Capítulo 3

Cuando apagó el motor del coche aquella noche, Bárbara Havers se quedó dentro del Mini, escuchando desconsolada una vez más el motor renqueante. Apoyó la cabeza en el volante. Estaba hecha polvo. Era curioso pensar que pasar horas y horas frente al ordenador y hablando por teléfono fuera más agotador que patearse todo Londres en busca de testigos, sospechosos, informes y datos, pero así era. Había algo en tener que mirar fijamente una pantalla de ordenador, leer y subrayar listados y repetir el mismo monólogo telefónico a unos padres desesperados tras otros que hacía que echara de menos unas judías con tostadas -una lata de Heinz, lo último en comida para sentirse bien- y tumbarse después en el sofá con el mando a distancia en la mano. En pocas palabras, no había tenido ni un momento fácil en los dos primeros e interminables días de la investigación.

Primero estaba el tema de Winston Nkata. El sargento Winston Nkata. Una cosa era saber por qué Hillier había ascendido a su compañero justo en aquel momento, y otra distinta era darse cuenta de que, víctima o no de una maquinación política, Winston realmente se merecía el rango, y lo peor de todo era tener que trabajar con él a pesar de saberlo, y ver que él se sentía igual de incómodo que ella con la situación.

Si Winston fuera petulante, Bárbara sabría cómo llevarlo. Si fuera arrogante, se lo pasaría en grande cachondeándose de él. Si fuera ostensiblemente modesto, podría enfrentarse a ello de un modo satisfactoriamente mordaz. Pero Winston no se comportaba así; tan sólo era una versión más tranquila del Winston de siempre, una versión que ratificaba lo que Lynley había indicado: que Winnie no era estúpido; que sabía perfectamente qué intentaban Hillier y la DAP.

Así que al final, Barbara sintió lástima por su compañero y esa lástima le había inspirado a llevarle una taza de té cuando fue a buscarse una para ella.

– Felicidades por el ascenso, Winnie -le dijo mientras dejaba la taza a su lado.

Igual que los agentes asignados por el detective Stewart, Barbara había pasado dos días y dos tardes enfrentándose al abrumador número de informes de personas desaparecidas que había conseguido de la Unidad de Protección Infantil. Al final, Nkata había colaborado en la tarea. Habían logrado tachar de la lista un buen número de nombres en aquel tiempo: chicos que habían regresado a sus casas o se habían puesto en contacto con sus familias de algún modo para hacerles saber dónde se encontraban. Unos pocos -los esperados- estaban en la cárcel. A otros los habían localizado en centros de acogida. Pero había cientos y cientos que no habían aparecido, por lo que los detectives comenzaron a comparar las descripciones de los adolescentes desaparecidos con las descripciones de los cadáveres por identificar. Una parte del trabajo podía hacerse por ordenador. Otra había que hacerla a mano.

Tenían las fotografías y los informes de las autopsias de las tres primeras víctimas, y tanto los padres como los tutores de los chicos desaparecidos se mostraron, casi todos, muy dispuestos a colaborar. Al final, incluso lograron establecer una posible identidad, pero las probabilidades de que el chico desaparecido en cuestión fuera realmente uno de los cuerpos que tenían eran remotas.

Trece años, mitad negro, mitad filipino, cabeza rapada, nariz aplastada chata y caballete roto… Se llamaba Jared Salvatore y llevaba desaparecido dos meses. La denuncia la había puesto su hermano mayor -así constaba en los papeles-, quien había llamado a la poli desde la cárcel de Pentonville donde estaba encerrado por atraco a mano armada. En el informe no constaba cómo el hermano mayor había llegado a saber que el joven Jared había desaparecido.

Pero eso era todo. Por lo tanto, esclarecer las identidades de cada cuerpo a partir de la enorme cantidad de chicos desaparecidos que tenían iba a ser como buscar una aguja en un pajar, si no encontraban algo que relacionara entre sí a las víctimas de los asesinatos. Y teniendo en cuenta lo extenso que era el territorio donde se habían hallado los cuerpos, parecía poco probable que pudiera establecerse una conexión.

