo otro informe del S07 que le esperaba sobre su mesa cuando llegó aquella mañana. Les dijo que el pelo hallado en el cuerpo de Davey Benton era de gato. Además, las huellas de los neumáticos de la furgoneta de Barry Minshall no coincidían con las halladas en Saint George's Gardens. Pero seguían buscando una furgoneta, y parecía que quizá la habían comprado precisamente para lo que la estaban utilizando: un matadero móvil.
– Parece que, cuando murió Kimmo Thorne, la furgoneta aún estaba registrada a nombre del propietario anterior, Muwaffaq Masoud. Alguien ahí fuera tiene ese vehículo y hay que encontrarlo.
– ¿Quieres hacer pública la descripción ahora, Tommy? -Fue John Stewart quien hizo la pregunta-. Si enseñamos la furgoneta al público… -Hizo un gesto para que se imaginara el resto.
Lynley lo pensó. La realidad era que esa furgoneta iba a contener pruebas valiosísimas. Si la encontraban, tenían al asesino. Pero el problema era que la situación no variaba: hacer pública la descripción exacta de la furgoneta, la matrícula y las letras escritas en el lateral también permitía que el asesino viera sus intenciones. O escondería el vehículo en uno de los miles de garajes que había en la ciudad, o lo limpiaría y lo abandonaría. Tenían que buscar un término medio.
– Haz llegar la descripción a todas las comisarías de la ciudad.
Después, asignó otras tareas, y Barbara recibió la suya con tan buen talante como pudo, puesto que la primera parte requería redactar su informe sobre John Miller, el vendedor de sales de baño del mercado de Stables. La segunda parte, sin embargo, la llevaba a la calle, que era donde ella prefería estar, en concreto, en el hotel Canterbury en Lexham Gardens. Debía encontrar al empleado que trabajó la noche en la que murió Davey Benton.
Lynley iba a ocuparse de las otras tareas, desde conseguir el registro de llamadas al móvil de Minshall a localizar a los asistentes a la última reunión de HYCE en la iglesia de Saint Lucy's, por las huellas dactilares si hacía falta. Entonces, Dorothea Harriman hizo pasar a Mitchell Corsico al centro de coordinación.
La expresión de la secretaria parecía pedir perdón. Su cara decía claramente que eran órdenes de arriba.
– Ah, señor Corsico. Acompáñeme, por favor -dijo Lynley, y dejó que los investigadores volvieran a su trabajo.
Barbara oyó la frialdad en su voz. Supo que a Corsico iba a caerle una buena bronca.
Lynley tenía un ejemplar de The Source. Se lo había dado el guardia de la garita al llegar hacía un rato. Lo hojeó y se dio cuenta del error que había cometido. Se preguntó cuánta arrogancia había demostrado al dar por sentado que podía ser más listo que un tabloide. Los tabloides se ganaban la vida desenterrando información inútil, así que esperaba que sacaran el rollo de Su Majestad, Cornualles y Oxford y Eton. Pero no esperaba que una fotografía de su casa de Londres adornara el periódico, y estaba resuelto a que el periodista no pusiera en peligro a otros agentes dispensándoles el mismo trato.
– Hay unas reglas básicas -le dijo a Corsico cuando él y el periodista estuvieron solos.
– ¿No le ha gustado el artículo? -le preguntó el joven subiéndose los vaqueros-. No se sugiere absolutamente nada sobre el centro de coordinación o sobre lo que tienen sobre el asesino. O no tienen -añadió con una sonrisa compasiva, y Lynley quiso pegarle un puñetazo para borrársela de la cara.
– Estas personas tienen esposas, maridos, familia -dijo Lynley-. Déjelos en paz.
– No se preocupe -dijo Corsico amablemente-. Usted es de lejos el más interesante de todos. ¿Cuántos polis pueden alardear de vivir a tiro de piedra de Eaton Square? He recibido una llamada esta mañana de un detective de Yorkshire, por cierto, no me ha querido dar su nombre, pero ha dicho que tenía cierta información que quizá querríamos publicar como continuación al artículo de hoy. ¿Le gustaría hacer algún comentario?
«Debe de tratarse del detective Nies de la policía de Richmond», pensó Lynley. Sin duda estaría encantado de darle la lata al periodista sobre el tiempo que había pasado con el conde de Asherton en la cárcel. Y el resto de los antecedentes sórdidos de Lynley también saldrían a la luz: conducción bajo los efectos del alcohol, accidente de coche, amigo lisiado, todo.
– Escúcheme, señor Corsico -le dijo, y, en ese momento, sonó el teléfono de mesa. Contestó con brusquedad-: Lynley. ¿Qué?
– No me parezco en nada a ese boceto, ¿sabe? -Fue la respuesta que oyó. Era una voz de hombre, absolutamente cordial. De fondo se oía una especie de música de baile-. Al de la tele. ¿Cómo prefiere que lo llamen: comisario, o milord?
Lynley dudó, se apoderó de él una enorme tranquilidad. Era muy consciente de la presencia de Mitchell Corsico en el despacho.
– ¿Podría esperar un momento, por favor? -le dijo a la persona que le había llamado, y estaba a punto de decirle a Corsico que le dejara cinco minutos solo cuando la voz continuó.
