Capítulo 14

– Clinton, ¿qué? -dijo Ulrike Ellis al teléfono-. ¿Podría deletrearme el apellido, por favor?

Al otro lado del hilo telefónico, el detective, cuyo nombre Ulrike se había impuesto olvidar, se lo deletreó. Añadió que los padres de Antón Reid, que había desaparecido de Furzedown y que, al final, había sido identificado como la primera víctima del asesino en serie que, por el momento, había matado a cinco chicos en Londres, habían incluido Coloso en la lista de lugares que su hijo frecuentó durante los meses anteriores a su muerte. Le pidió a la directora que se lo confirmara, y una lista de toda la gente relacionada con Antón Reid en Coloso.

Ulrike no se permitió caer en una mala interpretación de la cortesía que había detrás de aquella solicitud, pero trató de ganar tiempo.

– Furzedown está al sur del río y como a nosotros se nos conoce bien por aquí, ¿detective…? -Esperó un nombre.

– Eyre -dijo él.

– Detective Eyre -repitió-, lo que digo es que es posible que este chico, Antón Reid, simplemente les dijera a sus padres que estaba viniendo a Coloso y dedicara ese tiempo a otra cosa. Eso pasa, sabe.

– Llegó a ustedes a través de Menores, según sus padres. Debería tener el expediente.

– ¿A través de Menores, dice? Entonces tendré que comprobarlo. Si me da su número, miraré en los archivos.

– Sabemos que se trata de uno de sus chicos, señora.

– Puede que usted lo sepa, ¿detective…?

– Eyre -dijo él.

– Sí, eso. Puede que usted lo sepa, detective Eyre. Pero en estos momentos, yo no. Tendré que mirar en nuestros archivos, así que si me da su número, le llamaré.

El policía no tenía elección. Podía conseguir una orden de registro, pero llevaría tiempo, y, de todos modos, la mujer estaba colaborando. Nadie podía decir lo contrario. Lo que sucedía era, simplemente, que colaboraba según sus propios planes y no según los de él.

El detective le dio su número de teléfono, y Ulrike lo anotó. No tenía ninguna intención de utilizarlo, pero quería tenerlo para mostrárselo a cualquiera que apareciera para recabar información sobre Antón Reid; porque no había duda de que alguien aparecería por Coloso. Su trabajo consistía en elaborar un plan para hacerse cargo de la situación cuando llegara el momento.

Después de colgar, se dirigió al archivador. Se arrepintió del sistema que empleaba: imprimir copias de los archivos del ordenador. Si se hubiera visto presionada, podría haber hecho algo con el material grabado en los discos duros, aunque hubiera tenido que reformatear todos y cada uno de los ordenadores del edificio. Pero los policías que habían ido a Coloso ya la habían visto consultar los archivos cuando buscó, aparentemente, documentación sobre Jared Salvatore, así que era muy improbable que creyeran que algunos chicos tenían informes electrónicos y otros no. Aun así, la carpeta de Antón podía seguir los pasos de la de Jared. El resto no iba a suponer mayor problema.

Casi había sacado la carpeta de Antón del archivador cuando oyó a Jack Veness por fuera de la puerta.

– ¿Ulrike? ¿Puedo hablar con…? -dijo, y abrió la puerta sin más preámbulos

– No hagas eso, Jack. Ya te lo he dicho.

– He llamado -protestó él.

– Sí, el paso uno, llamar. Muy bien. Ahora vamos a trabajar en el paso dos, que se trata de esperar a que te diga que puedes entrar.

Jack movió las aletas de la nariz, blancas en los bordes.

– Lo que tú digas, Ulrike -dijo, y se volvió para marcharse. Seguía siendo un adolescente manipulador y petulante a pesar de su edad. ¿Cuántos años tenía? ¿Veintisiete? ¿Veintiocho?

Maldita sea, en ese momento, no necesitaba aquello.

– ¿Qué quieres, Jack?

– Nada -dijo-, sólo que he pensado que quizá querrías saber algo.

Juegos, juegos, juegos.

– ¿Sí? Bueno, si querría saberlo, ¿por qué no me lo dices?

Jack se volvió.

– Ha desaparecido. Eso es todo.

– ¿El qué ha desaparecido?

– El libro de entradas de recepción. Creía que lo había cambiado de sitio al recoger anoche, pero he mirado en todas partes. Ha desaparecido.

– Desaparecido.

– Desaparecido, esfumado, perdido: se lo ha tragado la tierra.

Ulrike se levantó. Su mente repasó las posibilidades, y no le gustó ninguna.

– Podría ser que Robbie lo hubiera cogido por algún motivo -sugirió Jack amablemente-, o quizá lo tenga Griff. Él tiene llave para entrar cuando está cerrado, ¿verdad?