– Me largo, Winnie. ¿Tú te quedas, o qué? -le preguntó Barbara a Nkata cuando ya no pudo más (o al menos por ese día).

Nkata echó hacia atrás la silla y se frotó el cuello. -Me quedaré un rato más -contestó. Barbara asintió, pero no se marchó de inmediato. Le pareció que los dos tenían la necesidad de decir algo, aunque no estaba segura de qué. Nkata fue quien dio el paso.

– ¿Qué hacemos con todo esto, Barb? -Dejó el bolígrafo sobre un bloc de notas-. El tema es: ¿cómo nos comportamos? No podemos obviar la situación.

Barbara se sentó. Sobre la mesa, había un sujeta-clips magnético. Lo cogió y se puso a jugar con él.

– Creo que debemos hacer lo que hay que hacer. Imagino que el resto se solucionará solo. Winston asintió pensativamente.

– No me siento cómodo con todo esto. Sé por qué estoy aquí. Quiero que lo entiendas.

– Lo entiendo -dijo Barbara-. Pero no seas tan duro contigo mismo. Mereces…

– Hillier no sabe una mierda sobre lo que merezco -la interrumpió Nkata-. Por no mencionar a la DAR Ni antes, ni ahora, ni más adelante.

Barbara se quedó callada. No podía cuestionar algo que los dos sabían que era verdad.

– ¿Sabes, Winnie? -Dijo al final-. Los dos estamos más o menos en la misma posición.

– ¿Qué quieres decir? ¿Mujer policía y policía negro?

– No es eso. Se trata más bien de un tema de visión. En realidad, Hillier no nos ve a ninguno de los dos. Y puede aplicarse a todos los miembros de este equipo. No nos ve a ninguno, sólo ve cómo podemos ayudarlo o perjudicarlo. Nkata pensó en ello.

– Supongo que tienes razón.

– Así que nada de lo que diga o haga Hillier importa porque, al fin y al cabo, tenemos el mismo trabajo. La pregunta es: ¿estamos preparados para eso? Porque significa olvidarse de lo mucho que lo despreciamos y seguir con lo que mejor se nos da.

– Voto por eso -dijo Nkata-. Pero, Barbara, aun así mereces…

– Eh -le interrumpió-. Tú también.

Ahora bostezó abriendo mucho la boca y apoyó la espalda en la puerta recalcitrante del Mini. Había encontrado sitio para aparcar en Steeles Road, en la esquina con Eton Villas. Volvió caminado lentamente a la casa amarilla, encorvada para protegerse del viento frío que se había levantado a última hora de la tarde y siguió el sendero hasta su casa.

Dentro, encendió las luces, tiró el bolso de bandolera sobre la mesa y cogió la deseada lata de Heinz del armario. Sin miramientos vertió el contenido en una sartén. En otras circunstancias, hasta se habría comido las judías frías. Pero decidió que esa noche merecía un tratamiento completo. Metió el pan en la tostadora y sacó una Stella Artois de la nevera. Esa noche no le tocaba beber, pero había tenido un día complicado.

Mientras la comida se preparaba sola, fue a por el mando a distancia, que, como siempre, no encontró. Estaba buscando por entre las sábanas arrugadas del sofá-cama cuando alguien llamó a la puerta. Volvió la cabeza y vio por entre las persianas abiertas de la ventana dos formas imprecisas en el escalón de la entrada: una bastante pequeña, la otra más alta, las dos delgadas. Hadiyyah y su padre venían a visitarla.

Barbara abandonó la búsqueda del mando y abrió la puerta a sus vecinos.

– Justo a tiempo para un Especial Barbara -dijo-. Tengo dos tostadas, pero si os comportáis podemos dividirlas en tres trozos. -Abrió más la puerta para dejarles pasar, y volvió la cabeza para comprobar que había echado las bragas en el cesto de la ropa sucia en algún momento de las últimas cuarenta y ocho horas.

Como de costumbre, Taymullah Azhar sonrió cortésmente, pero con seriedad.

– No podemos quedarnos, Barbara. Será sólo un momento, si no te importa.

Sonó tan sombrío que Barbara miró con cautela al hombre y después a su hija. Hadiyyah tenía la cabeza gacha y las manos juntas detrás de la espalda. Algunos mechones de pelo se habían escapado de sus trenzas y le rozaban las mejillas, que estaban coloradas. Parecía que había llorado.

