Fue a última hora de la tarde cuando Ulrike decidió el siguiente enfoque que quería tomar, tras haber aprendido de su encuentro en Bermondsey con la tía de Jack Veness que las mentiras no iban a servirle. Comenzó con la lista de fechas que le habían dado en New Scotland Yard. La sacó y a partir de ella elaboró una tabla con filas y columnas para las fechas, los nombres de las víctimas y los nombres de los posibles sospechosos de la policía. Dejó mucho espacio para completarla con los datos pertinentes que salieran a la luz sobre todo aquel que le pareciera dudoso.
«10 de septiembre -escribió primero-. Antón Reed.» «20 de octubre -anotó después-. Jared Salvatore.» «25 de noviembre -fue lo siguiente-. Dennis Butcher.» Y después, más deprisa: «10 de diciembre. Kimmo Thorne». «18 de diciembre. Sean Lavery.»
«8 de enero. Davey Benton», quien, gracias a Dios, no era uno de los suyos. Tampoco lo era la esposa del comisario, en realidad, y eso tenía que significar algo, ¿no?
No obstante, si se ponía a hacer suposiciones, lo que significaba era que el asesino estaba buscándose otro territorio porque la policía pasaba demasiado tiempo en Coloso. Era muy posible, y no podía descartarlo porque descartarlo -ante quien fuera- podía interpretarse como un intento de dirigir las sospechas a otra parte; lo cual era lo que quería hacer, por supuesto, pero no si parecía que era lo que estaba haciendo.
Se dio cuenta de que había sido totalmente ridículo fingir que se entrevistaba con Mary Alice Atkins-Ward para ver si Jack Veness estaba preparado para ser ascendido a un puesto con más responsabilidad en Coloso. No sabía cómo se le había ocurrido un plan así y, sin duda, entendía por qué la señorita A-W la había calado; así que iba a optar por el enfoque directo, que comenzaría con Neil Greenham, el único que había llamado a un abogado, como quien llama a la caballería cuando los indios se acercan. Decidió abordar a Neil en su aula. Una mirada al reloj le dijo que aún estaría allí proporcionándoles a los chicos la ayuda individual que tan famoso le había hecho.
Estaba conversando con un chico negro cuyo nombre no recordaba en aquel momento. Frunció el ceño mientras miraba y escuchaba a Neil decir algo sobre la asistencia a clase del chico. Lo llamó Mark.
Mark Connor, pensó. Había llegado a ellos a través de Menores en Lambeth, autor de un tirón que había acabado mal cuando empujó a la anciana y ésta cayó y se rompió la cadera. Justo la clase de chico que Coloso estaba destinado a salvar.
Ulrike vio que Neil ponía una mano en el hombro delgado del chico. Vio que Mark se estremecía. Se puso en guardia de inmediato.
– Neil, ¿podemos hablar? -dijo, y tomó nota de su reacción. Estaba buscando cualquier señal que pudiera interpretar, pero parecía que Neil procuraba no darle ninguna.
– Deja que acabe con esto. Me paso enseguida. ¿Por tu despacho?
– Muy bien. -Habría preferido hablar con él allí, en su ambiente, pero su despacho serviría. Se marchó.
Neil apareció exactamente quince minutos después, taza de té en mano.
– No he pensado en preguntarte si querías… -le dijo, e hizo un gesto con la taza para indicar su ofrecimiento.
Aquello parecía señalar una tregua entre ellos.
– No pasa nada, Neil -le dijo-. No quiero. Gracias. Pasa y siéntate, ¿quieres?
Mientras se sentaba, Ulrike se levantó y cerró la puerta. Cuando regresó a la mesa, levantó una ceja.
– ¿Trato especial? -le preguntó él, sorbiendo en silencio el Darjeeling o lo que fuera. En silencio, naturalmente. Neil Greenham no era de los que hacía ruido al beber-. ¿Debería tomarme esto atención repentina como un halago, o como una advertencia?
Ulrike obvió el comentario. Había pensado en una entrada para la conversación que mantendría con Neil, y decidió que debía tener presente el objetivo independientemente de por dónde comenzara. Ese objetivo era la colaboración. La hora de las evasivas había acabado hacía tiempo.
– Ya iba siendo hora de que habláramos, Neil. Se acerca el momento de abrir el centro de Coloso en el norte de Londres. Lo sabes, ¿verdad?
– Es difícil no saberlo. -La miró fijamente por encima del borde de la taza. Tenía los ojos azules. Sugerían una frialdad que no había percibido antes.
– Querremos que alguien que ya está en la organización dirija el centro. ¿También lo sabías?
Se encogió de hombros sin comprometerse.
– Tiene sentido -dijo-. Alguien que ya trabaja aquí no tendrá que realizar un gran aprendizaje, ¿no?
– Sí, ésa es una razón convincente. Pero también está la lealtad.
– La lealtad. -No era una pregunta, sino una afirmación. La hizo en un tono meditabundo.
– Sí. Buscaremos a alguien cuya máxima lealtad sea para con Coloso, evidentemente. Tiene que ser así. Ahí fuera tenemos enemigos, y enfrentarse a ellos exige no sólo perspicacia, sino también el espíritu de un guerrero. Ya sabes a qué me refiero.
Neil se tomó su tiempo para responder, levantando el té y tomando un trago pensativo y silencioso.
– Pues resulta que no.
– ¿Cómo?
– No sé a qué te refieres. No es que eso de la perspicacia esté más allá de mi capacidad de comprensión. Es lo del espíritu del guerrero lo que me tiene confundido.
Ulrike soltó una risita, dirigida a sí misma.
– Lo siento. Estaba pensando en la imagen del guerrero que se marcha de casa, dejando a su esposa e hijos, y parte hacia la batalla; en esa voluntad del guerrero para dejar a un lado lo personal cuando hay que luchar en una batalla. Las necesidades de Coloso en el norte de Londres serán lo primero para su director.
– ¿Y en el sur de Londres? -preguntó Neil.
– ¿Qué?
– ¿Qué hay de las necesidades de Coloso en el sur de Londres, Ulrike?
– El director del centro del norte de Londres no será responsable…
– En realidad, no me refería a eso. Sólo me preguntaba si la forma como se dirige el centro del sur de Londres es un modelo de cómo debería trabajarse en el norte.