Aquello era demasiado.

– ¿Qué querrían hacer Robbie, Griff o cualquier otra persona con el libro de entradas?

Jack se encogió de hombros exageradamente y se metió los puños en los bolsillos de los vaqueros.

– ¿Cuándo te has dado cuenta de que no estaba?

– No lo he echado en falta hasta que han llegado los primeros chicos hoy. He ido a coger el libro, pero no estaba. Como te he dicho, he pensado que lo había cambiado de sitio anoche cuando recogí todo. Así que he comenzado otro hasta que encontrara el que falta. Pero no lo he encontrado. Creo que alguien se lo ha llevado del mostrador.

Ulrike pensó en el día anterior.

– Los polis -dijo-. Cuando viniste a buscarme, ¿los dejaste solos en la recepción?

– Sí. Es lo que yo he pensado. Sólo que no imagino por qué quieren nuestro libro de registros, ¿y tú?

Ulrike dio la espalda a su expresión petulante y comprensiva.

– Gracias por informarme, Jack -le dijo.

– ¿Quieres que…?

– Gracias -repitió con firmeza-. ¿Hay algo más? ¿No? Pues ya puedes volver al trabajo.

Cuando Jack se marchó, después de un saludo militar de broma y un taconazo que ella tenía que considerar divertido, Ulrike guardó la documentación sobre Antón Reid en su sitio. Cerró de golpe el archivador y fue hacia el teléfono. Marcó el número del móvil de Griffin Strong. Tenía reunión con un nuevo grupo de orientación; era su primer día juntos y les tocaba hacer actividades para romper el hielo. No le gustaba que lo interrumpieran cuando los chicos estaban «en círculo» como lo llamaban; pero esta interrupción no podía evitarse y lo sabría cuando oyera lo que tenía que decirle.

– ¿Sí? -contestó Griff con impaciencia.

– ¿Qué has hecho con el archivo? -le preguntó.

– Lo que… me pediste.

Ulrike vio que había elegido la palabra intencionadamente, tan burlona como el saludo sarcástico de Jack. Aún no había captado quién era el que estaba en peligro ahí; pero lo sabría enseguida.

– ¿Es todo? -dijo Griff.

Un silencio absoluto de fondo le dijo que todos los miembros del grupo de orientación de Griff estaban pendientes de las palabras de éste. Encontró una satisfacción amarga en ello. «Bien, Griffin, veamos cómo reaccionas ahora», pensó Ulrike.

– No -le dijo-. La policía lo sabe, Griff.

– ¿Qué sabe exactamente?

– Que Jared Salvatore era uno de los nuestros. Ayer se llevaron el libro de entradas. Habrán visto su nombre.

Silencio.

– Mierda -dijo después resoplando. Luego, susurró-: Maldita sea, ¿por qué no pensaste en eso?

– Yo podría preguntarte lo mismo.

– ¿Qué se supone que quiere decir eso?

– Antón Reid -dijo Ulrike.

Silencio de nuevo.

– Griffin -le dijo-, tienes que entender una cosa. Has sido un polvo excepcional, pero no permitiré que nadie destruya Coloso.

Colgó el teléfono, con cuidado y sin hacer ruido. «Que se quede con eso», pensó.

Se volvió hacia el ordenador. Accedió a la información electrónica que tenían sobre Jared Salvatore. No era tan amplia como los documentos de la carpeta, pero serviría. Dio la orden para imprimir. Luego, cogió el número que el detective Eyre le había dado hacía tan sólo unos minutos.

– Eyre -contestó éste de inmediato.

– Detective, he encontrado una información -dijo-. Seguramente querrá transmitirla.

Nkata dejó que el ordenador trabajara con los códigos postales recopilados por la propietaria de La Luna de Cristal. Mientras que Gigi, la propietaria de la tienda, podía utilizarlos para demostrar la necesidad que tenía su negocio de abrir una segunda tienda en otro punto de Londres, Nkata tenía la intención de usarlos para encontrar una coincidencia entre los clientes de La Luna de Cristal y los sitios donde habían aparecido los cuerpos. Después de reflexionar sobre lo que había dicho Barb Havers acerca de estos sitios, decidió, sin embargo, ampliar la búsqueda para incluir una comparativa entre los códigos postales recopilados por La Luna de Cristal y los códigos postales de todos los empleados de Coloso. Aquello le llevó más tiempo del que se había imaginado. En Coloso, dar los códigos postales a la policía no era una idea que entusiasmara de inmediato a nadie.