– ¿Qué pasa? ¿Algo va…? -Barbara sintió que se apoderaba de ella un terror procedente de una docena de fuentes distintas, ninguna de las cuales le importaba demasiado mencionar-. ¿Qué pasa, Azhar?

– ¿Hadiyyah? -dijo Azhar. Su hija lo miró implorante. El rostro del hombre permaneció implacable-. Hemos venido por una razón. Ya sabes cuál.

Haddiyah tragó saliva tan fuerte que Barbara la oyó. Se soltó las manos de la espalda y las extendió hacia ella. Tenía el CD de Bully Holly.

– Papá dice que tengo que devolvértelo, Barbara.

Ella lo cogió y miró a Azhar.

– Pero… Lo siento, pero ¿no está permitido o algo así? -Eso parecía improbable. Conocía un poco sus costumbres, y hacer regalos era una de ellas.

– ¿Y? -le dijo Azhar a su hija sin responder a la pregunta de Barbara-. Hay más, ¿verdad?

Hadiyyah bajó la cabeza de nuevo. Barbara vio que le temblaban los labios.

– Hadiyyah -dijo su padre-, no quiero pedirte…

– Mentí -soltó la niña-. Mentí a mi padre y lo ha descubierto y tengo que devolverte esto en consi… en con… en consecuencia. -Levantó la cabeza. Se había echado a llorar-. Pero gracias, porque me ha encantado. Sobre todo, me ha gustado Peggy Sue. -Entonces, giró sobre sus talones y se fue corriendo, hacia la parte delantera de la casa. Barbara la oyó sollozar. Miró a su vecino.

– Escucha, Azhar -dijo-. Es todo culpa mía. No tenía ni idea de que Hadiyyah no podía ir a Camden High Street. Y ella no sabía adonde íbamos cuando nos marchamos. Fue una especie de broma. Estaba escuchando un grupo de pop y yo me metí con ella y cuando ella se puso a decir lo bueno que era yo decidí enseñarle qué es el rock and roll de verdad y la llevé al Virgin pero no sabía que lo tenía prohibido y ella no sabía adonde íbamos. -Barbara se quedó sin respiración. Se sentía como una adolescente a la que han pillado volviendo a casa después del toque de queda. No le gustó mucho. Se tranquilizó y dijo-: Si hubiera sabido que le tenías prohibido ir a Camden High Street, jamás la habría llevado. Lo siento en el alma, Azhar. No me lo dijo enseguida.

– Y por ese motivo estoy enfadado con Hadiyyah -dijo Azhar-. Tendría que habértelo dicho.

– Pero ya te he contado que no sabía adonde íbamos hasta que llegamos.

– Y cuando llegasteis, ¿llevaba una venda en los ojos?

– Claro que no. Pero ya era demasiado tarde. No le di la oportunidad de decir nada precisamente.

– Haddiyah no debería necesitar que la invitaran a ser sincera.

– Vale, estoy de acuerdo. Pasó y no volverá a repetirse. Al menos deja que se quede con el CD.

Azhar apartó la mirada. Sus dedos oscuros -tan delgados que parecían de mujer- se movieron debajo de la chaqueta elegante hasta el bolsillo de su prístina camisa blanca. Tocaron algo y sacaron un paquete de cigarrillos. Cogió uno sacudiendo la cajetilla, pareció pensar qué hacer y luego le ofreció el paquete a Barbara. Ella lo consideró una buena señal. Sus dedos se rozaron al coger el cigarrillo, y Azhar encendió una cerilla que compartió con ella.

– Quiere que dejes de fumar -le dijo Barbara.

– Ella quiere muchas cosas. Como todos.

– Estás enfadado. Entra. Hablemos de ello.

Se quedó donde estaba.

– Azhar, escucha. Sé qué te preocupa, Camden High Street y todo eso. Pero no puedes protegerla de todo. Es imposible.

El negó con la cabeza.

– No busco protegerla de todo. Sólo quiero hacer lo correcto. Pero me doy cuenta de que no siempre sé qué lo es.