Ulrike lo miró. Parecía afable. Neil siempre le había confundido un poco, pero en ese preciso instante tuvo el convencimiento de que, detrás de esa apariencia dulce y juvenil, era un tipo avispado, y no sólo por el problema de los enfados que le habían costado su antiguo trabajo como profesor, sino por otra cosa.
– ¿Por qué no eres más directo?
– Creía que lo había sido -dijo Neil-. Lo siento. Supongo que lo que estoy diciendo es que todo esto me parece un poco hipócrita.
– ¿El qué?
– Todo esto sobre la lealtad y el poner Coloso por delante. Yo… -Dudó, pero Ulrike sabía que era una pausa efectista-. En otras circunstancias estaría encantado de tener esta charla contigo. Incluso me sentiría halagado al llegar a la conclusión de que te planteas recomendarme para dirigir el centro del norte de Londres cuando se abra.
– Creía que había dado a entender…
– Pero eso de la lealtad a Coloso te ha delatado. Tu propia lealtad no ha sido impecable precisamente, ¿verdad?
Ulrike sabía que Neil estaba esperando a que le pidiera que aclarara aquella afirmación y no iba a darle ese gusto.
– Neil, de vez en cuando todo el mundo se distrae un momento de su interés principal. Nadie en ningún nivel de administración espera que los demás sean tan estrechos de miras en el terreno de la lealtad.
– Lo cual es bueno para ti, supongo…, con los intereses secundarios que tienes.
– ¿Disculpo? -Quiso retirar la pregunta en el instante en que la hizo, pero era demasiado tarde porque Neil la agarró al vuelo como un pescador que mete en el cesto la trucha que ha picado.
– La discreción es la discreción. Lo cual es como decir que a veces la discreción no existe. No sirve, quiero decir. O no funciona quizá sería una forma de expresarlo mejor. Es una de esas situaciones tipo «los planes mejor trazados de ratones y hombres», ya me entiendes. Lo cual es como decir que cuando tienes pensado tirar piedras al tejado de alguien, siempre es buena idea que el tuyo sea de ladrillo. ¿Quieres que sea más directo, Ulrike, o entiendes lo que quiero decir? ¿Dónde está Griff, por cierto? Lleva un tiempo desaparecido, ¿verdad? ¿Es por consejo tuyo?
Bueno, ya habían llegado al tema, pensó Ulrike. Era momento de quitarse los guantes. Quizá ya era hora. Su vida personal no era asunto de Neil, pero iba a enterarse de que lo contrario no era el caso.
– Deshazte del abogado, Neil -le dijo-. No sé por qué lo has contratado y no quiero saberlo. Pero te digo que te deshagas de él ya y que hables con la policía.
El rostro de Neil cambió de color, pero por cómo movió el cuerpo supo que no estaba sonrojándose porque sintiera desconcierto o vergüenza.
– ¿Me estás diciendo que…?
– Sí. Así es.
– ¿Qué coño…? Ulrike, no puedes decirme… De todas las personas, tú…
– Quiero que colabores con la policía. Quiero que les digas dónde estabas los días que te pregunten. Si quieres ponértelo más fácil, puedes comenzar por contármelo a mí, y yo les transmitiré la información. -Cogió el bolígrafo y lo sostuvo sobre el papel en el que había creado la tabla de tres columnas-. Comenzaremos por septiembre. El día diez, para ser exactos.
Neil se levantó.
– Déjame ver eso. -Fue a coger la hoja. Ella puso el brazo encima-. ¿Tu nombre también está ahí? -le preguntó-. ¿O la coartada «estaba tirándome a Griff» va a servirte para responder cualquier pregunta que te hagan? Y, de todos modos, ¿cómo funciona esto, Ulrike? ¿Por un lado te follas a un sospechoso y por el otro haces de soplona de la pasma?
– Mi vida… -comenzó a decir, pero Neil la interrumpió.
– Tu vida. Tu vida -se mofó-. Siempre Coloso. Es lo que se supone que tiene que parecer, ¿verdad? Eres una mosquita muerta y, mientras tanto, ni siquiera te enteras cuando desaparece un chico. ¿Sabe eso la poli? ¿Y el consejo de administración? Porque creo que les interesará bastante, ¿no crees?
– ¿Me estás amenazando?
– Expongo un hecho. Tómatelo como quieras. Mientras tanto, no me digas cómo debo reaccionar cuando la poli se pone a hurgar en mi vida.
– ¿Eres consciente de la insubordinación…?
– ¡Vete a la mierda! -Se dirigió a la puerta. La abrió con violencia-. ¡Veness! -gritó-.Ven aquí, ¿quieres?
Entonces, Ulrike se levantó. Neil estaba rojo de furia y sabía que ella tenía el mismo color, pero aquello era intolerable.
– No te atrevas a dar órdenes a otros trabajadores -le dijo-. Si esto es un ejemplo de cómo acatas las órdenes de un superior, voy a tomar nota, créeme. Ya he tomado nota.
Neil se dio la vuelta.
– ¿De verdad piensas que me he creído que me considerabas para algo más que no fuera limpiarles el culo a estos chicos? ¡Jack! Ven aquí.
Jack llegó a la puerta.
– ¿Qué pasa? -dijo.
– Sólo quiero asegurarme de que sepas que Ulrike va a hablarle de nosotros a la policía. Yo ya he tenido una charla con ella y supongo que tú serás el siguiente de la lista.
Jack miró a Neil y después a Ulrike; luego bajó la vista a la mesa y a la hoja que había encima.
– Mierda, Ulrike -dijo con elocuencia.
– Ha encontrado una segunda vocación -dijo Neil. Movió la silla en la que se había sentado y la señaló-: Tu turno -le dijo a Jack.
– Basta -le dijo Ulrike-. Vuelve al trabajo, Jack. Neil está cediendo a su afición por los berrinches.
– Mientras Ulrike se ha pasado mucho tiempo cediendo a…
– ¡He dicho que basta! -Era momento de arrebatarle el control a aquel traidor. El único modo era hacer valer su autoridad, aunque eso significara que Neil cumpliera su amenaza y pusiera al corriente al consejo de administración de su lío con Griff-. Si queréis conservar vuestro empleo, os sugiero que os pongáis a trabajar -dijo-. Los dos.
– ¡Eh! -protestó Jack-. Yo sólo he venido…
– Sí, ya lo sé -dijo Ulrike con calma-. Lo digo sobre todo por Neil. Y lo que he dicho sigue valiendo, Neil. Haz lo que quieras, pero mientras tanto deshazte del abogado.