Cuando por fin tuvo lo que quería, imprimió el documento y lo examinó para compararlo. Al final, se lo pasó al detective Stewart para que se lo entregara a Hillier cuando tuviera que pedirle más personal para aumentar la vigilancia. Estaba poniéndose el abrigo para salir hacia Gabriel's Wharf y cumplir la siguiente parte de su misión, cuando Lynley apareció en la puerta del centro de coordinación y dijo su nombre en voz baja.

– Nos requieren arriba -añadió.

Esa frase sólo significaba una cosa: que la reunión no iba a ser agradable.

Nkata acompañó a Lynley, pero no se quitó el abrigo.

– Me iba a Gabriel's Wharf -le dijo al comisario en funciones con la esperanza de que aquello bastara para librarse.

– Será sólo un momento -dijo Lynley. Sonó a promesa.

Fueron por las escaleras.

– Creo que Barb tiene razón, jefe -dijo mientras subían.

– ¿Sobre?

– Sobre Coloso. Tengo una coincidencia en uno de los códigos postales de La luna de cristal. Se la he pasado al detective Stewart.

– ¿Y?

– Robbie Kilfoyle tiene el mismo código postal que alguien que compró en La Luna de Cristal.

– ¿En serio? -Lynley se detuvo en las escaleras. Pareció pensar en aquel dato un momento. Luego dijo-: Aun así, sólo es un código postal, Winnie. Lo comparte con miles de personas; y también trabaja en el muelle, ¿verdad?

– Justo al lado de La Luna de Cristal -reconoció Nkata-. Es el local de sándwiches.

– Entonces no sé qué importancia podemos darle, por mucho que queramos hacerlo. Es algo, pero…

– Que es lo que necesitamos -dijo interrumpiéndolo Nkata-, algo.

– Pero a menos que sepamos qué compró… Ves la dificultad, ¿verdad?

– Sí. Lleva trabajando en el muelle sabe Dios cuántos años. Seguramente habrá comprado algo en esa tienda y en todas las demás en este tiempo.

– Exactamente. Pero habla con ellos, igualmente.

En el despacho de Hillier, Judi Macintosh los hizo pasar enseguida. Hillier estaba esperándolos, de pie, encuadrado entre los múltiples ventanales y la vista que ofrecían a Saint James's Park. Estaba observando aquel paisaje cuando entraron. Un periódico cuidadosamente doblado descansaba junto a sus dedos en el aparador que había debajo de la ventana.

Hillier se volvió. Como si actuara para una cámara invisible, cogió el diario y dejó que se abriera para sostener la portada como una toalla que le tapara los genitales.

– ¿Cómo ha pasado? -dijo sin alterarse.

Nkata vio que era el último Evening Standard. El artículo de portada trataba de la rueda de prensa que Bram Savidge había convocado antes. El titular hablaba de la angustia de un padre de acogida.

La angustia no estaba entre las reacciones a la muerte de Sean Lavery que Nkata habría asociado a Savidge. Sin embargo, se dio cuenta de que era probable que la angustia vendiera más ejemplares que la ira justificada ante la incompetencia policial. Aunque, a decir verdad, la cosa habría estado reñida.

– Se supone que usted, comisario -prosiguió Hillier, lanzando el Standard sobre la mesa- tiene que saber llevar a las familias de las víctimas, no darles acceso a los medios. Forma parte del trabajo, así que ¿por qué no lo hace? ¿Tiene idea de lo que le ha dicho a la prensa? -Hillier clavó un dedo en el periódico, y empezó a enumerar cada una de las declaraciones-: Racismo institucionalizado, incompetencia policial, corrupción endémica. Todo ello acompañado por demandas para que se lleve a cabo una investigación minuciosa por parte del Ministerio del Interior, de una subcomisión parlamentaria, del primer ministro, o de cualquiera que esté dispuesto a cortar unas cuantas cabezas, que es lo que dice que hace falta por aquí. -Apartó el periódico de la mesa para tirarlo a la papelera que había al lado-. Este hijo de puta ha llamado su atención -dijo-. Quiero que eso cambie.

Había una expresión de cierta suficiencia en el rostro de Hillier que no concordaba ni con su tono ni con lo que estaba diciendo. Mientras observaba, a Nkata se le ocurrió que la mirada de Hillier tenía relación con la actuación que estaba ofreciendo, más que con su indignación. Nkata pensó que quería desnudar a Lynley delante de un subordinado. Tenía la excusa de hacer que ese subordinado fuera Nkata por las ruedas de prensa anteriores, cuando se había sentado obedientemente a su lado, como un perro amaestrado.

– Disculpe, jefe -dijo Nkata antes de que Lynley pudiera responder-, yo he estado en la rueda de prensa, y, para ser sincero, ni siquiera se me ocurrió detenerla. Lo que he pensado es que puede convocar a la prensa cuando quiera. Está en su derecho.