– Ir a Camden High Street no va a corromperla. Y Buddy Holly… -aquí Barbara hizo un ademán con el CD- tampoco va a corromperla.

– No es ni Camden High Street ni Buddy Holly lo que me preocupa -dijo Azhar-. Es la mentira, Barbara.

– De acuerdo. Lo entiendo. Pero sólo fue una mentira por omisión. Simplemente no me lo dijo cuando podría habérmelo dicho. O debería habérmelo dicho. O lo que sea.

– El tema no es ése.

– ¿Cuál es, entonces?

– Me ha mentido, Barbara.

– ¿Sí? ¿Sobre…?

– Y no voy a tolerarlo.

– Pero ¿cuándo? ¿Cuándo te ha mentido?

– Cuando le pregunté por el CD. Me dijo que se lo habías dado tú…

– Azhar, es verdad.

– Pero no incluyó la información sobre de dónde había salido. Eso se le escapó mientras hablaba de los CD en general. Sobre cuántos había para escoger en el Virgin.

– Maldita sea, Azhar, eso no es una mentira, ¿verdad?

– No. Pero negar con rotundidad haber ido al Virgin, sí. Y es algo que no voy a tolerar. Hadiyyah no empezará a hacerme eso. No empezará a mentir. No lo hará. A mí, no. -Su voz estaba tan controlada y tenía las facciones tan rígidas que Barbara se dio cuenta de que estaban hablando de algo más que del primer acto de manipulación por parte de su hija.

– De acuerdo -dijo-. Lo entiendo. Pero parece destrozada. Lo que sea que querías que viera, ya lo ha captado.

– Eso espero. Debe aprender que las decisiones que toma tienen consecuencias y debe aprenderlo desde pequeña.

– Estoy de acuerdo, pero… -Barbara dio una calada al cigarrillo antes de tirarlo al escalón de la entrada y apagarlo con el pie-. Me parece que hacer que admita su equivocación así, en público, ya es suficiente castigo. Creo que deberías dejar que se quedara con el CD.

– Ya he decidido las consecuencias.

– Pero puedes ceder, ¿no?

– Si cedes demasiado, acabas cayendo en tus propias contradicciones -dijo.

– ¿Qué pasa entonces? -le preguntó Barbara. Cuando no respondió, le dijo suavemente-: Que Hadiyyah mienta… En realidad el tema no es ése, ¿verdad, Azhar?

– No consentiré que empiece -contestó él, y retrocedió, dispuesto a marcharse. Añadió educadamente-: Ya te he apartado bastante de tu tostada. -Y regresó a la parte delantera de la finca.


Por mucho que hubiera hablado con Barbara Havers y que ésta le hubiera tranquilizado sobre el tema, Winston Nkata no se sentía cómodo con el rango de sargento. Había pensado que sí se sentiría mejor (eso era lo terrible), pero no, y a lo largo de casi toda su carrera esa comodidad que buscaba en su trabajo no se había materializado.

Cuando comenzó en la policía, eso no le ocurría. Pero al poco tiempo la realidad de ser un poli negro en un mundo dominado por hombres blancos empezó a calar. Al principio lo notó en la cantina, en las miradas que se posaban en él furtivamente y que luego se deslizaban hacia otra persona; luego lo percibió en las conversaciones, en cómo sus compañeros se volvían un poco más prudentes cuando se unía a ellos. Después, fue la forma en que lo saludaban: con un poquito más de cordialidad que la que dispensaban a los polis blancos cuando se sentaba con un grupo a una mesa. Odiaba ese esfuerzo deliberado que hacía la gente para parecer tolerante cuando le tenían cerca. El mero acto de tratarle diligentemente como uno de ellos hacía que sintiera que lo último que sería jamás era uno de ellos.

Al comienzo, se dijo a sí mismo que eso tampoco era lo que quería. Ya era bastante duro que por Loughborough Estate oyera que lo llamaban «mono de mierda». Sería mucho peor si al final acababa formando parte del establishment blanco. Aun así, no soportaba que su propia gente lo considerara un farsante. Si bien tenía presente la advertencia de su madre sobre «que un ignorante te llame burro no te convierte en un burro», le resultaba cada vez más complicado mantenerse en la dirección que quería seguir. En su barrio eso significaba ir y volver al piso de sus padres y a ningún sitio más. Si no, significaba ascender en su carrera.