– Antes te veré en el infierno.
– Y eso hace que me pregunte qué estarás ocultando.
Jack miró a Ulrike, luego a Neil y, por último, otra vez a Ulrike.
– Joder -dijo, y se marchó.
– No olvidaré esto -fue el comentario final de Neil.
– Tampoco lo esperaba -fue el de Ulrike.
Nkata detestaba el momento, la actividad, y se detestaba a sí mismo: sentado al lado de Hillier ante un grupo de periodistas con las energías renovadas. No había nada como el drama de un trauma para motivarles. Nada como percatarse de ese trauma y ponerle un rostro para ganarse la comprensión momentánea de la Met.
Sabía que eso era lo que pensaba el subinspector Hillier mientras sorteaba sus preguntas después de hacer su declaración. La conducta del subinspector parecía sugerir que por fin tenían a la prensa donde querían. Iban a pensárselo dos veces antes de echarse encima de la Met mientras la esposa de un policía luchaba por salvar la vida en el hospital.
Sólo que no estaba luchando por salvar la vida. No estaba luchando por nada porque ya no existía.
Nkata estaba inmóvil. No prestaba atención a lo que se decía, pero sabía que a Hillier ya le iba bien. Sólo tenía que parecer feroz y preparado. No le pedirían más. Se detestaba a sí mismo por obedecer.
Lynley había insistido. Nkata le había sacado del despacho del subinspector agarrándole de los hombros con un abrazo de insistencia, pero también de devoción. En ese instante, supo que haría cualquier cosa por aquel hombre. Y se sorprendió, porque durante años se había dicho que lo único importante en su vida era triunfar. Haz el trabajo, y deja que todo lo demás te resbale porque no importa lo que piense la gente. Sólo importa lo que sabes y quién eres.
Parecía que Lynley comprendía aquello sobre él sin que nunca hubieran hablado del tema. Y siguió comprendiéndolo incluso con todo lo que estaba pasando.
Nkata le había sacado del despacho de Hillier. Al salir, oyó que el subinspector marcaba un número de teléfono. Creyó que Hillier intentaba llamar a seguridad para que acompañaran a Lynley fuera del edificio, así que se dirigió hacia un lugar en el que seguramente no mirarían: la biblioteca en el piso doce del edificio, con sus majestuosas vistas de la ciudad y el silencio en el que Lynley le había dicho lo peor.
Y, de hecho, lo peor no era que la mujer del comisario estuviera muerta. Lo peor era lo que le pedían.
– Las máquinas pueden mantenerla meses respirando -le había dicho sin ánimo, mientras miraba por la ventana-. El tiempo suficiente como para que dé a luz a un… -Se calló. Se frotó los ojos. Mientras estaba allí de pie, Nkata pensó que «Esto es un infierno» era una expresión muy común. Sin embargo, se dio cuenta de que aquello sí era un auténtico infierno. No era una metáfora, sino la realidad-. No hay modo alguno de evaluar el daño cerebral exacto que ha sufrido el bebé. Está ahí. Pueden estar… ¿cómo era?… seguros en un noventa y cinco por ciento, porque Helen no recibió oxígeno suficiente durante veinte minutos o más, y si eso le destrozó el cerebro a ella, es lógico pensar que…
– Socio, es… No tiene por qué… -Nkata no sabía qué otra cosa decir.
– No existe ninguna prueba, Winston. Sólo está la elección. Mantenerla conectada a las máquinas dos meses más, aunque tres sería lo ideal… Bueno, al menos todo lo ideal que podría ser llegados a este punto, y luego ir a por el bebé. Abrirla, sacar al bebé y luego enterrar el cuerpo. Porque ella ya no está. Sólo está el cuerpo. El cadáver que respira, si quieres, del que podrían extraer al niño que sí vive, aunque ha sufrido lesiones permanentes. Tiene que tomar una decisión, dicen. Piénselo, dicen. No corre prisa, por supuesto, porque no es que una decisión en un sentido u otro que vaya a afectar al cadáver.
Nkata sabía que seguramente no habrían utilizado la palabra «cadáver». Veía que el propio Lynley la utilizaba porque era la cruda verdad del asunto. Y también veía en qué artículo se convertiría y ya estaba convirtiéndose: la esposa muerta del conde; su cuerpo reducido a incubadora y el habitante de la incubadora, el nacimiento posterior – ¿podían llamarlo nacimiento?-, salían en la portada de todos los tabloides de la ciudad desde que ocurrió, y luego habría continuaciones, quizás una al año según el trato al que habría que llegar con la prensa: «Nos dais intimidad para afrontar la situación ahora y, de vez en cuando, nosotros os diremos cómo le va al niño, quizá permitamos que le saquéis una foto; pero dejadnos en paz, por favor, dejadnos en paz».
– Oh -fue lo único que Nkata pudo decir, un sonido que se le escapó con un gemido.
Lynley lo miró.
– La he convertido en el chivo expiatorio. ¿Cómo voy a vivir con eso?
Nkata sabía de qué hablaba. Aunque no acababa de creerse sus propias palabras, dijo:
– Socio, usted no ha hecho eso. No lo piense nunca. Usted no es el responsable. -Porque para que Lynley creyera que aquella tragedia era culpa suya, se forjaría una cadena y sus eslabones conducirían inexorablemente al propio Nkata y no podría soportarlo, sabía que no podría. Porque también sabía que una parte del plan del comisario era tener ocupado totalmente a Mitchell Corsico con una historia sobre él para alejarlo del resto, y de Nkata en especial, que, de todas las personas implicadas en la investigación de los asesinatos en serie, quizás era quien tenía el pasado más llamativo.
Lynley pareció saber qué estaba pensando, porque le respondió con lo siguiente:
– Es responsabilidad mía. No tuya, Winston.
Y, entonces, se había marchado.
– Haz lo tuyo -le había dicho-. Algo tiene que salir de todo esto. No te pongas de mi parte. Se ha acabado. ¿De acuerdo?
– No puedo… -dijo Nkata, pero Lynley le interrumpió.
– No me hagas responsable de nada más, por el amor de Dios. Prométemelo, Winston.
Así que ahí estaba, al lado de Hillier, interpretando su papel.