Lynley lo miró. Nkata se preguntó si el orgullo de su superior le permitiría salir airoso de una intervención como aquella. No estaba seguro, así que antes de que el comisario en funciones tuviera ocasión de añadir algo, continuó.

– Podría haberme acercado al micro justo después, cuando Savidge hubiera acabado su discurso, por supuesto. Quizá es lo que tendría que haber hecho; pero he pensado que usted no querría que hiciera algo así. No sin estar usted presente. -Sonrió afablemente y añadió-: El negrito de la jungla se va a Londres.

A su lado, Lynley se aclaró la garganta. Hillier le lanzó una mirada, luego otra a Nkata.

– Pon las cosas bajo control, Lynley -dijo-. No quiero que se convoque una rueda de prensa por este caso.

– Trabajaremos en ese sentido específicamente -dijo Lynley-. ¿Es todo, señor?

– Para la próxima rueda de prensa… -Hillier hizo un gesto brusco a Nkata-. Te quiero abajo diez minutos antes.

– Entendido -dijo Nkata, a la vez que se daba un golpecito con el índice en la cabeza.

Hillier comenzó a decir algo más, pero luego los despachó. Lynley no hizo ningún comentario hasta que salieron del despacho, después de pasar por delante de la secretaria de Hillier y de cruzar al edificio Victoria.

– Winston, escucha -dijo al tiempo que ralentizaba el paso-. No vuelvas a hacerlo.

«Ahí está el orgullo», pensó Nkata. Lo estaba esperando.

Pero, entonces, Lynley le sorprendió.

– Corres demasiados riesgos enfrentándote así a Hillier, aunque sea indirectamente. Agradezco la lealtad, pero es más importante para ti guardarte las espaldas, que guardármelas a mí. No lo conviertas en tu enemigo, puede ser peligroso.

– Hillier quería hacerle quedar mal delante de mí -dijo Nkata-. No me ha gustado. He pensado en devolverle el favor para que viera lo que se siente.

– Eso presupone que el subinspector piense que puede quedar mal delante de alguien -dijo Lynley secamente. Fueron hacia el ascensor. Lynley pulsó el botón de bajada. Se quedó mirándolo un momento antes de seguir-. Por otro lado -dijo-, es una ironía apropiada.

– ¿El qué, jefe?

– Que, cuando te dio a ti el rango de sargento y se lo negó a Barbara, Hillier no se esperaba algo así.

Nkata pensó en aquello. Las puertas del ascensor se abrieron. Entraron y pulsaron los botones de las plantas que necesitaban.

– ¿Cree que pensaba que yo le diría que sí a todo? -preguntó con curiosidad.

– Sí, creo que es lo que imaginaba.

– ¿Por qué?

– Porque no tiene ni idea de quién eres -contestó Lynley-, pero supongo que ya te habías dado cuenta.

Bajaron hasta la planta del centro de coordinación, Lynley salió para que Nkata bajara al aparcamiento subterráneo. Antes de que se cerraran las puertas, sin embargo, el comisario en funciones las retuvo, sujetando una con la mano.

– Winston… -Durante un momento no dijo nada, y Nkata esperó a que continuara. Cuando al fin lo hizo, fue para decir-: Gracias igualmente. -Soltó la puerta del ascensor y dejó que se cerrara. Sus ojos negros se encontraron con los de Nkata un instante, luego desaparecieron.

Estaba lloviendo cuando salió del aparcamiento subterráneo. El día oscurecía deprisa, y la lluvia intensificaba la penumbra. Los semáforos proyectaban su resplandor en las calles mojadas; las luces traseras de los vehículos parpadeaban en los prismas de las gotas que golpeaban el parabrisas. Nkata avanzó lentamente hacia Parliament Square y, luego, hacia el puente de Westminster detrás de una cola de taxis, autobuses y coches del Gobierno. Al cruzar el Támesis, la masa gris del río se movía debajo de él, salpicada por la lluvia y rizada por la marea entrante. Una única barcaza remontaba el río en dirección a Lambeth, y, en la cámara del timón, una figura solitaria mantenía la nave en rumbo.

Nkata aparcó en zona prohibida en el extremo sur de Gabriel's Wharf y puso un distintivo policial en la ventanilla. Mientras se subía el cuello del abrigo para protegerse de la lluvia, entró en el muelle, donde las luces colgadas se entrecruzaban creando un dibujo alegre; por su parte, el propietario de la tienda de alquiler de bicicletas había tomado la sabia decisión de guardar la mercancía en el interior.