– Tesoro, cielo -le había dicho su madre cuando la telefoneó para contarle la noticia de su ascenso-. No importa lo más mínimo por qué te han ascendido. Lo que importa es que lo han hecho y ahora el camino está abierto. Recórrelo. Y no mires atrás.

Pero no podía, así que siguió agobiándole que el subinspector Hillier se hubiera fijado en él de repente cuando antes sólo había sido para ese hombre una cara que veía al pasar y a la que no habría podido poner un nombre aunque su vida hubiera dependido de ello.

Sin embargo, había mucho de verdad en lo que su madre le había dicho. Recorrer el camino. Tenía que aprender a hacerlo. Y ese tema del camino se aplicaba a más de un aspecto de su vida. En eso se quedó pensando cuando Barb Havers se marchó.

Miró por última vez las fotografías de los chicos muertos antes de irse también de Scotland Yard. Lo hizo para recordarse que eran jóvenes -muy jóvenes- y que, como consecuencia de su origen racial, tenía obligaciones que iban más allá de simplemente llevar al asesino ante la justicia.

Abajo en el aparcamiento subterráneo, se quedó sentado un momento en su Ford Escort y pensó en esas obligaciones y lo que requerían: acción frente al miedo. Quería darse una bofetada por ser tan estúpido de tan siquiera sentir ese miedo. Tenía veintinueve años, por el amor de Dios. Era policía.

Sólo eso ya debería haber contado para algo, y en otras circunstancias así habría sido. Pero en esta situación ser poli no contaba para nada, porque no había profesión menos indicada para impresionar que ésa. Sin embargo, no podía evitar ser policía. También era un hombre, y hacía falta la presencia de un hombre.

Nkata se marchó por fin respirando hondo. Cruzó el río hacia el sur de Londres. Pero en lugar de dirigirse hacia su casa, rodeó la estructura curva de ladrillo del Oval y cogió Kennington Road en dirección a la estación de Kennington.

El metro mismo marcaba su destino y encontró sitio para aparcar cerca. Compró el Evening Standard en un quiosco de la calle, y aprovechó la actividad para reunir el valor suficiente y recorrer Braganza Street.

Al fondo, en un aparcamiento lleno de baches se alzaba Arnold House, parte de Doddington Grove Estate. Enfrente del edificio, un vivero crecía detrás de una alambrada, y Nkata decidió apoyarse en ella, con el periódico doblado bajo el brazo y la mirada clavada en el pasillo cubierto del tercer piso que llevaba al quinto apartamento por la izquierda.

No costaría tanto esfuerzo cruzar la calle y abrirse camino por el aparcamiento. Una vez allí, estaba bastante seguro de que el ascensor estaría disponible puesto que, la mayoría de las veces, el panel de seguridad que daba acceso al mismo estaba roto. ¿Qué problema había, entonces, en cruzar, abrirse paso, pulsar el botón y caminar hasta el apartamento? Tenía una razón para hacerlo. Alguien asesinaba a chicos en Londres -a chicos mestizos-, y dentro de aquel piso vivía Daniel Edwards, cuyo padre blanco estaba muerto, pero cuya madre negra estaba muy viva. Y es que el problema era ése. Ella era el problema. Yasmin Edwards.

– ¿Ex convicta, tesoro? -Le habría preguntado su madre si alguna vez hubiera tenido el valor de hablarle de Yasmin-. ¿En qué piensas, por el amor de Dios?

Pero eso sí era fácil de contestar. «Pienso en su piel, mamá, y en el aspecto que tiene cuando la luz la ilumina. Pienso en sus piernas, que deberían agarrarse a un hombre que la deseara. Pienso en su boca y en la curva de su trasero y en cómo sus pechos suben y bajan cuando se enfada. Es alta, mamá. Tan alta como yo. Es una buena mujer que cometió un error muy grave, y que pagó como debía.»