Oía débilmente cómo la rueda de prensa llegaba a su fin. El único indicio que dio Hillier de lo que sentía por dentro fue la dirección en la que mandó a Mitchell Corsico después. El periodista regresaría a la sala de prensa, a su periódico, al lado de su director, adonde quisiera ir o estar. Pero no iba a escribir más artículos sobre ningún miembro de la investigación.
– Pero no puede creer que el artículo sobre el comisario tiene algo que ver con lo que le ha pasado a su esposa -protestó Corsico-. Dios santo, era imposible que ese tipo pudiera encontrarla. Imposible. Me aseguré de ello. Usted lo sabe. Ese artículo lo examinó con lupa todo el mundo menos el Papa.
– Ya he dicho mi última palabra sobre este asunto -dijo Hillier.
Aparte de eso, no dijo nada sobre Lynley y lo que había pasado en su despacho. Simplemente señaló a Nkata con la cabeza.
– A trabajar -le dijo, y se marchó. Solo, esta vez. Ningún subalterno lo acompañaba.
Nkata regresó al centro de coordinación. Vio que tenía un mensaje de Barb Havers para que la llamara al móvil y tomó nota mentalmente de ello. Pero primero intentó recordar qué estaba haciendo mucho antes, cuando Dorothea Harriman le había avisado de que era posible que Lynley apareciera por Victoria Street.
El perfil psicológico, pensó. Había pensado echar otro vistazo al perfil del asesino con la esperanza de ver algo que pudiera relacionar con alguno de los sospechosos… si es que eran realmente sospechosos, porque lo único que parecía conectarlos con los asesinatos era la proximidad con algunas de las víctimas, lo cual cada vez parecía una base menos sólida sobre lo que construir nada; no era arena lo que había debajo de los fundamentos, sino hielo, listo para agrietarse con el peso de las pruebas.
Fue al despacho de Lynley. Sobre la mesa del comisario, había una fotografía de su mujer a su lado. Estaban los dos sentados en una balaustrada bañada por el sol en algún lugar. El la rodeaba con el brazo; ella tenía la cabeza apoyada en su hombro; los dos reían a la cámara mientras, al fondo, brillaba un mar azul. Nkata pensó que se trataba de la luna de miel. Se dio cuenta de que habían estado casados menos de un año.
Apartó la vista. Se obligó a revisar el fajo de papeles que había sobre la mesa de Lynley. Leyó sus notas. Leyó un informe reciente de Havers. Y, al fin, lo encontró, identificable por la cubierta del Hospital Psiquiátrico Penitenciario Fischer. Sacó el informe del fajo en el que Lynley lo había metido. Se lo llevó a la mesa de reuniones, se sentó e intentó despejar la cabeza.
«Comisario -decía una caligrafía pulcra en la cubierta-, si bien puede ser que no lo crea, espero que esta información le parezca útil.» No había firma, pero el propio psicólogo debió de escribirlo. Nadie más tendría motivo para hacerlo.
Antes de ponerse con el informe que había debajo de la cubierta, Nkata pensó en dónde se encontraba el hospital. Se reconoció a sí mismo que, incluso entonces, estaba pensando en Stoney. Al final, todo se reducía siempre a su hermano. Se preguntó si un lugar como Fischer podría haberle ayudado, calmado su ira, curado su locura, eliminado su necesidad de agredir e incluso de matar…
Nkata se dio cuenta de que estaba leyendo el membrete del papel color crema una y otra vez. Frunció el ceño. Enfocó la mirada. Volvió a leer. Le habían enseñado que las coincidencias no existían y, después de todo, acababa de leer las notas de Lynley y el informe de Havers. Descolgó el teléfono.
Barbara Havers irrumpió en el despacho.
– ¿No te han dado mi mensaje? -le dijo-. Maldita sea, Winnie. He llamado. He pedido que me llamaras. Tengo… ¿Qué diablos está pasando aquí?
Nkata le dio el informe.
– Mira esto -dijo-. Tómate tu tiempo.
No sólo todo el mundo quería algo de él, sino que, con razón, lo necesitaba. Lynley lo aceptó sabiendo que podía hacer muy poco para ayudar a alguien: apenas podía ayudarse a sí mismo.
Cuando regresó al hospital, no era consciente de prácticamente nada. Encontró a su familia y a la de Helen donde las había dejado, junto a Deborah y St. James. Ridículamente, la expresión «tirar del carro» le vino a la mente. No había carro del que tirar ni nada por lo que tirar de él.
La hermana de Helen, Daphne, había llegado de Italia. Su hermana Iris venía de Estados Unidos; estaba previsto que apareciera en cualquier momento, aunque nadie sabía cuándo sería ese momento. Cybil y Pen se ocupaban de sus padres, mientras que los hermanos de Lynley estaban sentados con su madre, quien conocía bien los hospitales y, sin duda, conocía bien la muerte repentina y violenta.
La habitación que les habían asignado era pequeña y la ocupaban en su totalidad, sentados incómodos en las sillas y sofás que habían rescatado y enviado a este lugar particular para protegerlos de las familias de los otros pacientes por ser tantos, por la delicadeza de la situación y por ser quienes eran. No quienes eran por clase social, sino por profesión: la familia de un policía a cuya mujer habían disparado en la calle. Lynley era consciente de lo irónico que era aquello: le concedían intimidad por su carrera, y no por su origen. Le pareció que era el único momento de su vida que estaba definido de verdad por la profesión que había elegido. El resto del tiempo, siempre había sido el conde, ese tipo raro que había renunciado a la vida en el campo y a mezclarse con los de su clase por un trabajo de lo más común. «Díganos por qué, comisario Lynley.» No podría haberlo hecho, y menos en ese momento.
Daphne, la última en llegar, se acercó a él. Le dijo que Gianfranco también había querido venir. No obstante, tendrían que haber dejado a los niños con…
– Daph, no pasa nada -dijo Lynley-. Helen no habría querido… Gracias por venir.
Le brillaron lo ojos -oscuros como los de Helen, y entonces pensó en lo mucho que Helen se parecía a su hermana mayor-, pero no lloró.
– Me han contado lo de… -dijo.
– Sí -contestó él.
– ¿Qué vas a…?
Lynley meneó la cabeza. Ella le tocó el brazo.
– Dios santo -dijo Daphne.
Lynley se acercó a su madre. Su hermana Judith le hizo sitio en el sofá.