En La Luna de Cristal, esta vez era Gigi y no su abuela la que estaba sentada en un taburete, leyendo detrás de la caja. Nkata se acercó a ella y le mostró la placa. Sin embargo, ella no la miró.

– Mi abuela me dijo que seguramente volvería -dijo-. Se le dan bien estas cosas. Es muy intuitiva. En otra época la habrían quemado por bruja. ¿Funcionó la agrimonia?

– No estoy seguro de lo que tengo que hacer.

– Entonces ¿ha vuelto por eso?

Nkata negó con la cabeza.

– Quería hablar con usted de un tipo llamado Kilfoyle.

– ¿Rob? -dijo ella, y cerró el libro. Vio que era de Harry Potter-. ¿Qué pasa con Rob?

– ¿Lo conoce, entonces?

– Sí. -Pronunció la palabra con dos entonaciones, una mezcla de confirmación y pregunta. Parecía no fiarse.

– ¿Cómo de bien?

– No estoy segura de cómo tengo que tomarme eso -dijo-. ¿Ha hecho algo Rob?

– ¿Compra cosas aquí?

– De vez en cuando, pero igual que mucha otra gente. ¿De qué va todo esto?

– ¿Qué ha comprado?

– No lo sé. Hace tiempo que no viene. Y no anoto lo que compra la gente.

– Pero sabe que ha comprado algo.

– Porque lo conozco; también sé que dos de las camareras del restaurante Riviera me han comprado. Igual que el jefe de cocina de Pizza Express y diversos dependientes del muelle; sin embargo, con todos, incluido Rob, me pasa lo mismo: no recuerdo lo que han comprado; excepto el tipo de Pizza Express, que quería una poción de amor para una chica que había conocido. Me acuerdo porque hablamos del amor y todo eso.

– ¿Lo conoce mucho? -le preguntó Nkata.

– ¿A quién?

– Ha dicho que conoce a Kilfoyle. Me pregunto si lo conoce mucho.

– ¿Quiere decir si es mi novio o algo así? -Nkata vio que se le subían los colores alrededor de la garganta-. No, no lo es.

Bueno, una vez tomamos una copa, pero no fue una cita. ¿Se ha metido en algún lío?

Nkata no contestó. Siempre había sido una posibilidad remota que la propietaria de La Luna de Cristal recordara qué había comprado alguien. Pero el hecho de que Kilfoyle hubiera realizado una compra había supuesto un avance en la investigación, que era lo que necesitaban. Le dijo a Gigi que agradecía su ayuda, le dio su tarjeta y le dijo que lo llamara si recordaba algo en concreto sobre Kilfoyle que creyera que debía saber. Se dio cuenta de que había muchas probabilidades de que le entregara la tarjeta al mismo Kilfoyle la próxima vez que lo viera, pero no le pareció un problema. Si Kilfoyle era su asesino, que la policía fuera tras él sin duda haría que aflojara. Y, en este punto, eso era casi tan gratificante como pescarlo. Ya tenían suficientes víctimas a sus espaldas.

Se dirigió hacia la puerta, donde se detuvo e hizo otra pregunta a Gigi.

– ¿Cómo tengo que usarla, entonces?

– ¿El qué?

– La agrimonia.

– Ah -dijo-. Se quema o se unge.

– ¿Lo que significa?

– Tiene que quemarla en su presencia o ungir el cuerpo de ella con el aceite, bueno, supongo que hablamos de una mujer.

Nkata se quedó pensando y luego descartó la posibilidad de ser capaz de llevar a cabo ninguna de las dos cosas. Pero también pensó en el asesino en serie: quemar y ungir. Estaba haciendo ambas. Le dio las gracias a Gigi y se marchó de la tienda. Fue al local de al lado, Mr. Sandwich.

El pequeño restaurante estaba cerrado, y el cartel decía que el horario era de diez a tres. Miró por las ventanas, pero no pudo distinguir nada en la penumbra, aparte del mostrador y, en la pared de detrás, una lista de sándwiches con los precios. Decidió que, como no había nada más que hacer allí, era el momento de irse.

Pero no se marchó a casa, sino que sintió la obligación de conducir otra vez hacia el Oval, y cruzó a Kennington Park Road en cuanto pudo. Volvió a aparcar en Braganza Street, pero, en lugar de esperarla o entrar en Doddington Grove Estate para ver si ya estaba en casa, fue hacia el césped desolado de Surrey Gardens. De ahí, entró en Manor Place, una calle que seguía intentando decidirse por la decrepitud o el renacimiento.