– Colgaré si lo intenta, comisario Lynley. Vaya. Supongo que ya he lomado la decisión sobre cómo llamarle, ¿verdad?
– ¿Intentar qué? -preguntó Lynley. Miró hacia la puerta del despacho y al pasillo, decidido a hacerle señas a alguien. Al no resultar, cogió un bloc que tenía sobre la mesa para escribir la nota necesaria.
– Por favor. No soy estúpido. No podrá localizar la llamada porque no estaré al teléfono el tiempo suficiente. Sólo escuche.
Lynley le hizo una seña a Corsico para que se acercara a su mesa. Corsico fingió no entender, señalándose el pecho y frunciendo el ceño. Lynley quería estrangularle. Volvió a indicarle que se acercara. «Vaya a buscar a detective Havers», decía el papel que le lanzó al fin.
– Ahora -dijo con el micrófono del teléfono tapado.
– Conseguirá el registro informático de esta llamada de todos modos, ¿verdad? -le preguntó la voz en tono agradable-. Así trabajan ustedes. Pero, cuando lo tenga, ya los habré impresionado una vez más. En realidad, los habré deslumbrado. Por cierto, tiene una mujer preciosa.
– Hay un periodista en mi despacho -le dijo Lynley a su interlocutor a pesar de que Corsico ya había salido a buscar a Havers-. Me gustaría acompañarle fuera. ¿Puede esperar un momento?
– Vamos, comisario Lynley, no creerá que me voy a tragar eso.
– ¿Se lo pongo al teléfono para convencerle? Se llama Mitchell Corsico y…
– Y, por desgracia, no puedo ver su identificación, aunque estoy seguro de que le gustaría arreglarlo. No, no hace falta. Pretendo ser breve. Primero, le he firmado una carta. La marca de Fu. La razón no importa, pero ¿le basta la información para convencerle de quién soy? ¿O debo referirme también a los ombligos?
– Estoy convencido -dijo Lynley. Esos detalles eran de los pocos que los periódicos no conocían. Identificaban al interlocutor como el asesino o como alguien cercano a la investigación, en cuyo caso Lynley sabía que la voz le habría sonado, y no era así. Tenía que localizar aquella llamada. Pero un solo movimiento erróneo y sabía que el asesino cortaría la comunicación antes de que Havers entrara en el despacho.
– Bien. Entonces, escúcheme, comisario Lynley. He salido a buscar un lugar para estremecerle otra vez. Me ha costado, pero quería que supiera que ya lo tengo. Pura inspiración. Es un poco arriesgado, pero causará sensación. Tengo pensado un número que no olvidará fácilmente.
– ¿Qué va a…?
– Ya he elegido. He pensado que le gustaría saberlo, lo justo es ser justo.
– ¿Podemos hablar sobre esto?
– Oh, creo que no.
– Entonces, ¿por qué ha…?
– Pocas palabras, mucha acción, comisario. Confíe en mí. Es mejor así.
Colgó justo cuando Havers entraba en el despacho con Corsico pegado a ella.
– Salga -le dijo Lynley a Corsico.
– Espere. He hecho lo que me ha…
– Lo que sigue no es asunto suyo. Salga.
– El subinspector…
– Por el momento, sobrevivirá a la noticia de que lo he sacado de mi despacho. -Lynley cogió al periodista por el brazo-. Le sugiero que investigue la información de Yorkshire. Créame, será una lectura amena para su próxima edición. -Lo empujó al pasillo y cerró la puerta-. Ha llamado -le dijo a Havers.
Lo sabía.
– ¿Cuándo? ¿Ahora mismo? ¿Por eso…? -Movió la cabeza en dirección a la puerta.
– Ponte con los registros. Tenemos que descubrir de dónde ha llamado. Tiene a otra víctima.
– ¿En su poder? Señor, esos registros… Vamos a tardar…
– Música -dijo Lynley-. Se oía música de fondo. Pero eso es todo. Música de salón de té, a eso me ha recordado.
– Té… No a esta hora del día. ¿Cree que…?
– Música de época, de los treinta o los cuarenta. Havers, ¿qué te sugiere eso?
– Que ha podido llamar desde un ascensor con hilo musical y que podría estar en cualquier punto de la ciudad. Señor…
– Conocía a Fu. También lo ha dicho. Dios santo, si ese periodista no hubiera estado en el despacho… Hay que evitar que esto llegue a la prensa. Es lo que quiere Corsico, y también el asesino. Los dos quieren que salga en portada, en primera página y con un titular que lo acompañe. Y tiene a la víctima, Havers. La ha elegido, ya la tiene con él, y también tiene el sitio. Dios santo, no podemos quedarnos de brazos cruzados.
– Señor, señor.
Lynley volvió en sí. Vio la inquietud en el rostro pálido de Havers.
– Hay algo más, ¿verdad? -le preguntó ella-. Hay algo más. ¿Qué es? Cuéntemelo, por favor.
Lynley no quería ponerle palabras porque entonces sabría que tendría que enfrentarse a ellas, y también, a su responsabilidad.
– Ha mencionado a Helen -dijo al fin-. Barbara, ha mencionado a Helen.