– Ve a casa, si quieres. No hace falta que te quedes aquí hora tras hora, madre. La habitación de invitados está libre. Denton está en Nueva York, así que no estará para hacerte la comida, pero puedes… en la cocina… Sé que hay algo. Nos las hemos arreglado solos, así que en la nevera hay cartones…
– Estoy bien -murmuró lady Asherton-. Todos estamos bien, Tommy. No necesitamos nada. Hemos ido a la cafetería. Y Peter nos ha traído café a todos.
Lynley miró a su hermano menor. Vio que Peter seguía sin poder mirarlo más de un segundo. Lo entendía. Ojos y ojos que veían y reconocían. El mismo apenas podía soportar el contacto.
– ¿Cuándo llega Iris? -preguntó Lynley-. ¿Lo sabe alguien?
Su madre negó con la cabeza.
– Está en medio de la nada. No sé cuántos vuelos tenía que coger ni si los ha cogido ya. Lo único que le ha dicho a Penelope es que estaba de camino y que llegaría lo antes posible. Pero ¿cómo se llega de Montana a aquí? Ni siquiera estoy segura de dónde está Montana.
– En el norte -dijo Lynley.
– Va a tardar una eternidad.
– Bueno. No importa, ¿verdad?
Su madre le cogió la mano. La de ella era cálida, pero estaba bastante seca y le pareció una combinación improbable. También era suave, lo cual también era extraño porque le encantaba trabajar en el jardín y jugaba a tenis siempre que el tiempo de Cornualles lo permitía, todas las estaciones del año, así que ¿por qué aún tenía las manos suaves? Y, por el amor de Dios, ¿qué importaba eso?
St. James se acercó a él mientras Deborah los miraba desde el otro lado de la habitación.
– Ha venido la policía, Tommy -le dijo su viejo amigo. Miró a la madre de Lynley y después dijo-: ¿Quieres que…?
Lynley se levantó. Fue el primero en salir al pasillo. «Lo peor significa lo peor», oyó en algún lugar. ¿Una canción?, se preguntó. No, no podía ser.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Han determinado adonde fue después de dispararla. No de dónde venía, aunque están trabajando en ello, sino adonde fue. Adonde fueron, Tommy.
– ¿Fueron?
– Parece que pudieron ser dos. Dos hombres, creen. Había una anciana paseando a su perro por el extremo norte de West Eaton Place. Acababa de doblar la esquina de Chesham Street. ¿Sabes dónde quiero decir?
– ¿Qué vio?
– De lejos, a dos individuos que doblaban la esquina de Eaton Terrace corriendo. Parece que la vieron y se escondieron en las caballerizas de West Eaton Place. Había un Range Rover aparcado junto al muro de ladrillo. Tiene una abolladura en el capó. La policía de Belgravia cree que estos tipos, individuos, lo que sean, se subieron al Range Rover para saltar al jardín del otro lado del muro de ladrillo. ¿Sabes dónde digo, Tommy?
– Sí. -Detrás del muro, una hilera de jardines -cada uno delimitado por otro muro de ladrillo- comprendía la parte trasera de las casas de Cadogan Lane, que también era una calle de antiguas caballerizas de las muchas que había en la zona. En su día habían sido establos de fincas suntuosas cercanas, y en la actualidad eran casas rehabilitadas a partir de los garajes, que también habían sido reformados a partir de los establos. Era una zona complicada de calles y caballerizas. Allí cualquiera podía desaparecer, o escapar, o lo que fuera.
– No es lo que parece, Tommy -dijo St. James.
– ¿Por qué? -preguntó Lynley.
– Porque una au pair de Cadogan Lane también denunció un robo, poco después de que Helen… Poco después. La hora siguiente. La están interrogando. Estaba en casa cuando entraron a robar.
– ¿Qué saben?
– Por ahora, sólo acerca del robo. Pero si está relacionado, y por Dios, tiene que estarlo, y quienquiera que entró a robar salió por la puerta delantera de la casa, habrá más buenas noticias. Porque una de las mayores casas de Cadogan Lane tiene dos cámaras de circuito cerrado instaladas en la parte de delante.
Lynley miró a St. James. Deseaba con todas sus fuerzas que le importara, ya que sabía lo que significaba: si el ladrón de la au pair había salido en esa dirección, existía la posibilidad de que las cámaras de circuito cerrado lo hubieran grabado. Y si lo habían grabado, estaban más cerca de llevarlo ante la justicia, lo cual no era suficiente y ¿qué importaba al fin y al cabo?
Sin embargo, Lynley asintió. Era lo que se esperaba de él.
– ¿La casa de la au pair? -dijo St. James.
– Hum. Sí.
– Se encuentra a bastante distancia de donde estaba el Range Rover, en las caballerizas, Tommy.
Lynley se esforzó por pensar qué significaba aquello. No se le ocurrió nada.
St. James continuó:
– Quizás haya ocho jardines, tal vez menos; pero en esa ruta hay varios, lo que significa que quien saltara el muro por donde estaba el Range Rover tuvo que seguir saltando muros. Así que la policía de Belgravia está examinando todos los jardines. Habrá pruebas.
– Comprendo -dijo Lynley.
– Tommy, darán con algo. No tardarán mucho.
– Sí -dijo Lynley.
– ¿Estás bien?
Lynley se planteó la pregunta. Miró a St. James. De acuerdo. ¿Qué significaba en realidad?
Se abrió la puerta y Deborah se acercó a ellos.
– Debes irte a casa -le dijo Lynley-. No puedes hacer nada.
Sabía cómo había sonado aquello. Sabía que Deborah lo malinterpretaría, que oiría la culpa, que estaba allí, pero que no iba dirigida a ella. Verla le recordaba que era la última persona que había estado con Helen, la última que había hablado con ella, reído con ella. Y era eso lo que no podía soportar, igual que antes había sido incapaz de tolerar «lo primero» de nada.
– Si es lo que quieres. Si va a ayudarte, Tommy.
– Me ayudará -dijo.
Ella asintió y fue a por sus cosas.
– Voy con ella -le dijo Lynley a St. James-. ¿Quieres venir? Sé que no la has…
– Sí -dijo St. James-. Me gustaría, Tommy.