No había ido a su tienda desde noviembre, pero era imposible que hubiera olvidado dónde estaba. La encontró dentro, igual que la última vez que había ido allí. Estaba en la mesa del fondo, con la cabeza inclinada sobre lo que parecía un libro de cuentas. Tenía un lápiz en la boca, lo que la hacía parecer vulnerable, como una colegiala con problemas para resolver una suma. Sin embargo, cuando alzó la mirada al entrar Nkata, su aspecto era de adulta, a la par que antipático. Dejó el lápiz y cerró el libro. Se acercó al mostrador y pareció asegurarse de que el mueble hacía de baluarte entre ellos.

– Esta vez han matado a un chico negro -dijo-. Dejaron el cuerpo cerca de la estación de London Bridge. También hemos identificado a otro de los chicos. Era mestizo, de Furzedown. Ya son dos chicos al sur del río, Yas. ¿Dónde está Daniel?

– Si crees… -comenzó a decir.

Nkata la interrumpió con impaciencia.

– Yas, ¿tiene algo que ver Daniel con un grupo de chicos que se reúne en Elephant and Castle?

– Daniel no está en ninguna banda -protestó.

– No es una banda, Yas. Es un grupo de ayuda a la comunidad. Ofrece actividades a los chicos, a chicos en situación de riesgo. -Se apresuró a continuar-. Ya lo sé. Ya sé que dices que Dan no tiene problemas, y no he venido a discutírtelo. Pero el grupo se llama Coloso y necesito saberlo. ¿Alguna vez has hablado con ellos para que se ocupen de Dan cuando sale del colé? ¿Mientras estás trabajando? ¿Para que tenga un sitio adonde ir?

– No dejo que Dan vaya a Elephant and Castle.

– ¿Y nunca te ha mencionado Coloso?

– Nunca… ¿Por qué haces esto? -le exigió saber-. No queremos que te acerques a nosotros. Ya has hecho suficiente.

Se estaba poniendo nerviosa. Lo veía porque, al respirar, le subían y bajaban los pechos bajo el jersey. Era corto como todos los jerséis que le había visto, y dejaba al aire su suave barriga, lisa como una tabla de planchar. Vio que se había hecho un piercing en el ombligo. Un trocito de oro brillaba en su piel.

Nkata tenía la garganta seca, pero sabía que tenía que decirle algunas cosas, independientemente de cómo fuera a tomárselas.

– Yas -dijo, y pensó: «¿Qué tendrá el sonido de su nombre?»-. Yas, ¿habrías preferido no saber qué estaba pasando? Te estaba engañando, lo había hecho desde el principio y tienes que reconocerlo pienses lo que pienses de mí.

– No tenías derecho a…

– ¿Habrías preferido no saber cómo era esa mujer? ¿Qué bien hace eso, Yas? Y tú y yo sabemos que no eres bollera de todos modos.

Yasmin se apartó del mostrador.

– ¿Es todo? Porque si ya has acabado, tengo trabajo que hacer antes de irme a casa.

– No -le contestó-, no es todo. Lo que hice fue lo correcto y, en algún lugar de tu interior, lo sabes.

– Tú…

– Pero -añadió- la forma en la que lo hice estuvo mal. Y… -Había llegado a la parte complicada, la parte en que debía contar la verdad, cuando no quería reconocerse esa verdad ni a sí mismo. Pero se lanzó-. Y la razón por la que lo hice, Yasmin, también estuvo mal, de la misma manera que lo estuvo mentirme a mí mismo sobre por qué lo hice. Y lo siento. Lo siento muchísimo. Quiero hacer las cosas bien.

Ella no dijo nada. No había ni pizca de bondad en sus ojos. Un coche se detuvo en la acera; Yasmin apartó la mirada un momento hacia él y luego volvió a Nkata.

– Pues deja ya de utilizar a Daniel -dijo.

– ¿Utilizar a…? Yas, yo…

– Deja de utilizarlo para llegar a mí.

– ¿Es eso lo que crees?

– No quiero estar contigo. Ya tuve un hombre. Me casé con él y cada vez que me miro en el espejo veo lo que me hizo y pienso lo que yo le hice a él; no voy a pasar por eso nunca más.

Había empezado a temblar. Nkata quería alargar la mano por el mostrador que los separaba, para ofrecerle consuelo y la seguridad de que no todos los hombres… Pero sabía que no le creería y no estaba seguro de si se creía a sí mismo. Mientras intentaba pensar en qué decirle, se abrió la puerta, sonó el timbre y otro hombre negro entró en la tienda. Fijó su mirada en Yasmin, hizo una evaluación rápida y pasó a Nkata.

– Yasmin -dijo, y pronunció su nombre de forma distinta. Yasmin, había dicho con voz dulce y extranjera-. ¿Hay algún problema, Yasmin? ¿Estás sola?