Y, en cualquier caso, en realidad Yasmin Edwards no era el tema. Tampoco era el objetivo de su misión. Lo era Daniel, quien a sus casi doce años podía muy bien estar en el punto de mira de un asesino. Porque ¿quién sabía cómo escogía el asesino a sus víctimas? Nadie. Y hasta que lo supieran, ¿cómo podía él, Winston Nkata, desentenderse de dar una advertencia allí donde podrían necesitarla?

Lo único que debía hacer era cruzar la calle, sortear algunos coches estacionados en aquel condenado aparcamiento, contar con que el panel de seguridad estuviera roto, llamar al ascensor y tocar a la puerta. Era plenamente capaz de hacerlo.

Y lo haría. Más tarde, se lo prometió. Pero justo cuando iba a mover el pie para iniciar la primera fase de las que hubiera que superar para llegar a la puerta de Yasmin Edwards, la mujer apareció en la acera.

No venía de la estación de metro como había hecho el propio Nkata, sino de la dirección opuesta, de detrás de los jardines que había al final de Braganza Street, donde, desde su pequeña tienda de Manor Place, ofrecía esperanza en forma de maquillaje, pelucas y cambios de imagen a mujeres negras que sufrían trastornos del cuerpo y del alma.

Al verla, la reacción de Nkata fue retroceder contra la alambrada y sumergirse en las sombras. Se odió en el preciso instante de hacerlo, pero no pudo avanzar hacia ella como debería haber hecho.

Por su parte, Yasmin Edwards caminaba con paso seguro hacia Doddington Grove Estate. No lo vio en las sombras y sólo eso ya era razón suficiente para hablar con ella. ¿Una mujer guapa sola por la calle de noche en aquel barrio? Debes ser cautelosa, Yas. Debes estar alerta. ¿Quieres que alguien te asalte…, te haga daño…, te viole…, te robe? ¿Qué va a hacer Daniel si su madre sigue el mismo camino de su padre y se muere?

Pero Nkata no podía decirle eso. No, siendo la propia Yasmin Edwards la razón por la que el padre de Daniel estaba muerto. Así que se quedó oculto en las sombras y la observó, al tiempo que notaba la terrible vergüenza de que se le acelerara el aliento y el corazón le latiera más fuerte de lo que debería.

Yasmin seguía avanzando por la acera. Nkata vio que sus ciento una trenzas con cuentas en las puntas habían desaparecido y que llevaba el pelo muy corto y ya no emitía la suave melodía que habría escuchado desde donde se encontraba. Yasmin se cambió las bolsas de la compra de mano y metió la otra en el bolsillo. Sabía que buscaba las llaves. El final del día, la cena para su niño, la vida continuaba.

Llegó al aparcamiento y cruzó en zigzag las plazas horriblemente delimitadas. En el ascensor, pulsó el código de seguridad que le daría acceso y luego pulsó el botón para llamarlo. Desapareció deprisa en su interior.

Salió en el tercer piso y caminó a grandes zancadas hacia su casa. Cuando introdujo la llave en la cerradura, la puerta se abrió antes de que pudiera girarla. Y ahí estaba Daniel, iluminado desde atrás por un resplandor cambiante que provendría del televisor. Cogió las bolsas de su madre, pero cuando iba a moverse, ella lo detuvo. Tenía las manos en las caderas. La cabeza ladeada. El peso sobre una de sus largas piernas. Le dijo algo y Daniel volvió hacia ella. Dejó las bolsas en el suelo y se dejó abrazar. Justo en el momento en que parecía que soportaba el abrazo pero no lo disfrutaba, pasó los brazos alrededor de la cintura de su madre. Entonces, Yasmin le dio un beso en la cabeza.

Después de eso, Daniel llevó las bolsas dentro y Yasmin lo siguió. Cerró la puerta. Al cabo de un momento, apareció en la ventana que Nkata sabía que pertenecía al salón. Agarró las cortinas para cerrarlas a la noche, pero antes de hacerlo, se quedó unos veinte segundos mirando la oscuridad, la expresión fija.

Winston seguía entre las sombras, pero pudo notarlo, sentirlo: la mujer no miró en su dirección ni una sola vez, pero Nkata hubiera jurado que Yasmin Edwards supo todo el tiempo que estaba allí.


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