Así que fueron con Helen, empequeñecida en la cama por todas las máquinas que la mantenían funcionando como un útero. Le pareció una estatua de cera; era Helen, sí, pero no lo era ni volvería a serlo. Mientras que dentro de ella, dañado más allá de la esperanza o la recuperación, pero quién sabía hasta qué punto…
– Quieren que decida -dijo Lynley. Tomó la mano sin vida de su mujer. Cerró sus dedos flácidos en la palma de su mano-. No puedo soportarlo, Simón.
Winston condujo, y Barbara Havers se lo agradeció. Después de un día en el que había decidido no pensar en lo que sucedía en el hospital Saint Thomas, se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago al conocer las noticias sobre Helen Lynley. Ya sabía que el pronóstico sería nefasto. Pero se había dicho que la gente sobrevivía a disparos todo el tiempo y, con lo avanzada que estaba la medicina, las opciones de Helen tenían que ser buenas. Pero hoy en día no había ningún avance en medicina que compensara un cerebro falto de oxígeno. Un cirujano no entraba en el quirófano y reparaba el daño como el Mesías, colocando las manos sobre un leproso. No había vuelta atrás literalmente una vez que se aplicaba a una situación la palabra «vegetativo»; así que Barbara se encorvó contra la puerta del coche de Winston Nkata y apretó los dientes tan fuerte que notaba el pulso en la mandíbula y, cuando llegaron a su destino en la oscuridad, le dolía.
Mientras Nkata aparcaba el coche con su precisión casi científica, Barbara pensó que era curioso que nunca hubiera pensado que en la City vivía gente. Trabajaban allí, cierto. Iban a espectáculos en el Barbican. Los turistas visitaban la catedral de Saint Paul's, pero fuera de horas se suponía que aquel lugar era una ciudad fantasma.
No era el caso de la esquina de Fann Street con Fortune Street. Aquí, Peabody Estate daba la bienvenida a sus residentes al final de la jornada, una agradable zona de categoría con bloques de pisos que daban a un jardín perfectamente cuidado con rosales podados para el invierno, arbustos y césped.
Habían telefoneado primero. Habían decidido que con éste irían por la puerta de atrás, no al estilo tropas de asalto, sino con un enfoque de colegas. Había que comprobar datos, y a eso habían ido.
– ¿Cómo está la esposa del comisario Lynley? -fue lo primero que les dijo Hamish Robson cuando abrió la puerta-. I le visto las noticias. Al parecer, tienen un testigo. ¿Lo sabían?
También hay algún tipo de grabación, aunque no sé de dónde. Dicen que es probable que emitan unas imágenes…
Les había abierto la puerta con guantes de goma, lo cual les resultó extraño hasta que los condujo a la cocina, donde estaba fregando los platos. Parecía que era una especie de cocinero gourmet, porque había una cantidad enorme de ollas y sartenes sobre la encimera, y platos, cubiertos y vasos como mínimo para cuatro personas secándose en el escurridor. En el fregadero había un montón de espuma. Aquello parecía el plato de un anuncio de Fairy.
– Está clínicamente muerta -dijo Winnie. Barbara se sentía incapaz de utilizar aquel término-. La tienen conectada a las máquinas porque está embarazada. ¿Sabía que estaba embarazada, doctor Robson?
Robson había hundido las manos en el fregadero, pero las sacó y las apoyó en el borde del mismo.
– Lo siento muchísimo. -Parecía sincero. Quizá lo era a cierto nivel. Había gente a la que se le daba bien crear compartimentos para las distintas partes de su persona-. ¿Cómo está el comisario? Habíamos quedado en vernos el día… el día que pasó todo esto. No apareció.
– Intenta sobrellevarlo -dijo Winston.
– ¿Cómo puedo ayudar?
Barbara sacó el perfil del asesino en serie que Robson les había dado.
– ¿Podemos…? -dijo, y señaló una elegante mesa de cromo y cristal que separaba el comedor de la cocina.
– Por supuesto -dijo Robson.
Barbara dejó el informe sobre la mesa y retiró una silla.
– ¿Se sienta con nosotros? -le dijo.
– ¿Les importa que siga fregando los platos? -dijo Robson.
Barbara miró a Nkata, quien se había acercado a la mesa. Este se encogió de hombros mínimamente.
– Por qué no -dijo Barbara-. Podemos hablar desde aquí.
Se sentó. Winston también. Ella le cedió la palabra.
– Hemos revisado el perfil psicológico por segunda y tercera vez -le dijo a Robson, que se puso a fregar una olla que sacó de entre la espuma. Llevaba una chaqueta de punto y no se había molestado en arremangarse, así que allí donde terminaban los guantes, el agua le había empapado la lana del suéter-. También he echado un vistazo a algunas de las notas manuscritas del jefe. Tenemos informaciones contradictorias. Queríamos comprobarlo con usted.
– ¿Qué clase de información contradictoria? -A Robson le brillaba la cara, pero Barbara lo atribuyó al agua caliente.
– Déjeme que lo exprese así -dijo Nkata-. ¿Por qué concluyó que la edad del asesino en serie se situaba entre los veinticinco y los treinta y cinco años?
– Estadísticamente hablando… -comenzó a decir Robson, pero Nkata le interrumpió.
– Más allá de las estadísticas. Los West no habrían encajado en esa parte de la descripción estadística. Y eso sólo para empezar.
– Nunca será infalible, sargento -le dijo Robson-. Pero si tiene dudas sobre mi análisis, le sugiero que le encargue a alguien que elabore otro. Encárgueselo a un estadounidense, a un psicólogo del FBI. Apuesto a que los resultados, el informe que le dé, serán prácticamente iguales.
– Pero este informe… -Nkata lo señaló y Barbara se lo pasó desrizándolo por la mesa-. A ver, en realidad, lo único que tenemos es su palabra de que es auténtico. ¿No es así?
Las gafas de Robson parpadearon bajo las luces del techo mientras miraba de Nkata a Barbara.
– ¿Qué motivos tendría para no contarles más que la verdad de lo que vi en los informes policiales?
– Esa -dijo Nkata, levantando un dedo para enfatizar sus palabras- es una pregunta excelente, sí.
Robson siguió lavando los platos. No parecía que la olla que estaba fregando necesitara tanta atención.
– ¿Por qué no viene a la mesa, doctor Robson? -le dijo Barbara-. Será más fácil hablar.
– Los platos… -dijo.
– Sí, lo entendemos. Sólo que hay un montón de cosas por lavar, ¿no? ¿Viviendo usted solo? ¿Qué se ha hecho para cenar?