Fue el modo de dirigirse a ella. Fue el tono y la mirada que lo acompañaron. Nkata se sintió estúpido.

– Ahora lo está -le dijo al otro hombre. Y los dejó a los dos juntos.


Barbara Havers decidió que lo indicado era fumarse un cigarrillo. Lo consideró una pequeña recompensa, el premio que había tenido delante de ella durante el largo y arduo trabajo en el ordenador, seguido de otros trabajos largos y arduos al teléfono. Había logrado salvar su ingrata tarea con buen talante, o eso quería creer, cuando lo que en realidad había deseado todo el rato era tener una tarea ardua de verdad en Elephant and Castle, para poder participar en la tarea sin duda más agradable de aclarar la situación en Coloso. Durante todo este tiempo, había hecho lo posible por no prestar atención a sus sentimientos: la indignación por las observaciones del detective Stewart, el disgusto por la tediosa tarea que le habían asignado, la envidia de colegiala al ver que Lynley había elegido a Winston Nkata para que le acompañara a batirse con el subinspector. Por lo tanto, por lo que a ella se refería, a estas horas de la tarde se merecía una palmadita en la espalda, y decidió que un cigarrillo sería un buen sustituto.

Por otro lado, tenía que admitir que, por mucho que le disgustara, en realidad, el trabajo con el ordenador y el teléfono le habían proporcionado más munición para utilizar la próxima vez que apareciera al otro lado del río. Así que reconoció a regañadientes que completar las actividades que le habían asignado había sido un acierto e incluso se planteó redactar su informe de forma oportuna para reconocer su error de juicio anterior. Pero cambió de idea y se decidió por un cigarrillo. Se dijo a sí misma que, si se lo fumaba a escondidas en las escaleras, estaría mucho más cerca del centro de coordinación y, por lo tanto, mucho más cerca de un lugar donde rellenar el papeleo adecuado… en cuanto recibiera la inyección de nicotina que su cuerpo le estaba pidiendo a gritos.

Así que se largó hacia la escalera, se dejó caer, encendió el cigarrillo y dio una calada. Qué felicidad. Aunque no era la lasaña con patatas que habría preferido a esa hora, era una buena alternativa.

– Havers, ¿qué estás haciendo exactamente?

Maldita sea. Barbara se levantó deprisa. Lynley acababa de cruzar la puerta, antes de subir o bajar las escaleras. Llevaba el abrigo colgado de un hombro, así que Barbara supuso que bajaba. Ir al aparcamiento era todo un viaje, pero las escaleras siempre le daban a uno tiempo para pensar, que seguramente era lo que había planeado a menos que su intención hubiera sido escapar sin que lo vieran, lo que también era una opción que ofrecían las escaleras.

– Estoy ordenando mis pensamientos -contestó-. He hecho lo de Griffin Strong y estaba revisando cómo presentar mejor la información. -Le dio las notas que había sacado del ordenador y de las llamadas telefónicas. Había comenzado a garabatearlas en la libreta de espiral, pero, por desgracia, se había quedado sin hojas. Se había visto obligada a utilizar lo primero que encontró, que resultaron ser dos sobres usados de la papelera y una servilleta de papel que había encontrado en el bolso.

Lynley levantó la vista de todo aquello y la miró.

– Eh, antes de que me suelte el rollo…

– Lo tengo superado -dijo-. ¿Qué has averiguado?

Barbara se puso cómoda para una charla, el cigarrillo oscilaba en sus labios mientras hablaba.

– En primer lugar, según su mujer, Griffin Strong comparte cama con Ulrike Ellis. Arabella, la mujer, lo sitúa con Ulrike los días de todos los asesinatos, fueran cuando fuesen. No se lo ha pensado ni un segundo. Yo no sé usted, pero a mí eso me dice que está desesperadísima porque siga llevando a casa los garbanzos mientras cuida al bebé y se pasa todo el día dando botes delante de la tele. Bien. Es comprensible, supongo. Pero resulta que en el historial de infidelidades de nuestro Griff está liarse con mujeres que trabajan con él, profundiza demasiado en las relaciones laborales; si me perdona el juego de palabras, luego se relaja, deja de atender sus responsabilidades y mete la pata.

Lynley se apoyó en la barandilla de la escalera mientras escuchaba con paciencia su mezcla de metáforas. Tenía los ojos clavados en ella, así que jugueteó con la idea de que quizá iba a lograr resucitar parte de su reputación, por no mencionar su carrera. Hablaba extasiada sobre lo que había descubierto.

– Resulta que lo echaron de los servicios sociales de Lewisham por falsificar informes.

– Un giro interesante.

– Supuestamente, comprobaba cómo les iba a los chicos que estaban en acogida, pero en realidad sólo le hacía el seguimiento a uno de diez.