– Tengo que admitir que no friego los platos todas las noches.
– Esas ollas no parecen usadas. Quítese los guantes y siéntese con nosotros, por favor. -Barbara se dirigió a Nkata-. Habías visto alguna vez, a un tipo que se pusiera guantes para fregar los platos, Winnie? Las mujeres sí se los ponen, a veces. Yo me pongo, pues soy una mujer. Debo cuidarme la manicura. Pero ¿los tíos? ¿Por qué crees que…? Ah. Gracias, doctor Robson. Así es más cómodo.
– Es para protegerme un corte -dijo Robson-. No es ilegal, ¿verdad?
– Tiene un corte -le dijo Barbara a Nkata-. ¿Cómo se lo hizo, doctor Robson?
– ¿Qué?
– El corte. Echémosle un vistazo, por cierto. El sargento Nkata es todo un experto en cortes, como seguramente verá por su cara. Se hizo… ¿Cómo se hizo esa cicatriz tan impresionante, sargento?
– En una pelea con navajas -dijo Nkata-. Bueno, yo llevaba una navaja. El otro tipo, una cuchilla.
– Qué pupa -dijo Barbara, y de nuevo a Robson-: ¿Cómo ha dicho que se hizo el suyo?
– No lo he dicho. Y no estoy seguro de si es asunto suyo.
– Bueno, no ha podido hacérselo podando rosales porque ya ha pasado la época, ¿verdad? Así que ha tenido que ser otra cosa. ¿Qué?
Robson no dijo nada, pero tenía las manos bien visibles y lo que había en ellas no era en absoluto un corte, sino un arañazo; varios arañazos, de hecho. Parecían profundos y estaban infectados, posiblemente, pero se estaban curando y la piel era nueva y rosada.
– No entiendo por qué no me contesta, doctor Robson. ¿Qué sucede? ¿Le ha mordido la lengua el gato?
Robson se pasó la lengua por los labios. Se quitó las gafas y las limpió con un trozo de tela que sacó de su bolsillo. No tenía un pelo de tonto; al menos algo habría aprendido de sus años tratando con delincuentes psicóticos.
– Verá -le dijo Nkata al hombre-, tal como lo vemos la detective y yo, sólo hay una cosa que nos dice que su informe no es un cuento chino, y es su palabra, ¿entendido?
– Como ya he dicho, si no me creen…
– Y nos hemos dado cuenta, la detective y yo, de que hemos seguido muchas pistas a la vez buscando a alguien que encajara en este perfil. Pero ¿qué pasa (es lo que hemos pensado la detective y yo, porque de vez en cuando pensamos, ¿sabe?) si el tipo al que buscamos en realidad tuviera un modo de hacernos creer que estamos buscando a otra persona? ¿Si nos hubieran…? -Se volvió hacia Barbara-: ¿Cómo era la palabra, Barb?
– Predispuesto -dijo.
– Sí. Predispuesto. ¿Qué pasa si nos hubieran predispuesto a pensar de una forma y la verdad fuera otra? A mí me parece que el asesino podría seguir a lo suyo, bastante tranquilo sabiendo que la persona a la que buscamos no tiene nada que ver con él. Sería muy hábil, ¿verdad?
– ¿Intenta insinuar que…? -A Robson le brillaba la piel. Pero no se quitaría la chaqueta. Seguramente, se la habría puesto antes de dejarles entrar en el piso, según pensó Barbara. Habría querido taparse los brazos.
– Arañazos -dijo Barbara-. Siempre son cosa fea. ¿Cómo se los hizo, doctor Robson?
– Mire -contestó-. Tengo un gato que…
– ¿Se refiere a Mandy? ¿La siamesa? ¿La gata de su madre? Tenía un poco de sed cuando nos han presentado esta tarde. Lo he solucionado, por cierto. No tiene que preocuparse.
Robson no dijo nada.
– Lo que no esperaba de Davey Benton era que fuera un luchador -siguió Barbara-. ¿Y cómo iba a saberlo? Cómo iba a saberlo alguien porque no parecía un luchador, ¿verdad? Tenía el mismo aspecto que sus hermanos y hermanas, que es lo mismo que decir que parecía… Bueno, parecía un ángel, ¿verdad? Parecía fresco, virgen: rica carne de chico para probar. Casi puedo entender que un cabrón enfermo como usted quisiera llevar las cosas más lejos con éste y violarlo, doctor Robson.
– No tienen ni una sola prueba que apoye esa afirmación -dijo Robson-. Y sugiero que se marchen de este piso ahora mismo.
– ¿En serio? -Barbara asintió pensativa-. Winnie, el doctor quiere que nos vayamos.
– No podemos, Barb. No sin sus zapatos.
– Ah, cierto. Dejó dos pisadas en la última escena del crimen, doctor Robson.
– Ni un millón de pisadas significaría nada, y todos lo sabemos -le dijo Robson-. ¿Cuántas personas creen que compran los mismos zapatos normales y corrientes todos los años?
– Millones, seguramente -dijo Barbara-. Pero sólo una deja sus pisadas en la escena de un crimen donde la víctima, Davey doctor Robson, también tiene ADN bajo sus uñas. El ADN de usted, supongo. De esos bonitos arañazos que se estaba protegiendo. Ah, y del gato, por cierto. El ADN del gato. Va a resultarle difícil salir de ésta con su labia. -Esperó una reacción de Robson y la obtuvo al ver que su nuez se movía-. Pelo de gato en el cuerpo de Davey -dijo-. Cuando relacionemos eso con la pequeña Mandy, la siamesa chillona (Dios santo, esa gata arma mucho jaleo cuando tiene sed, ¿verdad?), estará acabado, doctor Robson.
Robson se quedó callado; lo cual, según pensó Barbara, era una buena señal. Cada vez tenía menos que argumentar. Se había cubierto las espaldas con el perfil y había dado el 2160 como apodo cuando había cambiado Coloso por Barry Minshall y el HYCE. Pero tenían el número de teléfono del Hospital Psiquiátrico Penitenciario Fischer ahí mismo, en el membrete de la cubierta del informe, y 2160 eran los cuatro últimos números que podía marcar una persona crédula -como los policías tontos que sin duda Robson creía que trabajaban en la Met- para llamar a aquel lugar.