– ¿Por qué?

– Obvio. Estaba demasiado ocupado tirándose a su compañera de despacho. Le advirtieron una vez y lo expedientaron dos, antes de darle la patada al final, y parece que la única razón por la que lo contrataron en Stockwell fue porque su negligencia no afectó negativamente a ninguno de los chicos que tenía a su cargo en Lewisham.

– En estos tiempos y con esa edad, ¿no hubo repercusiones?

– Ni el más mínimo rumor. He hablado con su supervisor en Lewisham, al que alguien convenció, y apuesto a que fue el propio Griffin Strong, de que Griff fue mucho más perseguido que perseguidor. Intentó durante meses y meses sacarse a esa tía de encima con un palo lleno de pinchos, por cómo cuenta la historia el jefe de Strong. «Cualquiera habría acabado sucumbiendo», ha dicho literalmente.

– Su supervisor era un hombre, asumo.

– Naturalmente. Y tendría que haberle escuchado hablar de esa tía. Parecía que fuera el equivalente sexual de la peste bubónica.

– ¿Qué hay de Stockwell? -preguntó Lynley.

– El niño que murió estando a cargo de Strong sufrió una agresión.

– ¿De quién?

– De una banda con un rito de iniciación que consistía en perseguir a chicos de doce años y hacerles cortes con botellas rotas. Lo cogieron mientras cruzaba Angelí Park y lo que debía limitarse a ser un corte en el muslo alcanzó una arteria y murió desangrado antes de que pudiera llegar a casa.

– Dios santo -dijo Lynley-. Otro Damilola Taylor, pero no puede decirse que fuera culpa de Strong, ¿no?

– Teniendo en cuenta que fue el hermano de acogida el que le hizo el corte…

Lynley alzó la cabeza al cielo. Parecía destrozado.

– ¿Cuántos años tenía el hermano de acogida?

Barbara consultó sus notas.

– Once -dijo.

– ¿Qué le pasó?

Siguió leyendo.

– Internamiento en un centro psiquiátrico hasta que cumpla los dieciocho. -Echó el tubo de ceniza del cigarrillo al suelo-. Todo esto me ha hecho pensar…

– ¿En?

– El asesino. Me parece que se ve guiando a un rebaño de ovejas negras, parece que sea algo religioso para él. Si pensamos en todos los aspectos de ritual que tienen los asesinatos… -Dejó que Lynley acabara el pensamiento por sí mismo.

Lynley se frotó la frente y se apoyó en el pasamanos de las escaleras.

– Barbara, no me importa qué piensa este tipo. Estamos hablando de niños, no de mutaciones genéticas. Los niños necesitan a alguien que los oriente cuando se equivocan, y necesitan protección el resto del tiempo. Fin de la historia.

– Señor, yo pienso igual -dijo Barbara-, de principio a fin. -Tiró la colilla del cigarrillo a las escaleras y lo pisó para apagarlo. Para tapar el rastro del delito, cogió la colilla y la guardó con sus notas en el bolso-. ¿Problemas arriba? -le preguntó en referencia a su reunión con Hillier.

– No más de los habituales -dijo Lynley-. Pero Winston no está resultando ser el niño bueno que creía el subinspector.

– Eso sí que es gratificante -dijo Barbara.

– Sí, hasta cierto punto. -La examinó. Un breve silencio flotó entre ellos durante el cual Barbara apartó la mirada, y se puso a toquetear una bola de pelusa que tenía que quitar del brazo de su jersey ancho-. Barbara -dijo Lynley al fin-, yo no lo haría así.

Ella alzó la mirada.

– ¿Qué?

– Creo que ya lo sabes. ¿Has pensado alguna vez que te rehabilitarían más deprisa si trabajaras con alguien menos… menos molesto para la gente que tiene el poder?

– ¿Como quién, por ejemplo? ¿John Stewart? Sería muy agradable.

– MacPherson, seguramente, o Philip Hale, e, incluso, en otro departamento, en una de las comisarías de distrito; porque, mientras estés a mis órdenes, por no mencionar a las de Hillier, sin Webberly aquí para hacer de parachoques entre nosotros. -Hizo un gesto con el que quería decir: «Acaba la idea de manera lógica».

No le hizo falta. Se colocó bien el bolso en el hombro y comenzó a subir de vuelta al centro de coordinación.

– Las cosas no van a ser así. Yo sé lo que es importante y lo que no -dijo ella.

– ¿Lo que significa?

Barbara se paró en la puerta del pasillo. Le ofreció la respuesta que le había dado él.

– Creo que ya lo sabe, señor, buenas noches. Tengo trabajo que hacer antes de irme a casa.


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