– Dos-uno-seis-cero, doctor Robson -dijo-. Hemos tenido a Barry Minshall, pero creo que usted lo conoce por Snow, encerrado un tiempo en la comisaría de Holmes Street. Le hemos llevado esto y hemos dejado que lo examinara un rato. -Sacó la foto de Robson y de su madre que había encontrado en el piso de Esther Robson-. Nuestro Barry, es decir, su Snow, recuerde, la ha mirado del derecho y del revés, pero siempre ha llegado a la misma conclusión. Es el tipo al que entregó a Davey Benton, nos ha dicho. En el hotel Canterbury. En Lexham Gardens, donde la ficha de registro va a revelar unas huellas interesantes; el recepcionista estará encantado…
– Escúchenme, joder. Yo no…
– Sí, claro. Espero que usted no lo hiciera, joder.
– Tienen que entender…
– Cállese -dijo Barbara. Se apartó de la mesa asqueada. Salió de la habitación y le concedió a Winston Nkata el placer de leerle los derechos a ese saco de mierda antes de detenerlo.
Primero miró desde el otro lado de la calle. Había llovido mientras atravesaba la ciudad, y las luces del hospital brillaban en la acera. Creaban reflejos dorados, y cuando entrecerró los ojos, casi podía pensar que volvía a ser Navidad: oro y, luego, el rojo de los pilotos de los coches que pasaban.
«Papá Noel no visita a los que son como tú, ¿sabes?»
Gruñó. Volvió a hacer eso con la lengua, presión en los tímpanos. Zumbido, zumbido. A salvo de nuevo, había desaparecido de nuevo. Podía respirar con normalidad porque lo normal es lo normal.
Vio que los periodistas se habían ido. ¿No era maravilloso? ¿Acaso no era una señal de lo que tenía que ser? La historia seguía siendo sensacional, pero ya podían cubrirla desde la distancia. Artículos sobre todos los protagonistas si querían. Porque, después de todo, ¿qué había que decir sobre un cuerpo que yacía en una cama? «Aquí estamos, delante del hospital Saint Thomas el día número tal, y la víctima sigue aquí, por lo que devolvemos la conexión al estudio para el parte meteorológico, que es mucho más interesante para los telespectadores que esta tontería; así que ¿por qué coño no me mandan a otro lugar, por favor?»; o algo por el estilo.
Sin embargo, para él, los hechos habían conspirado en ilustrar una y otra vez que la supremacía era más que una suerte del nacimiento. También era un milagro del timing, aprovechado por la voluntad de atrapar el momento. Y él era el dios de los momentos. De hecho, él era quien hacía los momentos. Era la cualidad -una entre muchas- que lo diferenciaban del resto de la gente.
«¿Te crees especial? ¿Es eso, cabrón?»
Utilizó la lengua. Zumbido y zumbido. Soltar la presión para comprobar y…
«Y apártate de él, Charlene. Dios santo, ya es hora de que aprenda la lección, porque quien es especial es especial, joder, y qué coño ha tenido él nunca de especial… He dicho que te apartes. ¿Quién quiere cobrar? Los dos sois unos imbéciles. Apartaos de mi vista.»
No obstante, delante de él estaba el futuro. Estaba ante él, en el reflejo dorado de las luces del hospital. Y en lo que significaban las luces, que estaban rotas. Rotas. Una estaba rota. Una estaba destruida. Una era un caparazón que al principio se había agrietado, para acabar yaciendo en el suelo, roto en mil pedazos. Y había sido él quien había aplastado la cáscara con el zapato. Él y no otro. Mírame ya. Mí-ra-me. Ya. Quería alardear, pero era peligroso. E igual de peligroso era guardar silencio.
«¿Atención? ¿Es eso? ¿Quieres ser el centro de atención? Ten personalidad, y así conseguirás ser el centro de atención, si es lo que quieres.»
Con suavidad, se golpeó la frente con el puño. Presionó el aire contra los tímpanos. Zumbido, zumbido. Si no tenía cuidado, el gusano le comería el cerebro.
Por la noche, en la cama, había comenzado a taponarse los orificios para protegerse de la invasión del gusano -algodón en oídos y ventanas de la nariz, yeso en el agujero del culo y en la punta de la polla-; pero tenía que respirar, y ahí era donde fallaron sus medidas profilácticas. El gusano entró con el aire que llenaba sus pulmones. Desde los pulmones, se arrastró hasta la sangre, donde nadó como un virus mortal hasta el cráneo y masticó y susurró y masticó.
«Adversarios perfectos -pensó-. Tú y Yo, ¿quién lo habría pensado cuando comenzó todo esto?» El gusano elegía darse un festín con los débiles, pero él… Ah, él había elegido a un adversario digno de la lucha por la supremacía.
«¿Y eso es lo que crees que has estado haciendo, imbécil?»
Los gusanos comían. Era lo que hacían los gusanos. Se movían únicamente por instinto, y su instinto era comer hasta que se metamorfoseaban en moscas. Moscardas, moscas azules, tábanos, moscas comunes. Daba igual. Simplemente tenía que esperar a que pasara el periodo de comer, y luego el gusano lo dejaría en paz.
Excepto que siempre cabía la posibilidad de que este gusano en concreto fuera una aberración, ¿no?, una criatura que nunca echaría alas; en cuyo caso, tenía que deshacerse de él.
Sin embargo, no había empezado por eso. Y ésa no era la razón por la que estaba aquí, delante del hospital, cual sombra que esperara a que la luz la disipara. Estaba aquí porque había que haber una coronación, y sería pronto. El se ocuparía de que así fuera.
Cruzó la calle. Era arriesgado, pero estaba preparado y dispuesto a correr ese riesgo. Mostrarse era dejar una señal de preeminencia en un tiempo y un lugar, y eso era lo que quería hacer: iniciar el proceso de hacer historia a partir de este momento.
Entró. No buscó a su adversario, ni siquiera intentó localizar la habitación en la que sabía que estaría. Podía dirigirse a ella directamente si quisiera, pero ése no era el propósito de su visita.
A aquella hora de la madrugada en la que despuntaba el alba, había poca gente por los pasillos del hospital y la que había ni siquiera Lo vio. Gracias a esto supo que era invisible a la gente del mismo modo en que lo eran los dioses. Moverse entre la gente corriente y saber que podía castigarla en cualquier momento le demostraba irrefutablemente lo que era y siempre sería.
Respiró. Sonrió. Dentro de su cabeza, no oía nada.
La supremacía es la supremacía.